El fenómeno de la desinformación nos afecta negativamente, por lo que es esencial seguir avanzando en los esfuerzos por contrarrestarla. Sin embargo, ¿cómo podemos avanzar en los esfuerzos por combatirla? ¿Es realmente posible frenar la propagación de la desinformación y sus consecuencias? ¿Cómo puede España verse afectada por este fenómeno y de qué manera puede hacerle frente? ¿A qué retos puede tener que enfrentarse al hacerlo?
En este episodio de Conversaciones Elcano, María Santillán y Álvaro Vicente entrevistan a Ángel Badillo, investigador principal del Real Instituto Elcano y coordinador de un reciente estudio sobre la dimensión geoestratégica de la desinformación en España y Portugal, en el marco del proyecto IBERIFIER (dentro del European Digital Media Observatory financiado por la Comisión Europea), presentado hace pocos días en el Espacio de la Fundación Telefónica.
¿Qué es la desinformación?
Desinformación, fake news, posverdad, manipulación informativa. Son términos habituales cuando nos referimos a información que se difunde con el objetivo de engañar y distorsionar la realidad al servicio de intereses políticos, económicos, sociales o religiosos. En 2017, Claire Wardle, experta en desinformación, creó la denominada “escalera de la manipulación” que diferencia siete categorías según el grado de intención del engaño deliberado para analizar mejor este fenómeno. De menor a mayor, las categorías que identifica son: sátira o parodia, conexión falsa, omisión de contenido, contexto falso, contenido impostor, contenido manipulado y contenido fabricado.
Aunque a veces se utilicen indistintamente, fake news y desinformación no son exactamente lo mismo. Como su nombre en inglés lo indica, fake news serían las noticias falsas que se difunden en medios de comunicación, Internet y redes sociales. La desinformación es un concepto más amplio que englobaría las fake news y cualquier otro tipo de información errónea y engañosa.
Sobran ejemplos sobre su impacto en tiempos recientes. Quizá el primero que se recuerde es el caso de la anexión de Crimea en 2014, cuando medios rusos difundieron noticias falsas por televisión y redes sociales alegando que grupos extremistas ucranianos ponían en peligro directo a los ciudadanos rusos en la región. Esta campaña de desinformación, generadora de un clima de miedo, funcionó como justificación para la intervención militar rusa en el territorio.
También es notable el caso de las elecciones estadounidenses de 2016, donde proliferaron las teorías conspirativas que ponían en duda el proceso electoral. Una de estas historias falsas, conocida como “Pizzagate”, afirmaba que un restaurante en Washington albergaba una red de tráfico de menores dirigida por políticos de alto nivel. La difusión masiva de esta narrativa engañosa aumentó la desconfianza de una parte de los electores en el sistema político estadounidense.
Efectos de la desinformación
Estos dos ejemplos prueban los efectos sociales que produce la difusión de información falsa con fines políticos. Pero la desinformación va más allá de su impacto en la democracia y en las relaciones internacionales. La Comisión Europea reconoce que sus consecuencias se expanden en diferentes frentes. En el ámbito psicológico, puede llevar a situaciones de extorsión, difamación, intimidación y acoso, minando la confianza entre los ciudadanos. En el ámbito económico, se puede manifestarse en extorsiones, robo de identidad, fraudes y daño a marcas y reputaciones. A nivel social, implica la manipulación de los medios de comunicación, afecta a la estabilidad económica, e incluso perjudica al sistema de justicia y la ciencia. Así, la exposición a información falsa no solo intensifica la polarización en los debates, sino que también debilita la credibilidad de las instituciones y los medios de comunicación.
Si bien la desinformación hoy en día lo atraviesa prácticamente todo, habitualmente se ha vinculado a los conflictos bélicos. A principios de los años 2000, se asociaba a la lucha contra el terrorismo y la insurgencia. Posteriormente, a partir de finales de la primera década de este siglo, organizaciones geoestratégicas como la OTAN la incorporan en su discurso al referirse a la combinación de tácticas convencionales e irregulares que son propias de las guerras híbridas. La invasión rusa de Crimea en marzo de 2014 ejemplifica estos conflictos «irregulares» o «híbridos», con un uso intensivo de la desinformación y una «guerra sin contacto» en la que los enfrentamientos no eran entre ejércitos tradicionales.
Y aunque la propaganda tampoco es un fenómeno de aparición reciente, lo que hace que la desinformación sea un tema relevante en la actualidad es el resultado de la coincidencia y la evolución de varios factores; es decir, una tormenta perfecta. Desde finales del siglo XIX, hemos visto dos grandes fenómenos progresivos que se retroalimentan: una mayor circulación de la información y una expansión de la esfera pública, ambas características intrínsecas de las sociedades democráticas.
Más recientemente, el consumo de medios en nuestras sociedades ha aumentado, y con ello la facilidad para la circulación de la información. Pero este cambio no se limita al incremento en el acceso a los medios, sino también a la forma en que interactuamos con ellos. Ha habido una cierta mercantilización de los flujos de información, y los medios compiten por captar la atención de las personas. Además, estos mismos medios reflejan en muchas ocasiones la polarización política que caracteriza a muchas sociedades de nuestro tiempo.
Las redes sociales y la verificación
Por otro lado, la transmisión de la información –o de la desinformación– ya no está limitada por las fronteras y lo hace a través de todo tipo de canales, incluidos los no mediados. Por supuesto, al hablar de vías de propagación de información no mediadas, vienen inmediatamente a la cabeza las redes sociales, que son un vehículo muy importante de información, pero también de desinformación porque pueden servir para difundir contenido generado por cualquier fuente sin que sea filtrado previamente, ya que la revisión por parte de las plataformas se realiza después de su publicación.
Tanto la información verídica como la falsa pueden circular libremente, e interactuar con los algoritmos que presentan contenidos personalizados a cada usuario. Esto, junto con la disponibilidad de grandes cantidades de datos y de técnicas para acceder a ellos e incluso manipularlos, facilita que se generen y divulguen mensajes falsos que apelen a las prioridades o preocupaciones personales de los usuarios, y que puedan resultar creíbles, y hasta persuasivos. De ahí que surja la figura del fact chcker y la verificación.
Según datos del Eurobarómetro de 2018, las redes sociales ya se usan como principal fuente de noticias en Estados Unidos, por delante de la prensa. Y en Europa, el hecho de que la mayoría de la población diga que le generan desconfianza no evita que al menos la mitad de las personas las usen diariamente. Así, los ciudadanos pueden estar continuamente expuestos a información falsa, y normalmente sin herramientas para identificarla como tal. La distinción entre lo verdadero y lo falso se vuelve más difícil debido a que la desinformación no se basa únicamente en información falsa. Los medios utilizados para difundirla combinan hábilmente falsedades con datos reales para crear la apariencia de veracidad.
Lo que parece claro es que es necesaria una respuesta que nos ayude a protegernos de la desinformación. En los últimos años han proliferado las iniciativas al respecto, a distintos niveles. En la Unión Europea se ha establecido un Grupo de Expertos de Alto Nivel que tiene como objetivo analizar el fenómeno y proporcionar recomendaciones sobre cómo abordarlo. Además, se ha creado el Código de Buenas Prácticas sobre Desinformación, al cual se han adherido varias plataformas digitales y empresas tecnológicas. La UE también ha llevado a cabo campañas para concienciar al público sobre el funcionamiento de la desinformación y la mejor forma de hacerle frente. A nivel nacional, los Estados miembros de la UE han adoptado acciones específicas contra la desinformación, y han establecido unidades especializadas y agencias dedicadas a monitorearla y contrarrestarla. Estas unidades colaboran con organizaciones de verificación, promueven la alfabetización mediática y abogan por la transparencia en los medios de comunicación.
Por otra parte, la acción contra la desinformación no solo descansa en los esfuerzos institucionales. Otros actores clave son los propios medios de comunicación y los organismos verificadores. La relevancia de estos últimos es tal que en 2018 ya había casi 150 en marcha en todo el mundo. Estas iniciativas suelen centrarse en lo que se conoce como fact-checking, que consiste en establecer mecanismos para comprobar la veracidad o el origen de los datos, la información o las imágenes que puedan encontrarse en línea. En muchos casos han sido los propios medios de comunicación y las grandes empresas tecnológicas las que han lanzado proyectos de este tipo. Hoy en día, a nivel internacional destacan la International Fact-Checking Network en donde verificadores de todas partes del mundo se adhieren a un determinado código de conducta; y First Draft News, entre cuyos fundadores se encuentra Google.