Introducción

Al abordar el análisis de los acuerdos culturales internacionales suscritos por España se plantean una serie de dificultades que condicionan el alcance y resultados del presente estudio. Por ello, es preciso realizar algunas precisiones preliminares.

La primera afecta a la información disponible. El Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación –antes Ministerio de Estado y Ministerio de Asuntos Exteriores– agrupaba todas las competencias en esta materia, encargándose de la negociación y firma de los convenios culturales. En la actualidad, dicho Ministerio no dispone de un repertorio organizado y sistemático de los acuerdos suscritos desde sus orígenes. De buena parte de ellos sólo tenemos constancia de la referencia de la firma, de modo que sería necesaria una investigación más minuciosa para acceder a los textos. Para reconstruir de la forma más aproximada posible la evolución que han seguido los acuerdos ha sido preciso acceder a la propia documentación, puesto que la lista disponible de convenios culturales es incompleta y tan sólo registra los acuerdos existentes desde mediados del siglo XX. Por otra parte, la documentación localizada presenta lagunas y una considerable disparidad en los datos. La mayor parte de los listados de acuerdos manejados proceden de los servicios de política cultural del Ministerio de Asuntos Exteriores y fueron elaborados desde los años cincuenta del pasado siglo en adelante. Pues bien, buena parte de ellos no resultan coincidentes entre sí, lo que complica la tarea de realizar un censo fiable.[1]

Una segunda puntualización tiene que ver con la cronología, puesto que la firma de los primeros acuerdos culturales se produjo bastante antes de que comenzara a fraguar en España una política cultural exterior merecedora de tal nombre. Esa circunstancia ayuda a explicar parcialmente los vacíos documentales aludidos, a lo que habría que agregar la dispersión y pérdida de documentación que tuvo lugar durante la guerra civil. Sin embargo, no es menos cierto que a todo ello se ha sumado una cierta indiferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores en lo que atañe a la conservación, organización y puesta en valor de su patrimonio documental.

En tercer lugar, nos topamos con la variedad que presenta la tipología de los acuerdos culturales y cómo afrontar su análisis. Si en sus orígenes se trataba sobre todo de convenios para proteger los derechos de autor, en su devenir pasaron a concebirse como convenios culturales de contenido más general que perseguían incrementar las relaciones bilaterales, llegando a su formulación más actual de convenios de cooperación cultural, educativa y científica que se ha traducido en una sustancial ampliación en sus contenidos. Para extraer conclusiones más elaboradas sobre las razones que han llevado a tales cambios de denominación y las mutaciones en los objetivos que representaban sería preciso un estudio de los diferentes textos de los acuerdos, las cláusulas que contemplan, sus semejanzas y diferencias, las áreas geográficas de aplicación de una fórmula u otra, etc. Este es un objetivo más ambicioso que requeriría un completo acceso a los acuerdos y una investigación más detallada. Por consiguiente, aquí sólo se dará cuenta de la evolución general de la política cultural exterior y sus motivos.

Por último, hay que señalar la pluralidad de actores y circuitos que han ido adquiriendo competencias o protagonismo en este ámbito. El anterior monopolio del Ministerio de Asuntos Exteriores ha ido erosionándose con los compromisos culturales contraídos en la UE o con motivo de las Cumbres Iberoamericanas. Su gestación y plasmación no siempre han emanado del aparato diplomático, sino que han entrado en liza los Ministerios de Educación y Ciencia y de Cultura. Además, la extensión de los horizontes de la acción cultural española ha forjado nuevos organismos, como la Agencia Española de Cooperación Internacional, el Instituto Cervantes, la Fundación Carolina y la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior, cuyas atribuciones también han requerido el establecimiento de acuerdos a diversos niveles. Su actividad queda al margen, cuando menos parcialmente, de este documento de trabajo. De ahí que deban incorporarse esas ramificaciones a un análisis posterior, que incluya iniciativas tan importantes como los programas de cooperación interuniversitaria Erasmus Mundus para Europa y Intercampus para Iberoamérica, y los Programas Marco de I + D de la UE y el CYTED-D para la comunidad iberoamericana en el plano de la cooperación científica internacional. Asimismo, para disponer de un recuento más depurado habría que considerar otros acuerdos suscritos por instituciones como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas o diversas universidades con entidades equivalentes.

Pese a tales limitaciones, se ha procurado rastrear con el mayor rigor posible la trayectoria de los acuerdos culturales, para trazar un panorama tentativo de cuál ha sido su evolución y centros fundamentales de interés. Esa labor se ha completado con el vaciado del Boletín Oficial del Estado –donde no siempre aparecían publicados esos convenios– y la consulta de las páginas web de los principales organismos con competencias sobre la materia en el momento presente: el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación y el Ministerio de Cultura.

Los acuerdos culturales: significado y limitaciones

Los acuerdos culturales han discurrido casi en paralelo con la evolución de la política cultural exterior, e incluso precedieron a la organización sistemática de aquella por parte de los Estados. Sus antecedentes cabe situarlos a finales del siglo XIX, concentrándose en materias tales como la protección de derechos de autor, el intercambio de publicaciones, el establecimiento de instituciones culturales y la equivalencia de títulos. Pero cuando adquirieron mayor densidad fue a partir de la segunda mitad del siglo XX, abarcando nuevas facetas e implicando a un número creciente de Estados. En la actualidad la firma de tales acuerdos es práctica común de las relaciones bilaterales y la diplomacia multilateral.

Los acuerdos culturales establecen un marco jurídico de actuación que vincula a las partes que los suscriben. Por su campo de aplicación, la UNESCO distingue entre acuerdos universales, regionales y bilaterales. Por su contenido, pueden ser generales o específicos. Los acuerdos generales suelen contener disposiciones sobre: difusión de la lengua y la cultura de los países signatarios; creación de centros educativos y culturales; intercambios de personal y material; cooperación entre instituciones y asociaciones; medidas de preservación y fomento del patrimonio cultural; estímulo de manifestaciones culturales y artísticas; determinación de mecanismos administrativos y financieros, etc. En los acuerdos específicos se pueden recoger una gran variedad de actividades, encontrándose entre las más frecuentes: el intercambio de profesores, investigadores y estudiantes, o de materiales didácticos, publicaciones, fondos archivísticos o artísticos; el funcionamiento de los centros culturales; la homologación y convalidación de títulos académicos y profesionales; la cooperación educativa y la regulación de la enseñanza en sus diversos niveles; la investigación científica; la producción e intercambio cinematográficos y de otros sectores audiovisuales; el acceso a los canales de formación y los medios de información, etc.

En la práctica esos factores aparecen a menudo combinados, dependiendo de los objetivos que persigan quienes suscriben los acuerdos. Ello da lugar a una casuística muy variada tanto en la denominación de los textos como en la delimitación de su contenido, como veremos al abordar el caso español.

La conclusión de acuerdos obedece, pues, a un afán de codificar y formalizar determinados aspectos de las relaciones culturales. Ahora bien, conviene remarcar que ni los acuerdos son capaces de cubrir todas las facetas de esas relaciones, ni tampoco existe unanimidad entre los Estados a la hora de comprometerse a firmar tales compromisos. Por un lado, muchos de los intercambios culturales que se desarrollan en la esfera internacional se desenvuelven actualmente al margen de los Estados, mediante convenios entre universidades, museos, bibliotecas, centros de investigación, asociaciones y organismos no gubernamentales, etc. Por otro, las diversas tradiciones jurídicas de los Estados condicionan su preferencia por relaciones más regularizadas o más pragmáticas, más dependientes de la esfera estatal o de la sociedad civil, lo que tiene su correspondiente traslación al terreno que nos ocupa.

Es cierto que los acuerdos culturales obedecen a un loable deseo de promover el conocimiento mutuo entre los pueblos, como un medio para preservar la paz y la concordia internacionales. Tales objetivos presidieron, de hecho, la creación de la UNESCO. Pero también intervienen otros factores que determinan su materialización en un contexto y con unas condiciones determinadas.

La potenciación de los contactos culturales puede emplearse para respaldar proyectos de convergencia política, como se hizo en el Consejo de Europa y después en la UE. A veces responden a la voluntad de reforzar los lazos entre países que comparten una comunidad ling?ística o cultural, un móvil apreciable en las relaciones entre España y los países de América Latina. En ocasiones se busca conservar un cierto grado de influencia o proximidad entre las antiguas potencias coloniales y los territorios antaño bajo su dominio, como ocurre en el seno de la Commonwealth o en la Agencia Intergubernamental de la Francophonie. Asimismo, su utilización ha sido frecuente como vía indirecta para promover la distensión internacional, o como vanguardia de campañas de penetración económica, algo patente en el restablecimiento de relaciones con los países del bloque socialista desde mediados de los años cincuenta del siglo XX.

En definitiva, los acuerdos culturales han ido cobrando una progresiva incidencia en las relaciones internacionales a medida que se ha desarrollado la política cultural exterior. La multiplicación de tales acuerdos y la diversificación de su contenido muestran la tendencia hacia la definición de un marco normativo que regule la cooperación cultural internacional. Pero a pesar de su importancia, tampoco conviene olvidar que esos acuerdos sólo suponen un aspecto formal y fraccionario de las relaciones culturales. El Estado sigue siendo la piedra angular del Derecho Internacional y elemento esencial para concertar acciones de cooperación internacional. Pero no todos los Estados actúan de la misma manera en este ámbito, y además el número de actores en presencia en las relaciones culturales se ha ampliado considerablemente.

Evolución de la política cultural exterior

Las relaciones culturales internacionales constituyen un fenómeno que hunde sus raíces tiempo atrás. Más reciente es la implicación de los Estados en ese ámbito, mediante la organización de una política cultural exterior. Si bien pueden encontrarse algunos precedentes en el siglo XIX, fue en el transcurso del siglo XX cuando adquirió un perfil definido, una planificación que iba más allá de anteriores prácticas coloniales, una estructura integrada en el conjunto de la política exterior de los Estados.

En sus orígenes estuvo la proyección cultural asociada a la intervención colonial o la exploración de espacios como paso previo a imperios formales (dominio político-económico directo) o informales (dominio diferido sin control territorial). Los fenómenos de aculturación fueron un correlato de la expansión mundial de las metrópolis industrializadas. En la visión de esas metrópolis los conceptos de civilización y progreso emanaban de la lógica de la potencia y de los avances técnicos y científicos, que colocaban en la cúspide de la evolución mundial a Occidente (Europa). Según tal concepción, las metrópolis tenían que asumir una misión civilizadora respecto a las sociedades menos desarrolladas que estaban bajo su tutela.

La irradiación cultural sobre las sociedades dominadas representó un medio de influencia indirecto, una vía para inculcar a las elites locales el sistema de valores y los hábitos de comportamiento de las naciones colonizadoras. Esa dinámica se enlazó con el reparto de zonas de influencia que tuvo lugar a finales del siglo XIX. Paulatinamente, lo que había sido una manifestación espontánea de superioridad cultural fue dando paso a una voluntad consciente de utilizar la cultura para extender y consolidar las zonas de influencia. Los objetivos eran diversos: obtener una posición ventajosa frente a potencias concurrentes, favorecer una penetración pacífica que reforzase la implantación política y económica, o servir como elemento de prestigio. La iniciativa correspondió a grupos sociales determinados: congregaciones religiosas que prolongaron al terreno cultural su obra evangelizadora y humanitaria; medios de negocios que actuaban en las áreas geográficas controladas; o sectores universitarios que buscaban desbrozar el territorio colonial desde diversas ópticas científicas.

Los Estados respaldaron ocasionalmente esa labor, pero su intervención se limitó a la fundación de algunos centros escolares para la enseñanza del idioma, o al establecimiento de misiones e instituciones culturales encargadas de proyectar una imagen positiva del país a través de la difusión de su patrimonio cultural. Francia fue el país pionero en la incorporación de la proyección cultural a su política exterior. Alemania e Italia, y en menor medida el Reino Unido, también se preocuparon tempranamente por esta materia. A comienzos del siglo XX, los tres primeros países contaban con modestas dependencias en sus estructuras diplomáticas encargadas de esa dimensión cultural. Diversos factores contribuyeron a su progresivo desarrollo.

Con el nuevo siglo crecieron las ciudades y las capas populares urbanas, que mejoraron sus condiciones socio-económicas. Esos sectores sociales accedieron a una mayor formación cultural y adquirieron un protagonismo político en ascenso. Todo ello fue acompañado de una multiplicación de los avances tecnológicos y una sustancial mejora de los medios de comunicación, que acortaron las distancias físicas y acercaron el conocimiento de otros pueblos. La sociedad de masas iba tomando forma.

La opinión pública dejó de ser la manifestación de núcleos de notables y grupos de presión, para convertirse en algo más complejo y plural. La forma de presentar al país ante el mundo cobró mayor relieve, en un escenario internacional donde la información circulaba con mayor celeridad. La emergencia de una opinión pública de alcance global movió a los Estados a desempeñar un papel más activo para actuar sobre ella, a elaborar planes de acción más sistemáticos y a disponer de personal encargado específicamente de los asuntos culturales. Más que interés por el conocimiento de otros pueblos, primaba la proyección de una imagen positiva del propio país, incluso cuando las relaciones se establecían entre Estados de magnitudes más o menos equivalentes.

La dimensión cultural empezó a barajarse como un nuevo elemento de política exterior susceptible de reportar múltiples aportaciones: acrecentar el prestigio y la influencia del país en la escena internacional; abrir cauces a la colaboración política y la penetración económica; atraer a los cuadros dirigentes extranjeros y a la opinión pública, o en caso de contar con colonias de emigrantes en otros países mantener su sentimiento de nacionalidad y convertirlas en agentes difusores de su cultura de origen. Se sentaron entonces las bases de una política cultural exterior sustentada en la expansión del conocimiento de la lengua y de las creaciones intelectuales, artísticas y científicas de cada país.

Los Estados se situaron en el centro de ese proceso, en su afán por abarcar cada vez más facetas de la vida de los ciudadanos. Las instituciones autónomas del poder estatal que actuaban en este ámbito solieron prestar su asistencia, alentadas por el reconocimiento público de su labor, la concesión de subvenciones o las facilidades que recibían por su colaboración. Francia, Alemania e Italia perseveraron, con intensidad dispar, en su proyección cultural hacia el exterior, a través de organismos como el Service des oeuvres françaises à l’étranger, la Alliançe française, la Mission laique de France, la Fundación Alexander von Humbolt, el Servicio Académico Alemán Exterior, el Goethe Institut, la Sociedad Dante Alighieri, los Istituti di Cultura, o el Instituto para las Relaciones Culturales con el Exterior. También la Unión Soviética puso en marcha, en las décadas iniciales del siglo XX, una Sociedad panunionista para las relaciones culturales con los países extranjeros (VOKS), con fines propagandísticos apenas velados. Más tardía fue la incorporación del Reino Unido y EEUU a ese círculo de países donde el Estado tomaba las riendas de la política cultural exterior. Durante los años treinta, marcados por la agudización de las tensiones internacionales y la expansión del fascismo, se crearon el Comité Británico para las relaciones con otros países –antecedente del British Council– y la División de Relaciones Culturales del Departamento de Estado norteamericano[2].

En ese protagonismo en ascenso de los Estados tuvo un peso fundamental la componente propagandística asociada a la política cultural, que se fortaleció al compás de los conflictos mundiales. Las dos guerras con epicentro en Europa hicieron de la propaganda un frente de batalla complementario: para mantener el esfuerzo de retaguardia y elevar la moral en el campo propio, para minar la resistencia del enemigo o para ganar la simpatía de las naciones neutrales. El enfrentamiento armado y sus secuelas económicas y políticas tuvieron también su extrapolación al campo de la cultura. Los móviles de los beligerantes se expresaron en términos culturales, asociados a una pugna entre valores y modelos de civilización. La propaganda cultural se concibió como un instrumento idóneo para ese campo de combate. Si las naciones totalitarias desarrollaron sofisticadas técnicas de manipulación de masas y no dudaron en sumar el concurso de la cultura a su arsenal, sus adversarios les dieron la réplica.

Sin embargo, los excesos y cortos vuelos de la actividad propagandística resultaban contraproducentes tras la llegada de la paz, circunstancia que se apreció con mayor nitidez al concluir la II Guerra Mundial. Una de las condiciones esenciales para que la irradiación cultural fuera efectiva, para que actuase como canal de sociabilidad internacional, era que transmitiera neutralidad, que se percibiera como una iniciativa desinteresada. Además, las relaciones culturales debían superar su carácter minoritario y elitista, dejar de ser el coto reservado de una minoría que participaba en los intercambios intelectuales, literarios o artísticos.

EEUU fue uno de los primeros países en advertir que había que modificar las anteriores prácticas de corte unilateral, que remitían de una u otra forma a la política tradicional de las potencias dominantes con el resto de sus interlocutores de segundo orden. También se dieron cuenta que el radio de la política cultural debía extenderse a colectivos que antes habían permanecido ajenos a la misma, lo que implicaba incrementar la actuación en terrenos como la educación y los avances científico-técnicos. La fórmula que comenzó a ponerse en circulación, «cooperación cultural, educativa y científica», respondía al cambio aludido en el horizonte de las relaciones culturales, pero también ponía el acento en el intercambio como mecanismo para romper con el desequilibrio implícito en conductas pretéritas.

El proceso de descolonización reforzó esa tendencia, pues se buscaba marcar distancias con la dinámica previa de las antiguas metrópolis. El término cooperación resultaba más presentable al diluir las ambiciones de influencia de un país en otro y evocar un intercambio más equilibrado. Muy pronto cuajaría la denominación de «cooperación al desarrollo», para calificar las nuevas políticas de mayor alcance –económico, financiero, cultural, científico-técnico– desplegadas por los países ricos respecto a los pobres. La idea era articular mecanismos que ayudaran a disminuir las desigualdades internacionales, que acelerasen la modernización en las regiones del mundo más atrasadas.

La noción de cooperación y sus connotaciones altruistas perduraron en uno y otro ámbito, lo que no significa que en el intercambio real existiera una verdadera reciprocidad. El empleo de la cultura como un recurso de la política exterior también se mantuvo, aunque fuera adaptándose a moldes acordes con el devenir internacional. Es más, ese factor cultural jugó un papel primordial durante el largo periplo caracterizado por la rivalidad bipolar entre EEUU y la Unión Soviética en su pugna por ganar la batalla de las conciencias.

Al lado de esa deriva de índole nacional, también se produjo una intensificación de los vínculos culturales impulsada por la voluntad de fomentar una atmósfera de comprensión internacional. En el período de entreguerras se fundó el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, integrado en la Sociedad de Naciones, para favorecer los contactos intelectuales y el trasvase de conocimientos científicos, universitarios y docentes. Fue el antecedente del nuevo foro de diplomacia cultural multilateral gestado en el campo aliado durante la última contienda mundial: la UNESCO. La constitución de la ONU le otorgó carta de naturaleza, desarrollando sus funciones al compás de la evolución de la sociedad internacional. Paralelamente, se desplegaron experiencias regionales de cooperación cultural, en el marco de instituciones como el Consejo de Europa y la Organización de Estados Americanos.

En los umbrales del siglo XXI, las relaciones culturales internacionales y la política cultural exterior aparecen a menudo interconectadas.[3] Los Estados se interesan cada vez más por las múltiples implicaciones de la cultura en el escenario mundial, cuyas repercusiones desbordan a menudo su capacidad de actuación y gravitan en la órbita de la diplomacia multilateral y los organismos internacionales. Sus núcleos de atención proceden, en parte, de la actualización de cuestiones suscitadas tiempo atrás: derechos de autor y propiedad intelectual; protección del patrimonio cultural; libertad de circulación de bienes culturales; intercambio de profesores, investigadores y estudiantes; enseñanza del idioma; tratamiento en materia legal y fiscal de los asuntos culturales, etc. Otras facetas se han sumado a su campo de acción: revolución tecnológica de las industrias de la comunicación e información; aparición de nuevos formatos derivados de los avances en la informática y la telemática; regulación comercial y efectos económicos de la expansión de las producciones culturales y científico-técnicas; patrimonio natural y cuestiones medioambientales, etc.

Análogamente, los retos planteados por la globalización han tenido efectos apreciables sobre la dimensión cultural. Bien con la emergencia de universos culturales relativamente homogéneos, que han atraído el interés de los Estados más poderosos y las empresas multinacionales, bien con la reivindicación de identidades culturales de naciones, comunidades o minorías, en respuesta a lo que interpretan como un renovado intento de contaminación cultural.

La política cultural exterior de España a través de sus acuerdos

La prioridad de la protección de los derechos de autor
Las referencias documentales tienen su punto de partida en las últimas décadas del siglo XIX. Entonces se suscribieron algo más de una decena de convenios, casi todos sobre propiedad literaria, científica y artística, en su mayor parte con países latinoamericanos (Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, México y Perú). Acuerdos de índole similar se firmaron por entonces con Portugal, Francia, Italia y EEUU. España también estuvo entre los signatarios en 1886 de la Convención de Berna, dedicada a la protección de obras literarias y artísticas. Tras esos acuerdos latía la preocupación por el mercado del libro español en América, donde existía una fuerte competencia con las publicaciones en castellano editadas en Francia, Alemania y EEUU. Además de esa competencia, se debía hacer frente al problema de las ediciones piratas y la desprotección de la propiedad intelectual en los países americanos de habla hispana, cuestión que trataron de paliar estos acuerdos. Los resultados fueron decepcionantes, pues se carecía tanto de mecanismos que respaldasen el efectivo cumplimiento de las obligaciones jurídicas contraídas como de personal encargado de su vigilancia y cumplimiento.[4]

Durante el primer tercio del siglo XX, la red de acuerdos sobre propiedad literaria, científica y artística se extendió a otros países americanos, incluyendo a Ecuador, Nicaragua, Panamá, Paraguay y República Dominicana, al tiempo que se renovaban o reemplazaban algunos de los convenios precedentes. También se formó parte de la Unión Internacional para la Protección de Obras Literarias y Artísticas, promovida en 1928. Pero la situación de desamparo frente a las ediciones clandestinas se arrastró a lo largo del período, a juzgar por las quejas expresadas recurrentemente en todas las reuniones de editores y libreros. A esa y otras reclamaciones encaminadas a favorecer la exportación de publicaciones a América intentó dar respuesta la creación en 1935 del Instituto del Libro Español y, unos años más tarde, la Sociedad General de Autores de España –antecedente de la actual Sociedad General de Autores y Editores–.

Por otro lado, en aquella época la difusión del libro y la protección intelectual se asociaron con una política de intensificación de las relaciones culturales con América. Los gobiernos españoles aspiraron a recobrar el ascendiente cultural en las repúblicas latinoamericanas. Una de las vías para lograrlo consistía en atraer hacia las universidades españolas a estudiantes de aquellos países, iniciativa que tuvo su reflejo en la firma de acuerdos de reconocimiento de títulos académicos y de incorporación de estudios (con Bolivia, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y Perú), y que asimismo estuvo en la base de la planificación y construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid. Ya en los años treinta, se impulsó la rúbrica de convenios sobre películas cinematográficas (con Chile, El Salvador, México, Nicaragua y Perú), cuyo objetivo era prohibir el comercio, circulación y exhibición de películas denigrantes para los países signatarios. Se trataba así de atenuar la mala imagen de los países de civilización hispana que divulgaban algunas de las cintas de origen norteamericano, cuya industria cinematográfica experimentó una fuerte expansión en los países americanos y europeos.

Resulta significativo que todos los acuerdos culturales suscritos en esas décadas iniciales del siglo XX lo fueran con países americanos, abarcando un radio de acción que cubría a 16 naciones de aquel continente. En realidad, la propia gestación de la política cultural exterior de España tuvo en América Latina uno de sus principales argumentos y ejes de actuación.[5]

La iniciativa preliminar correspondió a la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que comenzó en 1910 el envío de pensionados para que ampliasen su formación en centros universitarios y científicos extranjeros. Pero el verdadero embrión de la política cultural exterior hay que buscarlo en la propuesta formulada al Ministerio de Estado por el profesor Américo Castro, materializada en la creación de una Oficina de Relaciones Culturales en 1921. Su modelo fue la labor desplegada por Francia en este terreno.

La apertura de horizontes iniciada por la Junta para Ampliación de Estudios debía complementarse con un triple frente de actuación: la recuperación de la influencia cultural en Hispanoamérica, el fomento del hispanismo en otros países para estimular el conocimiento de la lengua y la cultura españolas, unidos a la atención hacia la emigración y los núcleos de población hispano-parlante diseminados por el mundo. Así se evitaría que España quedase reducida al papel de «un museo arqueológico».

Para poner en marcha esos proyectos se articuló una modesta estructura organizativa que daba cobijo a un grupo de intelectuales reformistas, dotándoles de respaldo oficial pero con un amplio margen de autonomía. Sin embargo, las pretensiones de los intelectuales entraron pronto en colisión con la cerrazón corporativa de los diplomáticos. Tampoco tuvieron mejor suerte sus demandas de recursos económicos. Los responsables del Estado gustaban de apelar al incremento del prestigio español en el extranjero, pero siempre que no acarreara dispendios a las arcas públicas. En el fondo, ni unos ni otros creían seriamente en la acción cultural en el exterior más allá de su empleo como instrumento de propaganda internacional. El diplomático José Antonio de Sangróniz lo exponía de forma bastante gráfica: lo primordial era cambiar la imagen existente de España como un «pueblo de clérigos y toreros, donde toda incultura y fanatismo tiene su natural asiento y cómoda habitación», por otra de «nación en cuyos dominios intelectuales no se ha puesto todavía el sol».

Con esa orientación difusa se constituyó en 1926, ya con la Dictadura de Primo de Rivera, la Junta de Relaciones Culturales. Su labor fue casi irrelevante hasta la llegada de la II República en 1931. Entonces, de nuevo bajo la batuta de intelectuales reformistas, emprendió un programa más sistemático que comprendió: un plan de fundación de escuelas para emigrantes y la organización de lectorados y subvenciones a cátedras de cultura española en universidades extranjeras, además de un conjunto de medidas dirigidas hacia Hispanoamérica. La guerra civil en España, entre otras muchas consecuencias, no sólo dio fin a estos proyectos culturales sino que condenó al exilio a una parte fundamental de los cuadros universitarios y científicos del país.

Los convenios culturales como antesala de la aproximación diplomática
Durante la II Guerra Mundial, la Sección de Relaciones Culturales del Ministerio de Asuntos Exteriores procuró reconstruir la infraestructura cultural en el extranjero, al tiempo que el nuevo régimen imperante en España acomodó la política cultural exterior a sus cambiantes expectativas internacionales. Inicialmente, se buscó la integración en la Europa fascista, lo que se tradujo en el estrechamiento de las relaciones culturales con Alemania e Italia, e incluso en proyectos desmesurados e irreales de convertirse en el cauce entre esa Europa del Nuevo Orden y América Latina. Cuando la guerra empezó a cambiar de signo se empleó la política cultural para esbozar una singularización respecto a las naciones del Eje, concibiéndose ahora las relaciones con las repúblicas latinoamericanas como un medio indirecto de marcar distancias sin renegar abiertamente de la anterior camaradería fascista. A medida que el desenlace de la guerra se hizo más próximo, esa dimensión de la política exterior sirvió para tender puentes hacia los vencedores.

Aquel contexto bélico no fue propicio a la firma de convenios, sólo se suscribieron dos, con Rumanía y Argentina. Hay que señalar que fue la primera vez que se enunciaron como «Acuerdos culturales» con un contenido general, sin restringir su ámbito de aplicación a una materia concreta. Además, se llegó a elaborar a principios de 1939, antes del final de la guerra civil, un convenio de colaboración cultural con Alemania, que no llegó a ratificarse debido a la oposición de los medios eclesiásticos españoles y la Santa Sede. También en aquella coyuntura se creó el Instituto Español de Lengua y Literatura de Roma, con escasa actividad hasta unos años después.

En la inmediata posguerra la condena internacional al régimen de Franco dinamizó la política cultural y la convirtió en una diplomacia paralela. Ante la delicada coyuntura, se recurrió a las relaciones culturales para suplir otros medios de acción más directos. Quedó definido por entonces un método de actuación caracterizado por la simbiosis entre acción cultural y propaganda, por la búsqueda de apoyos entre sectores conservadores y por el recurso a las afinidades católicas como vía para debilitar el cerco exterior impuesto al régimen.[6]

Para combatir el aislamiento se incrementaron de forma considerable los créditos destinados a la política cultural y se dio un impulso institucional a los organismos encargados de esa tarea. En el Ministerio de Asuntos Exteriores las relaciones culturales alcanzaron categoría de Dirección General. La Junta de Relaciones Culturales, sin apenas actividad desde la guerra civil, fue reconstituida para coordinar las diversas iniciativas emprendidas en este ámbito. Los principales focos de atención fueron entonces EEUU, el Reino Unido y América Latina, las dos democracias occidentales vencedoras y el núcleo más pujante de la oposición exiliada. Como plataforma hacia el mundo anglosajón se fomentó la proyección internacional de algunos organismos culturales y científicos españoles, singularmente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, al tiempo que se estableció el Instituto de España en Londres –algo similar se proyectó para EEUU pero no llegó a cuajar–.[7] Para potenciar las relaciones con América Latina se creó el Instituto de Cultura Hispánica.[8] En la década siguiente se fundaron con idénticos móviles el Instituto Hispano-Árabe de Cultura, el Instituto de España en Munich y el Instituto Cultural de Santiago en Nápoles.

Los resultados de esa ofensiva cultural se hicieron esperar un poco. Hasta finales de los años cuarenta apenas se firmaron acuerdos con cuatro países: uno de intercambio de formación profesional con Suiza, varios convenios con Argentina de protección de derechos de autor, convalidación de títulos y estudios, e intercambio de libros y publicaciones, junto a sendos tratados culturales con Filipinas y Líbano.

El panorama cambió sensiblemente durante los años cincuenta. La confrontación entre EEUU y la Unión Soviética favoreció la paulatina rehabilitación internacional del franquismo. Mientras en el terreno político o militar las reservas frente a la dictadura aún ralentizarían el proceso de plena integración de España en las estructuras fundamentales del mundo occidental, en el ámbito cultural se tendieron puentes con mucha mayor facilidad.

En las cuatro primeras décadas del siglo XX se suscribieron convenios culturales de diversa índole con 21 países. Sólo durante los años cincuenta se firmaron nuevos textos con 23 países –con 14 de ellos no existían antes acuerdos de esta naturaleza–. La distribución geográfica de los interlocutores de esos acuerdos también es muy significativa de las prioridades de la política cultural exterior en aquella época: nueve países americanos, siete países árabes, seis países europeos y un país asiático.

Entre los signatarios americanos estaban Brasil y Cuba, que firmaban su primer convenio cultural con España, y EEUU, con quien se aprobó un acuerdo de intercambio cinematográfico, la incorporación al Programa Fulbright[9] y varios convenios de cooperación para la investigación espacial. Los convenios firmados con países árabes y de Oriente Medio eran una novedad (Egipto, Siria, Irak, Irán, Jordania, Marruecos y Libia), en una línea de acción reforzada por la creación de Centros o Institutos de Cultura en El Cairo, Alejandría, Beirut, Túnez, Damasco y Bagdad.[10] Entre los países europeos se encontraban Bélgica, Italia, la República Federal Alemana, Noruega y Turquía, junto a una modificación del convenio existente sobre derechos de autor con Francia. El último de los acuerdos aludidos se firmó con la China nacionalista. En casi todos los casos se aprobaban entonces convenios culturales de corte general, dirigidos a propiciar un marco de entendimiento para desarrollar futuras iniciativas, en aras del mutuo conocimiento y el acercamiento bilateral.

Además, las puertas de la UNESCO se abrieron en 1952, lo que permitió a España incorporarse a la principal instancia internacional dedicada a las relaciones culturales. En los años siguientes el gobierno español fue sumándose al elenco de acuerdos y convenciones que aquel organismo había adoptado desde su creación, relativos a la importación de objetos de carácter educativo, científico y cultural; protección de bienes culturales en caso de conflicto armado; canje de publicaciones; lucha contra las discriminaciones en la enseñanza; y derechos de autor (firmado en Ginebra en 1952 y que dio origen al Comité Intergubernamental de Derechos de Autor, al que España accedió en 1954). Antes de finalizar aquella década, en 1957, España se incorporó también al Convenio Cultural Europeo, y algo más tarde al Tratado Antártico.

Desde la óptica del gobierno español los objetivos estaban claros: se trataba de ganar aliados y difundir una imagen más digerible de la dictadura española, supeditando la política cultural a las necesidades inmediatas de la política exterior. Por ello, se empleó ese cauce cultural como vanguardia de la política de amistad con América Latina y el mundo árabe, al tiempo que se intentó acercar posiciones con varios países europeos, con la idea de establecer un punto de anclaje poco conflictivo que fuera abriendo paso a otras dimensiones.[11]

Los convenios firmados permitieron una cierta ampliación de la red de centros culturales y de la difusión de la lengua española en el extranjero; el intercambio de publicaciones, emisiones de radio y películas; la concesión de becas a profesores y estudiantes; la celebración de exposiciones, conferencias y conciertos; la aplicación de un sistema gradual de equivalencia de títulos académicos; el restablecimiento de las clases para emigrantes, etc. También por entonces se hizo cada vez más frecuente la constitución de Comisiones Mixtas bilaterales encargadas del seguimiento de los convenios.

Todo ello contribuyó, pese a sus limitaciones, a mantener una ventana entreabierta al mundo cuando la atmósfera nacional aún se resentía del largo aislamiento internacional. Pero cuando la acción cultural perdió su utilidad diplomática el régimen se desentendió en buena medida de su suerte. El entramado persistió por su propia inercia, aunque con magros recursos y en condiciones a veces deplorables, situación que condujo a la paralización casi completa de la política de creación de nuevos centros culturales en el exterior. Otro indicador de esa pérdida de interés por la política cultural exterior fue la desaparición de la Junta de Relaciones Culturales a finales de los años cincuenta.

Pese a todo, en el terreno de los acuerdos culturales la dinámica emprendida en aquella década mantuvo su empuje hasta el final de la dictadura. En aquella década y media se firmaron convenios con 32 países, con 11 de ellos por primera vez (el Reino Unido, Uruguay, Senegal, Grecia, Argelia, Túnez, Guinea Ecuatorial, Haití, Etiopía, Venezuela y Austria). En un desglose por áreas geográficas figuraban ocho países europeos, 14 americanos, seis árabes, tres africanos y uno asiático. Algunos de aquellos acuerdos tenían una cierta especificidad, como los relativos a radiodifusión y televisión que se suscribieron con Marruecos. Una especial importancia revistió asimismo el convenio de cooperación cultural, científica y técnica rubricado con Francia, con quien además se alcanzó otro acuerdo sobre relaciones cinematográficas. La red de instituciones culturales españolas creció algo en la primera mitad de los años setenta, con la organización del Centro Cultural de Amman, el Instituto Cultural Español en Dublín, el Centro Cultural Hispánico en Copenhague y el Instituto Cultural Reina Sofía de Atenas.

La denominación del convenio hispano-francés aludido previamente es significativa pues esa nueva fórmula, con diversas variantes, estaba llamada a remplazar a la anterior de «convenio cultural». Tras ella latía la reorientación apreciable en las relaciones culturales internacionales desde el final de la II Guerra Mundial, que ya expusimos páginas atrás. Esa nueva denominación de los convenios se extendería a un número creciente de los suscritos por España durante el período democrático.[12]

Antes de concluir el franquismo se había avanzado igualmente en la integración en importantes organismos europeos de índole cultural y científica, como también ocurriera en materia de cooperación económica y técnica. España entró en el Consejo de Cooperación Intelectual del Consejo de Europa, en la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) y en la Organización Europea para la Investigación Espacial (ESRO). Además, suscribió diversos convenios europeos en materia de cultura: sobre equivalencia de diplomas para acceder a establecimientos universitarios; pago de becas para estudios en el extranjero; protección del patrimonio arqueológico; intercambio de programas de televisión y protección de emisiones, etc. España se adhirió a la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual en 1970 y, un año después, se revisó en la UNESCO la Convención de Ginebra sobre esa materia, que España ratificó en los años siguientes. En este plano internacional habría que destacar, por último, el acuerdo de cooperación firmado con la OEA.

La expansión de los acuerdos culturales con la democracia
La llegada de la democracia significó una amplificación de las posibilidades abiertas a la política exterior española, que se orientó hacia la plena normalización de relaciones con todos los países del mundo. El acceso a la OTAN y el ingreso en la CEE, en los años ochenta, puso de relieve que se habían acabado las cortapisas impuestas al franquismo para su completa integración en las estructuras militares y políticas de Occidente. Esos aires de cambio también se irradiaron al ámbito cultural.

En las décadas anteriores se había privilegiado la política cultural como un canal de aproximación a los países latinoamericanos y árabes, con instituciones específicas para ambas regiones, junto a EEUU, aunque en este caso el impulso primordial procedió del país norteamericano. Con la democracia las prioridades iban a modificarse, al igual que se incrementaron las asignaciones presupuestarias y las iniciativas se multiplicaron. La política cultural exterior se relanzó en aquellas áreas geográficas en que su presencia no era del todo activa, en especial en Europa.[13] En tal sentido, se promovió la política de becas a estudiantes españoles en el Colegio de Europa de Brujas y en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, con las miras puestas en la anhelada integración en las Comunidades Europeas.[14]

En la segunda mitad de los años setenta se firmaron convenios culturales con 19 Estados con los que antes no existían tales acuerdos o habían caducado. En una elevada proporción se trataba de países europeos. En este escenario encontramos una característica llamativa. En Europa Occidental la fórmula predominante fue la del convenio de Cooperación cultural, suscrito con Dinamarca, Finlandia, Luxemburgo y Malta, junto a los cuales se rubricó otro de Cooperación Cultural y Científica con los Países Bajos y sobre Patrimonio histórico con la Santa Sede. Sin embargo, en los textos negociados con los países de Europa Oriental, con quienes se asistía a una intensificación de relaciones, se optó por la firma de convenios de Cooperación Cultural, Educativa y Científica: con la República Democrática Alemana, Hungría, Polonia, Rumania, la URSS y Yugoslavia, con la única excepción de Checoslovaquia con quien se suscribió un convenio de Cooperación Cultural. Esa misma denominación, más escueta, fue la empleada en los acuerdos con Panamá, Corea, Gabón y Sudán. Con México se rubricó un convenio de Cooperación Cultural y Educativa, que ponía fin en este terreno como también ocurriera con el político al distanciamiento bilateral existente durante la época franquista. La disparidad de las fórmulas utilizadas como título de los convenios se hizo una constante en las décadas sucesivas, combinando los términos cooperación, cultural, educativa y científica en sus diversas variantes.

En los años ochenta la tendencia más relevante fue la proyección hacia áreas del mundo que antes habían estado más descuidadas, en particular países de Asia como la India, Japón, República Popular de China, Nepal y Tailandia. En Oriente Medio se firmaron convenios de Cooperación cultural con Arabia Saudí e Israel. Idéntica modalidad se aplicó a los acuerdos con Camerún, Mauritania, Irlanda y Canadá. En el marco europeo se suscribieron además convenios de Cooperación Cultural, Educativa y Científica con Bulgaria y Chipre, mientras que en el ámbito iberoamericano se aplicó la modalidad del convenio de Cooperación Cultural y Educativa con Cuba y la República Dominicana.

En los años noventa, la disolución de la URSS y la atomización de su antiguo espacio de dominio político dieron paso al nacimiento de nuevos países, dinámica que antes de acabar la década también afectó a la antigua Yugoslavia tras la guerra desencadenada en su seno. Esos procesos de disgregación territorial se reflejaron en el terreno de los acuerdos culturales. Se firmaron convenios de Cooperación Cultural, Educativa y Científica con Lituania, Georgia, Kazajistán, Mongolia, Eslovenia y Croacia, en tanto que con Ucrania, Letonia y Albania se suscribieron convenios de Cooperación Cultural y Educativa. A ello hay que añadir los convenios de Cooperación cultural con Australia y Suecia.

Por último, en la década inicial del siglo XXI todavía se aprecian los efectos de las transformaciones políticas y territoriales de Europa Oriental tras el derrumbe de los regímenes comunistas, con la prolongación asiática que tuvo ese proceso. Con Serbia y Montenegro, Macedonia y Vietnam se han firmado convenios de Cooperación Cultural, Educativa y Científica; con la República Eslovaca, Uzbekistán e Indonesia de Cooperación Cultural y Educativa. En fin, para continuar con esa variedad normativa, con Sudáfrica se suscribió un convenio de Cooperación Cultural, con Trinidad y Tobago, un convenio Técnico, Cultural y Científico, y con Andorra un convenio Educativo.

Junto a esos acuerdos bilaterales el incremento de la presencia internacional de España se trasladó también a los foros multilaterales. Así, se reforzó el compromiso en el seno de la UNESCO, adhiriéndose a los convenios de protección del patrimonio mundial cultural y natural; de establecimiento de una Universidad para la Paz; de prohibición de la importación, exportación y transferencia de propiedad ilícita de bienes culturales; y de aprobación del Estatuto del Centro Internacional de Registro de Publicaciones en serie (ISDS e ISSN). En el marco de la OMPI se adoptaron varios acuerdos en materia de patentes y se firmó en 2002 el tratado sobre derechos de autor para adaptar la legislación internacional a la era digital. Análogamente, España se incorporó a los convenios europeos sobre reconocimiento académico de calificaciones universitarias; sobre convalidación de estudios y títulos de Educación Superior de los Estados de las Regiones Europeas; sobre exportación de bienes culturales y su restitución en caso de robo o apropiación ilegal; sobre creación del Instituto Universitario Europeo de Florencia; sobre diversos aspectos de la sociedad de la información; sobre salvaguardia del patrimonio arquitectónico; sobre protección del paisaje, el patrimonio cultural subacuático e inmaterial; sobre la organización europea de telecomunicaciones por satélite, etc. En el ámbito latinoamericano se sumó al Convenio «Andrés Bello» de integración educativa, científica y cultural.[15]

En suma, la democracia trajo consigo una profundización de las relaciones culturales con Europa, que fue más allá de las divisiones ideológicas Este-Oeste o de las convulsiones que sacudieron a algunos países del antiguo bloque comunista. Desde mediados de los años ochenta, con España ya incorporada a la Comunidad Europea y con una coyuntura económica favorable, se incrementó el volumen de las iniciativas culturales desplegadas hacia Europa.

La creación del Instituto Cervantes en 1991 significó un paso relevante en la misma dirección. El nuevo organismo nació con el cometido esencial de promover la enseñanza, el estudio y el uso del español en el mundo. Simultáneamente, debía fomentar la difusión de la cultura española en sus diversas manifestaciones. Para lograrlo, fusionó e incorporó recursos y competencias de varios ministerios, buscando actuar como organismo coordinador en este ámbito. En su acta fundacional se presentó como la respuesta a un reto largo tiempo aplazado, que vendría a dotar a España de un instrumento de referencia cultural equivalente al de otras instituciones extranjeras de similar naturaleza –Alliance FrançaiseGoethe Institut y British Council–.

Según exponía la memoria de aquel proyecto de ley en su tramitación parlamentaria, la implantación que aspiraba a lograrse en Europa era mucho más elevada que en cualquier otro área geográfica del mundo. Se fijaba como objetivo alcanzar los 40 centros culturales en Europa, mientras que para el resto del mundo la cifra indicativa avanzada era de 35 centros.[16] En el momento de su creación el organismo contaba ya con una red de 21 centros en el continente europeo, bien es verdad que de características poco homogéneas, que le fueron transferidos por el Ministerio de Asuntos Exteriores en Atenas, Bucarest, Burdeos, París, Copenhague, Dublín, Lisboa, Oporto, Liverpool, Londres, Milán, Nápoles, Munich, Sofía y Viena; por el Ministerio de Trabajo y Seguridad Social en Ginebra, París, Oslo, Utrecht y Amberes; y por el Ministerio de Educación y Ciencia en Roma.[17] También se hizo cargo de otros centros que antes dependían de Asuntos Exteriores ubicados en varios países de Oriente Medio o el norte de África (Abidjan, Alejandría, Amán, Argel, Bagdad, Beirut, Damasco, El Cairo, Casablanca, Fez, Rabat, Tánger, Tetuán y Túnez), Camerún (Yaundé), EEUU (Nueva York) y Filipinas (Manila y Cebú).

La trayectoria posterior del Instituto resaltó esa prioridad europea. Tras 15 años de existencia, la red de centros en Europa ha sido la que más ha crecido con mucha diferencia, con la apertura de nuevos Institutos en Berlín, Bremen, Bruselas, Lyon, Toulouse, Budapest, Varsovia, Manchester, Praga, Moscú, Belgrado, Estocolmo y Estambul, además de Aulas Cervantes en Zagreb, Liubliana y Bratislava, y de antenas en Cracovia y Leeds. En la actualidad esa implantación europea ya sobrepasa los 30 centros de una u otra dimensión, aproximándose a las estimaciones planteadas en su proyecto fundacional. Aunque el impulso ha sido menor en otros escenarios geográficos, también se han creado nuevos Institutos Cervantes en Brasil (Río de Janeiro y S?o Paulo), EEUU (Albuquerque y Chicago) e Israel (Tel Aviv). Asimismo, se han establecido Aulas Cervantes en Yakarta, Nueva Delhi, Kuala Lumpur y Hanoi. En la actualidad esa red extra-europea se compone de 23 centros frente a los 18 con que el Cervantes empezó su singladura. En el camino han quedado varios de los centros que le fueron inicialmente transferidos, tanto en Europa como fuera de ella.[18]

Al lado de la atención dedicada a Europa, el otro eje de la política cultural exterior ha estado centrado en América Latina, si bien la actuación en este escenario se ha yuxtapuesto con la cooperación al desarrollo. En el transcurso de aquellos años cristalizó definitivamente una estructura institucional encargada de diseñar y coordinar la política de cooperación, que como antes había ocurrido con la política cultural exterior tuvo su germen en las relaciones con América Latina. Con ello se pretendía, simultáneamente, configurar una nueva política hacia la región y marcar distancias con la conducta desplegada durante la época franquista.

La plasmación de ese giro político en materia de tratados internacionales desborda el marco de este estudio, dado su contenido de índole considerablemente más amplio. Por esa razón no han quedado reflejados en los Anexos que se ofrecen más adelante. Sin embargo, resulta necesario esbozar algunas referencias a aquel proceso de fusión entre política cultural exterior y política de cooperación al desarrollo, sin las cuales quedaría incompleto el cuadro que aquí tratamos de presentar.

El nuevo entramado institucional fue cobrando forma con la creación, en 1985, de la Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica. Integrada en el Ministerio de Asuntos Exteriores, asumiría atribuciones en materia de cooperación técnica, relaciones económicas y culturales. Al año siguiente quedó constituida la Comisión Interministerial de Cooperación Internacional, responsable de elaborar desde entonces el Plan Anual de Cooperación Internacional. En 1988 se reformó parcialmente ese engranaje, con la fundación de la Agencia Española de Cooperación Internacional. La Agencia tenía carácter de organismo autónomo de la Administración del Estado, adscrito al Ministerio de Asuntos Exteriores. Tanto el Instituto de Cooperación Iberoamericana como la Comisión Nacional para la Conmemoración del Quinto Centenario fueron colocados bajo su competencia. El propósito que animaba aquel despliegue era promover la intercomunicación entre las sociedades iberoamericanas de ambos lados del Atlántico, reforzando al mismo tiempo la presencia española en América Latina.

Una de las medidas puestas en marcha para coadyuvar a ese objetivo, a la par que destinada a colaborar a la estabilidad política de las recobradas democracias latinoamericanas, fue la signatura de una serie de tratados de amistad y cooperación, que contenían importantes compromisos de apoyo político, financiación económica, ayuda técnica e intercambio cultural y científico. Tales acuerdos se firmaron con Argentina y Bolivia en 1988; con México, Venezuela y Chile en 1990; con Brasil, Perú y Uruguay en 1992; y con Ecuador en 1999.[19]

Como consecuencia de los nuevos derroteros que tomaba la política española hacia la región, la Agencia Española de Cooperación Internacional reajustó la infraestructura existente, que en la actualidad agrupa a Centros Culturales, Oficinas Técnicas de Cooperación y Centros de Formación. Así pues, para tener una idea precisa de la red cultural en el exterior, cuyo desenvolvimiento está regulado por los tratados internacionales aludidos y otros de naturaleza más específica, hay que mencionar los Centros Culturales de España en Buenos Aires, Córdoba, Rosario, S?o Paulo, San José de Costa Rica, San Salvador, Guatemala, Tegucigalpa, México DF, Asunción,Lima, Santo Domingo y Montevideo [20] A ellos se agregarían además otros existentes fuera de este área geográfica: el Centro Cultural Español de Cooperación Iberoamericana en Miami y los Centros Culturales en Guinea Ecuatorial (Bata y Malabo).

En definitiva, con la democracia la implicación exterior de España aumentó de forma sustancial, como corrobora su presencia en los principales acuerdos internacionales adoptados en materia cultural, educativa y científica. Análogamente, se potenciaron las coordenadas tanto europea como latinoamericana de la política cultural exterior. Esa orientación se tradujo en una reorganización de los agentes institucionales encargados de su elaboración y ejecución, en el incremento de los centros culturales ubicados en ambas zonas geográficas y, consecuentemente, en la firma de tratados internacionales de diverso contenido que respaldaban esa labor.

Además, se ha mantenido la presencia española en el norte de África y la zona de Oriente Medio, fruto del impulso previo de la política árabe que ha cobrado nuevo interés dentro del conjunto de la política mediterránea de la democracia y de su apoyo a las tentativas de paz en la región, intensificando también la acción cultural hacia Israel. Por último, se ha incorporado una mayor atención hacia una serie de países asiáticos y africanos, estos últimos en menor medida, cuyo protagonismo internacional es indiscutible en la actualidad. De esa forma se busca paliar una deficiencia estructural arrastrada desde tiempo atrás, fruto de una marcada concentración territorial de la política cultural exterior.

Panorama actual y marco organizativo

Desde finales del siglo XIX hasta la guerra civil, España firmó acuerdos culturales con 19 países. Durante la dictadura franquista se suscribieron convenios con 57 países, con 29 de los cuales se llegaba por primera vez a tratados de este tipo. Tras la instauración del régimen democrático en 1975 el radio cubierto se ha extendido a 78 Estados, siendo 48 de ellos incorporaciones nuevas a ese cuadro general de los tratados culturales suscritos por España. Se aprecia pues que el horizonte de la política cultural exterior se ha ido ampliando de forma progresiva, alcanzándose el período más fecundo en el transcurso de la democracia. Hasta el presente, España ha establecido acuerdos culturales con un total de 96 países.

Inicialmente, el objetivo prioritario fueron los países americanos, sobre todo aquellos ligados a España por lazos de cultura, idioma e historia. Esa prelación se ha mantenido hasta el presente, conjugándose con la otra vertiente preferente de la política exterior: el espacio europeo. En una recapitulación geográfica cabría observar que se han firmado convenios culturales de diverso orden con 38 Estados europeos y con 23 americanos. En Asia el número de países asciende a 21, advirtiéndose que la zona de Oriente Medio tiene un peso importante. En África son 13 los países que han suscrito tales compromisos con España, de los que aproximadamente la mitad de ellos se sitúan en el norte del continente. En Oceanía sólo existe un acuerdo con Australia.

Por lo que respecta al tipo de tratados que regulan esos lazos culturales, se ha pasado de convenios de índole específica, sobre temas de singular impacto en su momento –propiedad intelectual u otros–, a acuerdos culturales de carácter general y, en las últimas décadas, a convenios de cooperación en sus diversas variantes –cultural, educativa, científica y técnica–. También se observa una considerable diversidad en las modalidades empleadas –acuerdos, convenios, canjes de notas, protocolos, etc.–.

En la esfera multilateral, la UNESCO, el Consejo de Europa y la UE han sido los principales foros internacionales que han forjado un conjunto de normativas a las que España se ha adherido o en cuya elaboración ha participado. Los contenidos fundamentales han sido los derechos de autor y la propiedad intelectual, la educación y el patrimonio cultural. Más actual ha sido el proceso de convergencia de los países iberoamericanos, en cuyas cumbres políticas se han adoptado acuerdos culturales multilaterales, en un buen número de casos impulsados por España.

Así pues, el mapa de compromisos internacionales asumidos por España en materia de cultura abarca la casi totalidad de los estados americanos y europeos. En Asia-Pacífico ha tenido una destacada importancia la zona de Oriente Medio, con una perceptible tendencia a estrechar los lazos con otros países más lejanos del continente. En África se aprecia una marcada atención hacia los países ribereños del Mediterráneo. Análogamente, se apuesta por una cooperación cultural extendida que abarca ámbitos cada vez dilatados –que van desde la enseñanza y el arte al intercambio científico o los asuntos medioambientales–, y por afianzar la presencia e implicación en los organismos internacionales multilaterales.

La proyección cultural de España en el mundo ha ganado en presencia, diversidad y complejidad. Esa situación se ha trasladado al abanico de acuerdos culturales suscritos y, además, a los organismos encargados de su elaboración, tramitación y aplicación. En un documento de trabajo previo, encargado por el Real Instituto Elcano a la Fundación Interarts, se trazaba una panorámica del marco institucional de las relaciones culturales internacionales en España.[21] Aquí sólo se resumirán los datos más relevantes que contiene dicho informe para el tema que abordamos. El Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación y el Ministerio de Cultura son los principales protagonistas en este terreno, si bien se aprecia que otros agentes institucionales van asumiendo nuevas atribuciones.

En el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación las competencias de orden cultural se encuentran repartidas entre dos Secretarías de Estado. La Secretaría de Estado para la Unión Europea incorpora en su organigrama a la Subdirección General de Asuntos Sociales, Educativos, Culturales y de Sanidad y Consumo. Entre sus funciones figuran tanto el seguimiento de las actuaciones de la UE en esos temas, como la coordinación de aquellas que realicen las distintas administraciones públicas españolas en esta área geográfica. Su relevancia emana del peso creciente que las iniciativas comunitarias van adquiriendo en acuerdos sobre educación, cooperación interuniversitaria e investigación, por citar sólo algunos apartados sobresalientes.

La Secretaría de Estado de Cooperación Internacional presenta un perfil más vinculado con el objeto del presente documento. A través de la Subdirección General de Programas y Convenios Culturales y Científicos se ocupa, entre otras cuestiones, de preparar, negociar y proponer la firma de acuerdos internacionales y organizar las comisiones mixtas que habrán de desarrollarlos. Esos acuerdos a veces se plasman en programas de cooperación bilaterales que comprenden actividades a realizar en un período de tiempo fijado. En el seno de esa Secretaría de Estado, pero como organismo autónomo, la Agencia Española de Cooperación Internacional cuenta con la Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas para encargarse de la cooperación de esa índole con los países en vías de desarrollo. Entre sus responsabilidades figura la gestión y ejecución de los acuerdos y programas de cooperación firmados con esos países. Dentro de la citada Dirección General es la Subdirección General de Cooperación y Promoción Cultural Exterior la que da curso a los compromisos contraídos en los convenios suscritos. También en el radio de acción de la Dirección General se integra la Comisión Nacional Española de Cooperación con la UNESCO.

El Ministerio de Cultura participa de manera destacada en la proyección exterior de la cultura española, lo que se refleja a su vez en su intervención en la tramitación o aplicación de los acuerdos culturales. Diversas dependencias tienen funciones asociadas con esa materia.

La más importante es la Dirección General de Cooperación y Comunicación Cultural, entre cuyos cometidos de orden internacional se encuentra la asistencia en la preparación de tratados, convenios y programas de cooperación, ya sean bilaterales o multilaterales. Para ello cuenta con una Subdirección General de Cooperación Cultural Internacional que, asimismo, realiza el seguimiento de diversos programas de cooperación multilateral y lleva a cabo actividades de información y coordinación en el seno de la UNESCO, el Consejo de Europa y las Conferencias Iberoamericanas de Ministros de Cultura. Otras Direcciones Generales –de Bellas Artes y Bienes Culturales o del Libro, Archivos y Bibliotecas– colaboran puntualmente en la acción cultural exterior. La coordinación recae en la Subsecretaría de Cultura, que dispone de una Comisión Asesora de Relaciones Culturales con el Exterior de carácter consultivo.

En una parte sustancial de las actuaciones enumeradas bajo el radio de acción de ambos Ministerios se dispone de la colaboración del Ministerio de Educación y Ciencia, que interviene sectorialmente en la negociación o ejecución de tratados internacionales. También toma parte en algunas cuestiones el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, lo que pone de relieve la ampliación del horizonte de las relaciones culturales y sus derivaciones de naturaleza económica. A través del Instituto Español de Comercio Exterior se realizan estudios de mercado sobre la situación en distintos sectores –editorial, audiovisual, musical, etc.– que pueden resultar de sumo interés para concertar convenios culturales con determinados países. Esa valoración podría hacerse extensiva al Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, por cuanto afecta a la atención cultural hacia los emigrantes. Tampoco cabe olvidar que las diferentes Comunidades Autónomas y las Administraciones Locales han aumentado su presencia internacional en los últimos años, lo que comienza a generar repercusiones en materia de intercambios culturales y participación en programas internacionales, sobre todo europeos.

Por último, hay una serie de organismos oficiales que cobran cada vez mayor relieve en la política cultural exterior, como el Instituto Cervantes, la Fundación Carolina, la Casa de América, la Casa Asia o la Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior. El desenvolvimiento de sus actividades afecta a menudo a los compromisos internacionales contraídos por España.

Conclusiones

Este estudio ha pretendido realizar un primer bosquejo de un campo de estudio hasta ahora no abordado de forma específica. En espera de un análisis más detallado de los textos y de sus circunstancias, esta primera aproximación a los acuerdos internacionales en materia de cultura suscritos por España permite adelantar algunas observaciones que informes posteriores podrían desarrollar con mayor profundidad:

  • Ante la variedad de contenidos que presentan los acuerdos, sería conveniente examinarlos más a fondo para conocer las razones y características de esa diversidad. Tras ello, convendría discernir si tal pluralidad es una muestra de flexibilidad y responde a la gama dispar de objetivos que se plantean con cada interlocutor internacional, o si es fruto de coyunturas ya superadas y debiera tenderse hacia una mayor homogeneidad.
  • En determinados escenarios geográficos se han aplicado políticas regionales: Europa, América Latina y en menor medida alguna otra zona (el Mediterráneo extra-europeo). Sería deseable realizar una valoración específica para cada una de esas áreas geográficas, considerando los objetivos perfilados, las medidas tomadas y los resultados alcanzados. Así podría verificarse si las opciones asumidas son correctas, que tipo de iniciativas han tenido éxito y en que grado pueden proyectarse hacia otros ámbitos espaciales, o si deben replantearse el método y la orientación adoptados.
  • La fórmula empleada preferentemente hasta la fecha han sido los convenios de Estado a Estado. En las últimas décadas se han producido sucesivas transformaciones en la estructura de la política cultural exterior y los organismos que participan en ella. Tal deriva ha llevado a una dispersión de competencias entre instituciones públicas, por lo que sería deseable disponer de un repertorio de todos los cauces de actuación y sus iniciativas, que mejoraría la información disponible y facilitaría una mayor coordinación y aprovechamiento de los recursos.
  • Por otro lado, esa prelación de las relaciones Estado a Estado parece estar perdiendo vigencia en un mundo donde los actores transnacionales y las relaciones entre sociedades civiles van alcanzando un protagonismo en ascenso. Las modalidades de cooperación entre universidades, centros de investigación, museos, bibliotecas, fundaciones, etc., ganan terreno y, al menos en las democracias occidentales, los gobiernos dejan de ejercer el monopolio de las relaciones culturales con el exterior y sus actividades coexisten con las emprendidas por organizaciones privadas. También en este apartado debiera avanzarse hacia un mayor conocimiento de las acciones emprendidas y su eventual complementariedad.
  • En fin, habría que considerar si los acuerdos están adaptados a la realidad internacional –con un peso creciente de los asuntos científicos, técnicos o medioambientales–, evaluar tanto su coherencia con las líneas estratégicas de la política exterior como su impacto en las sociedades implicadas y revisar su diseño en caso de que hubieran quedado obsoletos.

Todas esas cuestiones remiten a su vez a la oportunidad de meditar sobre los objetivos y cauces actuales de las relaciones culturales internacionales de España. En este sentido, el presente estudio podría suscribir en buena medida las conclusiones emitidas por el Informe de la Fundación Interarts: complejidad y elevado número de instancias públicas que intervienen; concentración geográfica en zonas sensibles de la política exterior; apuesta decidida por las estructuras y compromisos multilaterales; escasez de mecanismos de coordinación entre políticas culturales interiores y exteriores; y protagonismo creciente de agentes de la sociedad civil, junto a la incertidumbre sobre el grado de receptividad existente hacia las transformaciones que experimenta la dimensión cultural de las relaciones internacionales.

Se trata, como señalaba hace unos años con acierto y datos Guillermo Adams, de un debate estratégico si quiere hacerse fructificar la «potencia cultural de España»,[22] tantas veces mentada y no siempre acompañada de los recursos precisos. No cabe duda de que esa dimensión de las relaciones internacionales ha adquirido un mayor interés y apoyo, tanto por parte de la administración como de distintos sectores sociales, pero ¿es suficiente con lo realizado hasta ahora?, ¿se ha orientado de la forma más idónea?

A través del análisis de los acuerdos suscritos por España y su evolución se aprecian unos ejes preferentes de acción en Europa –impelidos en parte por la política comunitaria– y en Iberoamérica –donde se ha optado voluntariamente por dar prioridad a la cooperación al desarrollo–. Como se desprende igualmente de otros diagnósticos sobre la acción cultural exterior de España, se echa en falta una mayor coordinación que ponga coto a la dispersión de esfuerzos; una definición clara y estable de los objetivos perseguidos tanto en términos generales como en escenarios específicos; una apuesta por la innovación que se abra a campos como la investigación científica y técnica, la cultura popular y sus medios de irradiación o las derivaciones del avance de Internet; un análisis más pormenorizado de las perspectivas políticas y económicas de la expansión de la lengua española; y un trasvase de protagonismo a los actores y receptores de esa proyección cultural, junto a una perspectiva más amplia de su radio de acción geográfico.[23]

La intensificación y profundización de los intercambios culturales han llevado a una aproximación sin precedentes entre las distintas sociedades del planeta. Para España, además de las ventajas inherentes a ese trasvase de conocimientos y experiencias, están en juego su capacidad de interlocución internacional, su imagen exterior y la eventual aportación de esa irradiación cultural a la articulación de una diplomacia pública más eficiente.[24]

El pasado año 2007 ha sido declarado «Año de la Ciencia», en homenaje a la labor de la Junta para Ampliación de Estudios creada en 1907. Hace, pues, un siglo que nació la primera institución oficial española empeñada en lo que entonces se concibió como una apertura de horizontes, una mirada receptiva hacia el exterior que fuera pareja a la proyección de España en el mundo. Hay que concentrarse en vislumbrar los nuevos horizontes de la cultura española en estos albores del siglo XXI, pues sólo con ese enfoque de mayor calado se estará en condiciones de afrontar los retos del futuro.

Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla
Investigador Científico del Instituto de Historia-CSIC

Marisa Figueroa
Licenciada en Ciencia Política y Master en Estudios Internacionales de la Escuela Diplomática

Anexos

Anexo nº 1

Anexo nº 2


[1] Las recopilaciones manejadas proceden del Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Fondo Renovado, exp. 9533/carps. 43 y 45; del apartado titulado «Acuerdos Culturales, Educativos y Científicos firmados por España», en La Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas, 1946-1996, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1996, pp. 341-363, y de la información facilitada por el Departamento Jurídico de la AECI.

[2] Para conocer con mayor detalle el surgimiento de la política cultural exterior, véase Louis Dollot, Les relations culturelles internacionales, PUF, París, 1964; Anthony Haigh, La diplomatie culturelle en Europe, Strasbourg, Conseil de l’Europe, 1974; J.M. Mitchell, International Cultural Relations, Allen and Unwin, Londres, 1986; Edwin R. Harley, Relaciones culturales internacionales en Iberoamérica y el mundo, Tecnos, Madrid, 1991.

[3] Aportaciones recientes sobre esta materia pueden encontrarse en Akira Iriye, Cultural Internationalism and World Order, John Hopkins University Press, Baltimore, 1997; A. Dubosclard et al.Entre rayonnement et reciprocité. Contributions à l’histoire de la diplomatie culturelle, Publications de la Sorbonne, París, 2002; François Roche (dir.), La culture dans les relations internationales, École Française de Rome, Roma, 2002; Jessica C.E. Gienow-Hecht y Frank Schumacher (eds.), Culture and International History, Berghahn Books, Nueva York/Oxford, 2003; y Denis Rolland (coord.), Histoire culturelle des relations internationales, L’Harmattan, París, 2004.

[4] Apreciaciones sobre el problema de la propiedad intelectual ligado al mercado del libro a finales del siglo XIX pueden encontrarse en Carlos M. Rama, Historia de las relaciones culturales entre España y la América Latina. Siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 176 y ss.; y Pura Fernández, «El monopolio del mercado internacional de impresos en castellano en el siglo XIX: Francia, España y ?la ruta’ de Hispanoamérica», Bulletin Hispanique, 100-1 (1998), pp. 165-190. Para el primer tercio del siglo XX, Ana Martínez Rus, «La industria editorial española ante los mercados americanos del libro 1892-1936», Hispania, 212 (2002), pp. 1021-1058; y La política del libro durante la Segunda República: socialización de la lectura, Ediciones Trea, Gijón, 2003, pp. 291-366.

[5] Una profundización en las relaciones culturales internacionales de España durante ese primer tercio del siglo en Antonio Niño Rodríguez, «Hispanoamericanismo, regeneración y defensa del prestigio nacional (1898-1931)», en España/América Latina: un siglo de políticas culturales, AIETI-Síntesis, Madrid, 1993, pp. 15-48; y «La europeización a través de la política científica y cultural en el primer tercio del siglo XX», en Europa-España, en la perspectiva del siglo XX, monográfico de Arbor, 669 (2001), pp. 95-126; Justo Tormentín Ibáñez y María José Villegas Sanz, Relaciones culturales entre España y América: La Junta para Ampliación de Estudios (1907-1936), Mapfre, Madrid, 1992.

[6] Un análisis detallado de las relaciones culturales de España desde la guerra civil hasta la campaña de expansión cultural de la posguerra mundial en Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, Imperio de papel. Acción cultural y política exterior durante el primer franquismo, CSIC, Madrid, 1992.

[7] Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, «Dimensión internacional del CSIC», en Tiempos de investigación. JAE-CSIC, cien años de ciencia en España, CSIC, Madrid, 2007, pp. 269-277; y «Las relaciones culturales entre España y Estados Unidos, de la guerra mundial a los pactos de 1953», Cuadernos de Historia Contemporánea, 25 (2003), pp. 35-59.

[8] Véanse los estudios de Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, Diplomacia franquista y política cultural hacia Iberoamérica, 1939-1953, CSIC, Madrid, 1988; y»La cultura como vanguardia de la política exterior. Francia, España y América Latina en la posguerra mundial», en L’Espagne, la France et l’Amérique latine. Politiques culturelles, propagandes et relationes internationales. XXe siècle, L’Harmattan, París, 2001, pp. 307-401; María A. Escudero, El Instituto de Cultura Hispánica, Mapfre, Madrid, 1994; Eduardo González Calleja y Rosa Pardo Sanz, «De la solidaridad ideológica a la cooperación interesada (1953-1975)», en España/América Latina: un siglo de políticas culturales, AIETI-Síntesis, Madrid, 1993, pp. 137-180; y la obra colectiva La huella editorial del Instituto de Cultura Hispánica, Mapfre Tavera-Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 2003.

[9] Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, «Cooperación cultural y científica en clave política: ?Crear un clima favorable para las bases USA en España'», en España y Estados Unidos en el siglo XX, CSIC, Madrid, 2005, pp. 207-243.

[10] Un comentario más amplio sobre el proceso de fundación de centros culturales en el extranjero en Pablo de Jevenois Acillona, «Los Centros Culturales y Educativos en el exterior», en La Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas 1946-1996, Ministerio de Asuntos Exteriores, Madrid, 1996, pp. 165-207.

[11] Sobre esta última cuestión véase Lorenzo Delgado Gómez-Escalonilla, «El régimen franquista y Europa: el papel de las relaciones culturales, 1945-1975», en La política exterior de España en el siglo XX, UNED, Madrid, 1997, pp. 415-440.

[12] Durante el franquismo se firmaron tan sólo tres convenios de esas características, con Francia, Argelia y Austria.

[13] «Nota informativa para el Señor Ministro. Política Cultural del Ministerio de Asuntos Exteriores», 19/VI/1979, Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Fondo Renovado, exp.23539/carp. 17.

[14] «Nota para el Director de Asuntos Generales. Presupuesto Intercambios y Becas 1979», Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Fondo Renovado, exp.23539/carp. 26.

[15] Además, en el campo de la investigación se incrementó la preocupación por cuestiones medioambientales, que se plasmó en acuerdos sobre diversidad biológica, cambio climático, lucha contra la desertificación, conservación de especies amenazadas de fauna y flora, protección de la capa de ozono y control de movimientos transfronterizos de desechos peligrosos. La tramitación de esos textos se llevó a cabo desde los servicios encargados de las relaciones culturales internacionales, si bien su contenido excede el marco de análisis aquí considerado por lo que no se ha considerado pertinente que figurasen en los anexos.

[16] La estimación que se hacía para la red de centros en Europa preveía 26 institutos en la Europa comunitaria, ocho en la Europa del Este y seis en otros países europeos. Proyecto de Ley por la que se crea el «Instituto Cervantes», VI-1990, Secretaría General del Congreso de los Diputados-Dirección de Estudios y Documentación, Madrid, pp. 17-18; «Ley 7/1991, de 21 de marzo, por la que se crea el Instituto Cervantes», Boletín Oficial del Estado, 22/III/1991.

[17] Pablo de Jevenois Acillona, «Los Centros Culturales?», pp.203-207. En el centro de Amberes tan sólo se disponía del edificio.

[18] Los datos más recientes están tomados de «Instituto Cervantes. Red de Centros y Aulas», en El Español en el Mundo. Anuario del Instituto Cervantes 2005, Instituto Cervantes, Madrid, 2005, pp. 463-472. En esa relación ya no aparecían los centros de Copenhague, Oporto, Liverpool, Ginebra, Oslo, Amberes, Abidjan, Bagdad, Yaundé y Cebú.

[19]Entre las actuaciones desarrolladas en aquel contexto destacó igualmente el programa de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo-Quinto Centenario (CYTED-D), un programa multilateral que contó con la participación de 21 países y financió proyectos de colaboración científica, transferencia de tecnología y cooperación de empresas para el desarrollo industrial y de las infraestructuras. Véase CYTED-D. Programa Iberoamericano de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo, Quinto Centenario, Madrid, 1990; y «CYTED-D. Diez años de cooperación en I+D en Iberoamérica», Política Científica, 33 (1992), pp. 11-59. También se firmaron tratados generales de cooperación y amistad que incluían compromisos culturales con Rumanía (1992) y Filipinas (2000).

[20] Una información completa de la estructura de la AECI en el exterior en www.aeci.es.

[21] Fundación Interarts, Las relaciones culturales internacionales: el marco institucional en España, DT 48/2005, Real Instituto Elcano, 8/XI/2005. En el documento puede encontrarse una descripción más detallada de los diferentes organismos públicos y agentes privados que intervienen en este ámbito.

[22] Guillermo Adams, «España, una potencia en potencia», en España ¿potencia cultural?, Incipe-Política Exterior-Biblioteca Nueva, Madrid, 2001, pp. 79-112.

[23] Según parece, en esa dirección se viene trabajando en los últimos años; véase Alfons Martinell Sempere, Hacia una nueva política cultural exterior, ARI nº 127/2006, Real Instituto Elcano, 15/XII/2006. Sobre las cuestiones enunciadas también resulta interesante consultar una serie de textos editados por el Real Instituto Elcano: Javier Noya, Luces y sombras de la acción cultural exterior, ARI nº 66/2003, 29/IV/2003; Jaime Otero, Los argumentos económicos de la lengua española, ARI nº 42/2005, 31/III/2005; Belén Sanz Luque, ¿Es posible evaluar la política cultural exterior como una política pública?, DT nº 4/2006, 16/II/2005; y Consuelo Femenía, Veinte años de relaciones científicas internacionales, ARI nº 40/2007, 29/III/2007.

[24] Javier Noya, Una diplomacia pública para España, DT nº 11/2006, Real Instituto Elcano, 15/VI/2006.