Introducción

Existen cuatro crímenes execrables, repugnantes, que conmocionan las conciencias de la mayoría de los seres que habitan el planeta: (1) el genocidio; (2) los crímenes de guerra; (3) la limpieza o depuración étnica; y (4) los crímenes de lesa humanidad. Con esa u otras denominaciones, dichos crímenes se han cometido prácticamente desde el inicio de los tiempos. Tras la Primera Guerra Mundial hubo reacciones ante los horrores vividos y la Carta de las Naciones Unidas recogió en 1945 estas preocupaciones. En los años 80 y 90 del pasado siglo diversos gobiernos apoyaron el llamado derecho (por algunos “ascendido” a deber) de injerencia en los asuntos internos de aquellos Estados que cometieran los crímenes en cuestión. No obstante, no fue hasta 2005, año en que la Asamblea General de la ONU convocó una sesión especial sobre el asunto, que todos los miembros de la organización internacional aprobaron por unanimidad la doctrina de la Responsabilidad de Proteger (RdP), diseñada para actuar colectivamente con el fin de poner coto a los que desde entonces vienen siendo calificados como “crímenes atroces”.

Queda, empero, mucho camino por andar. En su visita al campo de concentración nazi de Buchenwald en 2009, el presidente Obama dijo de él que “nos enseña que debemos estar siempre atentos a la difusión del mal en nuestro tiempo. Debemos rechazar la falsa comodidad de que el sufrimiento de otros no nos atañe y comprometernos a oponernos a quienes subyugarían a otros para servir sus propios intereses”.1 La respuesta a Obama del premio Nobel Eli Weisel fue: “Sin embargo, el mundo no ha aprendido. Muchos de nosotros estábamos convencidos de que al menos una lección habría sido aprendida: que nunca más habría guerra, que el racismo es una estupidez y que la voluntad para conquistar las mentes o los territorios de otras gentes es algo sin sentido. Si el mundo hubiera aprendido, no habría habido Camboya, Ruanda, Darfur o Bosnia. ¿Aprenderá el mundo alguna vez?”.2

El “nunca más” a que aludía Weisel ha sido objeto de atención, discusión y consideración, prácticamente convertido en obsesión en las últimas décadas. De alguna manera, la propia Carta de Naciones Unidas aludía al tema al comenzar así: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles…”. Sin embargo, la expresión había sido ya usada durante la Primera Guerra Mundial. Edward Carpenter, filósofo y poeta británico, socialista, cofundador de la Sociedad Fabiana y del Partido Laborista, hizo en 1916 un conmovedor llamamiento a los pueblos de Europa, que se consumían en una guerra absurda: “Es intolerable que se mutilen y destruyan mutuamente. Todo lo que podemos decir es: nunca más ha de suceder algo así”.3 El “nunca más” simboliza la promesa (en gran medida hoy incumplida) de que el sufrimiento ocasionado por las dictaduras latinoamericanas, los jemeres rojos camboyanos, los genocidas ruandeses o los bárbaros de las guerras yugoslavas, entre otros, no será olvidado por la comunidad internacional, que se opondrá con todas sus fuerzas a que las injusticias y barbaridades se repitan.

El final de la Guerra Fría coincidió con una ola de violencia en el seno de determinados Estados, violencia interna amparada en el dogma de la soberanía que impedía la intervención de agentes externos. Cuando a finales de los años 90 los actos conducentes a una limpieza étnica en Kosovo se habían institucionalizado y el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no logró acuerdo para intervenir, lo hizo la OTAN, en guerra abierta con la Yugoslavia de Miloševićentre marzo y junio de 1999. A diferencia de la guerra de Bosnia (1992-1995) y de las masacres causadas por los serbiobosnios en Sarajevo y Srebrenica, en la que la ONU y el Consejo de Seguridad tomaron cartas en el asunto, en Kosovo y Yugoslavia la OTAN actuó unilateralmente, sin legitimación “onusiana”. La polémica estaba servida entre quienes estimaron que la intervención era claramente ilegal y quienes arguyeron que el derecho internacional importaba menos que salvar miles de vidas humanas.

La normativa aprobada en 2005 por la Asamblea General de las Naciones Unidas con el nombre de  Responsabilidad de Proteger –cuyo origen doctrinal, como veremos, se remonta a 2001– buscaba que los Estados miembros de la organización internacional asumieran que, ante crímenes atroces, todo Estado está obligado a proteger a sus ciudadanos de los mismos, que la comunidad internacional debe ayudarlos a cumplir ese objetivo y que si un determinado Estado incumple su obligación de proteger, dicha comunidad, dotada de legitimación y de los medios necesarios, tiene que movilizarse, aceptando por primera vez en la historia la responsabilidad colectiva de actuar.

A lo largo de muchos años, aún con honrosas excepciones, la mayoría de los gobiernos había contemplado, cuando menos con indiferencia, barbaridades sin fin. De Ruanda a Srebrenica, el creciente elenco de atrocidades –entre frustraciones por los impedimentos legales para actuar– llegó a originar vergüenza e indignación insoportables. La indiferente perversión moral alcanzó un grado imposible de resistir. El Holocausto primero, Ruanda, Bosnia y tantos otros avernos después, empujaron a los gobiernos más responsables y decentes a propiciar una arquitectura jurídico-normativa que contribuyera a detener o al menos a disminuir la existencia infernal de tantas personas en esta nuestra torturada Humanidad. Todo ello removió numerosas conciencias, opinión pública incluida.

Varios gobiernos iniciaron una profunda, articulada, labor de reflexión, conscientes, además, de que desde el final de la Guerra Fría y del mundo bipolar stricto sensu, la democracia y los derechos humanos habían adquirido un papel central en los principios organizativos del nuevo orden internacional. Y la ONU se unió a la reflexión.

Aun cuando la movilización de las conciencias llevaría a prestar atención a las ignominias cometidas en el en su día denominado Tercer Mundo, la première tuvo lugar en la propia Europa. Aconteció cuando en 1992 los dirigentes europeos –y norteamericanos– “se enteraron” del “conflicto” en la antigua Yugoslavia. La asunción del “problema” tomó carta de naturaleza a través de los muros plagados de concertinas (por otro lado, como los erigidos hoy en día en la insoportable Hungría del racista primer ministro Viktor Orbán), de las imágenes televisivas de campos de concentración, de las torturas y de situaciones inhumanas que impactaban casi a diario. Todo ello se convirtió en prueba palpable de que la persecución y exterminación volvían a cobrar terrible actualidad en Europa, como en los peores tiempos, a la vez que la amenaza a la paz y seguridad del continente volvía a surgir inopinadamente.

Despertó asimismo a la ONU, de modo que en mayo de 1993 el Consejo de Seguridad, acogiéndose al capítulo VII de la Carta, estableció el primer tribunal penal internacional. Con sede en La Haya, el Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia fue conferido de autoridad para perseguir crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y genocidio.

Se vivían años convulsos en los que el derecho absoluto de la soberanía estatal y el principio de la integridad territorial (heredados de la paz de Westfalia de 1648) eran de alguna manera puestos en cuestión por el “derecho de injerencia humanitaria”, esto es, la intervención en un Estado soberano por uno o varios Estados o por una organización internacional, mediante la fuerza armada y sin su consentimiento, con la intención de proteger a la población civil ante la violación masiva y sistemática de sus derechos humanos. Convulsos porque, además, se produjeron otros tipos de injerencia, no precisamente humanitaria, como la invasión de Kuwait llevada a cabo por Iraq en 1990 y que provocó una breve guerra (agosto 1990-febrero 1991) contra el invasor iraquí. Con autorización ONU, una coalición de 34 países liderada por EEUU puso fin al desatino de Saddam Hussein, quien no sólo atentó contra el principio westfaliano sino que quebrantó una norma no escrita de las relaciones interárabes en virtud de la cual un Estado árabe no hace la guerra a otro Estado árabe.

Eran los años en que el Movimiento de Países No Alineados (MNA) celebraba su cumbre en Yakarta (1992) y declaraba: “Reafirmamos que los derechos humanos básicos y las libertades fundamentales son de validez universal. Saludamos la creciente tendencia hacia la democracia y nos comprometemos a cooperar en la protección de los derechos humanos”. No obstante, el comunicado también afirmaba que “ningún país debe usar su poder para dictar su concepto de democracia y derechos humanos o para imponer condiciones a otros”. Se vislumbraba ya entonces uno de los puntos conflictivos en relación a la asunción de la doctrina de la Responsabilidad de Proteger: la soberanía estatal westfaliana como barrera obstaculizadora del progreso de la RdP.

A la reunión de Yakarta asistieron 108 Estados. La última cumbre, la XVI (Teherán, agosto de 2012), contó con la presencia de 120. Hay que decir, empero, que el Movimiento ha perdido gran parte de la influencia de que disponía en los años 80 y 90 del pasado siglo (más todavía en plena Guerra Fría) y que muchos de ellos se alinean hoy en día junto a Occidente en Naciones Unidas en el tema de la Responsabilidad de Proteger.

Eran los años en que el derecho de injerencia era rechazado por la mayoría de los Estados miembros de la ONU, pero también en los que órganos “onusianos” apuntaban en su dirección. Así, el secretario general Pérez de Cuéllar (1981-1991), a pocas semanas de finalizar su mandato, declaraba: “El derecho de injerencia, en contraposición a la interpretación rígida del principio de no intervención, se está abriendo camino”. Sin embargo, las contradicciones y tensiones en la escena internacional de la época quedaron patentes cuando apenas un mes después, en la primera entrevista concedida a un medio de comunicación, el nuevo secretario general, Butros-Ghali (1992-1996), al ser preguntado sobre si la ONU debe favorecer la extensión de la democracia en el mundo, contestaba: “Igual que se ofrece asistencia técnica para construir hospitales y carreteras, debe existir una a favor de la democracia. Sin embargo, esta ayuda debe evitar toda injerencia en los asuntos internos”.4

Emilio Menéndez del Valle
Embajador de España y analista en Relaciones Internacionales


1 Buchenwald, 5/VI/2009.

2 Idem.

3 Carpenter (1916).

4 Sobre esto, Menéndez del Valle (1992). Por cierto, excepcionalmente, Butros-Ghali no fue reelegido debido a la oposición de EEUU, criticados por Butros-Ghali en más de una ocasión. Un perfil, el de Butros-Ghali, en principio adecuado para el puesto: era cristiano copto egipcio, casado con una mujer de origen judío y descendiente de un primer ministro asesinado por musulmanes fanáticos. Cierto es que a Butros-Ghali se le acusó de inacción ante el genocidio tutsi en Ruanda de 1994.

Equipo de cascos azules en la misión de paz de la ONU en la RD del Congo. Foto: Marie Frechon / UN Photo (CC BY-NC-ND 2.0)