Resumen
Ante el problema de la inseguridad en aumento en Afganistán y la sensación abrumadora de que no se está ganando la batalla contra los rebeldes en este país, analistas y responsables políticos buscan analogías para comprender la dinámica del conflicto e idear respuestas al mismo. Una de las analogías que están siendo examinadas por los analistas es la campaña contra el narcotráfico y la insurgencia en Colombia. De hecho, existen similitudes asombrosas en la forma en que las FARC y los talibán se relacionan con la economía de la droga en sus respectivos países. Sin embargo, estas semejanzas no estriban en lo que podría considerarse como la característica esencial de las FARC, a saber, la pérdida de su sustrato ideológico y su transformación en una organización puramente lucrativa. Por el contrario, desde el punto de vista de la contrainsurgencia y del nexo entre droga y conflicto, el debate sobre ideología frente a ánimo de lucro es mucho menos importante de lo que suele creerse. Independientemente de su ideología y de la profundidad de sus creencias, tanto las FARC como los talibán no solo están obteniendo sustanciosos recursos financieros del narcotráfico, sino también un considerable capital político. Y este capital político está siendo acentuado en gran medida por las políticas gubernamentales de erradicación de los cultivos de droga, políticas que acaban siendo contraproducentes para los objetivos de la contrainsurgencia.
Introducción
A medida que se tambalean los esfuerzos de la OTAN en Afganistán por derrotar a los insurgentes talibán y sus aliados de al-Qaeda y ayudar al Estado afgano a conseguir la autosuficiencia, muchos analistas y responsables políticos están recurriendo a conflictos afganos pretéritos y otras luchas contra la insurgencia para identificar los motivos esenciales de la insurgencia, recomendar estrategias y pronosticar el resultado final.
Quienes hacen hincapié en la imposibilidad de que este esfuerzo triunfe suelen evocar las guerras anteriores en Afganistán: las luchas que libró el Reino Unido en el siglo XIX para conquistar el país y sus sucesivas derrotas con elevado número de bajas, así como la ocupación soviética en los años 80 que no consiguió sostener el régimen pro comunista y supuso una enorme sangría para el imperio soviético. En opinión de estos analistas, Afganistán es un cementerio de imperios que se traga a los invasores y cuyas tribus pastunes no toleran ninguna presencia extranjera. Las mismas tribus pastunes que, al igual que sus compatriotas de otras etnias, tampoco toleran ningún Estado central afgano fuerte (Bacevich, 2008).
También se establecen comparaciones con Vietnam, donde EEUU perdió una larga y costosa batalla contra la insurgencia, y esta derrota supuso un trauma para toda la nación norteamericana. Los analistas que ponen el énfasis en la analogía con Vietnam sostienen que Afganistán muestra hoy en día todas las características que condenaron al fracaso a la contrainsurgencia en Vietnam: en aquel país, EEUU se metió en un atolladero con un despliegue cada vez mayor de tropas y de pérdidas humanas. La estrategia contrainsurgente se vio socavada por sus propias contradicciones, sobre todo por la tensión siempre presente entre el intento de ganarse a la población vietnamita y el objetivo de matar a losinsurgentes, obsesionándose con el recuento de víctimas. Además, la corrupción generalizada en el gobierno survietnamita, como ocurre en la actualidad con el gobierno de Kabul, le hizo perder su credibilidad entre la población. El apoyo al esfuerzo bélico por parte de la opinión pública norteamericana empezó a caer drásticamente, y los aliados cuya visión de lo que estaba en juego en Vietnam era completamente distinta de la de EEUU, pidieron cada vez con mayor urgencia la retirada de las tropas (Barry y Thomas, 2009).
Hay quienes encuentran analogías más positivas. Estos analistas señalan a Irak donde, en medio de una impresión generalizada de que la misión está condenada al fracaso, el efecto combinado del incremento de tropas norteamericanas y el surgimiento de las milicias suníes en la provincia de Anbar parecen haber tenido como resultado un debilitamiento de los insurgentes iraquíes vinculados con al-Qaeda y una reducción significativa del conflicto entre sectas. Por esta razón, estos analistas recomiendan que se organicen milicias parecidas en Afganistán –proponiendo, como objetivo ideal, que se reclutasen entre las filas de los talibán–. En su opinión, devolver la responsabilidad de la seguridad a las tribus sería coherente con la historia de Afganistán (Ignatius, 2009).
Por ultimo, las comparaciones se centran también en Colombia. Después de todo, este país ha sido el mayor productor de hoja de coca y cocaína durante los últimos 15 años, como Afganistán lo ha sido de adormidera y de opio. Los defensores de esta analogía argumentan que los talibán en Afganistán, como las guerrillas izquierdistas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia Ejército del Pueblo (FARC), son esencialmente narcotraficantes con acceso a enormes ingresos derivados de las drogas –del orden de decenas o de cientos de millones de dólares al año–, dinero con el que pueden adquirir armas sofisticadas y contratar a cientos de guerrilleros. La política que suelen recomendar estos analistas es eliminar el negocio de la droga con el fin de debilitar y finalmente derrotar a los insurgentes.[1] De hecho, el propio gobierno de Colombia está convencido de que sus estrategias para luchar contra el vínculo entre drogas y conflicto son aplicables a Afganistán y se ha ofrecido a entrenar a pequeña escala a fuerzas de seguridad afganas y compartir con ellos su experiencia en la lucha contra el narcotráfico y la insurgencia.
El análisis siguiente examina el grado de semejanza o diferencia real entre las FARC y los talibán, y cómo las lecciones extraídas de Colombia pueden ser aplicadas en Afganistán. La comparación se lleva a cabo centrándose en los siguientes factores: (1) las motivaciones de los combatientes; (2) la evolución de las actitudes de los combatientes ante los cultivos ilícitos y el negocio del narcotráfico; (3) los beneficios que ambos grupos beligerantes (las FARC y los talibán) han extraído de las drogas en concepto de dinero y de capital político; (4) su relación con los narcotraficantes; (5) su relación con otros actores armados en el conflicto; (6) los resultados en el campo de batalla; (7) el contexto económico y en materia de drogas en ambos países y su impacto en la dinámica del conflicto; y (8) los intereses estratégicos de EEUU y Europa en cada uno de estos países.
Ideología frente a beneficio como motivaciones de los conflictos violentos
Muchos analistas del conflicto violento que sufre Colombia aseguran que, en la actualidad, ésta violencia está motivada únicamente por un deseo de beneficio financiero –es decir, sería la codicia de las FARC, de los grupos paramilitares y de las milicias de los traficantes la que está alimentando el conflicto–.[2] Este punto de vista -el más extendido en el gobierno colombiano del presidente Álvaro Uribe y en la anterior Administración norteamericana de Bush– sostiene que la economía de la droga en Colombia no solo mantiene el conflicto al suministrar recursos físicos a los beligerantes para llevar a cabo operaciones militares, sino que la explotación económica del negocio de la droga es la única, o al menos la principal, motivación de los participantes en el conflicto –las FARC, la guerrilla izquierdista Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los paramilitares, ahora oficialmente desmovilizados pero resurgentes– para seguir combatiendo. Según los defensores de esta línea de pensamiento, las motivaciones ideológicas u otros pretextos para el reclutamiento y la movilización, tales como el agravio socio-económico y las ambiciones políticas, han dejado de ser importantes. Se asegura que la pérdida de relevancia de la ideología y la subida en su lugar del beneficio como motivación para el mantenimiento del conflicto es especialmente destacable en el caso de las FARC. Esto se debe a que las justificaciones ideológicas esgrimidas por los paramilitares para su lucha armada estuvieron siempre bajo sospecha y a que el movimiento guerrillero surgió de entre las milicias de los narcotraficantes y los guardaespaldas de los terratenientes.[3]
No cabe duda de que, con el paso del tiempo, la ideología ha perdido peso en el conflicto colombiano. Hoy en día las motivaciones ideológicas entre los miembros de los grupos armados y la población en general están en su punto más bajo desde 1940, cuando las tensiones políticas y sociales que vivía el país estallaron en una guerra civil, de la cual nacerían las FARC. Las razones del declive de la ideología como rasgo destacado del conflicto son múltiples: para empezar, a diferencia del caso de Sendero Luminoso en Perú, por ejemplo, la ideología socialista de las FARC nunca estuvo bien definida. La desaparición de su vieja guardia, escondidos en la selva y aislados de los cambios que experimentaba el país, redujeron aún más la capacidad intelectual del grupo en los últimos años (Isacson, 2003).
Por otro lado, el final de la Guerra Fría llevó al descrédito de las doctrinas socialistas respecto a la revolución violenta de las masas y a su pérdida de resonancia entre los ciudadanos latinoamericanos. La doctrina bolivariana que propugna el presidente venezolano Hugo Chávez –una versión actualizada del populismo socialista– ha revivido en parte la retórica socialista en Latinoamérica. Las FARC han intentado agarrarse a este discurso e incorporarlo a algunos de sus comunicados. Pero no parece que hayan aumentado con ello su capacidad de movilización.
Más importante aún, la población colombiana ha estado sometida a una gran brutalidad y a terribles masacres por parte tanto de los paramilitares de derechas como de las FARC; y tras 60 años de vagas promesas de conseguir una vida mejor, sin que la lucha haya redundado en grandes mejoras visibles, la gente ha perdido fe en las nociones abstractas y trasnochadas del socialismo. La superficialidad del mensaje socialista de las FARC se hizo patente durante las negociaciones entre las FARC y el gobierno colombiano del presidente Andrés Pastrana en los años 90. Su manera de enfocar las negociaciones parecía no solo falsa sino también carente de objetivos claros.
Los diferentes acuerdos para repartir los territorios de la droga como botín de guerra entre las FARC y sus archienemigos, los paramilitares de derechas, fortaleció aún más la percepción de que la ideología había dejado de ser parte del conflicto. En muchos de esos territorios, repartidos entre las FARC y los “paras” a finales de los 90 y principios de los 2000, las FARC gravaban los cultivos de coca con tasas y controlaban la producción y la venta de pasta de coca, para después venderla a los paramilitares quienes la transformaban en base de coca y cocaína. Incluso después de que los paramilitares se desmovilizaran tras alcanzar un acuerdo con el gobierno colombiano en 2005, siguieron existiendo estos acuerdos entre las FARC y los recientemente reaparecidos grupos paramilitares, o “bandas criminales”o “grupos emergentes” –como prefiere denominarlos el gobierno colombiano– (International Crisis Group, 2007). La decisión adoptada a mediados de los 90 por el líder de las FARC recientemente fallecido, Manuel Marulanda “Tirofijo”, de establecer la autofinanciación para cada unidad operativa –“frentes”, en su propia terminología– aumentó la importancia de las distintas formas de financiación ilícitas en la estrategia global de los guerrilleros y su comportamiento orientado hacia el beneficio económico.
Sin embargo, la disolución de la ideología de las FARC en una serie de tópicos socialistas amorfos sobre una vida mejor no debería llevarnos a la conclusión de que las FARC están exclusivamente motivadas por el ánimo de lucro. En primer lugar, ni los dirigentes ni los combatientes viven en el lujo absoluto o relativo. Los beneficios no se utilizan principalmente para el enriquecimiento personal sino para la financiación de la maquinaria de guerra. Los guerrilleros de las FARC no perciben un salario (a diferencia de los combatientes paramilitares) y son adoctrinados en un conjunto de creencias ideológicas y acerca de la propia organización. Entrevistas realizadas a miembros capturados de las FARC que participaron en un programa de amnistía (incluyendo un comandante de rango medio) revelan un compromiso institucional con la perpetuación de la lucha, aunque las motivaciones individuales para unirse al grupo sean muy diversas (Gutiérrez Sanín, 2004). Incluso hoy en día, muchos miembros de las FARC se plantean su participación en el conflicto no como una empresa para hacer dinero que les pueda permitir vivir en la opulencia y comprar islas privadas o importar rinocerontes para sus zoológicos privados, como era el caso de los narcotraficantes prototípicos de los 80 (como Carlos Ledher y Pablo Escobar, o los modernos para-traficantes como Jorge 40 y Macaco), sino como una guerra contra el Estado. De hecho, la perpetuación de la lucha y la derrota, al menos a escala local, del Estado se han convertido en los objetivosprimordiales.
Esto no quiere decir que no se vean las drogas como un medio esencial para la lucha. La presencia de cultivos de coca en una zona particular suele actuar como un imán para las FARC y otros grupos que tratan de dominar el territorio y controlar el comercio de la droga en la zona. Por su parte, la ideología talibán no solo está mejor definida –una mezcla de nacionalismo, fundamentalismo religioso y afinidad con la causa de la guerra santa global– sino que es vivida con mayor intensidad por muchos de sus dirigentes e incluso por los combatientes de base. Pese a todo, incluso en el caso de los talibán, existe una gran diversidad de motivaciones para luchar, tanto entre los dirigentes, como entre los mandos medios y los soldados rasos.
En su nivel más alto, la Quetta Shura del Mullah Omar está probablemente más intensamente motivada por una obsesión ideológica basada en una visión fundamentalista de Afganistán que se remonta a los años 90. En los últimos años, a medida que este núcleo dirigente se ha alineado más estrechamente con al-Qaeda –lo cual ha sido propiciado por su refugio compartido en Pakistán y por su coincidencia en identificar a EEUU, la OTAN y el gobierno afgano apoyado por la OTAN como sus enemigos–, ha adquirido mayor importancia el apoyo del Mullah Omar a la causa salafista.
Por otra parte, la cúpula talibán está adaptando su campaña para ajustarse a aquello que parece tener un eco entre la población afgana, en especial los pastunes. En su reciente declaración anual con ocasión del Eid-ul-Fitr, la fiesta musulmana con la que se celebra el fin del Ramadán, el Mullah Omar hizo especial hincapié en el nacionalismo y presentó la lucha talibán en términos antiimperialistas. El Mullah Omar buscaba aprovechar de este modo la pérdida de apoyo que los soldados extranjeros tienen entre la población afgana tras las víctimas civiles causadas por ataques de la OTAN (de modo parecido, las FARC intentan presentarse como defensoras de la causa nacionalista explotando el rechazo popular que provocan las “fumigaciones” patrocinadas por EEUU de los campos de coca colombianos).
Además, los talibán han suavizado algunos de sus mandatos ideológicos en varias localidades –como los relacionados con las cometas, la música y la longitud de las barbas–, en respuesta a la reacción de la población.[4] Esta voluntad de mostrar cierta flexibilidad ideológica –en marcado contraste con sus intransigentes actitudes de los años 90– es especialmente evidente en zonas donde los talibán sienten que no tienen un control total y donde compiten por el favor de la población con otros grupos.
De hecho, la ideología fundamentalista talibán tiene escasa acogida entre la población general. El dogmatismo talibán de los 90 atrajo a pocos adeptos. En realidad, la mayoría de la población rechazaba sus normas y prohibiciones extremas. Si bien, por un lado, la población agradeció la capacidad que tuvo el movimiento de restablecer el orden y proporcionar seguridad tras años de guerra civil y sometimiento a los depredadores, caprichosos y conflictivos señores de la guerra, no acogió con igual agrado sus prohibiciones en contra de escuchar música o volar cometas (Rashid, 2001). Asimismo, hoy en día, la población no echa en falta el fervor ideológico, sino que más bien está descontenta por la falta de seguridad y la imposibilidad de llevar a cabo actividades cotidianas debido a la corrupción y las ansias de rapiñade los altos cargos del gobierno afgano, las fuerzas policiales y los caciques locales. En muchas zonas, la capacidad de los talibán de superar al gobierno nacional afgano a la hora de proporcionar seguridad y de resolver las disputas es un elemento clave del apoyo popular, como también lo es su capitalización del sentimiento de marginalización que tienen los pastún ghilzai y la protección que ofrecen de los campos de adormidera (detallado más abajo).
Para apreciar la complejidad de las motivaciones que impulsan a los dirigentes talibán, merece la pena analizar otras dos importantes facciones de la insurgencia, además de Quetta Shura: las redes de Haqqani y Hekmatyar (Jones, 2009). Como Quetta Shura, la red liderada por Jalaluddin y Sirajuddin Haqqani en Afganistán oriental está fuertemente motivada por la causa yihadista salafista global. Al tener su santuario en Pakistán, la red entró en contacto estrecho con al-Qaeda y asimiló gran parte de sus planteamientos. Aunque los miembros de la red financian sus operaciones participando en otro sector de la economía ilegal afgana, la tala ilegaly el contrabando de madera en Pakistán, los beneficios financieros de la economía ilegal siguen siendo claramente solo un modo de apoyar su proyecto ideológico.[5]
La red de Gulbuddin Hekmatyar también opera en Afganistán oriental y participa asimismo en varios sectores económicos ilegales afganos. Pero de las tres agrupaciones principales, la de Hekmatyar es la que está menos motivada por una ideología del tipo que sea y la más centrada en acumular poder y beneficios personales. Hekmatyar, antiguo guerrillero anti-soviético y favorito entre los muyahidines apoyados por los servicios de inteligencia de EEUU y Pakistán en los años 80, ya invertía, a principios de aquella década, en el incipiente comercio de la droga en Afganistán. A comienzos de los 90, Hekmatyar combatió por el poder en Kabul primero en contra de la Alianza del Norte (principalmente muyahidines anti-soviéticos no pastunes) y después contra los talibán (Rubin, 1995). Sin embargo, después de 2001, Hekmatyar se alió con los talibán y ha luchado ferozmente contra las fuerzas de la OTAN en Afganistán, aunque enviando señales periódicas sobre su posible voluntad de alcanzar un acuerdo con la OTAN y el nuevo gobierno afgano y de abandonar las armas bajo condiciones que le sean favorables.
A nivel de la tribu, la decisión de unirse o no a los talibán suele estar motivada por una amplia gama de quejas. Muchos afganos de etnia pastún, sobre todo los pastún ghilzai, se sintieron desairados y discriminados por la composición del primer gobierno de la era post-talibán que favoreció claramente a los miembros no pastunes de la Alianza del Norte. Al mismo tiempo, los pastún ghilzai han sido históricamente marginados por los pastún durrani y ya en los 90 fueron un componente clave de los talibán (Goodson, 2001). Más allá de la burda división entre pastún frente a no pastún y ghilzai frente a durrani, existen muchas otras afinidades y rivalidades entre tribus que influyen en si las tribus se alinean con el gobierno o con los talibán, como puede ser Popalzai frente a Barrakzai y Achezai frente a Noorzai. Muchas de estas enemistades se sienten de forma apasionada y desembocan en conflictos, cuando no en guerras abiertas. Motivados por estas rencillas, altos cargos gubernamentales de distrito y de provincia discriminan con frecuencia a comunidades de distinta afinidad tribal.
Los talibán, a pesar de contar con una gran cantidad de miembros de la etnia pastún ghilzai, consiguieron en los años 90 ofrecer una imagen pan-pastún que les situaba por encima de estas divisiones tribales. Además continuaron inmiscuyendo frecuentemente en estos conflictos locales. Sus objetivos son, por un lado, atraer a su causa a las comunidades que se sienten discriminadas y, por otro lado, ofrecer mecanismos alternativos de legalidad y estructuras de gobierno que den respuesta a este tipo de sentimientos de agravio. De hecho, cuando el gobierno afgano –con frecuencia solo a instancias de la OTAN o de algún equipo de reconstrucción local provincial (PRT, por sus siglas en inglés)– aborda estas quejas y nombra a funcionarios considerados justos, las tribus se muestran dispuestas a dejar de apoyar a los talibán.[6]
Al mismo tiempo, la decisión de alinearse con el gobierno o con los talibán, o evitar elegir entre ambos, está muy condicionada por las expectativas de quién dominará finalmente la zona. Sin tener plena confianza en que el gobierno afgano y las fuerzas de la OTAN serán capaces de proteger a la comunidad de las represalias de los talibán y permanecer en la zona el tiempo suficiente, muchos afganos no se arriesgarán a cooperar con el gobierno y con la OTAN.
A nivel individual, muchos soldados talibán de a pie tampoco actúan motivados por una doctrina religiosa específica, aunque sí suelen tener fuertes sentimientos nacionalistas. Aunque la denominación “guerrilleros a 10 dólares”, es decir, hombres y niños dispuestos a ponerse al servicio de los talibán por una miseria, es una simplificación excesiva, es cierto que las bases del ejército talibán incluyen hombres pobres que no pueden encontrar otro empleo, así como refugiados económicos afganos reclutados en los campos de refugiados en Pakistán. Pero, como ocurre también con los guerrilleros de las FARC, muchos están motivados por razones muy personales, como puede ser la venganza, la amistad y las redes familiares o de mezquita.[7]
El análisis revela por qué el debate de la avaricia frente al malestar como motivos del conflicto y el declive de la ideología, dentro de la lucha contra la insurgencia, es exagerado. Existen pocas insurgencias, e incluso guerras civiles, donde la ideología sea la motivación principal para la gran mayoría de los insurgentes. Tampoco suele ser la motivación por la cual la población ofrece comida y cobijo a los beligerantes y no los denuncia al gobierno. Hay otros factores, incluyendo la percepción de quién va a ganar finalmente el conflicto, que influyen en la población a la hora de alinearse con uno u otro bando (Petersen, 2001; Kalyvas,2006; Wood, 2003; y Lichbach, 1994).
Por otra parte, incluso organizaciones puramente criminales, como la Cosa Nostra y el cártel de Medellín colombiano de los 80, pueden tener un importante apoyo político entre la población general. Cuando estos grupos criminales tienen la capacidad de movilizar sus empresas ilegales y la economía ilícita general con el fin de mejorar las condiciones económicas de los segmentos pobres y marginales de la población, pueden conseguir un importante grado de aceptación y apoyo político. Esto ocurre especialmente si patrocinan una economía ilegal necesitada de mano de obra intensiva que genere empleo.[8] Pero incluso el patrocinio por parte de grupos criminales de economías que no requieren mucha mano de obra puede concitar el apoyo político entre la población siempre y cuando los efectos económicos alcancen la economía legal y se extiendan entre la población, como puede ser bajo la forma de un incremento de las ventas de bienes duraderos y no duraderos, y de un aumento de la demanda de servicios, tales como hoteles y restaurantes (Roig-Franzia, 2008). Además, en ausencia de una presencia efectiva del Estado quien, por lo tanto, no está cumpliendo sus tareas de garantizar la seguridad en las calles, ofrecer mecanismos de resolución de conflictos, salvaguardar los derechos de propiedad y hacer cumplir los contratos, los grupos criminales suelen proporcionar estos servicios públicos con el fin de facilitar su propio negocio. Con esta actuación, sustituyen al Estado y obtiene apoyo político (Gambetta, 1993).
El mayor respaldo de las FARC, de los talibán y de todas las fuerzas insurgentes del mundo, se produce, frecuentemente, en respuesta a su capacidad de ofrecer mejoras materiales inmediatas a la población: medios de vida estables, seguridad y servicios sociales mínimos que de otro modo no tendrían, como pueden ser colegios o carreteras, además de otros servicios públicos, tales como el imperio de la ley, mecanismos de arbitraje y de resolución de conflictos y distribución de justicia. Esto es lo que la economía de la droga permite realizar a las FARC y a los talibán, sea cual sea la intensidad de su ideología o su atractivo entre la población. Por esta razón, la erradicación de los cultivos ilegales, como detallaré a continuación, solo aumenta la dependencia de la población de los beligerantes (o partes beligerantes) para cubrir estas necesidades materiales y de servicios públicos básicos, con lo que se fortalece el capital político de los beligerantes.
La evolución de la actitud de las FARC y de los talibán frente a la economía de la droga
La evolución de las actitudes de las FARC y de los talibán hacia la economía de la droga (y, de hecho, la evolución de las actitudes de muchos otros grupos beligerantes con ideologías muy distintas) es asombrosamente parecida. Cuando las FARC se encontraron por primera vez con la economía de la coca en la región colombiana del Caguán, a finales de los años 70, decidieron prohibirla por motivos ideológicos marxistas-comunistas pues la consideraban un vicio social. También intentaron imponer su erradicación. Esta política contraria a la economía ilegal de la coca suscitó de inmediato un rechazo generalizado del grupo. La población más desfavorecida dependía de la economía de la coca para su subsistencia, así como para cualquier tipo de movilidad social, y se sintió agraviada por la injerencia de las FARC. El grupo guerrillero no pudo hacerse con el control de las zonas donde intentó mantener esta política partidaria de la prohibición, y la población inclinó su apoyo hacia las milicias de traficantes (Chernick, 2005).
Después de unos tres años, durante los cuales las FARC no lograron un apoyo estable entre la población, llegaron a la conclusión de que no podían mantener la prohibición de los cultivos ilegales. Progresivamente, primero toleraron, después gravaron con impuestos y, por ultimo, regularon tanto el cultivo como al menos algún tipo de procesamiento de la droga (Rabasa y Chalk, 2001). Desde mediados de los 90, las FARC han intentado a menudo eliminar a los traficantes independientes en muchas zonas que están bajo su control. Y, en la actualidad, las FARC intenta participar en el narcotráfico, desde luego dentro de Colombia, pero también han intentado expandir su capacidad de tráfico internacionalmente (International Crisis Group, 2005). No obstante, teniendo en cuenta cómo han sido debilitadas las FARC por el ejército colombiano, como resultado de un aumento de las fuerzas militares y de la mejora de la calidad de estas fuerzas,[9] la capacidad de las FARC de desarrollarse como traficantes de droga internacionales se ha reducido considerablemente. En lugar de ello, las FARC han estado vendiendo pasta de coca, base de coca y cocaína principalmente a grupos de traficantes de droga colombianos y organizaciones de droga mexicanas.[10]
La curva de aprendizaje de los guerrilleros de las FARC respecto a la economía de la droga es comparable a la de los talibán. Cuando los estudiantes islamistas radicales tuvieron su primer contacto con la economía del opio en Helmand a finales de 1994 y principios de 1995, decidieron prohibirla y obligar a su erradicación. Pese a la afinidad étnica, tribal y religiosa de la población de Helmand, la extensión de las redes talibán en esa provincia afgana y el considerable apoyo por parte de Pakistán, los talibán no consiguieron hacerse con el control de esta zona. Tras años de política soviética de contrainsurgencia en la que se destruía la economía rural para expulsar a la población del campo y separarla de los muyahidín, la economía legal afgana estaba prácticamente arrasada (Amstuzt, 1986). Las infraestructuras, los sistemas de riego, los huertos, los cultivos y el ganado, todo había sido destruido (Qasim Yusufi, 1988). En su lugar, los cultivos de adormidera, que requerían muchos menos insumos que otras actividades agrícolas, se habían convertido en la actividad económica dominante en las zonas rurales del sur y en la única forma de subsistencia de gran parte de la población del campo. Los efectos indirectos redundaban también en beneficio de la economía de muchas ciudades.
De ahí que la población se enfrentara a los esfuerzos de los talibán encaminados a prohibir el cultivo de la adormidera o planta del opio. En lugar de aceptar al movimiento talibán como hizo la población de Kandahar, los habitantes de estas zonas se unieron a los caciques locales, los akhundzada. Los akhundzada no eran muy populares: como gobernantes eran tremendamente brutales y estaban envueltos en numerosos conflictos, por ejemplo con Hekmatyar (Giustozzi & Ullah, 2006). La población todavía estaba molesta con los esfuerzos de los akhundzada, años atrás, de prohibir el cultivo del opio –que ellos mismos habían protegido y explotado durante años– con el fin de satisfacer las presiones de EEUU para que reprimiesen este cultivo. Pero, cuando los talibán trataron de eliminar la adormidera en Helmand en 1995, los akhundzada habían vuelto a patrocinar la economía del opio, por lo que la población se adhirió a ellos y la posición de los talibán quedó debilitada (Felbab-Brown, 2009, cap. 5).
Por esta razón, en cuestión de meses, los talibán levantaron la prohibición y llegaron a tolerar el cultivo de la adormidera. En 1996, los talibán habían adoptado ya un enfoque de laissez-faire respecto al cultivo de la droga, que progresivamente evolucionó hacia el gravamen a los campesinos, el suministro de seguridad y el cobro de tasas también a los traficantes. Los nuevos edictos publicados por los talibán rezaban ahora así: “El cultivo y el comercio de chers (cannabis, utilizado en el hachís) está totalmente prohibido. El consumo de opiáceos está prohibido, al igual que la fabricación de heroína, pero la producción y el comercio del opio no está prohibido” (citado en Griffin, 2001, p. 153). Sin embargo, en la práctica, ni cerraban los laboratorios de heroína ni prohibían el tráfico de esta droga. La tasa del 10% –denominada zakat– con la que se grava el cultivo del opio y que anteriormente se pagaba a los mulás del pueblo, se dirigía ahora al tesoro de los talibán, quienes ganaron unos 9 millones de dólares en 1996-1997, procedente de la producción habitual de la zona sur del país de 1.500 toneladas de opio (Geopolitical Drug Dispatch, nº 63, 1997). Un zakat del 10% se impuso también a los traficantes. A lo largo de los 90, estos impuestos se elevaron al 20%, lo que suponía una recaudación de entre 45 y 200 millones de dólares al año.[11] A finales de la década, los talibán cobraban ya impuestos también de los laboratorios de heroína (Bartholet y Levine, 1999). Los narcotraficantes se beneficiaron asimismo del patrocinio talibán de la economía ilegal de las drogas, una vez que los talibán dieron marcha atrás en su política de prohibición. Comparado con los avariciosos e impredecibles muyahidines locales que habían controlado y gravado con tasas las rutas del tráfico antes que los talibán, estos últimos redujeron significativamente muchos costes de transacción para los traficantes, evitando los cambios de poder constantes y aportando estabilidad a la industria, con lo que contribuyeron a hacerla más eficiente.
El enfoque altamente pragmático respecto a la economía ilegal de los narcóticos, por parte de una organización por lo demás extremadamente doctrinaria e inflexible, no se limitó a simplemente imponer impuestos a distintos aspectos de la producción y el comercio de drogas. Los talibán trataron también de expandir y regular la economía de la droga suministrando licencias gubernamentales oficiales para los cultivos de opio, y distribuyendo fertilizantes para estos cultivos (Meier, 1997, y Rashid, 1999). De este modo, el cultivo de la adormidera siguió creciendo durante los 90. En 1980, la producción total de opio en Afganistán era de 200 toneladas. En 1985, el cultivo había aumentado a 450 toneladas, en 1990 a 1.600 toneladas, y en 1994 a 3.400 toneladas. Como resultado de la política de erradicación temporal llevada a cabo por los talibán, unido a un período de mala climatología, la producción cayó en 1995 a 2.300 toneladas, pero retomó la curva ascendente, subiendo a 4.600 en 1999 y a 3.300 en 2000.
En 2000, sorprendentemente, los talibán prohibieron de nuevo el cultivo de la adormidera. Lograron implementar la prohibición por medio de sobornos a las tribus que no controlaban totalmente y por medio de la coerción en las zonas donde sí tenían un control firme. La prohibición dio como resultado la mayor reducción de cultivo de la planta de opio en un país en solo un año. El cultivo cayó de unas 82.172 hectáreas en 2000 a menos de 8.000 en 2001. En términos globales, la reducción contribuyó a la caída del 75% del suministro total de heroína en ese año (Mansfield, 2004a). Como es evidente, la prohibición afectó gravemente a las perspectivas de supervivencia económica de amplios segmentos de la población rural de Afganistán. En palabras de un alto cargo de la DEA, la prohibición “está llevando a su país –o a ciertas regiones del país– a la ruina económica” (Crossette, 2001). La ausencia de medios alternativos de subsistencia y fuentes de ingresos viables llevó a la mayoría de los terratenientes y de los aparceros a endeudarse fuertemente. Incapaces de pagar sus deudas, los campesinos se vieron obligados a endeudarse más todavía o bien huir a Pakistán. La experiencia de un aparcero de 70 años de Nad e Ali ilustra los micro-efectos destructivos del programa de erradicación talibán: el aparcero plantó entre dos y cuatro jeribs (medida de terreno local) de adormidera para mantener a una familia de 10 miembros. Tras la campaña de erradicación talibán, fue incapaz de pagar a su terrateniente la deuda pendiente de 1.800 dólares, concedida a cambio de su promesa de entregar una cierta cantidad de opio en bruto cuando llegase el tiempo de cosecha. El hacendado aceptó concederle un nuevo préstamo con la condición de que aceptase reducir su cuota del beneficio, recibiendo solo una sexta parte de la cosecha final de opio, en lugar de la tradicional tercera parte, y se comprometiera a no dejar la zona aunque fuese para visitar a su clan familiar, es decir, condenándose de facto al trabajo forzoso. El aparcero sintió que no tenía otra alternativa si es que quería alimentar a su familia. Creyó que si su cosecha de opio no era destruida en la siguiente temporada podría pagar sus deudas pendientes. Sin embargo, en caso de que la cosecha fuera destruida de nuevo por los talibán, trataría de huir y refugiarse en Pakistán (Mansfield, 2004b). ¿Por qué, si consideramos los costes políticos sufridos anteriormente, decidieron los talibán emprender una política tan perjudicial para sus intereses? En primer lugar, es importante señalar que aunque prohibieron el cultivo de opio en 2000, los talibán no prohibieron ni intentaron interferir en el tráfico de opio y adormidera durante ese período. Al decidir poner coto a la producción, los talibán buscaban mantener el equilibrio entre su legitimidad popular dentro del país y su legitimidad internacional, y compaginar sus réditos políticos con los financieros. Cuando la ONU, EEUU y otros gobiernos se dieron cuenta paulatinamente de que, pese a su fervor religioso, los talibán no estaban poniendo freno al comercio de drogas en Afganistán, empezaron a tratar al régimen con el desprecio que se merecía. En 2000, solo unos pocos países de la comunidad internacional, entre ellos Pakistán y Arabia Saudí, reconocían al régimen talibán como el gobierno legítimo de Afganistán y estaban dispuestos a mantener relaciones con él. Una vez consolidado su poder en la inmensa mayoría del territorio, los talibán se empeñaron cada vez más en lograr el reconocimiento internacional y, finalmente, decidieron responder a la repetida oferta del Programa de Naciones Unidas para la Fiscalización Internacional de las Drogas (UNDCP, por sus siglas en inglés)de poner freno al negocio del opio, pensando en conseguir de este modo el reconocimiento internacional. Sin embargo, la campaña de erradicación de 2000 no obtuvo el resultado esperado. En otras palabras, los talibán se jugaron su frágil legitimidad dentro del país por la legitimidad internacional, calculando que su control del territorio era lo bastante fuerte como para capear cualquier resistencia interior.
La segunda motivación que probablemente condujo a los talibán a imponer la prohibición sobre el cultivo de opio fue el deseo de hacer subir el precio de la droga y consolidar su control sobre el comercio de heroína. Cuando el cultivo se disparó durante los años 90, los precios en origen cayeron en picado. La prohibición impuesta por los talibán en 2000 y la contracción resultante de la oferta del 75% provocó, efectivamente, un aumento sustancial de los precios del opio. El valor total del opio en origen subió de 56 millones de dólares en 2001 a 1.200 millones en 2002, según la Oficina de Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (United Nations Office on Drug and Crime, UNODC, 2004). Los ganancias financieras que los talibán esperaban obtener como resultado de la erradicación temporal de los cultivos fueron por lo tanto gigantescas.
No obstante, los costes políticos para los talibán también fueron importantes. Aunque el movimiento talibán consiguió llevar a cabo la erradicación en las regiones donde tenía por entonces un control férreo y donde no había una oposición armada organizada (un requisito previo a cualquier campaña de erradicación exitosa), encontró pese a todo una resistencia popular generalizada. Los talibán no consiguieron apaciguar esta resistencia ni con las negociaciones y altos subsidios ofrecidos a las tribus afectadas por la erradicación (Rubin, 2004), ni con los brutales castigo a los que incumplían su prohibición.
Es discutible si los talibán podrían haber mantenido la prohibición en caso de haber continuado en el poder. Dado el enorme impacto económico que tuvo para el país, seguramente no. Lo cierto es que el movimiento talibán no perseveró en su política más allá de un año. En el verano de 2001, con la prohibición todavía en vigor, algunos campesinos sembraron adormidera de nuevo (Caryl, 2001). Los talibán revocaron la prohibición sobre el cultivo de adormidera en septiembre de 2001. Algunos analistas han intentado explicar el cambio en la política talibán arguyendo que éstos necesitaban mayores recursos financieros para luchar contra EEUU después del 11 de septiembre (Lintner, 2001). Pero esta explicación no es muy acertada por varios motivos. Primero, como ya se ha mencionado, la prohibición temporal del cultivo de la adormidera hizo subir muchísimo el precio de la heroína, y con ello incrementó significativamente los beneficios financieros de los talibán. Por otra parte, las reservas de los talibán y las de los principales narcotraficantes afganos en 2001 eran de al menos 3.000 toneladas. Según el capitán Saif Riaz, un veterano de la lucha antidroga en Pakistán: “Tienen reservas suficientes para al menos 10 años” (Caryl, 2001). La UNDCP señaló también a las vastas reservas de los talibán como indicadores de su falta de sinceridad respecto a la campaña de erradicación. En resumen, no parece que los apuros financieros fuesen la causa que llevó a los talibán a revocar la prohibición sobre la producción de opio.
Parece más probable que la causa que les llevó a tomar esta decisión fuese la sensibilidad de los talibán hacia los costes políticos asociados con la erradicación, sobre todo previendo la guerra que se avecinaba contra EEUU. Como se ha dicho anteriormente, incluso antes de la guerra con EEUU, los talibán ya estaban enfrentándose a una resistencia generalizada como resultado de su política de prohibición. Además, la Alianza del Norte, un conglomerado de distintas ex formaciones muyahidines que seguían oponiéndose a los talibán desde una zona del norte del país, bajo el liderazgo de Ahmed Massoud, siguió produciendo opio a toda máquina durante los 90, así como durante la prohibición talibán del año 2000. Sus impuestos eran similares a los de los talibán, entre un 10% y un 20% sobre la producción y el tráfico. La producción de opio en Badakhshan, una provincia controlada por la Alianza del Norte, aumentó fuertemente durante los 90. Es muy probable que los talibán temiesen que si ellos mantenían la prohibición sobre la planta del opio, la Alianza del Norte, con el apoyo de EEUU, podría explotar el descontento popular causado por la erradicación y volverlo en su contra. De hecho, al menos algunos campesinos en la provincia de Helmand, disconformes con la prohibición sobre el cultivo de la adormidera del gobierno de Karzai en 2002, afirmaban con pesar que Hamid Karzai les había prometido dejarles cultivar la planta de opio a cambio de ayuda para derrocar al régimen talibán, y ahora se sentían traicionados (Lakshmanan, 2002).
Cuando los talibán fueron expulsados de Afganistán y tuvieron que huir a Pakistán como resultado de la Operación Libertad Duradera, perdieron también acceso a la economía de la droga entre los años 2002 y 2004. Pero, paradójicamente, desde 2004, con la ayuda fundamental facilitada por la erradicación y el modo en que se ha llevado a cabo la prohibición, los talibán han podido reincorporarse al comercio de la droga en Afganistán –protegiendo los envíos y el proceso de elaboración, así como los campos de adormideras de la población rural (Felbab-Brown, 2009c)–.
Las FARC, los talibán y la financiación por medio de la droga
¿Qué tipo de beneficios financieros obtienen hoy en día las FARC y los talibán del comercio de la droga? El nivel real de ganancias es muy discutido en ambos casos, y las estimaciones varían ampliamente. En el caso de las FARC, los ingresos (unos 100 millones de dólares al año) constituyen aproximadamente el 50% de las rentas totales del grupo.[12] El resto procede de otros negocios ilegales, incluyendo: el contrabando de gas de Ecuador y Venezuela y el petróleo desviado de los gasoductos colombianos (hasta hace poco una actividad propia de los grupos paramilitares y de los nuevos grupos paramilitares, como las Águilas Negras, y el ELN), así como la extorsión y el contrabando de bienes de consumo legales, como los cigarrillos.
¿En qué medida ha afectado a los ingresos de las FARC la erradicación de la droga por medio de la fumigación aérea y la eliminación manual? Las pruebas sugieren que la erradicación ha reducido los ingresos de las FARC pero no lo suficiente como para detener la insurgencia. Sin embargo, la creación por parte de los militares de cercos que rodea las zonas cocaleras, donde las FARC han sido inmovilizadas por la acción militar, ha reducido sustancialmente sus ingresos financieros. Estas acciones militares directas, en combinación con operaciones de destrucción localizadas, han afectado a los ingresos de la guerrilla al impedir a las FARC vender base de coca a los traficantes locales. También han impedido que las FARC puedan reabastecer a los frentes que operan fuera de las zonas cocaleras (Felbab-Brown, 2009a, cap. 4). La reducción de los cultivos de coca entre 2000 y 2004, perjudicó hasta cierto punto los recursos de las FARC. Pero las guerrillas se adaptaron pasándose a otras actividades ilegales, entre ellas la extorsión y el secuestro, e incluso intentaron comerciar con uranio de baja graduación.[13] En junio de 2007, ONDCP estimaba que, como consecuencia de los esfuerzos antidroga en Colombia, los beneficios por kilogramo de coca, que oscilaban entre los 320 y los 460 dólares en 2003, habían disminuido a niveles de entre 195 y 320 dólares en 2005 (USGAO, 2008). Como resultado, los ingresos derivados de la droga de las FARC cayeron de 115 millones de dólares anuales a unos todavía considerables 65 millones de dólares (estudio de ONDCP citado por Forero, 2007). Algunos frentes de las FARC sí sufrieron pérdidas significativas de recursos. Pruebas obtenidas de algunos guerrilleros capturados y de ordenadores incautados revelan que, en algunas zonas, las fuerzas guerrilleras carecían de munición y de otras provisiones esenciales, incluyendo ropa.
Sin embargo, como hemos mencionado anteriormente, la causa fundamental de la debilidad de estos frentes no era la erradicación, sino el éxito obtenido por el ejército colombiano al rodear los frentes y reducir su movilidad, perturbando así sus vías de comunicación y logística. Estos esfuerzos tuvieron un impacto particularmente importante en los frentes que operan fuera de las zonas cocaleras, a los cuales se les cortó la conexión con las fuentes de reabastecimiento.[14] Pero los cercos militares y las operaciones de inmovilización también interrumpieron el flujo de los recursos a los frentes que operan en las zonas cocaleras. Declaraciones de desertores han revelado que en ciertas áreas, como en Guaviare, las FARC entregan a los campesinospagarés (bonos) a cambio de su pasta de coca porque no tienen dinero en efectivo. Pese a la campaña de erradicación del gobierno, la coca sigue cultivándose abundantemente en estas zonas, aunque las operaciones militares han hecho más difícil a las FARC llevar la pasta a los traficantes.[15]
Al igual que en el caso de las FARC, las estimaciones de los ingresos por droga de los talibán varían mucho, desde decenas de millones al año a cientos de millones (un debate similar existía sobre los ingresos procedentes de las drogas de los talibán en los 90 según Peters, 2009; TNI, 2001; y Rubins, 2000). Un exhaustivo informe del Congressional Research Service del Congreso norteamericano (Blanchard, 2009) calcula estos ingresos en unos 100 millones de dólares al año, una cifra que muchos expertos en el tema del narcotráfico encuentran más plausible (Paoli, Greenfield y Reuter, 2009). Pero al igual que ocurre en el caso de las FARC, las drogas constituyen solo una parte de los ingresos de los talibán (entre el 20% y el 50%). Estos ingresos proceden de los impuestos que gravan los campos de adormideras como pago por su protección y las tasas sobre los laboratorios y convoyes de los narcotraficantes. Mientras tanto, algunos miembros y unidades de las milicias talibán está involucrados en el comercio de drogas dentro de Afganistán –recaudando opio a nivel local, por ejemplo– (también es importante señalar que muchos grupos criminales se autodenominan “talibán” aprovechando la impresión generalizada que existe de que los talibán están en auge y debido a las ventajas de ser visto como un grupo político más que como una simple agrupación criminal). Los talibán tienen probablemente acceso a las redes de contrabando de drogas en Pakistán y, en particular los refugiados afganos participan en estas redes. Pero hay muy pocos indicios concretos de que los talibán estén traficando directamente a nivel internacional.
Otras fuentes de ingresos de los talibán incluyen los impuestos sobre sectores económicos en los que tienen una fuerte presencia, las talas ilegales, el comercio ilícito de animales, así como donaciones de Pakistán y de Oriente Medio (Chivers, 2009; y Robinson, 2009). Alrededor de 100 millones de dólares al año y el 50% de sus ingresos son cifras coherentes con la historia de la implicación de los talibán en las drogas. A finales de los 90, cuando Afganistán ya era el principal proveedor de opiáceos del mundo y los talibán obtenían cantidades de dinero del narcotráfico comparables a las que obtienen hoy en día, sus ingresos por drogas representaban también solo el 50% de sus rentas totales, y el resto provenía del contrabando de bienes legales entre Pakistán y Afganistán bajo el Acuerdo de Tránsito Comercial de Afganistán (Balfour, 2001).
La erradicación de los cultivos de adormidera, llevado a cabo en Afganistán con diferentes grados de intensidad entre los años 2003 y 2008, ha tenido hasta ahora un efecto más bien escaso en las finanzas talibán. Tampoco hay indicios de que haya producido ningún efecto en las localidades donde se han puesto en práctica la erradicación y otras medidas de eliminación de cultivos, incluyendo Helmand, la provincia que suministra cerca de la mitad del opio en Afganistán (y a veces incluso más), o en Nangarhar, otro importante proveedor a nivel provincial.[16] Por otro lado, como ya se ha mencionado antes, es importante recordar que los talibán fueron capaces de reorganizarse en Pakistán entre 2002 y 2004 sin tener ningún acceso a ingresos sustanciales procedentes de las drogas.
Las FARC, los talibán y el capital político
Tanto las FARC como los talibán obtienen un importante capital político de su patrocinio de la economía ilegal de la droga. El término capital político se refiere a la legitimidad y el apoyo popular. Este apoyo no conlleva necesariamente suministro de alimentos, cobijo y combatientes –esto suele obtenerse a punta de pistola– sino, más bien la voluntad de la población de negar información sobre el grupo a las fuerzas gubernamentales y/o a la OTAN. Una información fidedigna, correcta y útil es, obviamente, fundamental para el éxito de la contrainsurgencia.
¿Cómo es posible que la insurgencia obtenga semejante capital político participando en una actividad ilegal y, para muchos, inmoral? Lo expuesto anteriormente sobre la evolución de las actitudes de las FARC y de los talibán hacia el cultivo de la adormidera apuntaba ya hacia la dinámica que se produce en estos casos. Al respaldar las economías ilícitas, ambos grupos obtienen capital político porque al proteger los cultivos ilegales están protegiendo el medio de sustento básico, fiable y frecuentemente exclusivo de la población. Además, de este modo, pueden utilizar la economía ilegal para proporcionar diferentes servicios sociales financiados por medio de los ingresos de las drogas. Puesto que el cultivo de la hoja de coca y de la adormidera requiere mucha mano de obra, con su apoyo a estas economías ilegales, los insurgentes proporcionan numerosas oportunidades de empleo a amplios segmentos de la población rural que de otro modo no tendrían trabajo y que viven sumidos en la miseria. Los ingresos obtenidos de estas economías ilegales tanto en Colombia como en Afganistán son frecuentemente superiores a los que proporcionan las economías alternativas existentes –no sólo en términos de rentabilidad de los precios, un factor que suele sobreestimarse (Mansfield, 2002) sino también en términos de fiabilidad, bajos costes de producción y transacción, acceso a micro-créditos, tierra, etc.–. En las zonas rurales de Colombia y en gran parte de Afganistán, la economía ilegal de la droga subyace gran parte de la vida económica, social y por lo tanto política del país. Aunque Colombia es, en su conjunto, un país mucho más rico que Afganistán, las zonas rurales dominadas por la coca siguen siendo muy pobres y aisladas (Felbab-Brown et al., 2009).
En ausencia de alternativas económicas legales, la erradicación forzada de los cultivos ilegales no hace sino reforzar la importancia de la protección que prestan los grupos insurgentes a la economía ilícita, y el capital político que derivan de esta protección. La erradicación priva a la población de su forma de sustento antes de que los programas de subsistencia alternativos hayan podido compensar al menos una parte de las pérdidas. Es así como la erradicación empuja a la población en los brazos de los beligerantes.
La evolución de las reacciones de las FARC ante la erradicación y el efecto que estas actitudes tienen en su capital político son reveladoras. Durante las campañas de erradicación de los 80 y principios de los 90 –sobre todo en la campaña de erradicación de 1994-1995– las FARC lograron movilizar un apoyo popular a gran escala en las zonas rurales al oponerse a la erradicación y disparar a los equipos y los aviones fumigadores. Podría decirse que su poder se encontraba en su punto más alto, y que la población no solo se negaba a informar al gobierno sino que proporcionaban información de forma activa a las FARC –a saber, el ataque contra el batallón anti-guerrillero 52º de la tercera brigada móvil del ejército colombiano en 1998–. Por el contrario, durante la ofensiva de Uribe en 2002, cuando las unidades de las FARC que disparaban a los aviones fumigadores empezaron a ser diezmadas, por lo que decidieron dejar de proteger los campos y retirarse, su capital político disminuyó considerablemente. Esta abdicación de su tarea de proteger los campos de coca se produjo paralelamente a otra fuente del profundo distanciamiento de la población respecto a las FARC, concretamente su falta de voluntad de proteger a la población de las masacres llevadas a cabo por los paramilitares a finales de los 90 y principios de los 2000.
Al disminuir su capital político, a principios de 2000, las FARC se vieron incapaces de liderar esta contestación popular, en tanto que movimientos políticos y sociales independientes de las FARC emergieron en muchos de sus antiguos bastiones. Los cocaleros se dieron cuenta de que podían sobreponerse a la erradicación trasladándose a otros lugares dentro de Colombia y replantando tras las fumigaciones, y también de que las FARC no eran fiables como fuerzas protectoras. No obstante, las FARC comprendieron la importancia estratégica de demostrar su oposición a la erradicación, por lo que en los últimos años han sido más activas en esta lucha, y han recuperado en parte su capital político. En 2006, por ejemplo, el movimiento guerrillero tuvo mucho más éxito en su organización de protestas sociales contra la erradicación en Policarpa, Nariño (ICG, 2005). Todavía hoy, las zonas donde las FARC cuentan con más apoyo son las zonas de coca que han sido sometidas a una intensa campaña de erradicación y carecen de alternativas económicas legales. En estas zonas, la población no da ningún tipo de información sobre las FARC. Es más, algunos cocaleros muy afectados económicamente por la erradicación se siguen adhiriendo a las FARC como guerrilleros.
Una razón igualmente importante que explica la pérdida de capital político que han sufrido las FARC ha sido su decisión de hacerse con el control de las ventas de pasta de coca, apartar a los pequeños narcotraficantes y establecer precios monopolísticos para la pasta de coca. Las FARC hicieron esto para privar a los paramilitares de este eslabón de alto valor de la cadena comercial aunque siguen teniendo que recurrir a las ventas a los paramilitares y a las nuevas organizaciones paramilitares, como las Águilas Negras, para el tráfico y el refino de la cocaína (en cambio, en otras zonas del país, las FARC combaten contra los nuevos grupos emergentes, como se les llama también a los nuevos grupos paramilitares, tipo la Organización Nueva Generación, en Nariño, por el control del territorio y el comercio de la droga). Cuando las FARC eliminaron a los pequeños traficantes de los territorios bajo su control, no solo dejaron de negociar en nombre de los cocaleros por conseguir mejores precios y mejores condiciones laborales como solían hacer, sino que empezaron a abusar de los propios cocaleros de otros modos. Por ejemplo, en estos momentos fijan precios bajos para la pasta de coca y, como se ha descrito antes, a veces no pueden pagar por ella y en su lugar reparten pagarés.
Por lo tanto, los cocaleros de las zonas que no se han visto tan afectadas por la erradicación, como ocurre en ciertos lugares de Nariño, a menudo manifiestan que preferirían que las FARC no estuvieran allí para poder vender pasta a cualquier comprador. Pero en las zonas donde sí se llevó a cabo la erradicación y donde hay escasez de alternativas legales, como en los municipios de Policarpa y Leyva en Nariño o en la zona de Magdalena Medio,los cocaleros no solo se niegan a cooperar con el gobierno y con el ejército y nos les dan información, sino que están dispuestos a unirse a las FARC.[17]
Hoy por hoy, los talibán no se enfrentan a ninguna pérdida de su capital político como resultado de su mala gestión de la economía ilegal porque, a diferencia de las FARC, nunca se dedicaron abiertamente a las funciones de regulación y protección de estas actividades. Nunca negociaron para obtener mejoras en los precios o en las condiciones de trabajo, ni utilizaron los beneficios de las drogas para proporcionar servicios sociales. Sin embargo, entre 2000 y 2002, como ya se ha mencionado, sufrieron un importante declive de su capital político derivado de la prohibición de 2000 sobre los cultivos de adormidera que provocó una caída del 90% de los cultivos de la planta de opio en Afganistán, causando el empobrecimiento de muchos (Felbab-Brown, 2006).
Pero, desde entonces, los talibán han aprendido la lección. Hoy en día una buena parte de su capital político se deriva de sus labores de protección de los campos de adormidera y del impacto de la erradicación en la población. El efecto de la erradicación es aún más pronunciado porque el número de personas que dependen de la economía de la droga para su subsistencia en Afganistán asciende a varios millones (comparado con cientos de miles en Colombia) y porque la economía de la droga constituye entre un tercio y la mitad del PIB total (en Colombia representa entre el 1% y el 3%).[18] En Afganistán, la erradicación ha puesto a la población rural en contra del gobierno, de la OTAN y, algo muy importante, también en contra de las elites tribales locales. Este vacío de liderazgo legítimo crea una oportunidad crucial para los talibán. La erradicación ha generado refugiados económicos que huyen frecuentemente a Pakistán, van a parar a las madrasas radicales del movimiento Deobandi y se unen a las filas de los talibán. La erradicación ha provocado además que la población se niegue a ofrecer información sobre los talibán a la OTAN y al Ejército Nacional Afgano.
Otra diferencia entre las FARC y los talibán en su gestión de la economía ilegal es su actitud ante los programas de medios de subsistencia alternativos. En general, las FARC han acabado por tolerar estos programas, al darse cuenta de que atacarles solo les llevaría a perder más capital político y quizá también porque los programas no han conseguido hasta ahora mejorar las condiciones de los habitantes del campo hasta el punto de que éstos se planteen abandonar la coca. Por su parte, los talibán, han intentado atacar muchos proyectos de desarrollo y, en numerosas zonas del sur han conseguido paralizar muchos programas de subsistencia alternativos.
Guerrilleros y narcotraficantes: importantes similitudes y diferentes contextos del conflicto en Colombia y Afganistán
La relación entre los talibán con los narcotraficantes en Afganistán es tan compleja como la que mantienen las FARC y los narcotraficantes colombianos. Los guerrilleros de las FARC proporcionaron distintos servicios a los traficantes durante los 80, años en los que también combatieron contra ellos, y finalmente fueron desplazados por los paramilitares como principales protectores de los traficantes (Richani, 2002; y Romero, 2003). Como se ha explicado previamente, durante los 90, las FARC prácticamente expulsaron o eliminaron a pequeños traficantes de los territorios bajo su control. Hoy en día siguen luchando con algunos traficantes, como con lo que queda de las redes de Macaco y Jorge 40, en tanto que ha establecido una buena relación de colaboración con Vicente Castaño en Vichada (ICG, 2007). Tanto los ex grupos paramilitares, por ejemplo, el grupo Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), como los nuevos grupos paramilitares y las bandas criminales, representan otro actor que pretende controlar el tráfico de drogas. Las FARC también mantienen con ellos una compleja relación, que va desde la guerra abierta a la connivencia. En resumidas cuentas, la naturaleza de la relación entre traficantes y fuerzas guerrilleras es muy cambiante y compleja; las alianzas son inestables y pueden deshacerse repentinamente o bien, en otros momentos, quienes fueron enemigos y rivales pueden convertirse en aliados.
Aunque desde su reincorporación a la economía de la droga afgana en 2004, las milicias talibanas no han intentado desplazar o eliminar a comerciantes y traficantes como hicieran a finales de los 90, su “alianza” con los traficantes sigue siendo compleja. Esta complejidad tiene que ver tanto con las afinidades tribales y étnicas como con la naturaleza errática y selectiva de la prohibición. Gran parte de la violencia en Afganistán hoy en día se produce entre las distintas tribus. Los talibán suelen involucrarse en estos conflictos, bien para tratar de ponerles fin o bien tomando partido por una de las tribus. Dado que muchas tribus participan en la competición por el comercio de las drogas, implicarse en los conflictos locales significa luchar contra algunos traficantes al tiempo que unen fuerzas con otros. La prohibición introduce complejidades aún mayores. Teniendo en cuenta que muchos miembros de las elites afganas –tanto dentro como fuera del gobierno– son traficantes y que muchos de los encargados de incautar droga son ellos mismos traficantes, los talibán tienen en la actualidad una buena relación de colaboración con los traficantes que están afectados por la prohibición pero no con los traficantes que la evaden.[19]
A medida que cambian los objetivos de la prohibición y la suerte de los traficantes, también cambiará la dependencia de estos con los talibán y las relaciones que mantienen con ellos. Si los talibán consiguen un día introducir la droga de forma independiente al menos a Pakistán, podrían también tratar de eliminar a algunos traficantes, con lo que la complejidad de las alianzas y su inestabilidad no harían más que aumentar. La nueva misión de la OTAN dirigida a detener a los traficantes vinculados con los talibán –misión que fue adoptada en la cumbre de la OTAN en octubre de 2008 y se fue implementando de forma gradual en 2009– influirá en gran medida en las relaciones de los talibán con los traficantes y en su acceso al comercio de estupefacientes (Felbab-Brown, 2009b).
En términos generales hay, sin duda, algunas similitudes asombrosas entre la gestión de las FARC de la economía ilícita de la coca y la gestión talibán de la economía ilegal de la adormidera, así como en los nexos entre droga y conflicto en ambos países. Empero, hay algunas diferencias de contexto. El segmento de la población que depende de la economía de la droga en Afganistán es mucho mayor que el de Colombia. Y la importancia económica de este sector ilegal en la economía nacional es también mucho más importante en Afganistán. A resultas de esto, los costes políticos y las dificultades que supone la erradicación de la droga para la contrainsurgencia son mucho más grandes en Afganistán. También hay que tener en cuenta una diferencia social substancial: la población afgana está mucho más movilizada –incluso para la lucha armada–, que la población colombiana, incluyendo a los cocaleros.
Desde una perspectiva estratégica estadounidense y europea, la estabilidad en Afganistán y la derrota de los talibán son metas mucho más importantes que una eventual victoria en Colombia, por muy deseable que ésta sea. Colombia es un importante aliado de EEUU en Latinoamérica y a Washington, por muchos motivos, le interesa que se acabe el conflicto. La seguridad es un prerrequisito fundamental para conseguir el éxito en los esfuerzos antidroga, algo que EEUU busca con el objetivo de reducir el suministro de drogas a su país y para debilitar a los grupos violentos que se benefician de este comercio, como las organizaciones de narcotráfico mexicanas. EEUU también tiene intereses en Colombia en relación con la lucha antiterrorista. Aunque las acusaciones de que las FARC mantienen contactos con grupos terroristas islamistas parecen muy exageradas, si las afirmaciones del gobierno colombiano de que las FARC han conseguido 66 libras de uranio y su deseo es revenderlo en el mercado negro son correctas, sería motivo de preocupación (Romero, 2008). No obstante, pese a haber mantenido secuestrados durante muchos años a tres contratistas antidrogas norteamericanos y de disparar periódicamente a los aviones fumigadores, las FARC no han tratado de causar muchas bajas estadounidenses o de atacar el territorio norteamericano. Por último, EEUU también tiene intereses humanitarios en Colombia, como la protección y la promoción de los derechos humanos, el fortalecimiento de la justicia y reducción de la pobreza; sin embargo las brutales acciones de las FARC y de otros grupos armados ponen en peligro estos objetivos. Peor, por muy importantes que sean estos intereses –y EEUU ha comprometido más de 6.000 millones de dólares para promoverlos– no llegan a ser temas prioritarios en materia de seguridad.
La situación en Afganistán, en cambio, sí implica intereses de seguridad fundamentales para EEUU y Europa. Una derrota o retirada prematura de Afganistán mientras los talibán sigan siendo un actor fuerte y armado significaría probablemente el colapso del gobierno nacional. Las regiones del sur y del este del país caerían en manos de los talibán y el resto del mismo se escindiría en una serie de feudos. Los talibán, que están actualmente bastante próximos a al-Qaeda, podrían ofrecer de nuevo refugio para las operaciones de este movimiento terrorista contra los ciudadanos norteamericanos y europeos y contra sus territorios nacionales.
Pakistán se vería también seriamente desestabilizado más allá incluso de sus actuales niveles de inestabilidad. En primer lugar, una victoria de los talibán en Afganistán supondría un espaldarazo para sus “hermanos” en Pakistán. En segundo lugar, las fuerzas armadas y los servicios secretos abandonarían probablemente sus esfuerzos para combatir a muchos de los yihadistas que operan a ambos lados de la frontera entre Afganistán y Pakistán. Como en el pasado, podrían volver a establecerse una distinción entre los “buenos” yihadistas que luchan contra la India, a quienes no se intentarían parare incluso se les podría favorecer, y los yihadistas incontrolables que luchan contra el Estado paquistaní. Temiendo que la India lleve a cabo actividades en Afganistán y consiga de este modo un efecto de cerco sobre Pakistán, el gobierno de Islamabad podría volver a apoyar a los talibán afganos (como hiciera en los 90). Aparte de sus peligrosas consecuencias para la región y su naturaleza moralmente censurable, es poco probable que esta estrategia funcione.
En todo caso, el surgimiento de los talibán paquistaníes y sus actividades violentas en el mismo Pakistán muestran como el ISI ha perdido el control sobre los yihadistas. La capacidad de Pakistán de controlar a los yihadistas “útiles” a los que cree que puede manipular para sus propósitos se ha demostrado muy limitada. Por el contrario, la ideología salafista yihadista se ha extendido como la pólvora en Pakistán, penetrando incluso en bastiones tradicionales de las elites y el Estado paquistaníes, como el Punjab. Las distintas redes yihadistas han logrado reclutar nuevos miembros entre varios grupos descontentos –no entre los pastunes pobres en las Áreas Tribales Federalmente Administradas (Federally Administered Tribal Areas), sino también entre punyabis desheredados que siguen viviendo bajo condiciones prácticamente de sometimiento feudal–. Y han ampliado enormemente sus infraestructuras. Así que el toro que se intentó domar ha escapado y tiene ahora la capacidad y la motivación suficientes para enfrentarse al Estado paquistaní. La prueba más dramática ha sido la caída en manos de los talibán paquistaníes, este año, de grandes territorios en las Áreas Tribales Federalmente Administradas e incluso en la Provincia de la Frontera del Noroeste. El hecho de que el ejército paquistaní haya logrado recuperar el valle de Swat que habían conquistado los talibán y haya vuelto a luchar en el Paso de Khyber no significa que los yihadistas estén acabados en Pakistán. Es más, cualquier debilitamiento de la voluntad y de la capacidad del gobierno paquistaní de luchar contra los yihadistas solo servirá para minar al estado paquistaní, ya muy deteriorado tras décadas de gobierno militar, mala administración civil, corrupción e inestabilidad política, además de un prolongado declive económico que la reciente crisis ha agudizado.
El éxito de los talibán en Afganistán podría hundir además a la región en una crisis muy profunda, pues muchos de los grupos yihadistas ahora fortalecidos asumirían esta victoria como propia e intentarían llevar a cabo atentados terroristas en la India. Una guerra entre la India y Pakistán o una escisión en Pakistán serían asuntos extremadamante graves, e incluso podrían acarrear la posibilidad de que se utilizaran armas nucleares en el conflicto o que éstas cayeran en manos de actores no estatales. Por otra parte, un conflicto de estas características podría expandirse por la región, teniendo en cuenta que Rusia, China, Irán y EEUU no tienen necesariamente los mismos objetivos a la hora de gestionar la crisis.
Por último, una derrota de la contrainsurgencia liderada por EEUU en Pakistán o una retirada significativa de las fuerzas ISAF antes de que el gobierno afgano pueda proporcionar seguridad a su pueblo supondría un gran impulso para los yihadistas salafistas de lugares tan distintos como Somalia, Yemen, Nigeria, Filipinas, Egipto y Arabia Saudí, sin olvidar los municipios más pobres de Londres o los suburbios de Minnesota. Todos ellos se sentirían más motivados que nunca para mantener y expandir su lucha contra los infieles occidentales en sus países y en el extranjero y contra los apostatas islámicos. Para ellos, el poder presumir de haber derrotado sucesivamente al Imperio Británico, a la Unión Soviética, a EEUU y a la OTAN en Afganistán sería un maravilloso trofeo y una enorme inyección de energía.
Por consiguiente, la forma en que EEUU gestione la economía de la droga y luche contra el vínculo entre talibán y droga será determinante no solo para la reducción del tráfico de narcóticos en Afganistán, sino también para la lucha contra la insurgencia, la estabilización del país, la seguridad de la región y los esfuerzos antiterroristas globales. Un fracaso en estos objetivos plantearía graves problemas a la seguridad de EEUU, de la región y del resto del mundo.
Conclusiones
Una gran parte del análisis de este artículo se ha centrado en comparar la forma en que la participación en el comercio de las drogas de los grupos combatientes en Colombia y Afganistán ha influido en su ideología, recursos económicos y capital político. También ha examinado cómo han afectado a estos recursos económicos y al capital político las distintas políticas antidrogas implementadas.
No obstante, hay otro punto de comparación posible. La característica que podría definir en última instancia a las FARC podría ser su longevidad. No hay duda de que la economía de la droga y la erradicación de la misma han proporcionado a las FARC una segunda o tercera oportunidad al proporcionar al grupo no solo ingentes recursos financieros sino también un capital político sólido entre la población que subsiste gracias a la economía ilegal. ¿Perdurarán los talibán tanto tiempo como las FARC?
Los análisis demuestran que el ejército colombiano ha logrado debilitar bastante a las FARC aunque la erradicación no haya llevado al grupo a la quiebra financiera. El éxito contra las FARC se ha basado más bien en la mejora de las tácticas y la estrategia del ejército colombiano y en el aprovechamiento eficaz de los recursos en su campaña militar (las recientes revelaciones sobre los llamados “falsos positivos”, es decir colombianos indigentes a quienes el ejército colombiano mató y después vistió como guerrilleros para poder engordar su lista de insurgentes muertos no solo mina la legitimidad de los esfuerzos del gobierno colombiano, sino que suscita dudas sobre la eficacia de la estrategia). Sin embargo, es innegable que la seguridad en Colombia ha mejorado palpablemente: las FARC ya no se pasean por las colinas que dominan la ciudad de Bogotá, ni controla las ciudades colombianas en departamentos más lejanos. También ha aumentado la seguridad de los viajes por tierra en el país.
La OTAN está luchando para invertir las tendencias en Afganistán, de forma parecida a como se ha hecho en Colombia, y restarles a los talibán su impulso actual. El general McChrystal ha presentado nuevos medidas para minimizar las víctimas civiles y mejorar la recogida de información, pero también ha señalado en su evaluación de la situación de seguridad que se necesitan muchos más recursos militares y económicos y que, sin ellos, el progreso y la victoria serán difíciles de alcanzar (McChrystal, 2009). También identifica correctamente la corrupción y la incompetencia del gobierno afgano como factores que alimentan la insurgencia y considera que son problemas para los que la comunidad internacional no ha encontrado aún una respuesta efectiva.
Aunque tanto el decepcionante historial del gobierno afgano y la escasa dotación de recursos para la campaña militar son, de por sí, motivo suficiente para condenar al fracaso al esfuerzo en Afganistán, resulta esencial no empeorar la situación gestionando inadecuadamente el nexo droga-conflicto. Los esfuerzos antidroga deben de ser, por lo tanto, sopesados con sumo cuidado, con la mirada puesta en el impacto que puedan tener en el esfuerzo anti-insurgencia y antiterrorista. Soluciones aparentemente rápidas, como la erradicación total en ausencia de formas de subsistencia alternativas, solo reforzarán la insurgencia y pondrán en peligro la construcción del estado y, en último término, los propios esfuerzos antidroga.
Por lo tanto, tras años de concentrarse equivocadamente en la erradicación de los cultivos de adormidera, la nueva estrategia antidroga de Obama para Afganistán, anunciada en el verano de 2009, promete combinar correctamente los esfuerzos de contrainsurgencia y de construcción del estado. Al reducir la erradicación y poner el acento en la prohibición y el desarrollo, se contribuirá a separar a la población de los talibán (Felbab-Brown, 2009b). Una política antidroga bien diseñada no es suficiente por sí misma para lograr el éxito en Afganistán, pero es indispensable.
Vanda Felbab-Brown
Investigadora del Center for 21st Century Defense Initiative in Foreign Policy en el Brookings Institution
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[1] Véanse, por ejemplo, Peters (2009) y Schweich (2008).
[2] Véase, por ejemplo, Collier y Hoeffler (2001) y Ortiz (2002).
[3] Para la evolución de los grupos paramilitares en Colombia, véase, por ejemplo, Romero (2003) y Duncan (2005).
[4] Entrevistas de la autora en el sur de Afganistán, primavera de 2009.
[5] Para más detalles sobre esta economía ilegal, véanse Chivers (2009), Robinson (2009) e Irfan Ashraf (2009).
[6] Entrevistas de la autora con representantes de PRT, funcionarios afganos y ONG afganas e internacionales en las provincias de Helmand, Kandahar, Kabul y Uruzgan, Afganistán, primavera de 2009.
[7] Basado en entrevistas de la autora en el sur de Afganistán, primavera de 2009.
[8] Para debatir cómo logró el cártel de Medellín colombiano su importante capital político, véase Mary Roldán (1999).
[9] Para más detalles, véanse Vanda Felbab-Brown et al. (2009), DeShazo, Primiani & McLean (2007) y el Centro Nacional de Datos (2007).
[10] Entrevistas de la autora con responsables de la lucha antidroga de EEUU y Colombia, en Bogotá, Colombia y Washington DC, verano y otoño de 2008.
[11] Las Briefing Series del TNI dan estimaciones mucho más bajas de entre 30 y 45 millones de dólares al año, por ejemplo, Rubin (2001).
[12] Para las estimaciones más bajas, véase Richani (2002). Para las más altas, un estudio realizado por la Policía Nacional Colombiana (Documento interno A-4523) citado en Buscaglia y Ratliff (2001) calcula que los ingresos de las FARC y AUC podrían ascender hasta 105 millones de dólares mensuales. Otras fuentes de los servicios secretos estiman que los ingresos totales de las guerrillas en 1995 fueron como máximo de 800 millones de dólares (Chernick, 1997). Sin embargo, teniendo en cuenta el tamaño de la economía colombiana y sus bien conocidas dificultades para absorber el dinero ilegal, esta cifra es probablemente exagerada.
[13] Entrevistas de la autora con funcionarios del gobierno colombiano y analistas independientes que han hablado con miembros de las FARC, verano y otoño de 2008. Para más información sobre el alijo de 66 libras de uranio de baja graduación que al parecer han intentado vender las FARC, véase Robles (2008).
[14] Entrevistas de la autora con oficiales del ejército colombiano en las zonas de guerra y funcionarios del Ministerio de Defensa, Bogotá, Colombia, verano de 2008. Aunque desde mediados de los 90, se supone que cada frente se financia de forma más o menos independiente, había reabastecimientos logísticos y de recursos entre los frentes, consuministros que iban de los frentes que operan en las regiones productoras de droga hacia los frentes que operan en zonas no productoras.
[15] Entrevistas de la autora con funcionarios del Ministerio de Defensa y oficiales del ejército colombiano, Colombia, verano de 2008.
[16] Entrevistas de la autora en el sur de Afganistán, primavera de 2009, y entrevistas con responsables militares que habían estado desplegados en Nangarhar, Washington DC, verano de 2009.
[17] Entrevistas de la autora con cocaleros en Nariño y Magdalena Medio, verano y otoño de 2008.
[18] En lo que respecta a Colombia, la UNODC (2009 y 2008) proporciona solo el valor de salida de las hojas de coca como porcentaje del PIB y lo sitúa entre el 0,5% y el 0,3% del PIB. Esta cifra, evidentemente, no se corresponde con el valor total del comercio de la droga en Colombia, puesto que el valor aumenta considerablemente con cada paso del procesado y el tráfico. A pesar de ello, es razonable asumir que incluso con el valor añadido, el comercio de coca no constituye más allá del 5% del PIB de Colombia. Para conocer el porcentaje del opio en el PIB de Afganistán, véase las cifras de UNODC (2007). Desde 2002, el porcentaje de las drogas en el PIB legal ha oscilado entre el 60% y el 30%, no porque la economía ilegal se haya reducido sino debido a la expansión de algunos sectores de la economía legal, como las telecomunicaciones.
[19] Para una información más detallada de cómo la prohibición ha dado lugar a una integración vertical de la industria, véase Mark Shaw (2006).