Introducción

La crisis financiera global, que empezó en el mercado de las hipotecas subprime de EEUU en agosto de 2007, y que todavía asola a la economía global a la hora de escribir estas líneas en enero de 2012, ha vuelto a poner en tela de juicio la centralidad del dólar en el sistema monetario internacional (SMI). Son numerosos los políticos y economistas, sobre todo en los países emergentes, principalmente en China (Zhou, 2009; Chin y Wang, 2010), que opinan que la crisis actual se debe al denominado dilema de Triffin (1960). Este dilema fue el que hizo quebrar el sistema Bretton Woods en 1971 cuando el presidente de EEUU, Richard Nixon, rompió con el anclaje entre el dólar y el oro. Durante el período de Bretton Woods, el dilema de Triffin se refería a que el emisor de la divisa internacional por excelencia, EEUU, se iba a encontrar en una paradoja. Por un lado debía proporcionar la suficiente liquidez global para estimular la actividad económica mundial, pero al mismo tiempo, al aumentar la emisión de dólares, contribuiría a generar dudas sobre su capacidad de mantener la convertibilidad de su moneda a 35 dólares la onza de oro. Llegaría un momento en que habría más dólares en circulación que oro en Fort Knox y, en consecuencia, la centralidad del dólar se vería anulada. El pronóstico de Triffin se cumplió solo a medias. El sistema Bretton Woods quebró en 1971, pero gracias a su poder hegemónico, EEUU salió del dilema sin mayores dificultades. Es más, la centralidad del dólar se vio incluso reforzada al convertirse la moneda norteamericana en el ancla de un sistema ya no metalista sino fiduciario.

Sin embargo, el dilema de Triffin no ha desaparecido. Está más presente que nunca. EEUU sigue en medio de una contradicción de términos. Por un lado, al ser el emisor de la moneda internacional, se ve obligado a proporcionar la liquidez necesaria para el buen funcionamiento de la economía global. El problema es que esa emisión implica un déficit en la cuenta corriente. Cuanta más emisión, más déficit. Llegará un momento en que el tamaño de ese déficit erosionará la credibilidad crediticia de EEUU y, por tanto, la centralidad del dólar. Es decir, al ser el emisor de la moneda reserva, EEUU tiene el “exorbitante privilegio” de endeudarse hasta límites insospechados sin someterse a la disciplina macroeconómica que le correspondería a tales déficit, pero, por otro lado, si EEUU explota en sobremanera ese privilegio, puede llegar un momento en que los acreedores pierdan la confianza en la moneda reserva. La crisis actual ha hecho que China, el mayor acreedor de EEUU, empiece a cuestionar la credibilidad crediticia de la mayor potencia económica y militar del mundo. Desde que en marzo de 2009 el gobernador del banco central chino, Zhou Xiaochuan (2009), publicase un ensayo indicando que las causas de la crisis hay que encontrarlas en el dilema de Triffin, las autoridades chinas han denunciado en numerosas ocasiones la centralidad del dólar en el sistema y han demandado el inicio de un debate entre las mayores potencias del mundo sobre la reforma del SMI.

El guante ha sido recogido por el presidente de Francia, Nicolas Sarkozy, que ha incluido la reforma del SMI como uno de los temas principales en la agenda del G20 durante la Presidencia francesa en 2011. El activismo de Francia es significativo porque demuestra que los líderes europeos, o al menos una parte de ellos, coinciden en su análisis con las autoridades chinas en que la explotación por parte de EEUU de su exorbitante privilegio es una de las mayores causas de la crisis financiera global (Padoa-Schioppa, 2010; Camdessus et al., 2011). Esta interpretación sobre las causas de la crisis difiere de la de las autoridades estadounidenses, que le dan más peso a la teoría del savings glut (atasco de ahorro global) defendida por Ben Bernanke (2011), presidente de la Reserva Federal de EEUU. Este punto de vista defiende que el mayor problema en el SMI no es la centralidad del dólar, sino más bien que China mantenga una moneda depreciada y que aplique un control a la entrada y salida de capitales. En este sentido, vemos como las dos mayores potencias no se ponen de acuerdo ni en las causas de la crisis ni mucho menos en crear un SMI más estable y simétrico. Para EEUU la solución está en conseguir una libre flotación de monedas y una apertura total de la cuenta de capitales entre las mayores potencias. Eso para China por el momento es inadmisible, ya que según Pekín el anclaje entre las monedas proporciona estabilidad y el control de capitales protege de la especulación financiera (Zhou, 2011).

Como estas dos posiciones están todavía muy distantes, China se ha lanzado a reformar el SMI unilateralmente. Desde 2009 ha acelerado su plan de internacionalización de su moneda. Visto que su dependencia del dólar es cada vez más peligrosa (China tiene 3,2 billones en reservas, de las cuales un 65% están denominas en dólares y un 27% en euros), y que el euro por ahora no representa una alternativa a la moneda estadounidense, China se ha dado cuenta de que la única salida es usar su propia moneda en sus transacciones económicas. Si la internacionalización del renminbi (también llamado yuan) sigue la proyección de los últimos años, pronto podríamos tener un SMI con tres divisas internacionales: el dólar, el euro (si consigue sobrevivir la crisis actual) y el yuan. Este escenario es el que pronostican gran parte de los especialistas en la materia (Cohen, 2010; Eichengreen, 2011; Angeloni et al., 2011; Farhi et al., 2011). El objetivo de este Documento de Trabajo es justamente indagar qué consecuencias traería para la estabilidad de la economía global el paso del actual SMI, mayoritariamente dominado por el dólar, hacia un SMI con tres monedas internacionales compitiendo entre ellas. Las preguntas que se van abordar son: ¿es la actual unipolaridad del dólar sostenible?; ¿sería un sistema tripolar más o menos estable que el actual?; y ¿qué peligros nos esperan en la transición de un sistema al otro? Para responder a estas cuestiones, el Documento está dividido de la siguiente manera: la primera parte demuestra cómo es muy probable que la unipolaridad del dólar se vea reducida paulatinamente; la segunda sección se centra en los peligros que la multipolaridad de divisas trae consigo; y la tercera parte estudia la cooperación multilateral necesaria para evitar o mitigar esas amenazas.

De unipolaridad a tripolaridad

El posible declive de la hegemonía del dólar es un tema que se lleva discutiendo desde hace décadas (Strange, 1987; Helleiner y Kirshner, 2009). Para los escépticos de esta tesis, el reciente cuestionamiento del dólar va a ser pasajero, como lo fue en los años 60 y 70, cuando quebró el sistema Bretton Woods, o en los años 80, cuando Japón parecía que iba hacerle sombra a EEUU. El argumento más poderoso que esgrimen es que el dólar no tiene ningún rival a la vista. El euro se ha consolidado como la segunda moneda internacional, pero sus funciones como unidad de cuenta en contratos internacionales, como medio en el intercambio de divisas y como moneda de reserva están todavía muy lejos de la moneda estadounidense (véase la Tabla 1).

Tabla 1. Monedas internacionales, en porcentaje del total mundial (2010)

 DólarEuroYenOtras
Reservas internacionales622738
Usos en mercados cambiarios (/200%)85391957
Títulos de deuda emitidos4631617
Préstamos bancarios internacionales5416427
Facturación de flujos comerciales (1)482923

(1) Datos de 2007.
Fuente: BCE y Fondo Monetario Internacional (2010).

Por otra parte, todavía hay mucha incertidumbre sobre la longevidad del euro. La crisis soberana de la Eurozona –que se inició en primavera de 2010 con el rescate de Grecia y que desde entonces no ha hecho más que agravarse con sendos rescates a Irlanda y Portugal y con el Banco Central Europeo (BCE) saliendo al rescate de Italia y España comprando deuda de estos países en los mercados secundarios– ha puesto en entredicho el futuro de la unión monetaria europea. La crisis ha demostrado que es imposible sostener una unión monetaria sin tener una unión política que la ampare (Ingham, 2004). En estos momentos, la Eurozona está en una encrucijada entre establecer una unión fiscal o fragmentarse de nuevo en monedas nacionales. Hasta que no se resuelva esta gran incertidumbre, la Eurozona estará en una situación de debilidad frente a EEUU pese a tener mejores fundamentos macroeconómicos (una balanza de pagos equilibrada y un nivel de endeudamiento menor). Precisamente, uno de los factores que impiden que el euro gane en internacionalización frente al dólar es la fragmentación de los mercados de deuda soberana en la Eurozona. Un tesoro único europeo podría resolver esta situación, pero esa posibilidad es todavía muy remota.

El yuan chino, por su parte, no tiene los problemas de gobernanza interna que presenta la Eurozona. Al igual que EEUU, China es un país con dimensiones de continente y con una estructura política centralizada. Sus deficiencias tienen más que ver con su modelo productivo y la falta de sofisticación de sus mercados financieros. Mientras China mantenga un modelo de crecimiento basado en la exportación y en la generación de excedentes en la cuenta corriente es difícil que el yuan chino se convierta en una moneda internacional. El férreo control a la entrada de capitales es otro gran escollo hacia la internacionalización del yuan. Por ahora los inversores internacionales sólo pueden comprar instrumentos de deuda denominados en yuanes en Hong Kong, un mercado que está en progresión (BBVA, 2011) pero que llegará pronto a su límite de capacidad. La transición de un modelo basado sobre las exportaciones y las inversiones, y un sistema financiero controlado por los bancos comerciales estatales, a un modelo asentando sobre la demanda interna y la liberalización de los sectores de servicios, incluido el financiero, es un paso de gigantes que conlleva muchos riesgos.

Visto desde esta perspectiva, EEUU no tiene nada que temer. Wall Street sigue siendo el centro financiero de mayor sofisticación y liquidez en el mundo. El mercado de deuda del tesoro estadounidense sigue siendo el puerto de última instancia en momentos de incertidumbre (el bono del tesoro norteamericano a 10 años paga actualmente un interés en torno al 2%, un nivel no visto desde los años 50). Además, EEUU no tiene rival en poder militar, un elemento a tener en cuenta a la hora de analizar monedas internacionales (Cohen, 2010). Finalmente, también hay que considerar el ámbito de las percepciones. Pese a los devastadores efectos de la Gran Recesión, con niveles de desempleo históricamente altos y con un crecimiento estancado, no son pocos los inversores internacionales que confían en que EEUU va a poder levantarse de sus cenizas como lo ha hecho en tantas ocasiones en el pasado. También en los años 80 los déficit eran aparentemente insostenibles y Japón estaba a punto de superar a la economía estadounidense al igual que China está a punto de hacerlo ahora. Sin embargo, en los años 90 llegó la Nueva Economía impulsada por las nuevas tecnologías y EEUU se irguió no solo como la única superpotencia mundial después de la caída de la Unión Soviética, sino como la hiperpotencia absoluta. Esa experiencia hace que muchos inversores mantengan el convencimiento de que EEUU es la economía más flexible, dinámica y con un mayor espíritu emprendedor del mundo.

¿Se puede repetir la misma hazaña? ¿Será EEUU capaz de generar una nueva palanca de crecimiento, quizá sobre la base de la tecnología verde? Es posible, aunque por ahora el consenso entre economistas es que esa posibilidad es poco probable. Cada vez más analistas estiman que el centro de poder económico y político se está desplazando de occidente a oriente. China y la India serán las nuevas locomotoras del crecimiento (y la vanguardia del desplazamiento de riqueza de los países desarrollados a los emergentes). EEUU representa ahora mismo en torno al 25% del PIB mundial (con proyección a la baja), cuando en 1945 ese porcentaje alcanzaba el 50%. Actualmente la Eurozona representa el 20% (con tendencia descendiente). Por otra parte, casi todas las proyecciones indican que China va a superar a EEUU en porcentaje de PIB mundial en niveles de paridad de poder de compra (PPC) esta misma década y en niveles nominales en la siguiente (Bénassy-Quéré y Pisani-Ferry, 2011). No es de extrañar entonces que la mayoría de los analistas consideren que a un mundo multipolar a nivel económico le siga un SMI multidivisa. Esta es sin duda la visión de Barry Eichengreen (2011), quizá la máxima autoridad mundial en el estudio del SMI. Para él, en un futuro no muy lejano el dólar, el euro y el yuan competirán entre sí como monedas internacionales. Eichengreen tiene confianza en que la moneda única europea va a salir de esta crisis reforzada. No descarta totalmente el escenario de una posible fragmentación de la Eurozona, pero lo más probable es que los países europeos creen una unión fiscal para sustentar la unión monetaria. La creación de un fondo monetario europeo liderado por lo que se podría considerar como un ministro de finanzas europeo son opciones que ya se están barajando a los más altos niveles. El actual Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FEEF), así como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) que entrará en vigor en julio de 2012, van en esa dirección. Si la Eurozona empezase a emitir de forma regular bonos de deuda pública, el euro se convertiría en una divisa todavía más atractiva para los inversores internacionales (Delpla y Weizsäcker, 2010).

La última década ha demostrado que el dólar está perdiendo progresivamente su reputación como moneda ancla en el SMI (McKinnon, 2010). El progresivo aumento en el nivel de los déficit gemelos (el de presupuesto y de cuenta corriente), más la política monetaria excesivamente expansiva adoptada por la FED desde el estallido de la burbuja tecnológica a principios de siglo, y reforzada todavía más con la política de expansión cuantitativa utilizada para salir de la Gran Recesión, han acelerado las dudas sobre la moneda norteamericana. El impasse político vivido en julio de 2011 en las discusiones para subir el techo de la deuda pública entre las alas demócrata y republicana del Congreso norteamericano, y la consecuente pérdida del nivel crediticio AAA otorgado por la agencia de calificaciones Standard & Poor’s, son solamente la última demostración de esta tendencia. Una buena prueba de la desconfianza que hay en el dólar se puede observar en el tipo de cambio entre la moneda europea y la norteamericana. Muchos analistas se preguntan cómo es posible que el euro, que está pasando por una crisis existencial sin parangón en su historia, se pueda mantener por encima de 1,30 dólares. La respuesta no está en que el euro es una moneda sólida, sino más bien en que la situación en EEUU es extremadamente precaria. En los últimos 10 años, el país ha podido mantener unos niveles de crecimiento considerables gracias a la triple burbuja del crédito barato, la titulización financiera y el excesivo ladrillo, pero una vez que este modelo de crecimiento se ha venido abajo, la realidad subyacente muestra un país con unas infraestructuras anticuadas, una falta de competitividad alarmante, unos sistemas de educación y sanidad pública deficientes y una clase media cada vez más exprimida (Rajan, 2010).

Ante esta realidad, cada vez son más los economistas que empiezan a cuestionar el excepcionalismo histórico de EEUU y a aceptar que China va a ser la nueva superpotencia mundial. Quizá el análisis más sobrio, y por lo tanto más contundente, venga de Arvind Subramanian (2011). En sus proyecciones, basadas sobre niveles de PIB en PPC, porcentaje de comercio mundial y poder de financiación exterior, China estaría ya a punto de superar a EEUU en dominio económico y ciertamente lo conseguiría en la próxima década. Lo interesante del trabajo de Subramanian es que sus proyecciones no son optimistas en relación a China y pesimistas en cuanto a EEUU. Todo lo contrario. Incluso en el hipotético caso de que EEUU creciese en los próximos 10 años una media anual del 3,5% (un nivel superior a la década anterior), y China solo creciese un 5,9% (es decir, un 40% menos que en la década anterior), la potencia asiática superaría a EEUU en dominio económico antes de 2020, año en que las autoridades chinas tienen planificado hacer de Shanghai un centro financiero a la par de Wall Street y la City de Londres. Para Subramanian, esta proyección va a traer consigo la consolidación del yuan como una –o incluso la– divisa internacional de mayor uso. Además, como él bien señala, esta trayectoria no implica que desde un primer momento el yuan chino tenga que hacerse totalmente convertible en la Gran China. Así como la actual prominencia del dólar se fraguó en el mercado off-shore de la City de Londres en los años 60 (Subacchi, 2010), de la misma manera el yuan se puede convertir en una referencia en las transacciones financieras y económicas mundiales sobre la base de mercados off-shore como Hong Kong, Singapur y la City de Londres, que últimamente ha mostrado gran interés en desarrollar sus servicios de intermediación financiera en la moneda china.

Vemos entonces como desde el punto de vista económico, la consecución de un SMI multidivisa es una posibilidad que adquiere cada vez más fuerza. De todas maneras, lo más interesante si cabe es que desde el prisma de la economía política internacional esta misma tendencia se está empezando a notar también en el ámbito de la geopolítica. La centralidad del dólar en el SMI depende en gran medida de la protección militar que EEUU ofrece a países como Corea del Sur, Japón o los emiratos árabes del Golfo Pérsico (Helleiner y Kirshner, 2009; Cohen, 2010). Si esa protección dejase de existir, el uso del dólar sería más cuestionable. Lógicamente, poder económico y poder militar han ido siempre de la mano. Por lo tanto, si EEUU está perdiendo paulatinamente su poder económico, la pregunta que se hacen los gobernantes en Seúl, Tokio y Riad es si Washington va a ser capaz de seguir protegiéndoles. En la mayoría de los casos hay un gran convencimiento de que EEUU va a seguir siendo el protector militar en los próximos 10 años, quizá los próximos 20, pero después de ahí ya surgen las dudas. El cálculo que hacen muchos gobernantes en el sudeste asiático es que por ahora la flota norteamericana del pacífico seguirá estacionada en sus puertos, pero quién dice que va a seguir ahí dentro de 30 años. Lo que sí está claro es que el gigante chino de al lado no se va a mover de donde está. El declive en términos relativos, aunque no absolutos, de EEUU en relación a China también se está haciendo notar en el Golfo Pérsico. Países como Arabia Saudí o los Emiratos Árabes Unidos reconocen que la crisis financiera global ha diezmado considerablemente el poder económico estadounidense, lo que puede repercutir en los compromisos de seguridad entre estos países y EEUU. Arabia Saudí, al ver que en 2010 China ha reemplazado a EEUU como su mayor comprador de petróleo, ya ha empezado a estrechar sus lazos geoestratégicos con Pekín (Leverett, 2008). En los últimos años, Arabia Saudí ha empezado a vender su petróleo a las empresas petroleras europeas y japonesas en euros y yenes para diversificar sus activos fuera de un cada vez más debilitado dólar. En breve, si no es ya el caso, también lo hará en yuanes con las petroleras chinas.

Un SMI multidivisas: ¿promesas y riesgos?

Una vez que se acepta la tesis de que estamos en una fase de transición entre la unipolaridad del dólar a un SMI tripolar, la siguiente duda es saber si un sistema multidivisa sería más estable y eficiente que el actual. La visión entre las autoridades chinas es que sí (Chin y Wang, 2010). La idea que está tomando cuerpo en Pekín es que la competencia entre el dólar, el euro y el yuan sería benigna por varias razones. Por un lado, gracias a mayor competencia, EEUU empezaría a someterse a una mayor disciplina macroeconómica, como el resto de los países. Eso significaría además que el privilegio exorbitante sería compartido entre EEUU, la Eurozona y China, los tres centros de poder económico y político. Finalmente, esa competencia también eliminaría el dilema de Triffin, ya que la responsabilidad de emisión de liquidez sería compartida. En su estudio comparativo entre la unipolaridad del dólar y la multipolaridad de divisas, Bénassy-Quéré y Pisani-Ferry (2011) también consideran que un sistema tripolar sería más eficiente, más estable y más simétrico que el actual. Sin embargo, estos mismos autores y otros (Farhi et al., 2011) reconocen que un SMI tripolar no está exento de riesgos, tanto en su gestación como en su consolidación. Empezando por la fase de transición, una de las mayores inquietudes es saber qué va a pasar con la acumulación de reservas (principalmente en dólares) que tiene China en su poder. Como se explicará en la próxima sección, una posible solución sería un acuerdo multilateral entre las distintas superpotencias, pero como de todos es sabido que los acuerdos multilaterales en temas relacionados con el SMI no son muy comunes, es bueno pensar cuáles son los posibles escenarios a los que nos vamos a tener que enfrentar.

Pese a los esfuerzos de Francia para reformar el SMI durante su presidencia del G20 en 2011, lo más probable es que EEUU rechace cualquier propuesta que reduzca la centralidad del dólar en el sistema. EEUU todavía se ve en una situación de fuerza para ofrecer una concesión de este tipo. Lo más normal entonces es que el statu quo continúe por unos años. EEUU va a seguir echando mano de su exorbitante privilegio y va a intentar reactivar el crecimiento a base de estímulos fiscales y una política monetaria permanentemente laxa. Eso lógicamente va a aumentar la deuda del país y crear todavía más presión sobre el dólar. Si esta estrategia funciona, EEUU podrá seguir viviendo un tiempo más por encima de sus posibilidades. China, en cambio, va a seguir creciendo gracias a sus exportaciones a EEUU y va a seguir acumulando dólares en sus reservas. Hay que destacar aquí que la acumulación de reservas por parte de China sirve dos objetivos. Por un lado, China mantiene su tipo de cambio depreciado para seguir exportando, y, por otro, al esterilizar la entrada de dólares, China es capaz de amortiguar la posible importación de inflación proveniente de la política monetaria expansiva de la FED. En este sentido, China está mejor preparada que Alemania y Japón lo estuvieron en los años 70 y 80 para defenderse de lo que se conoce como el “arma del dólar” (Kirshner, 1995; Henning, 1998; Chin y Helleiner, 2008). En plena guerra de divisas, EEUU está intentando inflar los precios en China y así obligarla a apreciar su moneda. Sin embargo, al controlar el sistema bancario doméstico, China es capaz de absorber la llegada de dólares y mandarlos de nuevo a EEUU al comprar bonos del tesoro estadounidense. Por lo tanto, la acumulación de reservas no es sólo una póliza de seguro frente a la inestabilidad de los mercados y una estrategia neo-mercantilista para asegurar demanda externa, también es un mecanismo de defensa ante la política expansiva de la FED.

En consecuencia, la situación actual es muy diferente a la de los años 80 cuando EEUU fue capaz de persuadir a Japón que revaluara su moneda en el Acuerdo Plaza. Este hecho está llenando de frustración a las autoridades estadounidenses, incluido el siempre comedido Ben Bernanke (2010), que ya en varias ocasiones ha lamentado la falta de mecanismos para hacer que China cambie su política cambiaria. Esta frustración puede hacer que la guerra de divisas desencadene una guerra comercial (Pettis, 2010). A finales de 2011 la Cámara del Senado de EEUU aprobó una ley que, si fuese ratificada por el Congreso y el presidente, facilitaría la imposición de aranceles sobre las importaciones chinas. Para demostrar su descontento con la actitud de EEUU, China reaccionó instantáneamente depreciando todavía más su moneda. Estas pequeñas trifulcas pueden escalar fácilmente en tensiones geopolíticas. La amenaza del proteccionismo tal y como se dio en los años 30 es muy real. Los líderes chinos se están dando cuenta de ello y por eso han acelerado el proceso de restructuración de su economía de la demanda externa a la demanda interna. Este proceso va a ser difícil, pero como avisa Eichengreen (2011), no deberíamos subestimar la capacidad de las autoridades chinas. EEUU debe pensar dos veces qué tipo de políticas adopta en el futuro. Si sigue con una política monetaria y fiscal expansiva y restringe la importación de productos chinos y la compra de activos estadounidenses por parte de las empresas chinas, va a llegar un momento en que Pekín se cansará de su dependencia del dólar, acelerará la internacionalización del yuan y dejará que el dólar se desplome (Xie, 2009). Antes de que se produjera la crisis financiera global, la mayor amenaza para la economía global era una crisis en el dólar (Roubini, 2006; Krugman, 2007). Esa misma amenaza va a resurgir si EEUU aumenta indiscriminadamente sus déficit. Como apunta Zhang Ming (2009), uno de los mayores expertos chinos en cuestiones del SMI, si EEUU no acepta una solución multilateral para reajustar los desequilibrios mundiales, las otras dos opciones que quedan son: bien EEUU logra que China aprecie sustancialmente el yuan (algo poco probable), bien en algún momento volverá el fantasma del dilema de Triffin y habrá una reacción en los mercados que haga desplomarse el dólar.

Subramanian (2011) llega a una conclusión similar. Incluso se atreve a presentar un posible escenario según el cual en el año 2021 el presidente de EEUU va a tener que ir al FMI, por aquel entonces ya dominado por China, para pedir un préstamo de rescate. Según este relato ficticio, EEUU, después de la crisis financiera de 2008-2010, mantendría un crecimiento magro de en torno al 2% durante la década siguiente, y las prestaciones por desempleo, pobreza y jubilación hundirían al país en la deuda. El dólar estaría bajo considerable presión y la FED se vería forzada a subir nuevamente los tipos de interés para mantener el valor del dólar. Aún así, los acreedores no estarían interesados en comprar nuevos bonos del tesoro norteamericano. La falta de crecimiento y los tipos de interés altos serían una clara muestra de que EEUU ha entrado en la espiral de la deuda que tantas veces afligió a los países emergentes. Aunque el relato de Subramanian es plausible, no es convincente. Es muy difícil ver a la mayor potencia del mundo aceptar la humillación de ir al FMI con sombrero en mano pidiendo ayuda. Más probable es que EEUU explote su posición hegemónica en el SMI como emisor de la moneda reserva y que monetice su deuda. Un análisis de cómo las superpotencias trataron a sus acreedores a lo largo de la historia indica que lo más normal es que EEUU no devuelva nunca lo que debe. La suspensión de pagos, la reestructuración y/o la monetización de la deuda por parte de las superpotencias han sido una constante en los últimos siglos (Ferguson, 2001). Tanto el imperio español, como el francés, como el británico repitieron en numerosas ocasiones la misma secuencia: primero se endeudaron para poder librar sus guerras y después o bien se negaron a pagar esa deuda, simplemente devaluaron el contenido metálico de sus monedas cuando el sistema monetario estaba anclado al oro o la plata, o inflaron la emisión de papel dinero en los pocos períodos de la historia en los que el sistema era fiduciario.

No hay que olvidarse que el apego histórico al patrón oro o plata no es casual. Es una consecuencia de la reiterada propensión de los soberanos a usar la monetización como instrumento para pagar la deuda. Desde 1971, cuando Nixon se deshizo del patrón oro, vivimos en un sistema monetario fiduciario basado en el papel-moneda del dólar. Este sistema está basado en la fiducia, en la confianza que EEUU va a poder cumplir sus compromisos crediticios. Una vez que esa confianza se rompa, el sistema se puede venir abajo (Ingham, 2004). Para muchos economistas contemporáneos, 40 años de sistema fiduciario demuestran que la humanidad ha dejado atrás el “barbarismo” del patrón oro, tal como lo describió Keynes en los años 20. Sin embargo, la realidad es que 40 años son un abrir y cerrar de ojos en la evolución histórica del SMI. Desde 1690, primera vez que se introdujo un sistema basado en el papel-moneda en Europa (el papel moneda había surgido antes precisamente en China), han sido numerosos los intentos de consolidar un sistema fiduciario (Ferguson, 2001). Francia lo intentó varias veces en el siglo XVIII, antes y después de la Revolución, y fracasó. Lo mismo le pasó al Imperio Británico a finales de ese mismo siglo e inicios del siguiente, no quedándole otro remedio que volver al patrón oro en 1818 para contener la inflación. La historia del siglo XIX y principios del XX es muy parecida. Precisamente los dos países que han sufrido con mayor violencia los estragos de la hiperinflación en el siglo XX, Alemania y China, son los que hoy temen más que nadie que EEUU explote la máquina de imprimir dólares. Es por esa misma razón que Alemania es el país que tiene más reservas de oro después de EEUU, y que China ha acelerado la compra del metal precioso hasta convertirse en el quinto mayor tenedor de oro del mundo (véase la Tabla 2). Actualmente la onza de oro se vende a récords históricos por encima de los 1.500 dólares (en septiembre de 2011 llegó a los 1.900 dólares). Este es un claro síntoma de que la desconfianza en el patrón dólar está creciendo.

Tabla 2. Reservas de oro oficiales (mayo de 2011)


Tenedores de oro
Toneladas% en las reservas% del total
Eurozona (inc. BCE)10.792,461,135,2
EEUU8.133,574,626,6
Alemania3.401,070,811,1
FMI2.814,09,2
Italia2.451,869,28,0
Francia2.435,464,97,9
China1.054,11,63,4
Suiza1.040,117,13,4
Rusia811,17,52,6
Países Bajos612,557,92,0
Total mundial30.574,9100,0

Fuente: World Gold Council (2011).

Lógicamente, el escenario de la devaluación del dólar, la llegada de la inflación, o incluso de la hiperinflación, y la consecuente vuelta al patrón oro es fatalista. De todas maneras, sería un error descartarlo del todo. Como explica Ferguson (2011, p. 310), la deuda pública total (incluida la deuda de los estados y las pensiones) de EEUU superó en 2009 a la de Grecia. Si Grecia es incapaz de pagar su deuda (como casi todo el mundo reconoce), es difícil creer que EEUU llegue a pagar la suya. Las autoridades chinas están empezando a reconocer esa amenaza.

De todas maneras, vamos a suponer un escenario más positivo. Vamos a pensar que EEUU vuelve a crecer en torno al 3% para rebajar el nivel de desempleo, que la clase política en Washington se pone de acuerdo y que hay un aumento en los impuestos para reducir la deuda. Imaginemos también que a lo largo de las próximas dos décadas se produce una transición suave entre la unipolaridad del dólar y el advenimiento de un SMI tripolar. Lentamente China es capaz de reformar su estructura productiva, de reducir la acumulación de reservas en dólares y de usar las existentes, bien en la compra de activos en el mundo, bien repatriándolas para usarlas en el mercado doméstico. Vamos a pensar también que esa repatriación ya es posible sin causar inflación porque el yuan chino ya es una moneda internacional y la plaza financiera de Shanghai ya tiene la profundidad y la amplitud suficiente para absorber esas reservas. Estaríamos entonces ya en un sistema tripolar en el que el dólar representaría un 35% de las transacciones internacionales y el euro y el yuan en torno al 30% cada uno. ¿Sería ese sistema más estable que el presente? Para los economistas que han estudiado esta posibilidad (Angeloni et al., 2011; Farhi et al., 2011), la respuesta es que en principio sí, pero con un condicionante. Los tres polos deben tener monedas libremente flotantes. Esto implicaría mayor volatilidad en el tipo de cambio a corto plazo ya que el capital flotante premiaría o castigaría con sus movimientos las políticas macroeconómicas de cada zona, pero a largo plazo el tipo de cambio se ajustaría mejor a los fundamentos económicos y, por lo tanto, sería más estable. La pregunta, sin embargo, es: ¿aceptarían los gobiernos de estas tres zonas monetarias un tipo de cambio totalmente flotante y su consecuente mayor volatilidad a corto plazo? Es difícil de predecir, pero un grado de escepticismo es de rigor. En teoría, un SMI con monedas flotantes puede considerarse un modelo ideal, pero la realidad es que los gobernantes difícilmente tolerarían una volatilidad excesiva. Como apunta Padoa-Schioppa (2010), el ideal de un SMI basado sobre tipos de cambios flexibles es una ilusión, tanto o más que un SMI basado sobre tipos fijos. Los dirigentes políticos siempre van a tener la tentación de intervenir en el precio de sus monedas bien sea porque piensan que el mercado está actuando de manera irracional o porque consideran que los cambios estructurales que hay que acometer son políticamente mucho más costosos que intervenir en el mercado de divisas o en la cuenta de capitales. Las recientes intervenciones de Japón, Brasil y Suiza para estabilizar sus monedas son un claro ejemplo en este sentido.

¿Un SMI multilateral?

Si un SMI basado sobre el libre movimiento de capitales y de divisas es difícil de vislumbrar, la otra posible opción sería establecer un SMI multilateral con una gran coordinación entre los diferentes países, especialmente entre EEUU, la Eurozona y China. Esta posible cooperación no va a ser tampoco fácil. Sobre todo porque en estos momentos EEUU y China tienen dos concepciones muy distintas de cómo debería funcionar el SMI. Las autoridades estadounidenses, y la mayoría de los economistas de ese país, opinan que lo ideal sería tener un SMI basado sobre un tipo de cambio flexible y el libre movimiento de capitales. Las autoridades chinas, y la mayoría de los economistas de ese país, en cambio, consideran que el tipo de cambio debe ser flexible pero manejado, tal y como está ahora mismo el yuan. Para las autoridades chinas, lo ideal sería que las divisas más importantes (el dólar, el euro, la libra, el yen y el yuan) flotasen dentro de una banda para evitar excesiva volatilidad, tal como viene sugiriendo Mundell (2005), el padre intelectual del euro, desde hace unos cuantos años a esta parte. Para las autoridades norteamericanas, sin embargo, ésta es una opción intervencionista que limitaría la autonomía en la política monetaria. Estas dos concepciones opuestas están ahora mismo en el centro de los debates del G20 y se ven reflejadas en los comunicados de este foro. En el comunicado de los ministros de Finanzas y gobernadores de bancos centrales del G20 emitido en la reunión de París de 15 de octubre de 2011 se puede leer en una misma frase que los firmantes se muestran “a favor de tipos de cambio determinados por el mercado” (la posición estadounidense), pero a su vez reiteran “que excesiva volatilidad y movimientos desordenados en los tipos de cambio tienen implicaciones adversas para la estabilidad económica y financiera” (la posición china).

Reconciliar estas dos posiciones va a ser una de las tareas más importantes para los economistas y políticos de nuestros tiempos (Angeloni et al., 2011). En este sentido, la experiencia europea puede servir de punto de partida. Los europeos al fin y al cabo están en el medio de esta disputa. Por un lado, desde el colapso del sistema Bretton Woods, los gobernantes europeos, al igual que los chinos, siempre evitaron la volatilidad cambiaria. Es por eso que se creó primero el Mecanismo Cambiario Europeo (ERM, en sus siglas en inglés), y después el euro, que ha anulado completamente la volatilidad cambiaria en la Eurozona (Issing, 2008). Por otro lado, el euro es una moneda libremente flotante igual que el dólar, lo que hace que el BCE tenga plena independencia a la hora de desarrollar su política monetaria. El problema es que ahora mismo la Eurozona es la única válvula de escape entre la posición estadounidense y la china. Como China mantiene su moneda anclada al dólar, las depreciaciones de la moneda estadounidense, necesarias para reducir el déficit por cuenta corriente norteamericano, se ven compensadas principalmente con una sobrevaloración del euro. Este proceso se dio especialmente entre febrero del 2002 y julio de 2008 cuando el euro pasó de 0,86 a 1,60 dólares (una apreciación de casi el 90%), lo que hizo mucho daño a los exportadores de la Eurozona, sobre todo a los de los países mediterráneos (incluidos los franceses) que dependen mucho más del tipo cambiario para la competitividad de sus productos que los exportadores de los países nórdicos. Los déficit en las balanzas comerciales de los países de la periferia de la Eurozona, raíz de la actual crisis, se deben en parte a este fenómeno.

Para evitar que la Eurozona siga siendo la principal válvula de escape de un SMI desequilibrado e inconsistente, Francia ha intentado estrechar su diplomacia macroeconómica con China para buscar una solución multilateral. Una de las propuestas francesas ha sido la inclusión del yuan chino en la cesta de divisas que conforma los Derechos Especiales de Giro (DEG), la unidad de cuenta del FMI. Francia también ha indicado que vería con buenos ojos que China se uniese al G7, donde desde hace décadas se decide la política cambiaria entre las mayores potencias económicas. El gobierno francés busca tres objetivos con estas propuestas. En primer lugar quiere convertirse en el mayor socio estratégico de China entre los países occidentales. En segundo término, a través de la inclusión del yuan en los DEG, espera que las autoridades chinas aprecien todavía más su moneda, algo que sería conveniente para la Eurozona en general. Y, en tercer lugar, Francia es partidaria de dejar entrar a China en el G7 porque actualmente en este foro el gobierno francés es el único que defiende activamente una política más intervencionista a la hora de evitar grandes movimientos cambiarios entre las principales divisas. EEUU, el Reino Unido y Canadá siempre han abogado por la flotación libre de las divisas. Alemania ha mantenido una política neutral al respecto, y aunque Japón e Italia sean más abiertos a una mayor intervención, su peso político es menor. En cambio, con la inclusión de China, la correlación de fuerzas a favor de un sistema cambiario más manejado cambiaría. Las diferentes posturas entre EEUU y Francia en relación a China han quedado patentes en los últimos años. Mientras que EEUU ha dejado claro que no aceptará la inclusión del yuan en los DEG hasta que China deje flotar libremente su moneda, abra su cuenta de capitales e independice su banco central (tres condiciones que China no está dispuesta a conceder), Francia ha dejado la puerta abierta a la inclusión del yuan en los DEG como un primer paso para lograr la convertibilidad de la moneda china de manera gradual (Anderlini, 2011; Fletcher, 2011).

Si se quiere lograr una transición suave entre la unipolaridad del dólar actual y un SMI tripolar en el futuro, tanto en China como en Europa, el consenso emergente entre políticos y economistas es que el FMI y los DEG tienen que adquirir un papel determinante (Bénassy-Quéré et al., 2011). El FMI es la institución multilateral mejor equipada para establecer un marco de supervisión de políticas macroeconómicas que reduzca los desequilibrios existentes y que logre un consenso en relación al tipo cambiario y el control de capitales. Los DEG, por su parte, podrían ser el instrumento idóneo para la provisión de liquidez global y para el reciclaje de las enormes reservas en divisas que han acumulado los países emergentes. El FMI podría abrir, por ejemplo, una cuenta de sustitución para que China pudiese cambiar sus reservas en dólares por DEG sin tener que provocar una caída precipitada en el valor de la moneda estadounidense (Kenen, 2010). La promoción de los DEG como unidad de cuenta para las transacciones económicas tanto del sector público como privado, y la posible creación de un mercado de deuda denominada en DEG, son temáticas que se están discutiendo activamente en el consejo ejecutivo del FMI (2011). La pregunta, sin embargo, es si estas propuestas van a materializarse. El FMI solo va a poder ser una institución multilateral efectiva y legítima si los europeos ceden parte de su desproporcionado poder de voto a los países emergentes, sobre todo los BRICS, y si EEUU deja de tener poder de veto en la institución. Alemania ha declarado en numerosas ocasiones que Europa debería reducir su poder de voto, e incluso, lo más normal es que algún día, si la integración política prosigue, la Eurozona tenga un solo representante en el consejo ejecutivo. Pero esa concesión, según Berlín, tiene que ir paralela a que EEUU deje de tener poder de veto. Por ahora es difícil contemplar esa posibilidad, sobre todo porque el Congreso de EEUU nunca ha contemplado el FMI como una institución “multilateral” que pueda de alguna manera delimitar la soberanía monetaria y fiscal de Washington (Foot y Walter, 2011).

La realidad es que el privilegio exorbitante que le ofrece el dólar a EEUU es un beneficio que es muy difícil de ceder. Por lo tanto, lo más normal es que los políticos en Washington lo sigan explotando hasta donde puedan. El problema es que ese privilegio depende de una cierta legitimidad. EEUU ha podido disfrutar de esa ventaja porque ha asumido la responsabilidad de ser la fuente de demanda durante décadas para países exportadores como Alemania, Japón, Arabia Saudí, Corea del Sur y, más recientemente, China. También porque ha velado por la seguridad en el sistema internacional al ser la mayor potencia militar y la nación líder en el ámbito de la geopolítica. Sin embargo, primero la guerra de Irak y después la crisis financiera global han puesto en duda la supremacía política y económica de EEUU. La falta de liderazgo por parte de EEUU se ve reflejada en la ausencia de acuerdos en el G20. EEUU ya no tiene el suficiente poder para imponer sus directrices, mientras que al mismo tiempo la Eurozona y las potencias emergentes se ven con mayor fortaleza para resistir las presiones de Washington. Estamos luego en una economía global gobernada por un G-Cero (Bremmer y Roubini, 2011), donde no hay un liderazgo concreto. Desde el punto de vista de la teoría de la estabilidad hegemónica, un SMI en el que la potencia hegemónica está en decadencia y no hay ninguna otra potencia que la pueda reemplazar (y en estos momentos ni la Eurozona ni China están en condiciones de hacerlo), lleva a un mundo lleno de inestabilidad y conflictos (Kindleberger, 1986). Según esta teoría, la coexistencia entre varias monedas internacionales no lleva a la competencia benévola y a un sistema más simétrico sino a una escalada de tensiones entre la potencia en declive y las potencias en ascenso. En el contexto de hoy esto podría implicar que la denominada guerra de divisas acabe en una guerra comercial, con una posible fragmentación del SMI en varias regiones (la zona dólar, la zona euro y la zona yuan), o en la mencionada posibilidad de que EEUU siga explotando su privilegio exorbitante e intente monetizar la deuda y que China tome represalias para contrarrestar esta tendencia. En ambos escenarios la inestabilidad en la economía mundial sería mayúscula.

Como ya se ha comentado en la sección anterior, este escenario pesimista no tiene por qué convertirse en realidad. La teoría de la estabilidad hegemónica ha sido criticada desde varios frentes. La teoría de regímenes internacionales, por ejemplo, sostiene que el entramado institucional formal (el FMI y el Banco Mundial) e informal (el G7 y el G20) creado durante la fase de hegemonía de EEUU se ha consolidado de tal manera que su continuidad está garantizada incluso después de la desaparición del poder hegemónico de EEUU (Keohane, 2005). Otros economistas son todavía más optimistas y creen que el multilateralismo puede llevarnos a la creación de una divisa multilateral global, tal y como propuso Keynes en la conferencia de Bretton Woods de 1944. El mayor promotor de esta idea es Robert Mundell (2005), padre intelectual del euro y actualmente consejero de las autoridades chinas en temas relacionados con el SMI. Según Mundell, la actual volatilidad entre divisas, sobre todo entre el dólar y el euro, es un factor de gran inestabilidad. La solución a este problema sería establecer en una primera fase una banda de flotación entre las principales divisas: el dólar, el euro, la libra, el yen y el yuan chino. En una segunda fase se debería lograr una mayor coordinación entre los cinco bancos centrales (el G5) para algún día establecer un comité de política monetaria multilateral, establecer un tipo de cambio fijo y repartirse las ganancias del señoraje, y finalmente en una tercera fase se decidiría el mecanismo por el cual se va introducir la moneda global, los criterios por los cuales se va a emitir, su anclaje a otras monedas, metales o materias primas, y la ciudad donde se va situar el banco central global emisor.

No cabe duda de que en estos momentos este escenario suena a fantasía, pero la idea en sí no es tan descabellada. Lo mismo se podía haber dicho del euro en los años 80 y, 20 años después, esa misma idea se convirtió en realidad siguiendo más o menos los mismos pasos. La idea de Keynes de crear un ‘bancor’ ha sido estudiada recientemente por los economistas del FMI (2010) y cuenta con el apoyo explícito del gobernador del banco central chino, Zhou Xiaochuan (2009). En este sentido, la resolución de la actual crisis del euro va ser un factor determinante en este debate. La moneda única europea es un experimento único en la historia del SMI. Por primera vez Estados soberanos independientes han cedido su soberanía monetaria a un organismo multilateral. Si el euro sobrevive la crisis actual, se convertirá en un ejemplo a seguir, no solo para crear una moneda multilateral, también para saber cómo resolver los desequilibrios entre los países acreedores y los deudores. En última instancia, la Eurozona es una especie de pequeño laboratorio de lo que puede ocurrir a nivel global (Padoa-Schioppa, 2010).

Conclusión

El objetivo de este capítulo ha sido estudiar la posible transición entre la actual unipolaridad del dólar y una futura tripolaridad entre el dólar, el euro y el yuan en el sistema monetario internacional (SMI). Como cualquier análisis que intenta vislumbrar el futuro, el grado de predicción es limitado. Es por eso que se han intentado exponer una serie de posibles escenarios, unos más optimistas y otros más pesimistas. La tarea de predecir nunca es fácil, pero quizá sea todavía más difícil en la coyuntura actual en la que se están produciendo enormes movimientos tectónicos en las estructuras económicas y políticas de las relaciones internacionales. Las transformaciones son tan enormes que se pueden comparar a la década que siguió al crack financiero de 1929. Estamos por lo tanto en un momento de incertidumbre Knightiana en la cual se producen fenómenos sociales tan inusuales y únicos que los agentes económicos que los están viviendo tienen dificultades para saber qué es lo que tienen que hacer para preservar sus propios intereses (Blyth, 2002). Justamente este tipo de incertidumbre es la que está envolviendo a los líderes de las mayores potencias. ¿Qué es más beneficioso para EEUU? ¿Recortar el gasto público para recuperar la credibilidad del dólar o estimular la economía con programas públicos para generar crecimiento? ¿Qué es lo que debe hacer China para salvaguardar sus reservas, que son los ahorros de sus ciudadanos? ¿Seguir comprando deuda estadounidense y esperar a que EEUU se recupere y pueda pagar su deuda o vender esos dólares lo antes posible para aminorar las pérdidas? Por cierto, lo mismo se puede decir de las inversiones chinas en euros. Finalmente, ¿cómo debe resolver Alemania la crisis del euro? ¿Debe enfrascarse en una unión fiscal, que tiene muchas posibilidades de convertirse en una unión de transferencias, la pesadilla del pueblo alemán, o debe simplemente darse cuenta que es imposible tener una política monetaria común para 17 países con culturas políticas y sistemas productivos muy distintos?

Frente a esta realidad llena de incertidumbres lo mejor es aplicar dos proverbios chinos. El primero dice que cualquier crisis es un tiempo de grandes amenazas, pero también de grandes oportunidades. Y el segundo aconseja prepararse siempre para lo peor y esperar siempre lo mejor. Este capítulo ha seguido estos dos preceptos. La crisis actual ha mostrado las debilidades de EEUU, China y la Eurozona. EEUU ha vivido durante décadas por encima de sus posibilidades. Sus niveles de endeudamiento son simplemente insostenibles. La Eurozona, por su parte, es una unión a medias. Sin una unión fiscal y una unión política capaz de generar una política macroeconómica coherente e integrada, el futuro de la moneda única es altamente cuestionable. Finalmente, la crisis también ha enseñado que el modelo de crecimiento neo-mercantilista chino ha llegado a sus límites. Si las autoridades de Pekín no son capaces de reestructurar su modelo productivo de la demanda externa a la demanda interna, el desempleo y las tensiones sociales pueden generar gran inestabilidad. Por otro lado, esta misma crisis puede ser una oportunidad para fortalecer los fundamentos de estas tres potencias económicas y políticas. EEUU ha mostrado en numerosas ocasiones en la historia que cuando peor estaba, más fuerte ha resurgido. Nadie debería subestimar tampoco la capacidad de los europeos de salir más unidos y más fortalecidos de sus numerosas crisis. El Partido Comunista Chino ha sorprendido a Occidente sacando a 600 millones de sus ciudadanos de la pobreza y no hay que descartar la posibilidad de que siga modernizando su economía.

En todos los posibles escenarios del futuro, menos el que contempla que EEUU salga refortalecido de esta crisis y China y la Eurozona caigan en una depresión, lo más probable es que el dólar siga perdiendo peso en el SMI. La pregunta es si esa transición se va a producir de manera suave y coordinada o con fricciones y tensiones entre las diferentes potencias. Ahora mismo la prioridad sería buscar un acuerdo para reajustar los desequilibrios por cuenta corriente que existen, principalmente, entre EEUU y China. Para lograr eso es necesario que las dos superpotencias se pongan de acuerdo en las normas que deben regir el sistema cambiario y el flujo de capitales financieros. En estos momentos las posiciones están muy alejadas y eso puede hacer que la guerra de divisas se convierta en una guerra comercial. Para evitar esto, la Eurozona debería tomar un papel más activo a la hora de buscar un acuerdo global. La experiencia adquirida tras décadas de multilateralismo monetario debería dotar a los europeos con suficiente poder de convicción para encontrar un consenso. Lógicamente antes de proponer soluciones a nivel global, lo primero que tienen que hacer los líderes europeos es resolver sus propios problemas internos. La resolución de la crisis del euro se convierte así en un laboratorio de lo que puede pasar a nivel global. Si se resuelven de manera coordinada los desequilibrios existentes en la Eurozona entre Alemania y los países mediterráneos, quizá se pueda lograr algo semejante entre EEUU y China.

A medio y largo plazo es posible que el dólar, el euro y el yuan chino compitan entre sí como monedas internacionales. Esto puede darse en una economía global altamente interdependiente y global, como es el caso hoy en día, o en una economía más regionalizada y fragmentada en diferentes bloques económicos y monetarios. Para los más optimistas, un SMI tripolar sería ventajoso porque distribuiría los beneficios y las responsabilidades entre las autoridades monetarias de EEUU, la Eurozona y China. Los más escépticos miran a la historia y comprueban que la última vez que hubo varias monedas internacionales compitiendo entre sí fue en el período de entreguerras del siglo XX, y lo que siguió fue la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, hay una gran diferencia entre el mundo de hoy y el de entonces. Las mayores potencias tienen armas nucleares, un elemento disuasorio que debería evitar la guerra entre EEUU y China. Si finalmente se produce una transición de la hegemonía del dólar a un SMI multidivisa, lo más conveniente es que la sociedad estadounidense acepte esa realidad de manera pacífica. Eso sí, cuanto antes se prepare para ese cambio, más suave será la transición.

Miguel Otero Iglesias
Profesor de Economía Política Internacional en la ESSCA School of Management, Universidad Lunam, e investigador visitante en la London School of Economics

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[1] Una versión previa de este trabajo se presentó en los Cursos de Verano de la Universidad del País Vasco en julio de 2011 y se publicó en el libro Crisis y agentes económicos: un marco mundial en movimiento (Fundación de las Cajas de Ahorro Vasco Navarras).