Resumen

Los datos indican que la Unión Europea, que todavía tiene un peso y una influencia significativa en la economía mundial, parece “condenada” a ir perdiéndolo paulatinamente debido al auge de las potencias emergentes y al mayor dinamismo de EEUU. La única salida pasa por fortalecer la Unión y lograr que hable con una única voz de cara al exterior. Analizamos los casos de la política comercial y la geopolítica del euro para ilustrar este argumento. Por último, defendemos que la experiencia de la integración económica europea constituye un buen modelo a seguir para fijar las cada vez más necesarias reglas de juego de la gobernanza económica global.

Introducción

El 50 aniversario de la Unión Europea (UE) es un buen momento para celebrar sus éxitos. La UE, un híbrido institucional difícil de catalogar, ha servido para desterrar definitivamente de su territorio los conflictos bélicos entre Francia y Alemania y ha contribuido a generar niveles de prosperidad económica sin precedentes. Aunque tanto el modelo social europeo como el propio proceso de integración están atravesando una crisis, dentro de las fronteras de la Unión (que no han dejado de ampliarse) se disfruta de unos niveles de bienestar económico y cohesión social que son envidiados por el resto del mundo. Además, como constata el caso español, prácticamente todos los países que se han ido integrando en la UE han experimentado un rápido y sostenido proceso de convergencia real, tanto económica como social.

En su vertiente exterior, los países de la UE han sido los grandes promotores de la globalización económica junto con EEUU. Al apoyar los procesos de liberalización comercial y financiera –directamente o mediante los organismos multilaterales, en los que todavía son las potencias más influyentes– han contribuido de forma decisiva a la expansión de la economía de mercado, tanto en los países en vías de desarrollo como en los del ex bloque soviético. Pero, paradójicamente, el propio proceso de creciente interdependencia económica mundial que la UE ha defendido y alentado está planteando nuevos y difíciles retos al proceso de construcción europea.

Aunque la UE es uno de los actores clave de la economía global, la propia dinámica de la globalización está poniendo a prueba el pacto que subyace al modelo social europeo, que se basa en la cooperación entre el Estado y los distintos agentes sociales. La entrada de nuevas potencias emergentes en la economía mundial está generando profundos cambios en el equilibrio de poder dentro del sistema internacional y estos cambios están socavando lentamente el peso económico y la influencia política de Europa en el mundo. En particular, el auge de las potencias emergentes asiáticas está desplazando el epicentro de la economía mundial desde el Atlántico hacia el Pacífico, dejando a la UE en una posición secundaria en muchos aspectos. Asimismo, la creciente competencia comercial proveniente de “Chindia” y los demás mercados emergentes está aumentando la sensación de inseguridad económica en la UE y poniendo a prueba el apoyo de los ciudadanos a la globalización.

Cada vez se escuchan más voces que subrayan que el modelo social europeo y su generoso Estado del Bienestar son insostenibles y que las rigideces de las economías de la Europa continental, en las que cada vez habrá poblaciones más envejecidas, son incompatibles con la globalización en el largo plazo. Pero al mismo tiempo, el “no” a la Constitución en Francia y Holanda en 2005, que sumieron a la UE en una importante crisis de la que ha tardado dos años en salir, reflejaba en parte profundos anhelos de los ciudadanos de mantener la Europa social y de recuperar la cómoda posición de privilegio en la economía mundial que disfrutaron durante décadas. De hecho, bajo el “no” de muchos votantes subyacía más un rechazo a ciertos aspectos de la globalización que al propio proceso de integración europea.

En definitiva, la UE ha sido víctima de su propio éxito. Ha sido capaz de generar paz, estabilidad, crecimiento económico equitativo y prosperidad, pero hoy tiene cada vez más dificultades tanto para entusiasmar a sus ciudadanos (sobre todo a los más jóvenes) como para encontrar su papel en la globalización económica. Como en ocasiones anteriores la solución pasa por más integración, más Europa. A lo largo de este texto mostraremos como sólo una Europa unida y capaz de hablar con una sola voz en el panorama económico internacional tiene posibilidades tanto de preservar su influencia como de dar forma al proceso de globalización económica haciendo de sus valores los principios de la cada vez más necesaria (y todavía ausente) gobernanza económica global.

Por lo tanto, a lo largo de las próximas páginas defendemos que los países europeos por separado están condenados a tener cada vez menos peso en la economía mundial. Pero también mostraremos como en aquellos aspectos económicos en los que han sido capaces de forjar una posición común su peso en la escena internacional no sólo no se ha reducido, sino que incluso ha aumentado. Para ilustrar este argumento nos referiremos en particular a la política comercial y la geopolítica del euro. Por último, defenderemos que la experiencia de la integración económica europea constituye un buen modelo a seguir para fijar las reglas de juego a la integración económica internacional.[2]

El inevitable “declive” económico de los países de la UE: una cuestión de números

Los ciudadanos de la UE disfrutan de una elevadísima calidad de vida. Sus sociedades son pacíficas y democráticas, su prosperidad envidiable, su moneda fuerte y cuentan con excelentes sistemas públicos de protección social, educación y sanidad. Además, están a la vanguardia de la defensa de los derechos humanos y el medio ambiente.

Aunque la renta per cápita en la UE-15 sigue siendo sólo un 70% de la de EEUU (casi 28.000 euros anuales en promedio, pero muy superior en algunos Estados miembros), los países de la UE encabezan el ranking del Índice de Desarrollo Humano que elabora anualmente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).[3] De hecho, en la edición de 2006, entre los 20 primeros clasificados sólo había tres países no europeos (Canadá, EEUU y Japón). Es cierto que la economía europea muestra menor dinamismo y es menos innovadora que la de EEUU. Sin embargo, los europeos trabajan menos horas –y por lo tanto disfrutan en mayor medida del ocio–, se sienten más protegidos y más seguros y viven en sociedades relativamente más cohesionadas y solidarias (recuérdese que la distribución de la renta es sensiblemente más equitativa en los países de la UE que en EEUU).

Asimismo, la UE-27 tiene un peso indiscutible en la economía global. Su PIB combinado superó los 11,5 billones de euros en 2007 (una cifra algo superior a la de EEUU) y representa algo más del 20% del PIB mundial. Es también la primera potencia comercial del mundo (destacando particularmente en la exportación de servicios), la mayor donante de ayuda al desarrollo (más de 37.000 millones de euros en 2006), una de las principales emisoras y receptoras de inversión directa extranjera y además cuatro de sus miembros pertenecen al G8 (Alemania, el Reino Unido, Francia e Italia). En la Organización Mundial del Comercio (OMC) la UE es sin duda uno de los cuatro actores clave junto con EEUU, Brasil e India (por el momento China mantiene un perfil bajo en esta organización, al igual que históricamente ha hecho Japón). Por último, en el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial los votos combinados de los países de la UE ascienden al 23%, seis puntos por encima de EEUU. En definitiva, con un mercado interior de 500 millones de consumidores con elevado poder adquisitivo, la UE es un gigante económico.[4]

Pero estas impresionantes cifras no deben llevarnos a engaño. El cambio estructural asociado al proceso de globalización económica, que se caracteriza por el auge de nuevas potencias emergentes, conducirá inexorablemente a la reducción del peso económico relativo de cada uno de los países de la UE en el mundo y posiblemente también de la UE como bloque. Aunque el nivel de vida en los países de la UE seguirá siendo elevado (de hecho no es probable que ninguna potencia emergente alcance en renta per cápita a la UE en las próximas décadas), el tamaño de las economías europeas como porcentaje de la producción mundial se reducirá, y con él parte de la influencia de los países de la Unión en las relaciones internacionales. Ni siquiera si se lograsen llevar a cabo las ambiciosas reformas estructurales propuestas por la Estrategia de Lisboa para aumentar el crecimiento y la productividad en Europa se podría revertir este cambio estructural.

Para ilustrar esta tendencia basta con tomar algunos indicadores, comenzando por la población. En 1960 la UE-25 tenía el 12% del total de la población mundial y Europa el 22%. En 2005, este porcentaje había descendido al 7,1% (460 millones sobre un total de casi 6.500 millones). Según las proyecciones de las Naciones Unidas en 2050 en los países de la UE-25 actual vivirá menos del 6% de la población mundial, alrededor de 600 millones sobre un total de 9.076 millones (Naciones Unidas, 2005; y Comisión Europea, 2006).

Aunque la población es un elemento importante, no justifica por sí mismo el declive económico relativo a largo plazo. Pero la mayoría de las predicciones económicas también apuntan en la misma dirección. Por ejemplo, el informe que dio nombre al concepto de los BRIC o potencias emergentes (Brasil, Rusia, la India y China) publicado por el banco de inversión Goldman Sachs en 2003, compara la evolución esperada de las seis economías más grandes del mundo (EEUU, Japón, Alemania, el Reino Unido, Francia e Italia, también conocidas como el G6) con la de los cuatro BRIC desde 2000 hasta 2050. Utilizando supuestos realistas y conservadores sobre tasas de crecimiento, evolución demográfica y variaciones en los tipos de cambio, concluye que los BRIC superarán en PIB al G6 en el año 2039 en dólares.[5] Pero lo que es más importante desde la perspectiva de los países europeos es que desde 2036 todos los BRIC habrán superado en tamaño del PIB a todos los países europeos, es decir, ninguno de ellos (ni siquiera Alemania) estará entre las seis economías más grandes del mundo (EEUU será la primera, seguida de China, la India, Japón, Brasil y Rusia). Incluso en términos de renta per cápita medida en dólares de 2003, Italia y Alemania serán más pobres que Rusia y tan sólo un 20% más ricas que China.

Este declive económico relativo tendrá importantes implicaciones para la influencia de los países europeos en la economía global. La reducción del peso de la producción y la población europeas en el total mundial irá acompañada de una disminución de la cuota de mercado en el comercio internacional, lo que paulatinamente podría minar la actual posición de liderazgo de la UE en este campo, tanto al nivel multilateral (OMC) como en los acuerdos bilaterales y regionales. Asimismo, los previsibles ajustes que se producirán en las cuotas y votos en el FMI y el Banco Mundial en las próximas décadas implicarán una pérdida de poder europeo, como ya se ha puesto de manifiesto en la primera fase de la reforma del FMI iniciada en 2006 en Singapur (Fernández de Lis, 2006).

Si a todo ello añadimos la elevada dependencia de las importaciones de gas y petróleo de casi todos los países europeos y el previsible aumento de la volatilidad de los precios y del nacionalismo energético por parte de los países exportadores (sobre todo de Rusia), existen importantes nubes en el horizonte económico de los países de la UE a largo plazo.

En definitiva, Europa irá perdiendo peso e influencia en la economía mundial. En palabras del ex presidente del Gobierno de España Felipe González, Europa vivirá una “dulce decadencia” ya que se sus Estados Miembros serán cada vez menos relevantes en el panorama internacional pero sus ciudadanos mantendrán niveles de renta elevados y muchos derechos acumulados (que se resistirán a perder). De hecho, como sugiere el provocador título del libro de Alesina y Giavanzzi (2006), El futuro de Europa: Reforma o Declive, esta “dulce decadencia” se convertirá en una rápida caída a menos que la UE se embarque en un ambicioso programa de reformas que permitan incrementar el crecimiento potencial de su economía, su capacidad de innovación y su productividad. Pero aún en el caso de vencer los obstáculos políticos para llevar a cabo estas reformas, sólo se lograría que la pérdida de peso de la UE en la economía mundial fuera más gradual, no que se revirtiera.

Ante esta perspectiva cabe preguntarse por la estrategia más efectiva para reforzar el papel de la UE en la globalización económica. Como mostraremos en la próxima sección, la mejor alternativa es reforzar la Unión, dejar de lado las posiciones nacionalistas y mercantilistas y avanzar en políticas comunes. En aquellos aspectos económicos en los que los países de la UE han logrado forjar una posición común y hablar con una sola voz, su peso e influencia en la economía mundial se ha incrementado. De hecho, tanto en los aspectos comerciales como en los relativos al papel del euro como moneda de reserva internacional, el peso de la UE es mucho mayor que el de la suma de sus Estados Miembros. Sin embargo, en aquellos aspectos en los que todavía no ha sido posible articular una política común, como la energía, la inmigración o la política exterior y de seguridad común, la influencia de los países europeos en el mundo se está reduciendo a gran velocidad. A continuación exploramos estas dos realidades con mayor detalle.

Dos ejemplos del poder de la Europa unida: el comercio y el euro

Un gigante en política comercial
Es un hecho conocido que la UE es el primer bloque comercial mundial. En 2006 sus miembros exportaron mercancías por valor de más de 4,5 billones de dólares, lo que les permitió alcanzar una cuota superior al 40% del total mundial. En servicios, su peso es todavía más importante, ya que sus exportaciones ascendieron a más de 1,2 billones de dólares, más del 45% del total mundial (OMC, 2007). Como muestra el Gráfico 1, la cuota europea en el comercio mundial de mercancías se ha mantenido estable a lo largo del tiempo y sólo ha disminuido ligeramente desde 1970 a pesar de la entrada de las potencias emergentes (sobre todo asiáticas) en el comercio mundial.[6]

Aunque más del 60% del comercio de la UE tiene lugar entre sus Estados Miembros, la Unión como bloque juega un papel crucial en la determinación de las reglas del comercio mundial, que cada vez más son el embrión de la gobernanza económica global. Ello se debe, no sólo a su peso en el comercio mundial (que es superior al de EEUU, la segunda potencia), sino sobre todo a que en política comercial la UE habla con una sola voz, lo que incrementa enormemente su poder de negociación.

Desde la firma del Tratado de Roma en 1957 la política comercial de los Estados Miembros pasó a ser competencia directa de la Comisión Europea, que fija el arancel exterior común para el conjunto de la Unión y también puede negociar acuerdos preferenciales con determinados grupos de países, como los de la cuenca Mediterránea o los de África, Caribe y Pacífico (ACP).[7] Esto supone que es el comisario europeo de Comercio, hoy el británico Peter Mandelsson (el anterior, hasta 2005, fue el francés Pascal Lamy, hoy director general de la OMC), quien representa a todos los Estados Miembros en las negociaciones comerciales internacionales.[8]

Así, según se han ido incorporando nuevos países, el peso específico y el poder de negociación de la Unión se han ido incrementando, primero en el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) y desde su creación en 1994 en la OMC. De hecho, el desarrollo del mercado interior y la profundización y ampliación de la UE han avanzado paralelamente a la integración del comercio mundial en el GATT, aunque la primera ha alcanzado objetivos mucho más ambiciosos que la segunda.[9] Además, la UE ha defendido siempre las reglas multilaterales para la gobernanza del comercio, algo que EEUU ha defendido con menor ahínco desde los años ochenta, cuando se lanzó a negociar acuerdos comerciales bilaterales y regionales.

Tener una política comercial común no ha sido fácil, puesto que no todos los países europeos tienen los mismos intereses comerciales. Por ejemplo, mientras Francia tiene intereses defensivos en agricultura, el Reino Unido prácticamente no tiene producción agrícola, por lo que no está interesada en que el mantenimiento de la proteccionista Política Agrícola Común europea sea un obstáculo para que otros países abran sus mercados a las exportaciones de servicios de alto valor añadido,[10] que es el sector en el que tiene ventaja comparativa.[11] Alemania, por su parte, exporta principalmente manufacturas sofisticadas y bienes de equipo, mientras que España, Italia y Portugal están interesados en proteger el textil o el sector del automóvil de la competencia de los mercados emergentes asiáticos, sobre todo China.[12]

Pero todos los países han entendido que adoptar una posición común de cara al exterior es la única forma de seguir siendo un poderoso actor global en el comercio internacional y de poder proyectar sus intereses y valores en la gobernanza del comercio mundial. De hecho, la cooperación entre los Estados Miembros en materia comercial es el mejor (y tal vez uno de los pocos) ejemplos de un efectivo funcionamiento del modelo de integración político europeo de cara al exterior. Es producto de una consolidada maquinaria institucional, de valores comunes compartidos y de una exitosa experiencia según la cual los europeos se han dado cuenta de las ventajas de “elevar a Bruselas” ciertas políticas para recuperar al nivel supranacional parte de la influencia que habían perdido debido a la integración económica y al avance de la globalización. Tsoukalis lo sintetiza diciendo:

“las ventajas de una voz común en las negociaciones comerciales multilaterales fueron evidentes desde el principio para los miembros de la Comunidad Europea y el auge del bloque regional europeo sirvió para cambiar el equilibrio de poder en el GATT” (Tsoukalis, 1997, p. 233).

Esto no significa que la UE no se comporte en ocasiones de forma mercantilista y proteccionista en el seno de las negociaciones comerciales multilaterales y regionales. Como cualquier otro actor, defiende sus intereses comerciales, lo que en ocasiones lo lleva a adoptar procedimientos criticados por otros Estados, aunque siempre lo haga sin incumplir las reglas de la OMC. Así, la política comercial europea incluye un elevado proteccionismo agrícola, un excesivo uso de los procedimientos anti-dumping contra prácticas comerciales consideradas “injustas”, distintos tipos de barreras no arancelarias, un gran número de acuerdos preferenciales discriminatorios, o el intento (mal recibido por las potencias emergentes) de “exportar” su política de competencia, inversiones o compras públicas a otros países.

Pero a pesar de estas posiciones, la UE siempre se ha mostrado como una firme defensora del sistema de reglas imbricado en la OMC. En particular, ha defendido la existencia de un procedimiento de resolución de conflictos comerciales con capacidad de imponer sanciones a semejanza del Tribunal Europeo de Justicia, así como la ampliación de la regulación OMC a cada vez más temas (política de defensa de la competencia, política medioambiental, propiedad intelectual, protección de inversiones, etc.). Ambos elementos muestran su preferencia por las reglas e instituciones supranacionales por encima del uso del poder y la coerción unilaterales para desenvolverse en la globalización económica y darle forma.

En definitiva, la política comercial común de la UE constituye el mejor y más claro ejemplo de cómo la unión hace la fuerza. El poder negociador de la Unión en aspectos comerciales es sensiblemente superior al de la suma de sus Estados Miembros y no tiene parangón con ninguna otra política exterior de la UE.

La geopolítica del euro
La Unión Económica y Monetaria (UEM), cuya culminación fue la creación del euro en 1999 fue un proyecto interno europeo destinado a profundizar en la integración económica y el mercado único, aumentar la eficiencia económica reduciendo los costes de transacción, promover la estabilidad cambiaria y el comercio entre los Estados Miembros e impulsar la unión política. Por lo tanto, convertir al euro en una moneda de reserva internacional que compitiera con el dólar y pudiera ser utilizada como un instrumento de política exterior nunca estuvo entre los principales objetivos de la UEM.[13]

Sin embargo, menos de una década después de su creación, el euro se han convertido en un poderoso activo para el ejercicio de la política exterior de la Unión. Además, las actuales tendencias macroeconómicas globales, que se caracterizan por el elevado déficit por cuenta corriente y la acumulación de deuda externa estadounidense y por la debilidad de la economía japonesa, sugieren que el peso del euro no hará sino aumentar durante los próximos años.

Con la adopción del euro por parte de Eslovenia en enero de 2007 ya son 13 los Estados Miembros de la UE que han adoptado la moneda única (si Malta y Chipre se incorporan en enero de 2008 serán 15). A excepción del Reino Unido, que es más que probable que termine adoptando el euro en el futuro, todas las demás grandes potencias de la Unión se han integrado en la UEM. Ello ha creado por primera vez desde la Primera Guerra Mundial un firme competidor al dólar estadounidense, que aunque seguirá siendo la moneda hegemónica mundial irá perdiendo cuota de mercado, lo que reducirá parte de la influencia política y los privilegios monetarios con los que EEUU ha contado durante la mayor parte del siglo XX.

Como se expone en la Tabla 1, el dinero internacional cumple varias funciones, tanto para fines privados como públicos. Es un depósito de valor en el que los individuos y empresas invierten y que sirve para que los bancos centrales acumulen reservas. Además, es una unidad de cuenta, que sirve para denominar el comercio internacional o para que los países (sobre todo aquellos en vías en desarrollo) fijen su tipo de cambio al de una moneda ancla. Por último, una moneda internacional sirve como medio de pago, tanto para transacciones comerciales privadas como para intervenir en los mercados cambiarios, función que desempeña el Banco Central.

Tabla 1. Funciones del dinero internacional

Uso privadoUso oficial
Depósito de valorMoneda de inversión/financiaciónMoneda de reserva
Unidad de cuentaMoneda de denominación/cotizaciónMoneda “ancla”
Medio de pagoMoneda de pago o vehicularMoneda de intervención

En el sistema monetario internacional existe una tendencia natural a que sólo unas pocas monedas actúen como dinero internacional. Esta estructura oligopólica se debe a la existencia de externalidades de red y economías de escala, que hacen que cuantos más actores estén utilizando una moneda determinada, aumente la probabilidad de que otros utilicen esa misma moneda porque le resultará más cómodo, eficiente y barato (Cohen, 2003; Eichengreen, 1996, capítulo 1). Así, históricamente ha habido una moneda hegemónica mundial y algunas secundarias –habitualmente líderes regionales– que permitían cierta diversificación en las carteras de activos de individuos y bancos centrales, por lo que se formaba una estructura piramidal de “dineros internacionales”. Durante el siglo XIX la moneda hegemónica fue la libra esterlina y desde la Primera Guerra Mundial el dólar estadounidense. Los cambios en la moneda hegemónica siempre han sido lentos debido a una importante inercia que dificulta que una moneda emergente desplace a la líder. Por ejemplo, el dólar no superó a la libra esterlina hasta la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que el declive económico británico con respecto a EEUU comenzó a principios del siglo XX.

En definitiva, la consolidación de una moneda como dinero internacional depende de varias condiciones. Primero, debe estar respaldada por una economía fuerte, dinámica y de tamaño considerable, que además cuente con una cuota significativa del comercio mundial y una buena gobernanza económica. Segundo, debe ser emitida por un Banco Central que controle la inflación (para evitar la pérdida de valor de los activos). Tercero, debe contar con amplios, profundos y líquidos mercados financieros en los que se emitan una gran variedad de instrumentos que permitan diversificar el riesgo a los inversores. Y, por último (y aunque se trata de un elemento coyuntural y secundario), no debe de tener perspectivas estructurales de depreciación, por lo que su Estado emisor no debe tener una acumulación insostenible de deuda, es decir, no debería acumular déficit estructurales por cuenta corriente durante muchos años.

A todas estas condiciones hay que añadir las preferencias de los gobiernos y los elementos geoestratégicos, que pueden dar lugar a decisiones políticas por las que se adopte el uso de una moneda aunque no exista una justificación económica clara. Piénsese, por ejemplo, en Irán, que vende su petróleo en euros, o en Cuba, que grava la utilización de dólares.

La Tabla 2 nos permite realizar una primera comparación de algunos de estos elementos entre la zona euro, EEUU y Japón. Es claro que el euro cumple las condiciones necesarias (aunque no suficientes) para convertirse en moneda de reserva internacional. En particular, la zona euro es la segunda economía del mundo en PIB y su cuota de las exportaciones mundiales supera a la de EEUU. Además, cuenta con un Banco Central independiente que se ha mostrado como un férreo defensor de la estabilidad de precios, incluso más que la Reserva Federal estadounidense.[14]

Tabla 2. Comparación internacional de indicadores clave (2006)

Zona EuroEEUUJapón
Población (millones)315300128
PIB como % del PIB mundial16218
PIB per cápita (miles de euros, PPA)25,535,625,9
Exportaciones mundiales (% sobre el total)20159
Balanza por cuenta corriente (% del PIB)-0,2-7,03,9

Fuente: elaboración propia con datos de Eurostat, BIS y DB Research.

Sin embargo, debido al peso geopolítico y militar de EEUU, al mayor crecimiento potencial de su economía y, sobre todo, a la importante inercia que dificulta la sustitución de una moneda hegemónica de reserva por otra, el euro todavía está lejos de alcanzar la “cuota de mercado” del dólar, sobre todo en lo que respecta a las reservas de los bancos centrales.

Aún así, es importante señalar que los datos apuntan a que su potencial de crecimiento es muy importante (al contrario de lo que sucede con el yen, que desde los años noventa está perdiendo “cuota de mercado”). Desde su creación el euro logró tener un peso mayor al de la suma de las anteriores monedas nacionales de la zona euro, incluyendo el ECU. Pasó de suponer menos del 18% de las reservas de los bancos centrales mundiales en 1999 a más del 25% en 2003. Por su parte, el dólar se sitúa en torno al 65% aunque lleva desde 2001 descendiendo y la libra arrebató al yen el tercer puesto, con el 4,4%.[15] Además, según el FMI, más de 60 países –la mayoría próximos geográfica y comercialmente a la zona euro– han fijado de alguna forma su tipo de cambio al euro, lo que los obliga a tener reservas en euros y aumenta la influencia política de la Unión.[16]

Finalmente, existen dos elementos que juegan a favor del euro a largo plazo. Primero, el abultado, creciente e insostenible déficit por cuenta corriente de EEUU (alimentado en parte por un elevado déficit público y por una poco responsable gestión macroeconómica), que podría precipitar una pérdida de confianza en el dólar, que conduciría a un mayor peso del euro en las carteras de inversores y bancos centrales.[17] Segundo, la masiva acumulación de reservas por parte de los bancos centrales de las economías emergentes (sobre todo asiáticas y exportadoras de petróleo) que superó los 5.000 millones de dólares en 2006 y que posiblemente llevará a una mayor diversificación de carteras y a la búsqueda de inversiones más rentables que los bonos del tesoro estadounidenses, lo que podría favorecer al euro.

Estos datos permiten a distintos analistas plantear la hipótesis de que alrededor de 2010 más del 30% de las reservas mundiales de los bancos centrales podrían estar denominadas en euros (Becker, 2007; Posen, 2005; BCE, 2005), cifra a partir de la cual estaría en condiciones de comenzar a competir seriamente con el dólar, sobre todo si el Reino Unido finalmente decidiera adoptar el euro.[18]

Por lo tanto, aunque no es probable que el euro reemplace al dólar en las próximas décadas, sí parece posible que nos estemos aproximando a una bi-hegemonía monetaria. Para fortalecer todavía más el papel del euro como moneda internacional es imprescindible profundizar en las reformas económicas estructurales en la UE que permitan aumentar el crecimiento potencial europeo, así como mejorar el sistema de gobernanza económica de la zona euro e integrar y hacer todavía más profundos sus mercados financieros.

Ello permitirá a la zona euro ganar flexibilidad en el diseño de la política macroeconómica, aumentar sus ingresos por señoriaje, obtener financiación externa a menor coste y, sobre todo, tener mayor influencia política internacional, incluyendo capacidad de coerción sobre otros Estados.[19] Además, si existiera acuerdo para que los países de la zona euro hablaran con una sola voz en los organismos financieros internacionales las sedes centrales del FMI y del Banco Mundial tendrían que trasladarse a la eurozona, puesto que el número de votos del conjunto de los países de la UEM supera al de EEUU.

En definitiva, aunque de forma menos nítida que en los aspectos comerciales, la geopolítica del euro también muestra cómo la profundización en el proceso de integración europeo permite a los Estados Miembros ganar peso en las relaciones monetarias internacionales. A principios de los años setenta, antes de que se rompiera el sistema de Bretton Woods de tipos de cambio fijos centrado en el dólar, John Connally, secretario del Tesoro de EEUU dijo: “El dólar es nuestra moneda pero vuestro problema”. Esta declaración contrasta con la de Joseph Christi, miembro del comité de gobernadores del Banco de Austria, que recientemente afirmó que “el euro es nuestra moneda y el activo de todo el mundo”.

Conclusión. Hacia una gobernanza económica global: el papel de la UE

Los ejemplos expuestos arriba demuestran cómo el peso e influencia de la UE en el mundo se incrementa sensiblemente cuando los Estados Miembros se agrupan y defienden una posición común. El contraste entre los temas comerciales y los aspectos de la política exterior, la energética o la de inmigración –en las que no existen ni una política ni una posición común– es enorme. En un caso la UE se presenta como una potencia sólida, influyente y respetable; en el otro sus conflictos internos debilitan su posición internacional y su capacidad negociadora, algo que aprovechan otros Estados.

Pero la contribución más constructiva y de largo plazo que la UE puede hacer a la globalización económica es la de utilizar su modelo de integración y gobernanza económica supranacional como inspirador de la cada vez más necesaria gobernanza económica global. La UE, además de exportar bienes y servicios, pretende exportar valores y formas de resolver conflictos de forma pacífica y mediante la negociación basadas en su propia y exitosa experiencia. Así, Khanna (2004) ha llegado a sugerir que la UE es la primera potencia metrosexual, que utiliza el poder blando, su influencia económica, sus valores y la persuasión (y no el poder militar) para “vender” su modelo en el exterior. Es en este aspecto donde puede hacer una gran contribución a la globalización.

El problema fundamental de la globalización económica es que carece de reglas globales. Todavía no cuenta con un conjunto de normas e instituciones sólidas acordadas de forma legítima y multilateral que ordenen una economía que en muchos aspectos ya es global, pero que continúa presidida por políticas económicas que siguen siendo nacionales y en ocasiones entran en conflicto, bien directamente, bien en el seno de las instituciones económicas internacionales.

En un mundo económicamente cada vez más integrado e interdependiente la autonomía política de los Estados se reduce y la de los mercados se incrementa. Incluso es posible que la democracia se vea socavada cuando la integración en la economía mundial restringe las opciones de política económica de los gobiernos. Esto tiende a ocurrir sobre todo en los países en vías de desarrollo, pero también ocurre en los desarrollados. La única forma de evitar que esta reducción de la soberanía nacional se convierta en un creciente descontento con la globalización es establecer instituciones supranacionales democráticas y legítimas para ordenar el proceso de integración y reducir sus efectos adversos (Rodrik, 2000; Steinberg, 2007). Problemas globales como la persistencia de la pobreza y el subdesarrollo, el aumento de la desigualdad (tanto entre países como dentro de los países), el deterioro del medio ambiente, el aumento de la volatilidad y la mayor tendencia a las crisis financieras a la que da lugar la integración de los mercados o las reglas comerciales carentes de legitimidad requieren respuestas globales. Ello exige que los países acepten ceder soberanía a instituciones supranacionales porque consideren que estas son legítimas y que les permitirán recuperar parte de la soberanía en política económica que han perdido con la globalización.

Pero esto es lo que, de hecho, ha venido haciendo la UE de forma gradual. Tras cinco décadas, la UE ha logrado crear el área económica más integrada del planeta, con un complejo régimen político y jurídico de toma de decisiones y división de poderes que establece un sistema de controles y equilibrios entre los Estados Miembros. La consolidación de este “sueño europeo” (Rifkin, 2004) se ha plasmado mediante los sucesivos Tratados de la Unión que otorgan cada vez más poderes supranacionales a las instituciones de la UE y obligan a las legislaciones nacionales a adaptarse a los principios establecidos en la misma, recurriendo al Tribunal Europeo de Justicia cuando surgen conflictos.[20]

Este pionero entramado organizativo ha reducido el margen de maniobra de cada uno de los Estados miembros de la Unión y ha constitucionalizado el derecho comunitario, pero no ha eliminado la democracia ni la soberanía de los ciudadanos, sino que ha trasladando el máximo nivel de decisión política a Bruselas, es decir, al ámbito supranacional. Además, con el fin de evitar los conflictos norte-sur entre los países relativamente ricos y los relativamente pobres, la UE ha logrado establecer un incipiente mecanismo de transferencia de rentas, instrumentado a través de los fondos estructurales y de cohesión. Como señala Keohane (2003, p. 128):

“La Unión Europea es sui generis porque es una institución más poderosa y compleja que las organizaciones internacionales tradicionales. Sus Estados Miembros han cedido soberanía, renunciando tanto al poder de veto sobre muchas decisiones como a determinar si la legislación comunitaria pasa o no a convertirse en legislación nacional. […] En su configuración actual se encuentra a medio camino entre una organización internacional y un estado”.

Aunque el modelo supranacional de la UE ha tenido éxito, presenta deficiencias de funcionamiento. Por una parte, existe un problema de déficit democrático porque, aunque existen elecciones directas al Parlamento Europeo, el control democrático sobre la Comisión es limitado. Además, en casi todos los países existen resistencias a una mayor profundización en la integración política.

Las dificultades que se han puesto de manifiesto en la experiencia europea demuestran que establecer un modelo similar de federalismo global no sería fácil, al menos por dos razones. Primero, porque habría muchos más Estados involucrados, lo que dificultaría avanzar en la toma de decisiones y haría más difícil resolver el problema del déficit democrático. Segundo, porque las diferencias de desarrollo, renta, capacidad institucional y diversidad de preferencias políticas que habría entre ellos serían mayores que en el caso europeo, por lo que sería difícil ponerse de acuerdo sobre el tipo de bienes públicos adecuado.

Pero a pesar de estos obstáculos, la experiencia europea muestra que es posible ir avanzando lentamente en la construcción de una gobernanza económica supranacional que permita aprovechar las enormes ventajas que ofrece la globalización y reduzca sus efectos más adversos. Una UE fuerte y unida es quién mejor puede liderar este proceso, que permitiría que los beneficios y los costes de la globalización se repartieran de forma más justa y equitativa, lo que haría que el proceso fuera más legítimo y, por lo tanto, más sostenible.

Federico Steinberg
Investigador del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid

Bibliografía

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[1] Este texto fue preparado para una conferencia presentada en el curso organizado por EUROBASK y la Universidad del País Vasco titulado “50 Aniversario de la Unión Europea: éxitos y desafíos”, integrada en los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco 2007 (San Sebastián, 2-4 de julio de 2007).

[2] Como indica el título del texto, nos referiremos fundamentalmente a aspectos económicos, por lo que no abordaremos cuestiones de índole estrictamente política o de seguridad y defensa.

[3] Este índice mide el desarrollo humano ponderando la renta per cápita, la esperanza de vida y el nivel de educación. Véase www.pnud.org.

[4] Todos estos datos provienen de Eurostat, http://epp.eurostat.ec.europa.eu.

[5] Si se utilizara la Paridad de Poder de Compra en vez de los tipos de cambio de mercado, el cambio sucedería mucho antes ya que, por ejemplo, las economías de China y la India ya son mayores que las de Alemania, Francia o el Reino Unido en términos de Paridad de Poder de Compra pero todavía son menores a tipos de cambio de mercado.

[6] Se está contabilizando el comercio entre países miembros de la UE pero no entre estados miembros de EEUU, por lo que el peso comercial de EEUU está infravalorado con respecto al de la UE. La cuota de exportaciones europeas sobre el total mundial si se excluye el comercio entre países de la Unión supera el 20%, por lo que la UE como bloque también es el principal exportador del mundo.

[7] Suele decirse que la UE tiene una “pirámide de preferencias comerciales” porque en la OMC aplica un nivel de proteccionismo común a todos los países, pero además va otorgando distintos grados de preferencias adicionales a diferentes grupos de países por motivos económicos, geoestratégicos o de cooperación al desarrollo. Véase Tsoukalis (1997, pp. 241-248).

[8] De hecho, en los tratados se establece que la Comisión tiene la competencia sobre el comercio de manufacturas, por lo que en lo relativo al comercio de servicios algunos Estados Miembros en ocasiones han adoptado posturas diferentes a las defendidas por la Comisión.

[9] Véase Wilkinson (2006) para un detallado análisis de la evolución del GATT y del papel de la UE en las negociaciones.

[10] Estos servicios, en los que en general todos los países europeos tienen una ventaja comparativa son los seguros, la banca, las telecomunicaciones, la consultoría, los servicios jurídicos, los servicios básicos universales y, en general, las distintas manifestaciones de la inversión directa extranjera.

[11] Recuérdese que, en general, las negociaciones comerciales internacionales siguen una lógica mercantilista en la que los distintos Estados intercambian concesiones bajo el principio de reciprocidad.

[12] Un análisis más extenso y detallado de los intereses comerciales de los principales países puede encontrarse en Steinberg (2007).

[13] Aunque era esperable que la creación del euro tuviera implicaciones geopolíticas que beneficiaran a la UE, prácticamente ninguna de las publicaciones de la Comisión en las que se analizaban los beneficios esperados de la UEM citaba el papel del euro como moneda internacional.

[14] Además, en diciembre de 2006 el número de billetes de euro en circulación superó por primera vez al de dólares, alcanzando los 628.200 millones de euros. Sin embargo, todavía existían muchos más dólares fuera de EEUU que euros fuera de la zona euro (Becker, 2007, p. 3).

[15] Como la composición de las reservas de los bancos centrales no es pública, no es posible saber con exactitud el porcentaje de cada moneda. Se utilizan diversas estimaciones. Los datos a los que nos referimos están tomados de Becker (2007) y del Banco de Pagos Internacionales de Basilea (BIS).

[16] Nos referimos especialmente al peso del euro en las reservas de los bancos centrales por su importancia geoestratégica. Sin embargo, en 2006 el 46% de las emisiones mundiales de bonos fueron en euros (el 39% en dólares) mientras que en otros aspectos, como el comercio internacional o la compraventa de divisas en mercados internacionales, el dólar sigue dominando.

[17] Véase Crespo & Steinberg (2005) para un análisis de cómo esta pérdida de confianza podría precipitar una crisis del dólar que llevaría a inversores y bancos centrales a refugiarse mayoritariamente en el euro.

[18] Otros autores son menos optimistas. Véase Cohen (2003) y algunos de los artículos compilados en Posen (2005).

[19] Para un análisis de cómo se puede ejercer poder político y de coerción mediante el uso estratégico de una moneda de reserva internacional véase Cohen (2006) y Kirshner (1995 y 2003).

[20] Véase Tsoukalis (2005) para un detallado análisis del proceso y sus retos futuros. Moravcsik (1998) ofrece una detallado análisis del proceso de negociación intergubernamental mediante el cual se ha ido forjando la UE.