El Mar del Sur de China es objeto de disputa por parte de varios gobiernos (China, Taiwán, Vietnam, Filipinas, Malasia y Brunei), lo que no es de extrañar debido a su alto valor estratégico y económico. Por allí pasa un tercio del comercio marítimo global y la mayor parte de las importaciones de materias primas e hidrocarburos que alimentan las economías de Asia Oriental. Además, en sus aguas se captura el 10% de la pesca mundial y se estima que hay unas reservas de 125.000 millones de barriles petróleo y de 190.000 millones de metros cúbicos de gas natural.
En los últimos cuatro años las tensiones han aumentado de forma muy significativa en la zona, debido a una sucesión de acontecimientos que han enfrentado a China con Estados Unidos y varios países del Sudeste Asiático. El balance ha sido muy positivo para Pekín, que ha incrementado sustancialmente su presencia en las áreas en discordia, ya sea ocupando zonas donde antes no estaba presente, como el bajío Scarborough, o construyendo siete islas artificiales en arrecifes que estaban bajo su control. Sobre estas islas artificiales Pekín ha erigido diferentes tipos de infraestructuras e instalaciones, incluyendo dos pistas de aterrizaje, que han multiplicado su capacidad para operar y realizar maniobras de reconocimiento en el Mar del Sur de China. Estas instalaciones pueden ser utilizadas con fines militares, lo que contribuye a la creciente militarización de la zona. De hecho, a principios de año China desplegó dos baterías de misiles en la isla Woody. Esos actos contradicen el compromiso de autocontención adquirido por China y los países de ASEAN en la declaración sobre un código de conducta que firmaron en octubre de 2002. China no ha sido el único país en vulnerar dicha declaración no vinculante. No obstante, la falta de autocontención de China ha sido sustancialmente mayor que la del resto de las partes, como evidencia el hecho de que sea responsable de en torno al 95% de toda la tierra reclamada al mar en las islas Spratly.
Sin embargo, la reivindicación de China y Taiwán sobre el Mar del Sur de China acaba de sufrir un duro revés con el fallo emitido por el Tribunal Permanente de Arbitraje (TPA) el pasado 12 de julio ante la demanda interpuesta por Filipinas en enero de 2013. Pekín y Taipéi reclaman cerca del 90% del Mar del Sur de China, unos 3 millones de kilómetros cuadrados, alegando derechos históricos sobre los múltiples accidentes geográficos que lo salpican y reclamando el mar territorial, la zona económica exclusiva y la plataforma continental en torno a los mismos. Esta argumentación ha sido cuestionada radicalmente por el TPA al dirimir que ninguna de las formaciones marítimas que componen las islas Spratly, ni el bajío Scarborough, son islas, al considerar que éstas son meras elevaciones en bajamar o rocas no aptas para mantener habitación humana o vida económica propia. Siguiendo la Convención sobre el Derecho del Mar (CDM), esto implica que dichos territorios no dan lugar ni a zona económica exclusiva ni a plataforma continental. De ahí que, independientemente de cuál sea el país que ostente la soberanía sobre estas formaciones marítimas, asunto sobre el que no se pronuncia el TPA, los derechos marítimos que confieren, 12 millas de aguas territoriales en el caso de las rocas y ninguno en el de las elevaciones en bajamar, son mucho menores que los reclamados por China y Taiwán. De hecho, las elevaciones en bajamar ni siquiera pueden reclamarse como territorio soberano. Además, el TPA censura a China por violar la CDM al menoscabar derechos de pesca, prospección petrolífera y navegación filipinos; al permitir prácticas pesqueras que deterioran gravemente la biodiversidad y los ecosistemas del Mar del Sur de China; y al causar un severo impacto medioambiental con la construcción de islas artificiales.
La pregunta es qué pasará ahora. El fallo del TPA es vinculante para China como país signatario de la CDM, pues el laudo ni se refiere a la soberanía de los territorios ni establece fronteras marítimas. A pesar de ello, tanto China como Taiwán ya han anunciado que no van a reconocer la resolución del TPA y éste no tiene facultades ejecutivas. El foco de atención estará principalmente sobre China para ver si opta por profundizar en una línea confrontacional o si, por el contrario, se decanta por contemporizar.
La primera opción aumentaría la popularidad de Xi Jinping dentro de China y consolidaría su figura entre varios sectores del régimen, especialmente el ejército, y podría materializarse aumentando aún más su presencia en las áreas en disputa, o declarando una zona de identificación de defensa aérea sobre el Mar del Sur de China. El riesgo de esta vía para Pekín sería la erosión de su imagen internacional, especialmente entre sus vecinos, lo que abriría un mayor espacio para Estados Unidos como garante de la seguridad en la zona.
La segunda opción conllevaría un menor deterioro de la imagen internacional de China y le permitiría consolidar más fácilmente las importantes ganancias que ha experimentado su posición en el Mar del Sur de China en los últimos años. De esta manera, Pekín podría salvaguardar su interés estratégico de monitorizar y controlar gran parte del Mar del Sur de China sin tener que enfrentar mayor resistencia por parte de Estados Unidos y sus aliados regionales.
En Filipinas, el reciente cambio de gobierno abre varias incógnitas, pues Rodrigo Duterte ha lanzado mensajes ambiguos hacia China, aunque parece más dispuesto que su predecesor a entablar negociaciones bilaterales con Pekín. También está por ver si otros países del Sudeste Asiático, especialmente Vietnam, deciden seguir los pasos de Manila y recurrir al arbitraje internacional.
En conclusión, aunque no cabe duda que desde un punto de vista jurídico la sentencia del TPA supone una contrariedad para los intereses de China y Taiwán en el Mar del Sur de China, sus consecuencias políticas aún están por ver.