Introducción

Como veremos en el curso de este estudio, el Derecho que rige en el espacio ultraterrestre es un Derecho muy especial y poco conocido. Al comenzar este estudio, cuyo objeto es def, no resisto a la tentación de relatar una breve anécdota: en el año 2001 el Centro Español de Derecho Espacial, que me honro en presidir, había presentado y apoyado la candidatura de la Estación Espacial Internacional para el Premio Príncipe de Asturias a la Cooperación Internacional. La candidatura tuvo éxito y, al informar de la concesión del Premio, una crónica periodística decía que la candidatura había sido propuesta por el Centro Español de Derecho Internacional. Evidentemente, escribí una carta al director del periódico pidiendo la rectificación, que se hizo inmediatamente pero, sorprendentemente, esta segunda vez se atribuía la presentación y defensa de la candidatura a un Centro Español de Derecho Español (tan inexistente como el anterior). Era evidente que algún diablillo cojuelo andaba por la redacción del periódico, que no sabía a qué espacio se refería el Derecho del Espacio; por tanto escribí de nuevo al director del periódico explicando lo que era el Derecho del Espacio y lo que es el espacio ultraterrestre y pidiéndole que esta vez no atribuyera la candidatura a un Centro Español de Derecho Especial. Por fin tuve éxito y la noticia fue debidamente rectificada. Me he permitido relatar esta anécdota porque ciertamente el Derecho del Espacio, es decir, del espacio exterior a la Tierra o si se quiere el Derecho el Espacio Ultraterrestre, es un Derecho muy especial por varias razones que el lector curioso podrá comprobar en lo que sigue.

El espacio ultraterrestre

Es bien sabido que la literatura y la cinematografía han venido anticipando en el campo de la ciencia ficción muchas de las posibilidades que la técnica posterior ha convertido en realidad. La Agencia Espacial Europea (ESA) ha venido desarrollando un proyecto destinado a espigar en la literatura, el arte y la cinematografía todas las obras que tratan, en el campo de la ciencia-ficción, del espacio ultraterrestre y su utilización por el hombre. La idea es que los artistas son mucho más imaginativos que los científicos y los técnicos y que un examen conjunto de aquellas obras puede desgajar ideas aplicables en la realidad al progreso en la exploración y utilización del espacio.

Por citar un par de ejemplos: en 1929, mucho antes de que fuera técnicamente posible enviar un cohete al espacio extraatmosférico, Hermann Potocnik publicó un libro Das Problem der Befahrung des Weltraums en el que describía una estación meteorológica situada en órbita geoestacionaria. Más de tres lustros antes de que fuera posible lanzar, en órbita baja, el primer satélite artificial, Arthur C. Clarke explicaba en la revista Wireless World las ventajas que tendrían los satélites geoestacionarios para las telecomunicaciones. Me he preguntado a veces si esa anticipación de lo que la técnica haría posible mucho después había podido ocurrir en el campo del Derecho. No parece que haya sido así. No hace mucho volví a leer una de las más famosas obras de ciencia-ficción: De la tierra a la luna. No me parece que las ideas de Julio Verne sobre la técnica del viaje a la Luna hayan sido llevadas a la realidad, salvo por lo que se refiere a los cohetes retropropulsores destinados a frenar la caída sobre nuestro satélite y la idea central de la posibilidad del viaje que se haría realidad un siglo más tarde. Pero muy al final de la obra, cuando los oficiales del Susquehanna discuten las posibles consecuencias del viaje a la Luna y recuerdan que el cañón del “Gun Club” seguía emplazado en La Florida (concretamente en Tampa, no lejos de Cabo Cañaveral), Julio Verne comenta que “nada parecía imposible para los americanos… hasta tenían el proyecto de expedir a las playas selenitas, no ya una comisión de sabios solamente, sino toda una colonia y un ejército con infantería, caballería y artillería, para conquistar el mundo lunar”.

Afortunadamente, el significado de esta anticipación “juliovernesca”, muy conforme con el espíritu de su época, el colonialismo de la segunda mitad del siglo XIX, hemos de interpretarlo en lo que jurídicamente llamamos a senso contrario. Desde el inicio de la presencia humana en el espacio ultraterrestre, el Derecho Internacional destinado a regir esa actividad ha ido dirigido a evitar la conquista, la apropiación o la colonización de ese espacio y de los cuerpos celestes. Muy al contrario, los principios básicos aceptados en la formación de ese Derecho han sido los de libertad, igualdad, cooperación, responsabilidad y uso pacífico. Veamos, muy rápidamente, lo que ocurrió en el campo del Derecho Internacional.

El Derecho Internacional del Espacio

La “era espacial” comenzó el 4 de octubre de 1957. Por aquellos días, yendo hacia El Escorial al anochecer un grupo de amigos, pudimos ver durante un corto espacio de tiempo casi sobre nuestras cabezas un pequeño punto luminoso que se desplazaba rápidamente hacia el horizonte. Era el Sputnik I. Por entonces, muy al principio de mi carrera, yo estaba destinado en la Asesoría Jurídica Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores y, aunque era evidente que España no iba a adoptar ninguna iniciativa, en aquella oficina sí esperábamos con curiosidad noticias obre la actitud que pudieran adoptar otros países, especialmente el otro “Grande”, los Estados Unidos, cuyo territorio evidentemente estaba siendo sobrevolado repetidamente por el pequeño satélite soviético. No ocurrió nada, nadie protestó, nadie invocó la Convención de Chicago de 1944 que reconoce la soberanía de los Estados en el espacio aéreo sobre su territorio, nadie pretendió ejercer soberanía usque ad coelos y nadie acusó a la Unión Soviética de utilizar el nuevo instrumento, indudable alarde científico y técnico, con fines de espionaje. ¿A qué se debió ese silencio? Es bien sabido que en Derecho Internacional de las tres posibles interpretaciones del silencio (el que calla niega, el que calla otorga o el que calla no dice nada) es la segunda la que es aceptada. Debemos recordar que desde julio de 1957 a diciembre de 1958 se estaba celebrando un “Año Geofísico Internacional” patrocinado por el Consejo de las Uniones Científicas –organismo internacional no gubernamental– cuyo comité organizador había manifestado la esperanza de que fuera posible disponer de observatorios permanentes sobre la Tierra. Inmediatamente rusos y americanos anunciaron que sus programas de investigación incluían la puesta en órbita de pequeños satélites. En este caso, del dicho al hecho no hubo mucho trecho: el Sputnik I, realmente pequeño (era una esfera de 50 cm de diámetro con un peso de unos 80 kilos) fue lanzado sólo tres meses después de iniciado el Año Geofísico y pocos meses después lanzaron los Estados Unidos su primer satélite. En aquel año los lanzamientos de ambos países se sucedieron rápidamente mientras aumentaba con igual rapidez la potencia de los cohetes lanzadores y el peso de los objetos lanzados, digámoslo francamente, con siniestros augurios en cuanto a la posibilidad de usos no solamente científicos. En realidad el alarde científico y el progreso técnico, con indudable posibilidad de aplicaciones militares, iban emparejados. En diciembre de 1958, días antes del final del Año Geofísico, los Estados Unidos consiguieron colocar en órbita, mediante su cohete Atlas, un satélite que pesaba casi cuatro toneladas. Dos días después de terminar aquel Año, la Unión Soviética lanzaba un objeto –no iba a ser un satélite terrestre, el Lunik I– cuyo cohete lanzador le permitió superar la velocidad de liberación de la atracción terrestre (unos 40.000 km/h) con lo que tras pasar a unos 7.500 km de la Luna se colocó en órbita en torno del Sol como un minúsculo planeta artificial.

Pero volvamos al campo del Derecho Internacional: ningún Estado, incluso los que no participaban oficialmente en el Año Geofísico Internacional, protestó en ningún momento a pesar de que los objetos lanzados por los Dos Grandes pasaban y repasaban sobre sus territorios sin que los lanzadores hubieran solicitado autorización. Muy al contrario: el mundo entero celebró aquellos acontecimientos como un gran logro científico que inauguraba una nueva era en la historia: la Era Espacial. Pero el Año Geofísico tocaba a su fin: ¿Sería posible entender que el silencio de los Estados –el que calla otorga– significaba un consentimiento tácito tan sólo de los “sobrevuelos espaciales” relacionados con las actividades científicas del año geofísico? Algunos juristas soviéticos sostuvieron efectivamente esa tesis, lo que implicaba que en el futuro sería exigible la autorización de los Estados sobrevolados para el lanzamiento de satélites con otros fines. Y no estará demás recordar aquí que en el Derecho Aéreo, a diferencia del Derecho del Mar, no existe un derecho de paso inocente: las libertades del aire, consagradas en la Convención de Chicago de 1944, no incluyen la libertad de paso sobre el territorio, incluido el mar territorial, de aeronaves de Estado extranjeras, ni de las civiles empleadas en líneas regulares. Cierto que otros juristas del mismo bloque soviético habían argumentado que los satélites artificiales se mueven en un espacio extraterrestre, quizás mejor dicho, extra-atmosférico que, en comparación con el mar podría ser asimilado a la alta mar, donde existe plena libertad de navegación. La única objeción que cabe hacer a esta tesis es la de que requeriría establecer cual es el límite exterior del espacio territorial y donde empieza el “alto espacio”. En otras palabras: donde termina el espacio aéreo, que es territorial, y donde empieza el espacio exterior, que no lo es. Debo decir, ya desde ahora, que esta cuestión no ha sido resuelta, pero de la misma manera que las discrepancias sobre la anchura del mar territorial no impidieron durante un largo período histórico el desarrollo del derecho del mar, ni de la navegación, tampoco la falta de precisión en cuanto a la determinación zonal del espacio aéreo y el ultraterrestre ha impedido la actividad espacial ni el desarrollo del Derecho del Espacio. En el Derecho del Espacio la concepción zonal viene siendo sustituida por una concepción funcional: las actividades espaciales se rigen por el Derecho del Espacio y las actividades aéreas por el Derecho Aeronáutico.

El Comité para la Utilización Pacífica del Espacio Exterior (COPUOS)

Lo ocurrido en el espacio fue muy distinto de lo que venía ocurriendo en el mar. No hubiera sido ilógico que las dos potencias espaciales de finales de los años 50 hubieran propuesto una conferencia diplomática destinada a estudiar los problemas planteados por la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, que acababa de empezar, y a adoptar reglas destinadas a regir esa nueva actividad humana. Pero no fue así; tampoco se propuso que la Comisión de Derecho Internacional incluyera esa cuestión en su programa de trabajo. La cuestión, en realidad, era demasiado urgente: recordemos que en aquellos años la guerra fría estaba declarada y el peligro de guerra nuclear era una amenaza real. Así que fue la Asamblea General de las Naciones Unidas quien abordó el tema del espacio, ante todo desde el punto de vista del desarme y de los usos pacíficos del espacio ultraterrestre. Pocas semanas después de la puesta en órbita del Sputnik I una resolución de la Asamblea recomendaba el estudio en común de un sistema de inspección destinado a asegurar que el envío de objetos al espacio se haría exclusivamente con fines pacíficos y científicos. Al año siguiente fue establecido el Comité para la Utilización Pacífica del Espacio Exterior (conocido generalmente por sus siglas inglesas COPUOS) con un subcomité técnico y otro jurídico. Ambos han desempeñado una misión importante y eficaz. En el terreno que ahora nos interesa, la labor del COPUOS iniciada en su subcomité jurídico, ha sido, me atrevería a decir, espléndida. El que hoy llamamos corpus iuris spatialis, es decir, los textos de los cinco tratados del espacio y el de la Resolución de la Asamblea General 1962/XVII, aprobada por unanimidad el 13 de diciembre de 1963, todos fueron preparados por aquel subcomité. Me detendré unos momentos en esa importante Resolución puesto que en ella se sientan ya los principios básicos del Derecho Espacial: libertad, igualdad, cooperación, mantenimiento de la paz, no apropiación y responsabilidad. Repito: la resolución fue aprobada por unanimidad: todos sabemos que, según la Carta de las Naciones Unidas, las resoluciones de la Asamblea no constituyen normas jurídicas obligatorias. La Asamblea no es un órgano legislativo y sus resoluciones constituyen meras recomendaciones. Pero, una resolución unánime, ¿no puede ser considerada como origen de obligaciones para los Estados que la han aceptado, ni siquiera en la medida en que exprese principios que ya han encontrado aprobación en la práctica de los Estados, como ocurría en este caso? (por lo menos en lo que respecta a la libertad y la igualdad de los Estados en el acceso y utilización del espacio exterior con fines pacíficos). No insistiré en este punto puesto que pocos años más tarde todos los principios contenidos en la Resolución 1962/XVII fueron reiterados en forma de tratado internacional, por cierto sin que hubiera acuerdo en cuanto al límite superior del espacio aéreo, que sería el límite inferior del espacio ultraterrestre.

Ciertamente el COPUOS se ocupó de esa cuestión, y se sigue ocupando de ella hasta hoy, pero no ha sido posible llegar a una decisión; por otro lado un buen número de Estados no consideran urgente resolverla y ésa es la posición predominante. También un importante sector de la doctrina opina que el establecimiento de dos grandes zonas en el espacio, una sometida a soberanía estatal y otra regida por el principio de libertad daría lugar a una gran inseguridad jurídica: dada la velocidad a que se mueven los objetos espaciales habrían de pasar en breves espacios de tiempo de unas a otras zonas de soberanía, pasar por espacio libre y volver a entrar en zonas de soberanía con lo que sería difícil determinar el régimen jurídico o las leyes aplicables en cada momento.

En realidad los Estados no formularon pretensiones en esta materia y es más bien la doctrina la que ha formulado diversas posibilidades en cuanto al establecimiento de “límites territoriales” en el espacio. Un límite muy lógico sería el de la atmósfera terrestre. Pero la atmósfera no termina bruscamente, no es el litoral marítimo. La atmósfera va diluyéndose progresivamente y lo mismo puede decirse de la estratosfera. Los últimos rastros de partículas, vestigios de la densidad del aire se pueden encontrar hasta unos 500 km de altura. Otros autores han propuesto como límite el de la ionosfera, con la misma dificultad: su desaparición es progresiva. Ante esa dificultad también ha surgido la idea de adoptar como límite del “espacio territorial” el de la altura hasta la que es posible la navegación aérea, es decir, la sustentada en el aire. Este criterio sería muy lógico: muchas disposiciones legales nacionales definen la aeronave de la misma manera que nuestro Reglamento de Circulación Aérea, como ”toda máquina que puede sustentarse en la atmósfera por reacciones del aire que no sean las reacciones del mismo contra la superficie de la tierra” (Real Decreto de 31 de enero de 1992). Esta tesis nos recuerda la del alcance del cañón para determinar la anchura del mar territorial y se le opone una objeción similar: el progreso de la técnica puede alterar esa altura. En alguna ocasión se han propuesto alturas fijas medidas en kilómetros o millas; 100 ó 110 km han sido las cifras más frecuentemente sugeridas. También se ha propuesto como límite la altura a la que deja de manifestarse el fenómeno de la gravedad terrestre, lo que daría lugar a distancias enormes, del orden de 300.000 km. Una tesis que me parece muy lógica y que comparto sería la de establecer el límite ligeramente por debajo de la altura mínima a la que es posible el “vuelo orbital”, es decir, algo menos de 80 km. Me satisface decir que la única disposición legislativa que conozco que establece el límite del espacio exterior es la Ley de la República de África del Sur (Space Affairs Act) de 1992 y en ella se define el outer space como el que empieza “a una altura sobre la superficie de la tierra a la que es posible en la práctica utilizar un objeto en órbita alrededor de la Tierra”. Pero no se atreve a cifrarla ¿Dependerá también del progreso de la técnica?

Por todas estas razones no se ha establecido jurídicamente un límite zonal y hasta ahora viene aplicándose una concepción funcional. Es la naturaleza de las actividades reguladas lo que decide el derecho aplicable; a las actividades aéreas se aplica el Derecho Aeronáutico y a las espaciales, cualquiera que sea el lugar donde se realicen, el Derecho del Espacio. Hasta ahora la ausencia de delimitación no ha planteado problemas prácticos ni ha impedido la formación de un importante cuerpo de Derecho Espacial, los cinco tratados que ya he mencionado y a los que me referiré en un momento. Antes quiero señalar que si hasta ahora no ha habido problemas ello es debido a que los lanzamientos al espacio ultraterrestre mediante los conocidos cohetes Delta, Atlas, Soyuz y la maravilla europea Ariane, producen una trayectoria próxima a la vertical sobre el lugar de lanzamiento y pocos momentos después de su salida, a lo sumo unos minutos, ya están fuera del espacio aéreo regido por el Convenio de Chicago, cualquiera que sea la delimitación que se considere. Pero algo ha empezado a cambiar con la flotilla de los shuttle americanos que, en su trayectoria de regreso a la Tierra en vuelo apoyado en la atmósfera, podrían verse en la necesidad de penetrar en el espacio aéreo de un Estado distinto del de lanzamiento. Esa posibilidad ya ha sido prevista por los Estados Unidos en diversos acuerdos suscritos con otros Estados. Así en el acuerdo entre España y Estados Unidos de 11 de julio de 1991, sobre cooperación espacial, se incluyen las posibles situaciones de emergencia de un transbordador espacial que se viera obligado a entrar en el espacio aéreo español. La posibilidad de que un vehículo espacial penetre en el espacio aéreo de otro país habrá de ser prevista y, no ya como emergencia, el día aún relativamente lejano en que entren en servicio vehículos espaciales que en trayectoria suborbital realicen servicios de transporte fuera de la atmósfera pero con salida y regreso apoyados en el aire, como sería el caso de las futuras naves aeroespaciales que hoy se pronostica podrían unir, por ejemplo, Nueva York y Tokio en dos horas.

El Tratado General del Espacio

Volvamos al derecho espacial actual.  En diciembre de 1966 la Asamblea General de las Naciones Unidas, nuevamente sobre la base de acuerdos logrados en el COPUOS, aprobó, también por unanimidad la Resolución 2222/XXI que incluía el texto de un tratado en el que se recogían y desarrollaban los principios contenidos en la Resolución de 1963. El título del tratado es algo largo: “Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes”. Para abreviar todos lo citamos como el Tratado General del Espacio. El tratado cuyo texto, repito y subrayo, había sido aprobado por unanimidad en la Asamblea General fue abierto a la firma y entró en vigor en 1967. España lo ratificó en 1969. En 2002 eran 98 los Estados que lo habían ratificado –incluyendo a todos los que realizan actividades en el espacio ultraterrestre– y otros 25 lo habían firmado. En mi opinión es posible considerar que este tratado constituye hoy en día la codificación de reglas de derecho consuetudinario que resultan obligatorias incluso para quienes no lo hayan suscrito. No voy tan lejos como quienes sostienen que los principios que formula el tratado constituyan normas imperativas de Derecho Internacional, es decir, ius cogens, normas que no podrían ser derogadas por la voluntad de los Estados, pero he de recordar que el Tribunal Internacional de Justicia, en su sentencia relativa a la plataforma continental en el Mar del Norte, en 1969, afirmó que una norma de derecho consuetudinario podía cristalizar por la aceptación de un grupo muy numeroso de Estados siempre y cuando incluyera a los directamente interesados. Creo que el Tratado General del Espacio cumple esa condición.

No es posible analizar ahora en su totalidad el Tratado. Por supuesto explicita los principios de libertad e igualdad en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre en provecho y en interés de todos los países. Prohíbe la apropiación o reivindicación de soberanía, exige el fomento de la cooperación y la comprensión internacionales, prohíbe la colocación en órbita de objetos portadores de armas nucleares o de destrucción en masa y prescribe que la Luna y los cuerpos celestes se utilizarán exclusivamente con fines pacíficos. Pero la libertad y la igualdad no deben conducir a la anarquía. Para evitarla el Tratado establece que los Estados serán internacionalmente responsables de las actividades que realicen en el espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes. Es ésta una disposición absolutamente esencial y debo detenerme unos momentos en los dos artículos (VI y VII) que tratan de esa responsabilidad. El artículo VI establece que los Estados “serán responsables internacionalmente de las actividades nacionales que realicen en el espacio ultraterrestre… los organismos gubernamentales o las entidades no gubernamentales y deberán asegurar que dichas actividades se efectúen en conformidad con las disposiciones del presente Tratado”. La frase se refiere evidentemente tanto a las actividades gubernamentales –en el lenguaje de hoy quizá podría decir estatales– como a las no gubernamentales, es decir, las realizadas por entidades o personas privadas. Y, ya con referencia expresa a estas últimas, el texto añade: “Las actividades de las entidades no gubernamentales en el espacio ultraterrestre… deberán ser autorizadas y fiscalizadas constantemente por el pertinente Estado parte en el Tratado”. En otras palabras, la responsabilidad del artículo VI es la de quien está encargado de reglamentar una actividad, es decir, establecer reglas y obligar a cumplirlas.

Muchos han podido sorprenderse de la previsión que tuvieron los autores del Tratado en cuanto a actividades espaciales de entidades no gubernamentales. En los años 60, todavía en una fase inicial de la actividad humana en el espacio, sólo dos Estados, los Estados Unidos de América y la Unión Soviética, disponían de la capacidad técnica y económica necesarias para actuar en el espacio y eran los envueltos en la carrera espacial: lanzamiento de satélites artificiales cada vez más pesados, cohetes cada vez más potentes, cápsulas tripuladas, llegada a la Luna, primero con objetos no tripulados (soviéticos) y, en 1969, tripulados (americano). Todo ello parecía una competencia entre los dos grandes Estados que necesitaban demostrar su superioridad en la carrera, no sólo en la técnica y la ciencia sino también en posibilidades militares. ¿Por qué se introdujo ya entonces la referencia a las actividades no gubernamentales en el espacio? El artículo VI fue resultado de una transacción: la Unión Soviética hubiera preferido que la actividad espacial fuera atribuida exclusivamente a los Estados, sujetos del Derecho Internacional, pero los Estados Unidos exigían la referencia a las entidades privadas porque eran conscientes de que en las utilizaciones futuras del espacio estarían presentes entidades privadas, fundamentalmente porque ya en 1962 una ley (Communications Satellite Act) había establecido un consorcio privado para la utilización comercial de telecomunicaciones por satélite, la Comsat Corp. Por lo demás, es bien sabido que en EEUU las telecomunicaciones, a diferencia de los países europeos, siempre habían estado en manos de empresas privadas. En cualquier caso, el art. VI previó la actividad espacial de entes no gubernamentales y encomendó a los Estados la regulación de esa actividad. Hoy en día lo que sí puede sorprender es que solamente seis Estados hayan promulgado disposiciones de carácter general relativas a actividades espaciales realizadas por sus nacionales, sea en su territorio o fuera de él.

Tanto más sorprendente es esa situación si tenemos en cuenta lo dispuesto en el art. VII del Tratado. Aquí ya no se trata de esa responsabilidad de gobierno y reglamentación, ahora se trata de la responsabilidad por daños, es decir, la obligación de indemnizar a quienes sufran daños o perjuicios a consecuencia de actividades espaciales, que como hemos visto pueden ser realizadas por particulares. El art. VII carga esa responsabilidad (en inglés liability) sobre el Estado que lance o promueva el lanzamiento de un objeto al espacio ultraterrestre y sobre el Estado desde cuyo territorio o cuyas instalaciones se efectúe el lanzamiento. Hoy en día, cuando incluso las instalaciones de lanzamiento pueden pertenecer a entes no gubernamentales y cuando entidades privadas pueden hacer que sus satélites sean lanzados por quienes disponen de instalaciones, parece absurdo que solamente unos pocos Estados hayan previsto en sus legislaciones el traslado de esa responsabilidad por daños a los propietarios privados de instalaciones de lanzamiento –aún muy pocos– o a los propietarios y explotadores comerciales de satélites –ya muy numerosos–.

El Estado de registro y las responsabilidades

Insistiremos sobre esta cuestión al tratar de los derechos internos. Antes, volviendo al campo del Derecho Internacional, he de subrayar que el art. VIII del Tratado General del Espacio hace referencia a otra cuestión muy importante: el registro. El artículo, en armonía con el VI, establece que el Estado “en cuyo registro” figure el objeto lanzado al espacio retendrá su jurisdicción y control sobre tal objeto y sobre el personal que vaya en él. Es inevitable la comparación con lo que ocurre en el mar, mejor dicho, en alta mar. También aquí es el registro y el pabellón lo que determina bajo la jurisdicción de qué Estado se encuentra un buque en ese espacio libre. Pero hay una diferencia muy importante: no todos los buques son buques de guerra o de Estado y el Estado del pabellón sólo es responsable por daños respecto de sus buques y, en principio, no recae sobre él la responsabilidad por los daños que puedan causar a terceros los buques mercantes de su pabellón. En el espacio es el registro lo que, en principio, permite identificar al Estado responsable. Otra razón para que el Estado cumpla estrictamente las obligaciones que le imponen los arts. VI y VII y también para que establezca los mecanismos jurídicos adecuados para –sin desalentar las actividades de entes no gubernamentales– hacer recaer las obligaciones de reparación por daños en quien corresponda. En este punto soy de los que opinan que también la insuficiencia de las medidas de autorización y fiscalización de las actividades de entes privados o su falta de aplicación, pueden hacer que el Estado de lanzamiento o de registro –suelen coincidir– sea responsable por daños a terceros.

Era evidente que estas importantes disposiciones del Tratado del Espacio requerían ciertos desarrollos y éstos se produjeron rápidamente, también sobre la base de los trabajos de la COPUOS y sendas resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. El texto de un “convenio sobre la responsabilidad internacional por daños causados por objetos espaciales”, es decir liability, fue aprobado con la Resolución 2777/XXVI, de 29 de noviembre de 1971, que esta vez no fue aprobada por unanimidad sino por 93 votos a favor, ninguno en contra y 4 abstenciones (Canadá, Irán, Japón y Suecia). España ratificó el Convenio con bastante retraso, en 1980. En 2002 eran 82 los Estados Partes y 25 firmantes que todavía no han ratificado. El Convenio se basa, como afirma su preámbulo, en la necesidad de elaborar normas y procedimientos eficaces y asegurar el pago rápido de “una indemnización plena y equitativa a las víctimas”. Después de definir los daños de manera que incluyan tanto los personales como los materiales determina que el Estado de lanzamiento tiene responsabilidad absoluta (objetiva) por los daños causados por un objeto espacial suyo (o de sus nacionales o lanzado por él o desde él) en la superficie de la tierra o a aeronaves en vuelo. En cambio la responsabilidad es relativa, sólo por culpa, en el caso de daños causados fuera de la superficie de la Tierra. Pero, reiteramos, la responsabilidad internacional recae en el Estado de lanzamiento, definido como el que lance o promueva el lanzamiento y aquel desde cuyo territorio o instalaciones se lance. Tras indicar las exenciones de responsabilidad, el Convenio subraya el carácter estatal de la responsabilidad al establecer que las reclamaciones de indemnización serán presentadas al Estado de lanzamiento por vía diplomática, sin necesidad de agotamiento de los recursos locales, aunque no excluye la posibilidad de que el Estado perjudicado o una persona física o moral “a quien éste represente” presenten su reclamación ante los tribunales de justicia del Estado de lanzamiento. Por lo demás, el Convenio se refiere a “la indemnización que en virtud del presente Convenio estará obligado a pagar el Estado de lanzamiento” y también subraya el carácter interestatal de la reclamación al prever el recurso a una comisión de reclamaciones si no se logra resolver una reclamación “mediante negociaciones diplomáticas” transcurrido el plazo que señala. Creo que mi punto está probado: el Estado de lanzamiento es el obligado internacionalmente a indemnizar sea quien sea la entidad por cuya cuenta o para cuyo interés o beneficio se lance. Volveré sobre ello al tratar de los derechos internos.

El “registro de objetos lanzados al espacio ultraterrestre”

El otro Convenio de desarrollo trata del “registro de objetos lanzados al espacio ultraterrestre”. Nuevamente, es resultado de los trabajos de la COPUOS y su texto fue aprobado como anejo a la Resolución 3235 de la Asamblea General en 1974. Entró en vigor en 1975. En 2002 sólo 45 Estados la habían ratificado y 25 firmantes no han procedido aún a la ratificación. España es parte contratante y estableció su Registro por Real Decreto de 24 de febrero de 1995. Parece evidente que sólo los Estados que lanzan objetos al espacio establecen un registro en cumplimiento de la obligación que les impone el Convenio. También está obligado el Estado de registro a comunicar al Secretario General los datos que señala el art. IV del Convenio para su inscripción en el registro que lleva el propio Secretario General. Estos datos se refieren a la designación del objeto, Estado o Estados de lanzamiento, fecha y lugar de éste, parámetros orbitales y función general del objeto. Aunque el Estado de registro puede proporcionar información adicional, nada le obliga a inscribir o notificar información sobre posibles cambios en la jurisdicción o propiedad del objeto registrado. No parece que este Convenio sea suficiente hoy en día a la vista de la intensa actuación en el espacio de entidades privadas que pueden no tener ninguna relación con el Estado de lanzamiento que fue, necesariamente, el Estado de registro en virtud de lo dispuesto en el art. II.

El “Acuerdo sobre el salvamento”

Los otros dos tratados del espacio salidos de los trabajos de la COPUOS sólo los mencionaré brevemente: tienen menos relación actualmente con el objeto central de esta charla. El “Acuerdo sobre el salvamento y la devolución de astronautas y la restitución de objetos lanzados al espacio ultraterrestre”, cuyo texto estaba incluido en la Resolución 2345/XXII, de 19 de diciembre de 1967, fue aprobado por unanimidad. Entró en vigor en 1968, contaba en 2002 con 88 ratificaciones y 25 firmas, entre las que no aparecía la de España, que no lo ha ratificado más que este año. Sin embargo, es un convenio cuya aplicación no exige, en mi opinión, la adopción de medidas legislativas específicas (¿quizá en materia de aduanas y pasaportes?). En realidad el convenio trata tan sólo de extraer las consecuencias lógicas del principio que considera a los astronautas como enviados de la humanidad y del de cooperación, aunque, desde otro punto de vista, también puede pensarse en el interés de las potencias espaciales en impedir que sus objetos espaciales, o sus restos, pudieran ser retenidos y estudiados por países distintos del Estado de lanzamiento.

El “Acuerdo sobre las actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes”

El más reciente de los cinco tratados, el “Acuerdo que debe regir las actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes”, a pesar de su gran interés, no ha tenido –hasta ahora– tanto éxito como los anteriores. También estaba incluido en una Resolución de la Asamblea General, la 34/68, del 5 de diciembre de 1979, adoptada por unanimidad. Abierto a la firma ese mismo año, no obtuvo las cinco ratificaciones necesarias para su entrada en vigor hasta julio de 1984. En 2002 sólo contaba 11 ratificaciones más cinco firmas y es de destacar la ausencia de los países más avanzados en la actividad espacial, de los que sólo Francia lo ha firmado, sin ratificarlo. Sin embargo, como he dicho, es sumamente interesante. Por lo pronto, contiene una “modesta” limitación en cuanto su art. 1 extiende la aplicación de sus disposiciones tan sólo a otros cuerpos celestes del sistema solar distintos de la Tierra. Por otra parte, es el primero de los tratados del espacio que trata no sólo de exploración y utilización sino también de explotación y prevé que cuando esa explotación esté a punto de ser viable, los Estados Parte “se comprometen a establecer un régimen internacional apropiado”. Obviamente el precedente in mente de los autores de este texto era el régimen de explotación de los recursos de los fondos marinos en la zona que había sido declarada “patrimonio común de la humanidad”. Las peripecias posteriores de la Parte XI de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar no permiten ser muy optimistas sobre el futuro régimen de explotación de los recursos de la Luna, que también es declarada, junto con sus recursos “patrimonio común de la humanidad” (art. 11). En cambio, el texto merece el elogio de garantizar la libertad de acceso a la Luna y establecer una desmilitarización tan total como la de la Antártida.

La autoridad internacional

Pero el problema de establecer una autoridad internacional, aceptada por todos los países, no es fácil de resolver; me limitaré a mencionar los ejemplos del Consejo de Seguridad y –más próxima a los problemas del espacio– las dificultades por las que ha pasado y sigue pasando la Autoridad de los Fondos Marinos. En relación con el espacio –no sólo con la Luna– también se ha argumentado sobre la necesidad de una autoridad dotada de poderes efectivos. Hemos visto que no ha sido así y que, respetando los principios fundamentales, los Estados tienen libertad plena. ¿Es posible esa libertad en todo el espacio ultraterrestre sin que los Estados más avanzados se apropien ciertos recursos, mejor dicho, zonas especialmente útiles? La cuestión no es teórica: hay una zona muy especial en el espacio, la llamada órbita geoestacionaria, aunque yo prefiero hablar del “anillo geoestacionario”, puesto que una órbita no existe más que cuando es recorrida por un objeto, no es más que una trayectoria, y si no hay objeto no hay trayectoria ni órbita. Dejemos esta cuestión de lado. La importancia de la órbita geoestacionaria viene de que se trata de una órbita idealmente circular cuyo plano orbital coincide con el plano ecuatorial terrestre y cuyo período nodal es de 24 horas. Un satélite situado en esa órbita permanece en una posición fija respecto de la Tierra, como si estuviera sujeto a un mástil anclado en el centro de nuestro planeta proyectándose hasta una distancia de unos 35.850 km de su superficie. En la práctica las órbitas descritas por los satélites geoestacionarios tienen una pequeña excentricidad e inclinación respecto del plano ecuatorial debido a perturbaciones o anomalías en el campo gravitatorio terrestre, efectos combinados de los campos gravitatorios de la Luna y el Sol así como al viento solar. Pero a cada satélite geoestacionario es necesario asignarle una posición (“caja” –box o slot–) determinada por coordenadas, latitud y longitud (la latitud debe ser siempre 0) dentro de la que ha de permanecer con desviaciones máximas del orden de una décima de grado en los satélites de transmisión directa de señales de televisión; se admite algo más para los que transmiten hacia receptores móviles. Lo importante, a nuestro efectos (jurídicos) es que el satélite ha de estar provisto de los medios de propulsión necesarios para rectificar su posición y mantenerlo dentro de su “caja”. Cuando se agota la fuente de energía necesaria para ese fin o la que utiliza para sus receptores, amplificadores y transmisores (los traspondedores), su vida útil termina (con los medios actuales la duración de esa vida es de unos 10 a 15 años) y el objeto permanece inútil pero girando indefinidamente dentro del anillo geoestacionario que puede ser descrito como una envuelta de unos 150 km de anchura, delimitada por líneas correspondientes a los 15 grados de latitud norte y sur, con su eje central a la distancia de la Tierra antes indicada. El problema que exige la intervención de una autoridad es que la órbita geoestacionaria puede ser considerada como un recurso natural escaso, limitado: no admite más que un número de satélites relativamente reducido puesto que es necesario guardar entre ellos una distancia de seguridad y evitar las interferencias radioeléctricas –y también el espectro de las frecuencias radioeléctricas es un recurso limitado–. Se estima actualmente en unos 1.800 el número máximo de satélites que podrían operar simultáneamente desde órbitas geoestacionarias. No es de extrañar que muchos países en desarrollo, sin las posibilidades técnicas y financieras de los países industrializados mostraran su preocupación ante la posibilidad de que las posiciones en esa órbita fueran acaparadas antes de que ellos tuvieran la posibilidad de utilizarla. Tanto más cuanto que la UIT, organización internacional a la que incumbe la asignación y el registro de las frecuencias radioleléctricas –imprescindibles para el telemando y funcionamiento de los satélites– seguía el sistema de concederlas en el orden de llegada de las peticiones (first come, first served), y las asignaciones de frecuencias radioeléctricas eran por tiempo indefinido.

No ha faltado un intento de someter la órbita geoestacionaria a la soberanía de los Estados cuyo territorio es atravesado por el ecuador. En 1975 la delegación de Colombia en la Asamblea General de las Naciones Unidas anunció que su país reivindicaba la soberanía sobre el segmento de órbita geoestacionaria correspondiente al espacio sobre su territorio. Un año más tarde, en diciembre de 1976, ocho países ecuatoriales (Brasil, Colombia, Congo, Ecuador, Indonesia, Kenia, Uganda y Zaire) adoptaron la Declaración de Bogotá reivindicando la soberanía sobre sus respectivos segmentos y, por consiguiente, el derecho de exigir su autorización expresa para la utilización por otros Estados. No es posible considerar aquí los interesantes argumentos que se expusieron en pro y en contra de aquella pretensión. Finalmente la tesis no prosperó –aunque la cuestión sigue apareciendo en el orden del día del COPUOS– pero sí ha tenido una consecuencia práctica. La preocupación de los países en desarrollo, ecuatoriales o no, estaba justificada si la UIT hubiera seguido asignando frecuencias radioeléctricas otorgando prioridad al orden cronológico de las solicitudes. En realidad ya en 1971, la Conferencia mundial administrativa de Telecomunicaciones por Satélite había afirmado la igualdad de todos los países para la utilización de tales frecuencias y de las posiciones en la órbita geoestacionaria; también afirmó que el registro en la UIT de frecuencias y posiciones no debería dar tampoco una prioridad permanente a los países que las utilizasen. Poco después, el Convenio Internacional de Telecomunicaciones aprobado en Málaga en 1973 dio obligatoriedad a esos principios y la Conferencia Administrativa Mundial de 1979 decidió abandonar el sistema de asignaciones definitivas limitando su duración a fin de poder atender a las necesidades de todos los países. En otras palabras, hoy la UIT desempeña las funciones de una autoridad internacional en estas materias: uso del espectro radioeléctrico y asignación de posiciones en la órbita geoestacionaria. Por consiguiente, sus instrumentos jurídicos relativos a ambas cuestiones debemos incluirlos en el Derecho del Espacio Ultraterrestre.

Las armas nucleares

También debemos incluir en el Derecho del Espacio el Tratado por el que se prohíben los ensayos con armas nucleares en la atmósfera, el espacio ultraterrestre y debajo del agua, que fue abierto a la firma en Moscú el 5 de agosto de 1963 y entró en vigor muy poco después, el 10 de octubre de aquel año. En 1999 lo habían ratificado 126 Estados, más 11 firmantes sin ratificar; y eran partes contratantes todas las potencias nucleares, con la espectacular ausencia de Francia. Aún teniendo en cuenta este tratado, el desarme en el espacio y los cuerpos celestes no es completo. Aunque estén prohibidas toda clase de armas en la Luna y otros cuerpos celestes y esté prohibida la colocación en órbita de armas nucleares o de destrucción en masa, no están prohibidas otras armas en el espacio, ni tampoco está prohibido el paso de armas nucleares lanzadas desde la tierra o el aire. Y no podemos olvidar que los primeros objetos lanzados por el hombre que entraron en el espacio ultraterrestre fueron las famosas V-2, una de las Verweltungswaffen de Alemania durante la II Guerra Mundial que, más tarde junto con su creador Wernher von Braun, fueron empleadas, bajo la pacífica designación de A-4, en los primeros ensayos espaciales en los Estados Unidos. No voy a hablar ahora de la famosa Iniciativa de Defensa Estratégica del Presidente Reagan, aunque en aquellos años yo era el delegado español en la Conferencia de Desarme de Ginebra. Me limitaré a señalar que el en su día famoso Tratado ABM, del que tanto se ha hablado con motivo del nuevo plan de defensa antimisil de los Estados Unidos, pero recientemente denunciado, y que era un tratado bilateral que obligaba tan sólo a ese país y a la Federación Rusa como sucesora de la Unión Soviética, sí contenía la prohibición de desarrollar, ensayar o desplegar sistemas antibalísticos (por tanto también misiles, lanzadores y radares) en el mar, en el aire o en el espacio.

Teleobservación, energía nuclear y cooperación

Para terminar con el Derecho Espacial Internacional y aunque todavía no han llegado a ser normas convencionales, no quiero dejar de mencionar siquiera, cuatro resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de las que tres fueron adoptadas por consenso y a las que podrían aplicarse las consideraciones que ya hice anteriormente. Todas ellas contienen principios que, al menos, han de ser considerados como recomendaciones de la comunidad internacional. La más antigua es la Resolución 37/92, de diciembre de 1982, y es precisamente la que no logró un consenso. Trata de la utilización por los Estados de satélites artificiales para las transmisiones internacionales directas por televisión y fue aprobada por 107 votos contra 13 en contra y otras 13 abstenciones. Todos sabemos el enorme impacto que las transmisiones directas de televisión –es decir, las que pueden ser captadas por pequeñas antenas individuales y no necesitan retransmisión por cable u otros sistemas desde instalaciones receptoras controlables por alguna autoridad estatal– tienen en la libertad de información. Los votos en contra y las abstenciones vinieron especialmente de los países occidentales que hubieran deseado una plena libertad para esas transmisiones. El apoyo procedió de la Unión Soviética y su bloque, junto con el tercer mundo. La Unión Soviética deseaba unas restricciones importantes, especialmente que fuera necesario el consentimiento del Estado en cuyo territorio podrían recibirse las señales procedentes de un satélite de otro Estado antes de que se estableciera el servicio. La Resolución no va tan lejos; se limita a establecer la obligación de notificar el propósito e iniciar consultas con cualquier Estado que lo solicite. Aún así, repito, los países occidentales no apoyaron la Resolución.

Las otras tres, aprobadas por consenso, son las siguientes:

• Resolución 41/65, de diciembre de 1986, sobre teleobservación de la Tierra. Su objeto es asegurar que esas actividades se realicen de conformidad con el Tratado General del Espacio, es decir, en provecho e interés de todos los países y que los Estados que realicen tales actividades promoverán la cooperación internacional y prestarán asistencia técnica a otros Estados en condiciones mutuamente convenidas. Además, y esto es importante, los Estados objeto de observación habrán de tener acceso a los datos primarios y los elaborados obtenidos por otros Estados “sin discriminación y a un costo razonable”. La teleobservación también deberá promover la protección de la humanidad contra los desastres naturales; el Estado que obtenga datos elaborados e información analizada que pueda ser útil a un Estado afectado o que probablemente vaya a ser afectado por un desastre natural deberá transmitir esa información al Estado interesado lo antes posible. No veo razones para que esa Resolución no llegue a ser un tratado, aunque he de decir que Estados Unidos, Japón y Alemania declararon que la consideraban una mera recomendación no obligatoria.

• Resolución 47/68, de diciembre de 1992, relativa a la utilización de fuentes de energía nuclear en el espacio ultraterrestre. Es posible que muchos recuerden el más conocido de los accidentes ocurridos por la llegada a tierra de los restos de objetos espaciales: se trata de la caída territorio canadiense de los restos del satélite soviético Cosmos 954 que llevaba a bordo un reactor nuclear. El hecho ocurrió en 1978 y los restos comprendían elementos radiactivos. Aunque afortunadamente la caída tuvo lugar en una zona deshabitada del país, Canadá hubo de realizar las operaciones necesarias para recoger los restos y eliminar la posibilidad de contaminación radiactiva. La indemnización reclamada fue relativamente modesta y la cuestión se solucionó en 1981 con el pago de 3 millones de dólares canadienses por la URSS. Pero la preocupación por los riesgos de contaminación radiactiva se trasladó al COPUOS y finalmente dio lugar a la Resolución que comentamos. En un resumen muy breve me limitaré a indicar que la Resolución, además de reglas relativas a la seguridad y construcción de objetos espaciales que utilicen fuentes de energía nuclear, establece que los reactores nucleares no deberán funcionar más que en misiones interplanetarias o en órbitas suficientemente altas; en órbitas bajas, los satélites que utilicen reactores nucleares habrán de ser estacionados en una órbita suficientemente alta al terminar su misión. Órbita suficientemente alta es aquella en la que la vida orbital es lo bastante larga para que se produzca una desintegración suficiente de los productos de la fisión nuclear. Sólo se deberá utilizar como combustible el uranio 235 altamente enriquecido. Los objetos que lleven a bordo generadores isotópicos tampoco deberían utilizarse más que en misiones interplanetarias o misiones más allá del campo gravitatorio de la Tierra. Si se emplean en órbita terrestre habrán de estacionarse “en una órbita alta luego de concluir la parte operacional de su misión”. En todo caso, es necesario, en última instancia, destruirlos. La Resolución establece también las medidas que debe adoptar el Estado de lanzamiento antes de efectuarlo y sus obligaciones si se produjeran fallos y, en su caso, el riesgo de reingreso en la Tierra y, ciertamente, reitera las disposiciones del Tratado general del espacio en cuanto a la responsabilidad y la liability del Estado de lanzamiento. También en el caso de esta Resolución opino que debería ser transformada en acuerdo internacional y que, además, sería deseable que los Estados conscientes del riesgo establecieran normas internas en esa materia.

• Por último, la Resolución 51/122, de diciembre de 1996, también adoptada por consenso, constituye una Declaración sobre la cooperación internacional en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre en beneficio e interés de todos los Estados, teniendo especialmente en cuenta las necesidades de los países en desarrollo. Creo suficiente el enunciado para comprender que su objeto es que los países desarrollados contribuyan con asistencia técnica y financiera a promover la ciencia y la tecnología espaciales en los países en desarrollo y fomentar en ellos el desarrollo de una capacidad espacial adecuada a sus necesidades. Por supuesto, no voy a criticar la Resolución pero, en este caso, me parece difícil elevar su contenido al rango de normas jurídicas obligatorias y precisas.

La necesaria revisión del registro de objetos espaciales

Podemos preguntarnos ahora, después de esta vista de conjunto del Derecho Internacional del Espacio, si existen lagunas que convenga llenar. En mi opinión existen dos cuestiones importantes que deberían ser examinadas. Ante todo, comparto plenamente la opinión de quienes estiman que el Convenio sobre el registro de objetos espaciales necesita una revisión a la vista del enorme aumento que ha tenido la actividad espacial de entidades privadas y también ante la posibilidad de que el Estado de lanzamiento, que es el obligado a inscribir el objeto en su registro y notificarlo al Secretario General de las Naciones Unidas, deje de ser el que ejerza su jurisdicción y control, en los términos del art. VIII del Tratado General del Espacio. En mi opinión, es absolutamente necesario que tanto el registro que lleva el Secretario General de las Naciones Unidas como los registros nacionales que llevan los Estados, anoten todos los cambios que se produzcan durante la vida del objeto registrado y que afecten, sea a la jurisdicción y la responsabilidad estatal, sea al derecho de propiedad sobre el objeto. De otra forma, el Estado que aparece en el registro, y que forzosamente ha de ser un Estado de lanzamiento, es posible que ya no tenga interés ninguno en el objeto, pero pueda seguir siendo considerado como responsable según los arts. VI y VII del Tratado. En otras palabras, no parece apropiado que un “Estado de lanzamiento” pueda seguir ejerciendo jurisdicción según el art. VIII del Tratado sobre un objeto “extranjero”.

La basura espacial

La otra cuestión es la de la adopción de reglas jurídicas destinadas a impedir que continúe acumulándose la basura espacial. Es un problema preocupante y que ya está siendo estudiado en diversos lugares, por supuesto también en el COPUOS. El problema existe en todo el océano espacial que rodea a la Tierra y, como en el mar, es resultado de la actividad humana. Se trata de numerosos satélites fuera de servicio, es decir, que han agotado su vida útil, fragmentos de objetos destruidos por accidentes o explosiones, restos de las etapas superiores de cohetes de lanzamiento, pequeñas piezas desprendidas en la separación de esas etapas y la carga útil, restos de motores y un gran número de pequeñas partículas de metal o de pintura. Todos esos objetos se mueven a velocidades que se miden en decenas de miles de kilómetros por hora. Es cierto que solamente los de cierto tamaño o masa pueden causar la destrucción de satélites útiles, pero incluso los más ligeros pueden perforar el traje espacial de astronautas trabajando en el exterior de una estación espacial o de un transbordador como el shuttle. Desgraciadamente el proceso natural de limpieza es muy lento y sólo afecta a los objetos en órbitas bajas, en general las inferiores a 500 km de altura. En órbitas altas no existe prácticamente esa limpieza natural puesto que el período de tiempo necesario es enorme; un especialista, Manuel Bautista Aranda, en su interesantísima obra A las puertas del espacio explica que la permanencia en órbita circular de un satélite a unos 1.000 km de altura será de unos 1.000 años y a 1.500 km sería de 10.000 años. En órbita geoestacionaria, a 36.000 km de altura, la permanencia podría ser de más de un millón de años.

En la actualidad no existen sistemas técnicamente posibles y económicamente soportables para la eliminación de esos objetos inútiles y peligrosos, excepto precisamente para la órbita geoestacionaria. En esta órbita existe una solución técnica que todavía no se ha hecho jurídicamente obligatoria, y éste sería un paso necesario. Tanto más cuanto que en la órbita geoestacionaria puede llegar un momento de saturación: su capacidad es limitada y la vida útil de los satélites en ella es actualmente de unos 10 a 15 años. Si no se pone remedio relativamente pronto se producirá la saturación. Los datos más recientes que he podido consultar en el Boletín de la ESA relativos a noviembre del año pasado muestran 731 objetos catalogados, de los que solamente 242 son satélites operativos, 115 se encuentran en órbita, pero fuera de uso, y 323 satélites o restos de cohetes de tamaño detectable giran a la deriva pero dentro del “anillo”. Además, hay otros 51 objetos que no han podido ser localizados en los últimos meses y un cierto número de satélites cuyos datos no son conocidos. Aunque el riesgo de colisiones no es muy grande puesto que la diferencia de velocidad relativa entre todos esos objetos es pequeña mientras permanecen en su órbita ya que todos giran en el mismo sentido, los que van a la deriva dentro del anillo cruzan diagonalmente el plano de las órbitas controladas dos veces al día con inclinaciones de hasta 15 grados y velocidad relativa que puede llegar a 800 m/s. Hasta ahora sólo se han producido dos accidentes en el “anillo” pero a consecuencia de ellos un número indeterminado de fragmentos cuya situación no se conoce siguen en órbita (sólo los de tamaño superior a un metro pueden ser catalogados por la Red de Vigilancia del Espacio americana). Y cada año entre 25 y 30 nuevos objetos son colocados en órbita geoestacionaria. Para luchar contra la permanencia en la órbita de objetos inútiles lo único que se puede hacer hoy es procurar que el número de piezas desprendidas en la separación de la carga útil sea mínimo y obligar a que el satélite que ha terminado su vida útil sea reorbitado a una altura superior –unos 400 km– donde podrá permanecer a la deriva durante cientos de miles de años. Hasta ahora no se ha conseguido la aprobación de medidas internacionalmente obligatorias, tan sólo existen recomendaciones de la UIT, la IAA (International Academy of Astronautics) y el Inter-Agency Space Debris Coordination Committee. En ellas se pide que los satélites geoestacionarios retengan una reserva final de energía propulsora que permita esa proyección a mayor altura cuando se agote la que han consumido para mantener su posición en la “caja” que les fue asignada. Evidentemente, estas recomendaciones no pudieron ser tenidas en cuenta al lanzar los satélites antiguos y desgraciadamente parece que tampoco todos los satélites modernos cumplen esa recomendación ni han sido enviados en su momento a una distancia suficiente para asegurar su salida del “anillo”. Un estudio reciente de la ESA afirma que de unos 40 satélites geoestacionarios que terminaron su vida útil durante los dos últimos años sólo una tercera parte fueron reorbitados de manera apropiada.

En cuanto a los objetos en órbitas bajas o medias en la actualidad no existen sistemas técnicamente posibles y económicamente soportables  para la eliminación de los inútiles y peligrosos. Es cierto que el transbordador espacial americano ha podido recoger y reparar satélites averiados pero el coste de la operación para una mera eliminación de basura es excesivo. También se ha pensado en utilizar objetos espaciales capaces de generar un fuerte campo magnético que podría atraer las pequeñas piezas metálicas que abundan en el espacio. Otra posibilidad sería la de reorbitar los satélites inútiles y de cierto tamaño hacia abajo, de manera que descendiesen a alturas en las que el efecto de frenado de la atmósfera empieza a ser eficaz; en todo caso, además de caro, esto sólo sería posible en satélites de cierto tamaño, suficiente para contener la reserva de combustible y oxidante necesarios, y no es posible hacerlo en las piezas o restos separados de cohetes o satélites. Y el problema es grave: el número de objetos catalogados en órbita terrestre aumenta continuamente; en la actualidad los de tamaño superior a 10 cm son unos 9.000 y se trata solamente de los que pueden ser detectados desde la Tierra. Según el autor antes citado, los de tamaños comprendidos entre 1 y 10 cm serían ya más de 100.000 y se estima que el número de las partículas de 1 mm o menos habría que contabilizarlo en miles de millones.

Por el momento, la única defensa frente a los objetos grandes (10 cm o más) consiste en observar y calcular sus trayectorias a fin de evitar colisiones con lanzamientos futuros. El Mando Espacial de Estados Unidos cuenta con un Space Control Center destinado a detección, cálculo de órbitas y predicción de reentradas de esos objetos, al igual que la Unión Soviética. También nuestra Agencia Espacial Europea tiene en el Observatorio del Teide, en Tenerife, un telescopio de un metro de apertura dedicado a la observación de los desechos espaciales. Pero los objetos menores de 10 cm no son detectables y no están catalogados; tan sólo un radar especial, instalado cerca de Boston, es capaz de detectar objetos de 1 cm hasta una altura de 1.000 km. Es cierto que la inmensa mayoría de esos objetos son muy pequeños, pero se mueven a velocidades enormes, del orden de 28.000 km/hora en las órbitas circulares bajas hasta los 40.000 en el perigeo de órbitas muy excéntricas; además, a diferencia de lo que ocurre en la órbita geoestacionaria, no todos se mueven en la misma dirección o con ángulo de encuentro reducidos. Los planos orbitales de estos satélites van del ecuatorial al polar y por consiguiente los choques a enormes velocidades relativas son perfectamente posibles. La única defensa contra ellos consiste en la redundancia de los dispositivos esenciales o el apantallamiento con escudos ligeros montados a cierta distancia de la envuelta del objeto protegido.

Los Derechos Internos

Creo que ya me he extendido en exceso sobre el espacio ultraterrestre y el Derecho Internacional. Ahora no puedo dejar de hacer unas breves consideraciones sobre los Derechos Internos en materia espacial. Si en 1962 y aún en 1967 pareció una anticipación casi de ciencia ficción que la primera declaración de las Naciones Unidas y el primer Tratado del Espacio se ocupasen ya de las posibles actividades espaciales de entidades no gubernamentales, hoy merece asombro el que solamente un puñado de países hayan incluido en su Derecho Interno normas jurídicas de carácter general relativas a actividades espaciales realizadas por sus nacionales o en y desde su territorio. Pero es la pura verdad: solamente Estados Unidos, la Federación Rusa, Suecia, el Reino Unido, Australia y la República Sudafricana han dictado disposiciones internas destinadas a satisfacer las obligaciones que imponen a los Estados de manera muy concreta los arts. VI y VII del Tratado General del espacio en materia de responsabilidad o, salvo en materia de telecomunicaciones, donde era perentorio e indispensable, en otros aspectos del Derecho Espacial Internacional. Se podrá decir que en muchos países el Derecho Internacional pasa a formar parte del Derecho Interno automáticamente. En el caso de España eso ocurre por precepto del art. 96 de nuestra Constitución y ya ocurría anteriormente, entonces –curiosamente– en virtud de lo dispuesto en el Código Civil. Pero eso no es suficiente: el Derecho Espacial Internacional necesita desarrollos y precisiones que sólo puede realizar el Derecho Interno. Si no hubiera actividades de personas privadas en el espacio es posible que el Derecho Internacional actual fuera suficiente. Pero hoy las entidades privadas, nacionales de uno u otro Estado o establecidas en su territorio o creadas conforme a sus leyes actúan en el espacio, hasta el punto de que en la actualidad son más las entidades privadas que actúan en el espacio que las gubernamentales. Y, según el art. VI, son los Estados los que tienen la responsabilidad de reglamentar esa actuación y asegurar que se hace de conformidad con el Derecho Internacional. Y, lo que quizá sea más perceptible, el Estado al que pertenezcan esas entidades no gubernamentales es el responsable, responsable directo, de indemnizar a los perjudicados por esas actividades según el art. VII del Tratado General y según las disposiciones del Convenio sobre la responsabilidad por daños. Siendo así las cosas es realmente asombroso que sólo unos pocos Estados y, desde luego, no todos aquellos cuyos nacionales participan en la utilización y explotación de objetos espaciales, se hayan ocupado de dictar normas apropiadas para repartir la responsabilidad por daños y, en su caso, obligar a los actuantes a acreditar su capacidad de actuar en el espacio y a cubrir sus riesgos mediante la contratación de seguros suficientes. No digo que esos actuantes no lo hagan, pero en la mayoría de los países no existen normas que les obliguen a hacerlo. En los seis países que he citado antes, ése es el objeto primario de las leyes dictadas: establecer un sistema de licencias para permitir las actividades espaciales de entes no gubernamentales y la inspección por las autoridades gubernamentales de esas actividades y el cumplimiento de los requisitos técnicos y económicos (financiación y seguros) que se establezcan, sin olvidar la posibilidad de que el Estado sea reembolsado cuando haya tenido que indemnizar a terceros.

Este es el caso de la Ley sueca sobre actividades espaciales, de 1982, la más sencilla de todas: sólo tiene seis artículos pero en ellos define las actividades a que se refiere y prohíbe que se realicen en territorio sueco sin licencia concedida por el gobierno o por personas naturales o morales de nacionalidad sueca fuera de Suecia. También prevé el castigo con multa o incluso prisión por realizar esas actividades sin licencia o incumpliendo las condiciones o requisitos establecidos. La ley deroga las disposiciones del código penal que impedirían la persecución de los infractores suecos que hubieran realizado sus actividades fuera de Suecia. Por último (last but not least), la ley prevé que la persona que realice actividades espaciales habrá de reembolsar al gobierno los pagos que éste realice debido a su responsabilidad internacional, salvo que razones especiales aconsejen otra cosa. Un decreto de la misma fecha indica que las peticiones de licencia se dirigirán al Consejo Nacional de Actividades Espaciales y encarga a éste llevar el registro de los objetos espaciales cuando Suecia sea considerada Estado de lanzamiento. Mayor concisión no es posible.

En el otro extremo se encuentran, claro está, los Estados Unidos cuya legislación espacial es muy amplia: ya en 1958 la National Aeronautics and Space Act, que creó la famosa NASA se ocupaba de la relación entre esa Agencia federal y las posibles iniciativas privadas en materia espacial y desde esa fecha son muchas las disposiciones legislativas dictadas en aquel país. Es imposible ni siquiera mencionarlas todas. Me limitaré a señalar que posteriormente se han dictado leyes relativas a diversos sectores de actividad comercial y privada en el espacio. Así, la ley sobre lanzamientos comerciales, de 1984, o la ley sobre la comercialización de la teleobservación, de la misma fecha pero reformada en 1992, o la aplicación de la ley de telecomunicaciones a las espaciales, decidida en 1970. La más importante sigue siendo la ley sobre lanzamientos, que no se aplica sólo al lanzamiento sino también a la explotación por entidades privadas de instalaciones de lanzamiento. Sin embargo, su versión original no consiguió los resultados que se esperaban en cuanto a esa participación privada y fue enmendada en 1988 y codificada en 1994 bajo el título Transportation & Comercial Space Launch Activities. No es posible entrar en detalles, pero la ley se ocupa por supuesto del otorgamiento de licencias, responsabilidad y seguros. Precisamente se consideró que la versión de 1984 no había logrado el objetivo de fomentar las actividades privadas porque descargaba totalmente la responsabilidad (ilimitada) por daños a terceros en los particulares que, en esas condiciones, no podían obtener contratos de seguros. La versión enmendada redujo la exigencia de seguro (o la prueba de responsabilidad financiera del solicitante de licencia) a 500 millones de dólares o al máximo obtenible en el mercado de seguros a un precio razonable. La cifra podía ser rebajada si se estimaba que el máximo daño posible era inferior. Con ello el gobierno se convertía en asegurador en las reclamaciones internacionales por daños a terceros que superasen esas cifras, hasta un máximo de 1.500 millones de dólares. No es posible examinar ahora todos los aspectos de esta ley, su aplicación territorial y extraterritorial, las competencias de inspección y reglamentación de los licenciados, etc. Solo me propongo demostrar la minuciosidad con que las obligaciones de responsabilidad (reglamentación) y liability son objeto de legislación interna en los Estados Unidos.

Entre el extremo americano y el sueco caben muchas posibilidades, como lo muestran las leyes de la Federación Rusa, de 1993, la del Reino Unido de 1986, la Sudafricana de 1993 y la Australiana de 1998. Aun con diferentes matices –por ejemplo, la ley australiana se propone atraer a ese país entidades dispuestas a instalar y explotar comercialmente una base de lanzamiento– en todas se trata en detalle la atribución de competencias a una Agencia Espacial, el sistema de licencias, el problema de la responsabilidad por daños y los seguros exigidos.

Es sorprendente que solamente dos Estados de Europa occidental hayan promulgado legislación nacional de carácter general en materia de actividades espaciales. Es bien sabido que la Agencia Espacial Europea, organismo intergubernamental, quizá menos conocido que la NASA, con sede en Paris y utilizando el lanzador europeo Ariane, explotado comercialmente por una empresa francesa, Arianspace, ha lanzado desde las instalaciones de Kourou, en la Guayana francesa –por tanto, Francia aparece como Estado de lanzamiento– más objetos espaciales que ninguno de los otros Estados con instalaciones de lanzamiento en su territorio. Pero tampoco Francia ha establecido hasta ahora una legislación específica. Hasta ahora las complicadas relaciones entre la ESA, sus miembros, Francia, Arianspace y el Centro Nacional francés de Estudios Espaciales, se vienen desenvolviendo exclusivamente en el marco de disposiciones administrativas y contractuales. Y lo mismo ocurre en la mayoría de los otros países cuyos nacionales realizan actividades espaciales.

Hace pocos meses tuvimos el gusto de recibir en el Centro Español de Derecho Espacial la visita del Presidente del Centro Europeo y en aquel momento jefe de la asesoría jurídica de la Agencia Espacial Europea (ESA). Nuestro visitante, M. Laferranderie nos explicó su preocupación ante esta situación, sobre todo por lo que respecta a las consecuencias de los arts. VI y VII del Tratado General del Espacio. Es cierto que existen ya muchas leyes nacionales que se aplican a las actividades espaciales, a veces tangencialmente, especialmente en el caso de las telecomunicaciones y la difusión directa de televisión. Pero el aumento de las actividades espaciales del sector privado obliga a prestar atención a todas las normas sustantivas eventualmente aplicables, y no basta con las autorizaciones y fiscalización previstas en el art. VI del Tratado. Hay que insistir en la importancia de la financiación y garantías financieras, seguros, transferencia de tecnología, propiedad intelectual e industrial, patentes y otras, también en el campo de las normas de conflicto de leyes y Derecho aplicable en situaciones que pueden ser muy complejas.

Garantías internacionales sobre el Equipo Móvil

El más reciente desarrollo en relación con el Derecho del Espacio y las actividades de entidades privadas consiste en la preparación por Unidroit (organización internacional intergubernamental) de un Protocolo adicional a la Convención firmada en El Cabo a finales de 2001 relativa a las Garantías Internacionales sobre Equipo Móvil. Se trata de proteger los intereses de los grupos financieros que financian la construcción de equipos móviles (material ferroviario, material aeronáutico y objetos espaciales) Prácticamente están concluidos los protocolos relativos a los materiales ferroviarios y aeronáuticos, pero el concerniente a los objetos espaciales ofrece especiales dificultades, cosa que no puede extrañar dada la especialidad del Derecho del Espacio y de los objetos espaciales.

La idea básica del Convenio, que ha de ser perfilada en el Protocolo Espacial, es la de que los derechos de los financieros sean protegidos mediante la transferencia de los derechos de los propietarios y explotadores de los objetos cuando estos no puedan hacer frente a sus obligaciones y que esa transferencia pueda tener lugar incluso en virtud de una decisión judicial dictada en un tercer país, es decir, ajeno al nacional de los financieros y al de los propietarios del objeto. En otras palabras, que entidades nacionales del país A puedan obtener derechos que pertenecían a entidades de un país B en virtud de una decisión de un juez de un país C. Las consecuencias de esas transmisiones pueden tener un gran alcance, ante todo por la responsabilidad del Estado de lanzamiento (el Estado B). Según el Derecho del Espacio la responsabilidad por daños del Estado de lanzamiento no está previsto que pueda cambiar y todos los Estados de lanzamiento y el Estado del registro pueden llegar a tener responsabilidades en relación con objetos que han llegado a ser utilizados y explotados comercialmente por entidades pertenecientes a Estados terceros, completamente extraños al Estado de registro y al Estado de lanzamiento. Es un problema serio que exige una reconsideración de la noción de Estado de lanzamiento y de Estado de registro.

Pero posiblemente no es este el problema más difícil. La protección de los financieros se produce mediante la adquisición de los derechos que corresponden a los propietarios del objeto situado en el Espacio. Y sólo puede venir de ahí, puesto que es imposible tomar posesión del objeto o embargarlo, ya que se encuentra en órbita y permanecerá en ella por larguísimos períodos de tiempo. Lo único que se puede transmitir son los derechos vinculados al objeto. ¿Es posible esa transmisión en todos los casos? Al estudiar el problema en diversas reuniones no sólo en el seno de Unidroit, sino también en el COPUOS y durante los dos últimos años en reuniones con expertos gubernamentales celebradas en Roma, surge la necesidad de distinguir dos tipos de derechos: los derechos contractuales que vinculan a la entidad propietaria del objeto con las que reciben sus servicios (telecomunicaciones, observación de la Tierra, meteorología y una multiplicidad de aplicaciones) y los derechos realmente vinculados a la utilización del objeto, esencialmente concesiones administrativas y licencias relativas a la utilización del espectro radioeléctrico o, en el caso de los satélites geoestacionarios, la ocupación de un slot (posición orbital) concedida en virtud de decisiones de la Unión Internacional de Telecomunicaciones y todas ellas esenciales para el funcionamiento, el mantenimiento de su posición orbital y la transmisión de todas las informaciones que proceden del objeto. La dificultad principal viene de que tales concesiones y licencias son concedidas a la entidad propietaria inicial del objeto y no parece posible que sean transmitidas a terceros sin conocimiento y autorización del Estado que las concedió; el problema se acentúa si tenemos en cuenta que en muchos casos los objetos espaciales, aunque sean de propiedad privada, son utilizados también para la prestación de servicios públicos, de conformidad con la legislación del Estado de lanzamiento y de registro e incluso, en muchos casos contienen transpondedores u otros elementos que son utilizados por servicios oficiales de comunicación y, más importante aún, por los departamentos de Defensa, y todo ello sin desdeñar la posibilidad de que contengan elementos protegidos por disposiciones del Estado de lanzamiento y de registro relativas a secretos oficiales. Ello ha llevado incluso a preguntarse si el sistema previsto por el proyecto es viable o qué medidas serían necesarias para que lo fuera. Para demostrar la seriedad del problema es necesario añadir que si las frecuencias radioeléctricas, dentro de las zonas del espectro concedidas por la UIT a cada Estado, son objeto de las licencias estatales, las posiciones orbitales en ningún caso son propiedad del Estado, sino que éste obtiene la asignación temporal dada por la UIT. Todo ello, y especialmente con las discusiones que están teniendo lugar en las reuniones de Roma, muestra la necesidad de revisar en algunos aspectos también el Derecho Internacional del Espacio, especialmente en cuanto a las nociones de Estado de lanzamiento y Estado de registro y asegurar la primacía del Derecho General del Espacio como rama importante del Derecho Internacional Público actual con las soluciones a que puedan llegar los Estados en relación con el protocolo espacial preparado por Unidroit.

Conclusión: ¿y España?

Termino con unas palabras relativas a nuestro país. El gobierno y las autoridades españolas vienen prestando gran atención a la participación española en las actividades espaciales. Organismos como el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial y el Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial han dado un gran impulso a la participación española en el terreno científico y técnico y han conseguido importantes retornos para la industria privada aeroespacial en España. Pero en el terreno jurídico, aunque España sea parte contratante en los más importantes tratados internacionales y esté obligada por los ya famosos arts. VI y VII, nuestra actividad ha sido más bien escasa, salvo en el campo de las telecomunicaciones. En este terreno la legislación española sí se ha adaptado con rapidez a las necesidades, especialmente a la liberalización –léase participación de la iniciativa privada– propugnada por la Directiva comunitaria 94/46. La Ley General de Telecomunicaciones, Ley 32/2003 de 3 de noviembre de 2003, publicada en el Boletín Oficial del Estado del 4 de noviembre, cubre ese frente. Por lo demás, sólo podemos citar el RD 278/95 que creó el Registro Español de Objetos Espaciales Lanzados al Espacio Ultraterrestre y algunas disposiciones relativas a comercio exterior de materiales de doble uso. Ni una palabra sobre responsabilidad. Y España es un Estado de lanzamiento, es decir, responsable. En su registro –y por tanto en el de Naciones Unidas– aparecen varios satélites, entre ellos los geoestacionarios de Hispasat, empresa privada, y esperamos que en el futuro inmediato algún otro será lanzado y registrado. Personalmente, creo que deberíamos participar en el propósito europeo de establecer unas normas jurídicas internas de carácter general adecuadas a nuestras actividades e intereses en el espacio ultraterrestre.

José Manuel Lacleta Muñoz
Embajador de España y Presidente del Centro Español de Derecho Espacial