Un nuevo escenario geopolítico para América Latina

Desde principios de este siglo, América Latina se ha convertido en una región cada vez más importante dentro del mapa geopolítico mundial. Varias características económicas y políticas definen el momento geopolítico para América Latina y lo distinguen de otros episodios en la historia de la región.

Despegue económico

La primera característica relevante de la América Latina actual, que claramente condiciona positivamente su horizonte futuro, es lo que empieza a aparecer como su despegue económico definitivo. Durante décadas a la región se le ha pronosticado un gran porvenir: siempre era una promesa económica o “el continente del futuro” en palabras de muchos analistas. Sin embargo, por otro lado, su desempeño económico siempre resultaba decepcionante, especialmente en los años ochenta y noventa, y en comparación con Asia.

Así, la historia económica de la región es una historia de alta volatilidad económica y financiera, de crisis recurrentes y cíclicas, con esporádicas pero breves épocas de crecimiento que al final resultaban ser fugaces e insostenibles, dejando a cientos de millones de personas viviendo en la pobreza en las economías más desiguales del mundo. Sin embargo, la región acaba de experimentar, junto con la economía mundial en su conjunto, el período más largo de crecimiento económico desde los primeros años setenta, con una tasa de crecimiento regional de entre el 4% y el 5% promedio anual después de la crisis de 2002-2003. Aunque todavía es demasiado pronto para declarar definitivamente que la región ha superado la barrera de la gravedad para un despegue definitivo y sostenido, parece que por fin la eterna promesa tiene la posibilidad de convertirse en realidad.

Las llamadas “reformas de primera generación” (privatizaciones de empresas estatales, progresiva eliminación de déficit fiscales y desmantelamiento de barreras comerciales y controles de precios), implementadas durante los noventa y mantenidas con disciplina relativa a pesar de las crisis de 1994-1995, 1998-1999 y 2002-2003, sentaron las bases para la eliminación de la alta –e incluso hiper– inflación, la consolidación de un régimen de precios bajos y estables, y la estabilización de los tipos de cambio en la gran mayoría de los países latinoamericanos. Este conjunto de logros macroeconómicos mejoró de forma notable el clima inversor y los niveles de riesgo económico y financiero percibido (Machinea, 2008).

Por primera vez, una época de fuerte crecimiento mundial ha coincidido con un período de dinamismo y estabilidad macroeconómica en América Latina. La región ha podido aprovechar bien el reciente boom económico mundial, creciendo intensamente a base de un aumento significativo de sus exportaciones que, a su vez, ha estimulado una acumulación sin precedentes en sus reservas de divisas (más de 400.000 millones de dólares a finales de 2007). El efecto último de todo ello ha sido una mejora notable en las calificaciones de deuda de las principales economías y en los niveles de riesgo país a lo largo de la región. Como resultado, las tasas de inversión están creciendo en casi todas las economías de la zona y esto se ve, gradualmente, en las tasas de crecimiento y en su composición.

Lo que ha distinguido este ciclo de crecimiento en América Latina de otros anteriores –y lo que es la característica geopolítica más importante de esta potencial transformación económica– ha sido el aumento en la independencia y capacidad autónoma de las economías latinoamericanas, tanto en la formulación y ejecución de sus políticas económicas como en su desempeño. Por ejemplo, la acumulación notable de sus reservas de divisas ha vuelto a las economías latinoamericanas relativamente inmunes al contagio financiero que las golpeó fuertemente durante todas las crisis anteriores, aumentando su capacidad de aguantar y adaptarse a los choques externos, como la actual crisis de las hipotecas subprime en EEUU y la relacionada crisis de crédito a escala internacional. Así, a pesar de las restricciones de liquidez en los países avanzados, los niveles de riesgo país en los países latinoamericanos se mantienen muy bajos.

Por otro lado, algunas economías han ganado cierta credibilidad fiscal con la buena gestión de las cuentas públicas durante los últimos años y con el competente manejo de la política monetaria, ejecutada cada vez más por bancos centrales independientes. La resultante moderación de los tipos de interés y de la carga de la deuda ha devuelto a las autoridades económicas de la región cierta capacidad autónoma para utilizar sus políticas económicas de forma contra-cíclica, lo que añade mucho a la capacidad de las economías latinoamericanas para aguantar los choques externos con mucha menos volatilidad y mucha más independencia económica que en el pasado. Estamos presenciando un período económico que puede ser el primero en el que una crisis en EEUU –o por lo menos una crisis con dimensiones internacionales– no provoca una versión local de la misma en alguna economía en América Latina.

Las reformas de “segunda generación” son necesarias para reforzar las instituciones políticas, económicas y sociales de la región, y claves para crear un contexto en que el crecimiento pueda sostenerse en el tiempo. Estas reformas institucionales han tenido resultados mixtos hasta la fecha, pero hay señales de una clara mejora en muchos países, si bien también se han experimentado algunos reveses. De todas formas, aunque es demasiado temprano para saberlo con seguridad, podríamos estar presenciando el verdadero fin de la teoría de la dependencia –o por lo menos de la propia dependencia económica que ha limitado el progreso de América Latina en el pasado–. Esta nueva autonomía económica se ha traducido rápidamente en un ímpetu político más independiente y, por ende, en un nuevo papel de la región para la geopolítica global.

Nuevos alineamientos económicos y políticos

Una segunda característica que está definiendo la situación actual es la nueva línea divisoria política plenamente visible en la región: no entre incipientes democracias de mercado y regímenes militares o autocráticos –como puede haber sido la categorización durante los setenta y ochenta– sino entre socialdemocracias con líderes y políticas moderadas y neo-populismos más intervencionistas y con líderes más radicales (Santiso, 2006). De un lado está un grupo de países con gobiernos más pragmáticos (como México, Chile, Brasil, Colombia, Perú y la gran mayoría de los países centroamericanos). Por otro, están algunos países con gobiernos más radicales y proclives a la intervención estatal, al cambio abrupto e incluso a la confrontación política (como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina y Nicaragua), más dedicados (por lo menos en términos retóricos) a utilizar las riendas del Estado para incidir directamente en sus economías (con el supuesto objetivo de eliminar la pobreza más rápidamente) y a desafiar a las fuerzas mundiales que ellos perciben como los promotores de una globalización económica opresiva e injusta y como el origen de la miseria de sus masas –es decir, los EEUU y sus aliados y determinados organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional).

Este nuevo fenómeno también demuestra dos características que han estado ausentes de la región durante mucho tiempo: por un lado, una competencia profesional, un rigor y una disciplina en la formulación y ejecución de la política económica por parte de las socialdemocracias pragmáticas (de las cuales Brasil es el ejemplo máximo); y, por otro lado, un retorno de la ideología del socialismo –incluso “marxista”– en el discurso político de la región, especialmente notable en la retórica, al menos, de los líderes de los países “bolivarianos” (como Venezuela y Bolivia, y sus amigos y aliados en Ecuador, Nicaragua y, en cierto modo, Argentina).

El fin de la Doctrina Monroe

El tercer factor que define la actualidad de América Latina es, en parte, un derivado de los dos factores analizados arriba y es lo podríamos llamar “el fin de la Doctrina Monroe”. Aunque los norteamericanos consiguieron que los soviéticos nunca tuvieran éxito en penetrar en la región de forma profunda y permanente durante la guerra fría, en la siguiente época de posguerra fría –caracterizada por la globalización económica– no han podido evitar la entrada, primero, del capital español (cuyos propietarios ahora constituyen la segunda presencia nacional en términos de inversión directa detrás del mismo EEUU), y, segundo, de influencias asiáticas, particularmente los actores chinos, tanto públicos como privados, en el tradicional “patio trasero” de EEUU. Incluso los rusos y los iraníes, entre otros, están siendo mejor recibidos hoy en día (y por lo tanto ya están más presentes en ciertos rincones de la región) que los propios norteamericanos. EEUU no está haciendo casi nada por frenar la tendencia actual; incluso parece que no puede –o por lo menos que no se preocupa tanto por lo que sucede al sur– como en el pasado (Malamud, 2007a y 2007b).

El fin de la guerra fría, y el avance de la globalización –es decir, la extensión y la profundización de la integración de economías nacionales anteriormente cerradas o solamente integradas parcialmente con la economía internacional– ha producido dos resultados que se refuerzan mutuamente: (1) que los países latinoamericanos son más robustos económicamente y por eso cada vez más independientes en sus políticas nacionales, regionales e internacionales; y (2) que las prioridades del gobierno y actores privados de EEUU están más orientadas hacia otras regiones del mundo que se han integrado más rápidamente con la economía estadounidense en años recientes (como Asia en general y China en particular), y cada vez menos preocupadas por las economías de una región que durante dos siglos ha sido considerada clave para EEUU.

La gran paradoja de la época de la globalización tiene una cara doble. Por un lado, la globalización posguerra fría ha ofrecido muchas más oportunidades para la creación de riqueza y para el aumento de la independencia y autonomía económica y política de los países en vías de desarrollo, incluidos los de América Latina. De hecho, este fenómeno ha tenido lugar en contra de lo que muchos pensaban inicialmente, cuando durante los noventa parecía que el fenómeno de la globalización iba a hacer a las economías “emergentes” más vulnerables al ciclo de booms y crisis de la economía mundial y, por ende, más “dependientes” de las economías más avanzadas y de las instituciones internacionales como el FMI. Por otro lado, esta misma autonomía, cada vez más palpable en la realidad económica de la región, en las políticas de sus gobiernos y en el comportamiento de sus líderes, puede tomar la forma de una oposición en bloque a la continua evolución de la globalización económica, provocando una fragmentación del sistema económico mundial y poniendo fin a esta época de la integración económica liberal y a sus beneficios económicos y políticos para regiones como América Latina. Es decir, el “éxito” reciente, producto en gran parte de la globalización, puede subírseles a la cabeza a sus beneficiados –o por lo menos a algunos de sus líderes– y dar lugar a una nueva ola de nacionalismos y radicalismos en la región.

Una nueva geopolítica energética en la región

Un cuarto fenómeno que ha influido en la actual configuración geopolítica de América Latina ha sido la emergencia de la percepción, casi universal, de la energía como un elemento clave en la geopolítica regional y global. La expresión más visible de esta tendencia, que se ha desarrollado dentro de un contexto de mayor independencia política y autonomía económica en la región, es una nueva versión del nacionalismo energético entre los grandes exportadores de hidrocarburos, no sólo en América Latina, sino también en otras regiones del mundo. Este nuevo nacionalismo energético ha cambiado, entre otras cosas, el equilibrio de poder entre el Estado y sus empresas nacionales, por un lado, y las empresas privadas internacionales, por otro, en el sector energético mundial. Esta percepción de la centralidad de la energía en la geopolítica mundial también ha provocado actitudes y políticas de nacionalismo energético entre los grandes consumidores energéticos –como EEUU– y las nuevas economías emergentes –como China y la India–, actores geopolíticos que ahora contemplan como regiones exportadoras netas de hidrocarburos –como es el caso de América Latina– pueden encajar en sus estrategias exteriores para garantizar sus futuros suministros de energía.

En el pasado, los grandes poderes económicos –pero particularmente EEUU– habrían mirado hacia América Latina para encontrar fuentes tanto de productos agrícolas como de productos metalúrgicos. Hoy en día la materia prima de la energía –particularmente el petróleo, pero potencialmente también el gas natural– ha surgido como una de las más importantes variables en el contexto geopolítico mundial. Aunque América Latina posee relativamente pocos recursos energéticos, comparado con Oriente Medio, el norte de África, Asia Central o Rusia, en su propio contexto regional –de una zona que, en principio, pudiera lograr una auto-suficiencia energética (o de un hemisferio relativamente bien abastecido de energía)– podría desempeñar un papel muy relevante en el juego geopolítico mundial de la energía.

Para EEUU, América Latina representa una fuente directa de oferta energética; para España, el asunto energético en la región es más bien una cuestión de su posible impacto sobre la estabilidad macroeconómica y el crecimiento, dos factores clave para los beneficios del más de 100.000 millones de dólares en inversión directa que las empresas españolas mantienen en la región. Expresado de otra manera: la seguridad energética de América Latina se enlaza directamente con la seguridad energética de EEUU, mientras que para España es una cuestión más amplia de la salud económica de sus diversos intereses económicos en la región y, posiblemente, de la seguridad energética mundial.

Energía, el asunto geopolítico por excelencia en América Latina

Es difícil, si no imposible –dada la naturaleza global de la problemática energética–, separar el enfoque nacional o regional de un análisis del contexto energético global. De todas formas, se puede explorar en qué manera América Latina –y sus países de forma individual– encaja en la problemática energética mundial. Se puede concebir un sistema energético latinoamericano, pero también se puede pensar en términos de un sistema hemisférico, compuesto por tres subsistemas: (1) América del Norte; (2) América Central y el Caribe; y (3) Sudamérica (a su vez compuesta por la zona Andina y el Cono Sur). Por otro lado, es posible concebir el sistema energético relevante para América Latina de otra forma, como un componente del llamado “creciente menor”, una de las dos zonas mundiales, junto con el “creciente mayor” de Eurasia, en que se concentran casi todas las reservas de hidrocarburos.

El sistema del “creciente menor” incluye las zonas productoras de todos estos subsistemas del hemisferio occidental más las zonas productoras de África occidental: un “creciente” que se extiende desde las aguas árticas de Alaska en el norte, pasando por las grandes extensiones de las arenas asfálticas de Alberta y la zona petrolífera del “gran oeste” de los EEUU (incluyendo Texas), continuando por el Golfo de México (tanto la zona mexicana como la estadounidense) y la región Andina de América de Sur y siguiendo por las costas atlánticas de Brasil y Argentina, para terminar en el Golfo de Guinea de África Occidental, donde se encuentran las grandes reservas africanas (incluyendo las de Nigeria, Guinea Ecuatorial y Angola).

El “creciente menor” contiene el 17,6% de las reservas mundiales de petróleo convencional (comparado con el 13,6% del hemisferio americano, el 9,7% en América Latina, el 8,6% en América Latina excluyendo México, el 8,4% en Sudamérica y el 6,6% en Venezuela, el productor dominante en todo el “creciente menor” en términos de geopolítica energética). En términos de producción, los países del “creciente menor” producen el 31,3% de la producción mundial de petróleo convencional (comparado con el 25,3% del total mundial que proviene del hemisferio americano, el 13,5% de América Latina, el 8,8% de América Latina excluyendo México, el 8,4% de Sudamérica y el 3,7% de Venezuela). Por el lado de la demanda, el 36% del consumo mundial del petróleo actualmente viene del “creciente menor” (mientras que el 35% procede del hemisferio americano, el 8,3% de América Latina, el 6,1% de América Latina excluyendo México, el 4,6% de Sudamérica, y sólo un 0,7% de Venezuela) (British Petroleum, 2007).

Analizando la misma situación en términos de gas, el “creciente menor” contiene sólo el 11% de las reservas mundiales (un 8,2% en el hemisferio americano, un 4% en América Latina, un 3,8% en América Latina excluyendo México, un 3,5% en Sudamérica y un 2,4% en Venezuela). De todas formas, el mismo sistema es responsable del 32,5% de la producción mundial de gas (casi todo, el 31,5%, proviene del hemisferio americano y gran parte de Canadá y EEUU, mientras que sólo el 6,5% de la producción mundial de gas viene del conjunto de América Latina, el 5% de América Latina excluyendo México, el 3,6% de Sudamérica y el 1% de Venezuela). Por el lado de la demanda, el “creciente menor” genera el 32% del consumo mundial de gas (casi todo –el 31,9%– se genera en el hemisferio americano, el 6,5% en América Latina, el 4,6% en América Latina excluyendo México, el 4% en Sudamérica y sólo un 1% en Venezuela) (British Petroleum, 2007; Giusti, 2008; y Arriagada, 2006).

Dentro de estos círculos concéntricos de sistemas energéticos que engloban varias partes de América Latina, se pueden identificar varias sub-regiones de producción y de oferta excedente, al mismo tiempo que se pueden definir también zonas de déficit y de importación neta. Entre los primeros se encuentran Alaska y Canadá, el Golfo de México, la zona Andina y el Golfo de Guinea. Las zonas de déficit y de importación neta incluyen los EEUU continentales, América Central y el Cono Sur. Con la excepción obvia de Alaska y Canadá, las zonas de producción y excedente de oferta corresponden a las zonas relativamente más pobres. Este hecho tendrá implicaciones innegables para la geopolítica energética de la región, particularmente en el terreno del nacionalismo energético y su impacto a medio plazo sobre la seguridad energética regional y mundial.

Aunque no resiste comparación con “el creciente mayor” de Eurasia (donde se encuentra casi el 75% de las reservas convencionales del mundo), el “creciente menor” de las Américas y África Occidental contiene aproximadamente el 15%-20% de las reservas mundiales de los hidrocarburos convencionales. Además, podría poseer más de la mitad de los hidrocarburos del mundo si se consideraran en los cálculos los hidrocarburos no-convencionales, como las arenas asfálticas de Canadá o los petróleos ultrapasados de la Faja del Orinoco de Venezuela. Estos dos tipos de petróleo son bastante más caros de desarrollar y producir que los petróleos ligeros y dulces que tradicionalmente se han producido en Texas y Arabia Saudí; pero recientemente, tanto el Gobierno canadiense como el Gobierno venezolano han reclasificado gran parte de su petróleo no convencional como parte de sus reservas probadas oficiales, ya que el precio global del petróleo se han incrementado un 400% en poco más de cinco años para situarse en torno a 100 dólares por barril, cuando se estima que la explotación de estos hidrocarburos no convencionales resultan rentables con precios por encima de los 40 o 50 dólares por barril.

De todas formas, de momento, el hemisferio occidental entero (y América Latina en menor medida) padece un déficit energético en el corto plazo. Además esta dependencia externa aumentará en el futuro, especialmente debido al declive en la producción de hidrocarburos en EEUU y al significativo aumento del consumo energético previsto para América Latina (2,3% por año hasta 2030) a lo largo de las próximas décadas (International Energy Agency, 2007). Esta tendencia implicará una dependencia cada vez mayor por parte de los países americanos de los productores del “gran creciente”, en particular los del Golfo Pérsico, los países de Asia Central, y Rusia. Los únicos cambios que podrían modificar este escenario de creciente dependencia del mundo entero sobre este eje árabe-asiático-eslavo serían: (1) el desarrollo masivo de las arenas asfálticas de Alberta y los petróleos ultrapasados de Venezuela; o (2) la transformación profunda del sistema energético mundial y la sustitución de los hidrocarburos por otras fuentes energéticas, tanto en la producción de electricidad como en la producción de carburantes para el sector del transporte. Pero incluso con o sin estos cambios, la influencia relativa en términos de geopolítica energética tanto de Canadá como de los países andinos (y particularmente Venezuela) aumentará en cualquiera de los escenarios futuros posibles, siempre que dichos países productores mantengan la eficiencia y productividad de sus sectores de hidrocarburos –algo que no está en absoluto asegurado, como veremos más abajo cuando analicemos las implicaciones de la actual ola de nacionalismo energético–.

El primer cambio posible –el desarrollo masivo de las arenas asfálticas de Canadá– podría cambiar los equilibrios energéticos de todo el hemisferio, pero particularmente el de América del Norte. Canadá posee 4.000 millones de barriles de petróleo convencional, pero también tiene más de 175.000 millones de barriles de petróleo no convencional (las arenas asfálticas, de las cuales unos 13.000 millones ya están contabilizados como reservas probadas por BP en su revisión anual de las estadísticas energéticas mundiales). Con todo este petróleo contabilizado, Canadá tendría casi el 15% de todas las reservas probadas mundiales (contra el 22% actual de Arabia Saudí), en lugar de sólo el 1,4% que contabiliza en la actualidad. De todas formas, está claro que su petróleo convencional ya está en declive por los límites geológicos. Actualmente Canadá produce 3,1 mbd y en 2012 producirá 3,7 mbd, de los cuales 2,8 mbd (o el 77% de su producción total) serían petróleo no convencional de las arenas asfálticas (British Petroleum, 2007).

Por este motivo, Canadá se enfrenta con grandes obstáculos incluso para mantener sus niveles de producción. Sólo podría superarlos si logra seguir desarrollando las arenas asfálticas a un ritmo rápido. Pero para ello necesita grandes inversiones. Por cada barril diario de capacidad instalada para el petróleo no convencional de las arenas asfálticas hacen falta 40.000 dólares de inversión, comparado con solo 3.500 dólares para desarrollar la misma capacidad instalada para un barril diario de petróleo saudí (Giusti, 2008). Como consecuencia, mientras el petróleo saudí es competitivo incluso a precios de solo 10 dólares por barril, el petróleo canadiense, a partir de ahora sólo será competitivo a precios de entre 40 y 60 dólares por barril, como mínimo, sin tener en cuenta sus altos costos medioambientales “externalizados”.

Por eso, aunque el desarrollo a gran escala de las arenas asfálticas aumentará la percepción en EEUU de una seguridad energética mayor, esta seguridad percibida solo se conseguirá a costa de una degradación medioambiental desastrosa en Canadá, dónde el resultado en términos de emisiones de CO2 por cada barril de petróleo producido es cinco veces mayor que en el resto del mundo. Ello se debe a que las arenas asfálticas requieren mucha más energía para extraer y procesar su petróleo, lo que implica una deforestación mucho mayor a la del resto de las zonas de producción de hidrocarburos convencionales.

Otro cambio posible consiste en el desarrollo masivo de los petróleos ultrapesados de la Faja del Orinoco en Venezuela. Esto podría añadir otros 220.000 millones de barriles a las reservas venezolanas –actualmente cifradas en 80.000 millones de barriles–, lo que aumentaría su proporción de las reservas mundiales desde el 6,6% actual hasta aproximadamente el 25%, más de lo que actualmente tiene Arabia Saudí (aunque naturalmente serían reservas mucho más caras de explotar). Sin embargo, este desarrollo también implicaría un deterioro medioambiental significativo (aunque menos que en el caso de las arenas asfálticas canadienses) porque requeriría la utilización de mucho gas natural para su extracción y procesamiento.

En cualquier caso, esta alternativa también produciría un deterioro en la percepción sobre la seguridad energética estadounidense, e incluso sobre la de otros muchos países. Además, este escenario de una Venezuela muy influyente en términos energéticos –tanto a escala regional como mundial– podría tener consecuencias negativas sobre el sistema energético internacional, así como para la economía global, especialmente si la política energética venezolana sigue por el mismo camino que hasta ahora ha ido abriendo su presidente Hugo Chávez.

Al margen de estos posibles cambios, más tarde o más temprano, el hemisferio americano dependerá cada vez más de los recursos del “gran creciente” de Oriente Medio, Asia Central y Rusia (que contiene casi el 75% de las reservas mundiales de hidrocarburos convencionales pero que, al mismo tiempo, consume relativamente poco), igual que Asia y Europa. Sin embargo, por el momento, en América Latina, particularmente en América del Sur, existe un excedente pequeño pero real de la oferta sobre la demanda, lo que ofrece la posibilidad no sólo de autosuficiencia sino también de cierta influencia geopolítica dentro del sistema energético internacional, especialmente tras los recientes descubrimientos en Brasil y Perú.

Esta posibilidad resulta muy tentadora para la región. Pero, de hecho, parece estar distorsionando la visión de muchos de sus políticos a la hora de formular tanto políticas energéticas como económicas. Algo similar ya sucedió en el pasado con las políticas económicas de industrialización por sustitución de importaciones de los años cincuenta, sesenta y setenta, que estaban inspiradas en el nacionalismo económico y en un fuerte escepticismo frente a los supuestos beneficios del libre comercio. En la actualidad sucede algo similar con las políticas energéticas, que se expresan cada vez más mediante un nuevo nacionalismo energético que esconde –con una retórica “anti-imperialista”– una nueva versión del mercantilismo que aspira tanto al espejismo de la autosuficiencia como al sueño (o la quimera) de maximizar la influencia geopolítica nacional en la arena global a través del uso de exportaciones energéticas como arma política. Aunque los aparentes objetivos de estas políticas –la seguridad económica y energética nacional– son imposibles de conseguir mediante políticas nacionalistas que generen el aislamiento del sistema internacional, la persecución de los mismos tiene el efecto de minar la seguridad energética global y con ella de desestabilizar el sistema político internacional.

Nacionalismos energéticos en América Latina y sus implicaciones geopolíticas

El fuerte crecimiento económico de los últimos años en la región (cinco años con un aumento del PIB cercano al 5%) y el aumento de autonomía política de la mayoría de los países tienen mucho que ver, por lo menos entre los países productores de hidrocarburos, con la reciente ola de nacionalismo energético. La expansión económica de esta década ha sido uno de los factores centrales, si no el único, del incremento significativo de los precios del petróleo. Los altos precios –y los altos ingresos que potencialmente producen– han coincidido tanto con la creciente sensación de independencia política mencionada anteriormente como con una percepción todavía muy arraigada en ciertos países latinoamericanos en contra de la globalización. De hecho, en los países exportadores del petróleo y gas existe la creciente percepción de que la globalización económica ha fracasado y que las políticas de liberalización e integración no han podido estimular un desarrollo sostenido o una disminución de la pobreza.

Suele argumentarse que la pobreza y la indigencia crecieron como resultado de las políticas de reformas estructurales puestas en práctica durante la hegemonía de las ideas del Consenso de Washington de los años noventa, pero que, desde los últimos años, con mayor intervención pública, estos indicadores están mejorando. Esta coincidencia entre la promesa de un salto notable en los ingresos nacionales si el Estado controla en mayor medida las rentas producidas por las exportaciones energéticas, por un lado, y la percepción del fracaso de la liberalización económica, por otro, han producido un potente cóctel de coartadas para revertir la tendencia de los año noventa de abrir y liberalizar los sectores energéticos en América Latina y han propiciado que los líderes más radicales se embarquen en una nueva ola de nacionalismo energético.

La “re-nacionalización” de los sectores energéticos, particularmente en los países Andinos como Venezuela, Bolivia y Ecuador –basada en el endurecimiento estatal de las condiciones de acceso al sector, así como en las nuevas condiciones fiscales de explotación para las empresas privadas internacionales– ha producido un aumento notable de los ingresos estatales por la exportación de hidrocarburos. Este aumento, sumado al efecto de los mayores precios internacionales, ha reforzado incluso más la creciente percepción de autonomía económica y política de los gobiernos de los países productores de la región.

Si la experiencia de Venezuela sirve de referencia, se puede apreciar claramente que el efecto combinado de la re-nacionalización y los mayores precios sobre el aumento de los ingresos por petróleo ha sido muy significativo. Por un lado, los cambios en el entorno legal que han afectado a la explotación de hidrocarburos han aumentado el nivel de impuestos y regalías que las empresas privadas internacionales tienen que pagar al Gobierno venezolano, desde un promedio del 20% hasta un promedio del 80% de los ingresos por exportación. Asimismo, el Gobierno ha forzado la transformación de los diversos tipos de contratos anteriormente vigentes para crear nuevos joint ventures en los que PDVSA, la empresa estatal venezolana, siempre tiene una participación mayoritaria. (Isbell, 2007b; e International Energy Agency, 2007). Por otro lado, desde el año 2001, mientras que Venezuela ha experimentado un descenso en su nivel de producción de aproximadamente 500.000 barriles diarios, ha registrado un aumento en sus ingresos petrolíferos, de 18.000 millones de dólares hasta 45.000 millones en 2007 (con más de 50.000 millones previstos para 2008) (Center for Global Energy Studies, 2007)

En cualquier caso, tal vuelta al dominio del Estado sobre los sectores energéticos en la región puede tener un impacto sumamente negativo en la perspectiva futura de niveles de inversión por parte de las empresas internacionales privadas. Varias de las mismas, como ExxonMobil, ConocoPhillips y Total, están llevando a cabo un proceso de retirada de gran parte de la región, dejando este entorno tan problemático a empresas medianas con menores opciones en otras zonas, como Repsol, o a otras empresas estatales, como Petrobrás. Por lo tanto, el futuro de la explotación de hidrocarburos está cada vez más en manos de las empresas estatales de la zona, lideradas por PDVSA, y en las demás empresas estatales de otros países productores, ya sometidas al nuevo nacionalismo energético de sus gobiernos, como Gazprom de Rusia o la NIOC de Irán (Mabro, 2007).

Al mismo tiempo, se está haciendo patente otra tendencia, que consiste en el aumento –en ocasiones con importantes deficiencias de gestión– del gasto público en materia social por parte de los gobiernos de los países productores. Dado que los recursos son limitados (incluso aunque sean crecientes), estos gastos se están traduciendo en menores recursos públicos para el aumento de las necesarias inversiones de las empresas energéticas estatales Esta tendencia es particularmente notable en el caso de Venezuela. Parece que el aumento del gasto público (e incluso del despilfarro) ha sido tan significativo que ha agotado el aumento de ingresos, desplazando fondos desde las necesidades de inversión hacia gastos gubernamentales y sociales que pueden incidir superficialmente en la pobreza a corto plazo pero que no estimulan un desarrollo económico sostenido a largo plazo (Giusti, 2007; y Arriagada, 2006).

Las implicaciones para el medio y largo plazo son claras: un impacto efímero sobre la pobreza y un legado nefasto sobre los futuros niveles de inversión y de producción, minando, más tarde o más temprano, los gastos sociales. De hecho, uno de los riesgos energéticos más graves a medio plazo en América Latina es que los niveles de inversión, tanto en el mantenimiento de la producción actual como en la exploración y desarrollo de nuevos yacimientos de hidrocarburos, no sea suficiente para aumentar la producción de manera que pueda satisfacer la demanda creciente –o incluso para mantener los niveles actuales de producción– a pesar de importantes incrementos en los ingresos energéticos de las empresas estatales y de sus gobiernos (Isbell, 2007a).

Venezuela y Brasil: dos actores claves con dos modeles distintos

En la América Latina actual, se puede distinguir entre varias categorías de países según la actitud de sus gobiernos respecto a la política y el nacionalismo energético. Gran parte de los exportadores de hidrocarburos de la zona andina han adoptado primordialmente una política nacionalista. Este grupo de países, claramente liderado por Venezuela, incluye también a Bolivia y Ecuador. Por su parte, Colombia y Perú siguen políticas desmarcadas del rumbo de los demás países andinos, con sus prioridades puestas en una integración energética más internacional, liberal y abierta. México sigue su tradicional política cerrada y de nacionalismo energético. Sin embargo, existen grandes presiones, tanto desde dentro como desde fuera del país, para que el sector se abra tras siete décadas de absoluto cierre. Por otro lado, Argentina está dando señales en el sentido contrario, con la recompra, por parte de intereses privados argentinos, del 25% de Repsol. De todas formas, parece que la producción de hidrocarburos en tanto México como Argentina está en declive –o cerca de su comienzo–. Por ello, su actitud no tiene tantos efectos a largo plazo como la de otros países del continente.

Por su parte, el resto de los países –como Chile, Paraguay, Uruguay y los de América Central y el Caribe– son consumidores e importadores netos, y mantienen una posición más bien pasiva dentro de este contexto energético regional Sólo Brasil, entre los actores importantes de la región, está comportándose de una forma claramente distinta. Y, además, dado su tamaño y su liderazgo, tiene una posibilidad real de influir en el panorama de la región. En este sentido, Venezuela y Brasil, con sus sectores dominados por sus propias empresas estatales (PDVSA y Petrobras), son los más importantes del escenario energético actual en América Latina: son los únicos dos países que, por el tamaño de sus reservas y sobre todo por su influencia política, tienen la capacidad de influir en las políticas de los demás Estados latinoamericanos, así como en el escenario energético regional y global. Pero, como veremos a continuación, las estrategias que están siguiendo son muy diferentes.

Venezuela

Sobre el papel, Venezuela es el actor más importante en el sector energético latinoamericano. Es el sexto exportador mundial de petróleo (con algo más de 2 mbd), un miembro fundador de la OPEP (y además uno de los miembros actuales más activos y radicales) y uno de los suministradores principales de EEUU. Sus petróleos ultrapasados comprenden algunas de las reservas de hidrocarburos más grandes del mundo, mientras que las de gas son las mayores de América Latina (y las segundas más grandes del hemisferio, solo detrás de las de EEUU). Su empresa estatal, PDVSA, a través de su filial CITGO en EEUU, también cuenta con una amplia red de refinerías y de puntos de distribución en el downstream norteamericano.

Entre todos los productores energéticos de América Latina, Venezuela es el que está mejor posicionado para beneficiarse de los cambios en el mercado de los hidrocarburos. Su posición de privilegio se deriva de que, de todos las grandes potencias del “creciente menor” (con la posible excepción de Nigeria y Guinea Ecuatorial), es el productor que tiene menor producción en relación a sus reservas (el 3,7% de la producción mundial frente al 6,6% de las reservas de petróleo y el 1% frente al 2,4% en gas) y menor consumo en relación a su producción (0,7% del consumo mundial frente al 3,7% de la producción mundial de petróleo y el 1% frente al 1% en gas) (British Petroleum, 2007). Estas ratios demuestran un gran potencial exportador futuro, así como un margen muy amplio tanto para el crecimiento económico como para la acumulación de poder geopolítico, siempre que gestione eficientemente esta posición de privilegio. Además, Venezuela es una fuente natural para el consumo norteamericano al menos por tres razones: (1) su proximidad geográfica; (1) el despliegue en el downstream norteamericano de activos de PDVSA, técnicamente capaces de procesar el relativamente pesado crudo venezolano; y (3) el fuerte incremento previsto en las importaciones norteamericanas de petróleo y gas durante los próximos años.

De todas formas, Venezuela padece numerosas debilidades y se enfrenta a diversas limitaciones, tanto en la actualidad como en el futuro, respecto a su capacidad de influir en la geopolítica del petróleo y el gas, e incluso para mantener su producción actual. En primer lugar, en el terreno del gas, aunque Venezuela posee las reservas más importantes de la región, actualmente no exporta nada. Toda su producción se dedica al consumo interno, reinyectándose más del 70% en los pozos petrolíferos con el fin de mantener su nivel de producción en los campos más maduros. De hecho, debido a un desfase entre la oferta y la demanda en zonas distantes, Venezuela importa gas de Colombia para abastecer a sus provinciales occidentales. La mayor parte (el 85%) de su gas está asociado a la extracción y producción de petróleo, haciéndolo apto para ser utilizado en la producción petrolífera pero no tanto para exportar. El gran esfuerzo necesario para desarrollar sus extensas reservas, particularmente las de offshore, apenas ha empezado. Además, se ha incluido el sector del gas en los cambios jurídicos que han transformado los contratos para las empresas privadas en el sector del petróleo. Aunque Venezuela podría tener un futuro interesante como exportador de gas licuado para los mercados internacionales, hasta el momento ha concentrado sus esfuerzos en promocionar el llamado “Gran Gasoducto del Sur”, para llevar su hipotética futura producción a los grandes centros de consumo en el Cono Sur.

En segundo lugar, en el terreno del petróleo, la futura producción está amenazada por la posible escasez de inversión a raíz de la inseguridad jurídica y el endurecimiento de las condiciones fiscales y de acceso que se han mencionado arriba. Aunque puedan quedar algunas empresas privadas en determinados proyectos –como socios minoritarios–, el panorama para las inversiones en Venezuela no es muy prometedor a la luz de los hábitos de gasto, tanto de PDVSA como del Gobierno (Isbell 2007b; y Giusti, 2008).

En tercer lugar, existen limitaciones estructurales al uso de la energía como arma geopolítica por parte de Venezuela. A pesar de la retórica de Chávez respecto a un cambio en el patrón de las exportaciones mundiales de petróleo hacia China (y en detrimento de EEUU), es difícil ver como Venezuela podría ejercer una influencia geopolítica real sobre EEUU. Asia Oriental cuenta con muy poca capacidad de refino para el petróleo pesado venezolano y tardará años en desarrollarla. Haría falta el traslado del petróleo a través de un oleoducto a las costas del Pacífico, pero a día de hoy las relaciones de Venezuela con los países capaces de permitir tal traspaso (Colombia, principalmente) no admiten esta posibilidad. Por otro lado, en un mercado global para un producto tan fungible como el petróleo, Venezuela nunca podría presionar a EEUU si el petróleo que exportara a China liberara la misma cantidad de petróleo de las fuentes tradicionales de Asia (las del Golfo Pérsico), que podría ser exportado a EEUU. Tan sólo se trataría de un cambio de suministradores. Si Venezuela opta, por otro lado, por reducir sus niveles absolutos de exportaciones, el resultado sería un aumento en el precio global que tendrían que pagar todos los consumidores mundiales, no solamente los de EEUU. Finalmente, el Gobierno actual de Venezuela sigue siendo enormemente dependiente de los elevados precios internacionales y de los ingresos que estos generan. No olvidemos que el petróleo es responsable del 75% de las exportaciones totales de Venezuela, de más del 50% de sus ingresos públicos y de alrededor del 30% de su PIB (International Energy Agency, 2007). Difícilmente podría contemplar una política que pudiera minar directamente el nivel de sus ingresos petrolíferos.

Además, los altos ingresos por exportaciones de hidrocarburos y los gastos sociales financiados con los mismos aseguran el apoyo y la lealtad de la mitad más desfavorecida del país, que es la base política fundamental de Chávez y de su Gobierno. También hacen posible las exportaciones del petróleo subvencionado –y las otras formas de ayuda internacional– que Venezuela ha empleado para crear una red de leales aliados en América Central (Nicaragua), el Caribe (Cuba), la zona andina (Bolivia y Ecuador) e incluso en el Cono Sur (Argentina). Pero esta lealtad, tanto interna como externa, depende crucialmente del dinero del petróleo. Si los precios del petróleo caen, o si sufren por un deterioro del nivel de producción, este apoyo político podría erosionarse significativamente, poniendo en entredicho todo el proyecto bolivariano de Chávez, particularmente a la luz del resultado del último referendo presentado a los ciudadanos para cambiar la constitución nacional, cuyo rechazo ha significado un batacazo para el presidente.

Más tarde o más temprano, el Gobierno de Venezuela se dará cuenta de lo que los países de Oriente Medio aprendieron hace varias décadas. Un país rico en petróleo puede aprovecharse de esta bendición para beneficiar a su población, pero sólo si maneja estos recursos con cautela, cuidado y astucia. En particular, es esencial que olvide la tentación de malgastar su única baza para el desarrollo económico de su país –el petróleo– en un peligroso juego –cuya eficacia además es cuestionable– pensado para influir en la geopolítica internacional y para castigar a un enemigo político –EEUU–, mucho más desarrollado, poderoso y económicamente diversificado.

¿Pero podría servir a los intereses norteamericanos el radicalismo de Chávez? Los altos precios y los elevados ingresos estatales claramente contribuyen tanto al éxito como a la confianza de Chávez. Esta autoconfianza conduce al presidente venezolano a ser demasiado audaz, y a superar las limitaciones de la prudencia. Su agresivo nacionalismo energético limita la inversión que entra en el sector de los hidrocarburos venezolano por parte de las empresas privadas internacionales, que poseen la capacidad técnica para desarrollar los petróleos ultrapesados de la Faja del Orinoco. Esta escasez de inversión se reduce todavía más debido a las prioridades fiscales de Chávez, que extraen de PDVSA los fondos necesarios para invertir en mantenimiento y producción futura. Esta falta de desarrollo sólo contribuye a los altos precios internacionales y a su vez incentiva el desarrollo de las arenas asfálticas de Canadá, una preferencia estratégica clara para EEUU. También contribuye a fomentar las demás energías alternativas.

Ignorar la Doctrina Monroe y desmarcarse de la política tradicional de intervenir en la política latinoamericana cuando parece ir en contra de su dominio de la zona podría ser la nueva política norteamericana. Dejar a Chávez a su suerte podría implicar la desestabilización de Venezuela a corto plazo. Pero, a medio plazo, EEUU podría utilizar a Chávez como un ejemplo del estrepitoso fracaso de la izquierda radical en América Latina. Por lo tanto, el potencial desastre que podría estar aguardando a Venezuela podría impulsar una futura apertura económica más ferozmente neoliberal, como ya ocurriera en la ex URSS (antes de la contrarreacción de Putin) o como posiblemente le espera a Cuba en el futuro.

Brasil

Aunque Brasil tiene unas reservas del petróleo y de gas mucho más modestas que las de Venezuela, se perfila como el otro gran actor regional con cierto peso en la geopolítica energética regional. Tradicionalmente, Brasil ha sido un importador neto de energía, pero durante los últimos 10 años tanto sus reservas como su producción de petróleo y gas casi se han duplicado (British Petroleum, 2007). En 2007, Brasil dejó de ser un importador neto de petróleo, produciendo más de 2,2 mbd (comparado con los 2,8mbd de Venezuela). A finales del mismo año, Petrobrás anunció un descubrimiento offshore que podría aumentar sus reservas de petróleo de 12.000 miloones a 20.000 millones de barriles.

Desde los primeros choques petrolíferos de los años setenta, Brasil ha desarrollado una extensa industria del etanol (basada en la explotación de la caña de azúcar) que ahora suministra hasta el 25% de sus necesidades de combustible al sector del transporte. Con los aumentos en el precio del petróleo de los últimos años, Brasil se ha convertido en el primer exportador mundial de etanol, a pesar de las barreras comerciales, que en algunos países como EEUU llegan a ser equivalentes a más del 50% del precio de exportación. El impacto de esta industria en crecimiento, junto con los progresos de Petrobrás en el desarrollo del petróleo y del gas, podría convertir a Brasil en un posible exportador neto de hidrocarburos en el corto y medio plazo.

Para satisfacer su creciente demanda de gas, Brasil depende cada vez más de las importaciones de Argentina y (principalmente) de Bolivia, dos países que están –por lo menos parcialmente– dentro de la órbita política de Venezuela. Sin embargo, el ritmo de descubrimientos de yacimientos, así como los aumentos de producción por parte de Petrobrás, auguran un futuro positivo para Brasil en cuanto a la reducción de su dependencia exterior. Más allá de estos aumentos, Brasil también está planificando una diversificación de sus futuras fuentes de importación, con el desarrollo de su capacidad de regasificación, lo que le permitirá importar gas licuado del mercado internacional.

Pero otro factor que convierte a Brasil en un actor energético clave en la región –más allá de su evolución desde un perfil de importador neto hasta otro de posible exportador– es la trayectoria y comportamiento de Petrobrás, su empresa estatal, que ha llegado a ser una de las compañías petrolíferas punteras en el escenario internacional. Hace 10 años, PDVSA era la empresa estatal más dinámica, profesional y poderosa de la región, después de haber liderado el proceso de liberalización y apertura en el sector venezolano. En aquel entonces, Petrobrás era un monopolio en el sector brasileño, con un papel relativamente pequeño. Sin embargo, en la actualidad la situación es completamente distinta. A consecuencia de la gran huelga petrolífera de Venezuela en 2002-2003, PDVSA ha sufrido el despido de la mitad de sus empleados, particularmente los ingenieros y técnicos, la re-nacionalización del sector y la carga financiera impuesta sobre la empresa por las nuevas prioridades de gasto de los gobiernos de Chávez. Mientras tanto, el sector brasileño se ha liberalizado y Petrobrás se ha convertido en una de las empresas petrolíferas –tanto estatales como privadas– más exitosas en términos de aumentos de reservas y producción, capacidad técnica (particularmente en el ámbito de la exploración, desarrollo y producción de reservas en el offshore y el profundo offshore) y desarrollo de proyectos internacionales.

Brasil y Petrobrás tienen otra ventaja más allá de las mejoras en el panorama de la industria de los hidrocarburos. La economía brasileña está cada vez más diversificada, de manera que el Gobierno brasileño no tiene que depender de los ingresos de la empresa estatal. Así, Petrobrás ha podido desarrollar el sector brasileño de hidrocarburos y sus propias perspectivas internacionales sin intromisiones del Gobierno. Esto ha tenido un impacto muy positivo sobre la evolución de la empresa, su posición financiera y sus capacidades técnicas, incluso sin disfrutar –por lo menos, de momento– de grandes ingresos por exportaciones.

El impacto conjunto de todos estos fenómenos ha colocado a Brasil de forma inesperada en una posición privilegiada para influir positivamente en el sistema energético de la región. En primer lugar, la propia evolución energética de Brasil está reduciendo la presión sobre el mercado, con la disminución de sus importaciones de petróleo y sus crecientes exportaciones de etanol. En segundo lugar, su modelo energético –más abierto y liberal– ofrece a la región una alternativa respecto al nacionalismo energético, tanto entre productores como entre consumidores.

Algunos analistas apuntan a una creciente rivalidad entre las políticas energéticas de Brasil y de Venezuela, y entre el petróleo de Venezuela y el etanol de Brasil. Aunque la política energética de Brasil sea distinta, no se debería exagerar la importancia de un posible desafío del etanol para el petróleo venezolano. La producción de etanol en Brasil está creciendo rápidamente, aunque su nivel de producción todavía no llega a los 350.000 barriles diarios (International Energy Agency, 2007). La mayor parte de esta producción se consume internamente y todavía hay mucho margen para suministrar al mercado brasileño. De hecho, aunque las exportaciones brasileñas de etanol a EEUU se han cuadruplicado en solo un par de años (llegando a casi 30.000 barriles diarios, principalmente para sustituir al MTBE como aditivo a la gasolina), estas cantidades son insignificantes comparadas con el consumo de petróleo. Esto quiere decir que lo más probable es que el etanol de Brasil pueda llegar a ser un complemento en la oferta energética para el sector del transporte, pero que nunca llegue a ser una alternativa capaz de rivalizar con el petróleo ni de amenazar a Venezuela en términos geopolíticos. De todas formas, podría ser un factor importante como fuente energética para el mercado interno, clave en la transformación de Brasil en exportador neto de petróleo.

Donde Brasil podría chocar con Venezuela es en relación a la gestión de los flujos del posible futuro “Gran Gasoducto del Sur”, un enorme proyecto que está destinado a transportar 150 millones de metros cúbicos diarios a los países del Cono Sur a lo largo de 8.000 km. Existen varias razones para justificar cierto escepticismo acerca de la viabilidad de este proyecto: su elevado coste, que se estima en 20.000 millones de dólares; su impacto medioambiental (por tener que atravesar el Amazonas); y la insuficiencia de gas disponible en Venezuela, al menos en la actualidad. Aún así, este gasoducto, ideado por los presidentes Chávez, Lula y Kirchner, podría en principio resolver la futura demanda de gas de los países consumidores del Cono Sur. Sin embargo, también incrementará de forma significativa la dependencia energética de los países del sur con respecto a Venezuela, restando flexibilidad a sus economías. En definitiva, aunque el proyecto pueda servir de catalizador y de columna vertebradora para el conjunto del continente, dando soporte real al sueño de la Unión de las Naciones del Sur, también creará una situación asimétrica de interdependencia e influencia geopolítica incluso más pronunciada que la que Rusia tiene con los países de Europa.

En teoría, esta situación no implica necesariamente que el país suministrador en el origen del gasoducto vaya a intentar utilizar su poder para influir políticamente sobre los países importadores en el otro extremo del tubo; pero Venezuela, bajo el liderazgo de Chávez, se ha mostrado dispuesta a sacrificar crecientes partes de sus propios ingresos para convertir su petróleo en un arma política (con sus exportaciones subvencionadas, por ejemplo), algo que ni siquiera el Kremlin ha llegado a hacer de forma tan clara. Aunque el uso del petróleo en este sentido es de dudosa eficacia (dada la naturaleza del mercado), el uso similar del gas, en un contexto en el que los importadores son completamente dependientes de su red de gasoductos, sí podría tener implicaciones geopolíticas sustantivas. En este sentido, es comprensible que Brasil se haya mostrado cada vez menos entusiasta con respecto al proyecto, así como que haya iniciado un proyecto para importar gas licuado. Por otro lado, como Brasil sería el país de tránsito más importante sea cual sea el trazado final del “Gran Gasoducto del Sur”, nunca se quedará sin su propia influencia en tal juego geopolítico. Si bien es cierto que Venezuela no es Rusia, tampoco Brasil es Ucrania: es decir, un país de tránsito tan grande, diversificado y poderoso como Brasil serviría para minimizar el peligro geopolítico que podría representar una Venezuela que siguiera siendo tan “revolucionaria” en el sentido “bolivariano”, con la mano en el grifo del gas sudamericano. De todas formas, si tal proyecto llegara a convertirse en realidad algún día, Brasil y Venezuela estarían condenados a ser o socios o rivales en la construcción de una unión económica e incluso política para América de Sur.

Además, en la actualidad, Petrobrás está desbancando a PDVSA en muchos lugares de la región, incluso en los países bolivarianos o afines al ALBA. Después de los decretos de Morales en 2006, que muchos analistas temieron que forzarían la retirada de Petrobrás de Bolivia, la empresa brasileña se ha visto obligado a comprometer otros 1.000 millones de dólares en inversiones como consecuencia del incumplimiento de compromisos anteriores de PDVSA. Algo similar podría pasar en Nicaragua. Además, tras la reciente visita a de Lula a Cuba, parece que Petrobrás entrará en este país –aliado primordial de Chávez y PDVSA– con mayores inversiones para la exploración y desarrollo de los posibles hidrocarburos de Cuba. Si la capacidad de PDVSA para cumplir con los compromisos con los aliados de Chávez está erosionándose por las consecuencias de los excesos del nacionalismo energético de Venezuela y por la gestión de sus ingresos energéticos, puede que Brasil y Petrobrás lleguen a ejercer incluso más influencia económica y política en el escenario energético de la región en el futuro.

De todas formas, Brasil está cuidando sus relaciones con Venezuela y los demás exportadores andinos, particularmente Bolivia, su principal fuente de gas. A pesar de ser un ejemplo de la nueva corriente de la socialdemocracia pragmática latinoamericana, el Brasil de Lula está demostrando ser paciente –e incluso solidario– con sus vecinos más radicales y traviesos. Su poder geopolítico está acumulándose paulatinamente, sobre todo en el escenario internacional. El hecho de convertirse (junto a Rusia) en el segundo país BRIC autosuficiente en energía podría aliviar la creciente demanda internacional de las economías emergentes, lo que sería una excelente noticia en términos de precios. Además, en el contexto regional, Brasil sigue ejerciendo un papel de mediador y de aliado fiable y cauto, no de aspirante rival al liderazgo geopolítico.

Los límites de la geopolítica energética

Dentro del contexto actual del escenario energético internacional –y antes de considerar el gran reto pendiente de transformar la base energética mundial en una economía basada en la energía post-hidrocarburos–, las trayectorias de Venezuela y Brasil representan dos caminos hacia el futuro de la región. Uno persigue el nacionalismo energético y su propia versión “antiimperialista” –con consecuencias que pueden contribuir a la fragmentación del proceso actual de globalización–. El otro sigue un camino más abierto, más pragmático y más en consonancia con una globalización inteligentemente concebida.

Según la percepción de EEUU, el gran consumidor del hemisferio, América Latina podría cambiar el equilibrio mundial de la geopolítica energética en el futuro. Si EEUU pudiera depender sólo de la energía de las Américas, es decir, si las Américas pudieran ser autosuficientes en energía, quedarían libres y apartadas de las rivalidades entre los grandes consumidores de Eurasia (Europa y Asia) por los recursos energéticos del “gran creciente” (Oriente Medio, Asia Central y Rusia). Mientras tanto, los países productores de América Latina, particularmente los que están siguiendo la política del nacionalismo energético, podrían soñar con una diplomacia energética que obstaculizara estos objetivos norteamericanos, estrechando lazos con otros productores –e incluso consumidores– claves en Eurasia para tejer una alianza “antiimperialista” (léase “antinorteamericana”).

Pero, en última instancia, las dos estrategias están destinadas al fracaso, ya que el mercado global del petróleo, por su propia naturaleza, restringe las posibilidades de utilizar este hidrocarburo como un arma geopolítica. EEUU no va a estar más seguro por necesitar menos importaciones energéticas, o menos importaciones desde fuera de las Américas. Por otro lado, Venezuela no puede presionar a EEUU (por lo menos sin presionar al resto del mundo), recortando sus exportaciones al mercado norteamericano, desviándolas a otros mercados (que no son aliados norteamericanos) o estrechando sus vínculos con Rusia, Irán o China.

Solo en un contexto de guerra, en el que la lógica comercial dejara de regir las acciones de los principales actores económicos, funcionaría el arma geopolítica de la energía. Y sólo en ese contexto tiene sentido la estrategia de los grandes consumidores, como EEUU, que persigue la independencia energética, o por lo menos la independencia de suministradores supuestamente no fiables. Brasil ofrece otro camino: un país consumidor que intenta aumentar su propia producción energética sin utilizar políticas que rompan con el patrón de interdependencia y sin salirse de la globalización. En este sentido, Brasil puede convertirse en un líder, tanto regional como internacional, dentro y fuera del contexto energético. Su estrategia es mucho más seductora –y le otorga mayor poder blando– que la venezolana.

Referencias bibliográficas

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[1] Este documento de trabajo fue originalmente escrito como capítulo del libro Energía y regulación en Iberoamérica, que la Asociación Iberoamericana de Entidades Reguladoras de Energía (ARIAE) tiene previsto publicar en abril de 2008.