“Usted es un Kerensky…, yo creo en su sinceridad, pero usted es un ingenuo”.
“En verdad yo no quiero ser un Kerensky”.
“Tampoco lo quería Kerensky”.[1]
De una conversación entre Henry Kissinger y Mario Soares
(1974, transición en Portugal).
Un conocido chiste de la Polonia de Jaruzelski, después del golpe militar de 1981, nos describe bien nuestra estructura psicológica, al tiempo que nuestra soberbia de futuro, cada vez que intentamos conocerlo empíricamente. Nos cuentan los polacos que en esa época las patrullas militares tenían el derecho de disparar, sin aviso, a las personas que estuvieran transitando las calles después de las 10 de la noche. En una ocasión, un soldado que patrullaba junto a otro, vio a alguien apurado, faltando 10 minutos para las 10, y le disparó inmediatamente. Cuando su colega le preguntó por qué disparaba por adelantado, aquel le respondió: “yo conocía al tipo, vivía lejos de aquí y bajo ninguna circunstancia podía llegar a su casa en 10 minutos, de manera que, para simplificar el asunto, le disparé ahora”.[2]
Este es un caso ejemplar que nos ilustra como el conocimiento anticipativo de un saber indemostrable puede cumplir su función, aniquilando prematura y efectivamente a su objeto.
¿Cómo podía saber el soldado si el hombre iba a pernoctar justamente a 100 metros de su caída? ¿No tenía este más opciones que las de refugiarse en su propia y distante casa? ¿No cabría la posibilidad de que el individuo, sabiendo que no tendría tiempo, pidiera a la propia patrulla un espacio en la caseta de guardia? A fin de cuentas este soldado, celoso del deber, tendría su cama vacía para un acto humano de perdonar-la-vida-a-tiro-real, que preservara el cumplimiento posible de otro deber cierto. En última instancia, las opciones siempre están abiertas para estirar el tiempo un minuto más allá de las 10. “Saber” de antemano tiene también sus costes en vidas humanas, sociales y políticas.
Esta situación de 10 para las 10 puede ser transferida al análisis prospectivo de la transición en Cuba. Sabiendo que va a ser disparado, es decir, conociendo el final del chiste polaco, el régimen muy bien podría o detener la salida hacia la zona de transición, o quedarse en una estación intermedia, o simplemente desviar el camino hacia un rumbo no previsto en los procesos de cambio anteriores. Desde otro punto, y conociendo que hay gente dispuesta a dispararle, el gobierno estaría tentado de enviar señales de dispersión, en lo que llamaríamos “diversionismo transicional”, con el fin de confundir a los observadores y a otros actores, y enmascarar sus políticas para no ofrecer información sensible acerca de un proceso en riesgo. Finalmente, la incursión analítica dentro o desde fuera de un proceso que inevitablemente desgasta sus propias variables políticas, estaría cercana al aborto de un proceso que, expuesto frente a todas sus consecuencias, puede cerrar el cuerpo justo encima del quirófano para caer en lo que los psicoanalistas llaman estado de negación. El efecto definitivo de todo ello sería la clausura política de un proceso de cambio por saturación informativa. Algo así como el cantado colapso de la Internet por un desmedido trasiego de bytes en la banda ancha.
¿Son posibles estos desarrollos? Paradójicamente,no. Si una transición es inevitable es la de Cuba ?y como no lo han sido todas?. La soviética fue una transición fallida que implosionó un Estado multinacional sin crear, excepción de las republicas bálticas, sociedades modernas, estables y referenciales. Porque es evidente que todas las transiciones que fueron se convierten en paradigmas. Es evidente también que el abandono del comunismo no desemboca necesariamente en la democracia.
En Cuba, la transición es inevitable por razones que guardan estrecha relación con el proceso de acumulación negativa y combinada de fallas culturales y estructurales, propiciado por la psicología particular del poder. Y no tendría por qué haber sido así. Si ella no hubiera sobredeterminado todo el proceso de la isla ?esto es un ejercicio contrafáctico, por supuesto?, los cambios en Cuba siempre habrían sido entendidos, asimilados e incorporados como un fenómeno connatural a un proceso lógica y nominalmente abierto al futuro. El cambio se habría captado como un proceso incremental de una sociedad en crisis de crecimiento, y no como una reestructuración dolorosa que amenazara los cimientos fundamentales de la nación.
Es bueno recordar aquí que Cuba osciló, y de algún modo todavía oscila, dentro del imaginario global de un sector de la izquierda, más como Revolución Cubana ?la utopía permanente en aparente movimiento? que como Estado republicano moderno en el entramado internacional de naciones. Una ventaja que aprovechó para cristalizar su imagen de sociedad modélica en cambio ?sin serlo en verdad?, pero que de pronto se convierte en desventaja al no poder desembarazarse de una especie particular de “sultanismo” en los trópicos. Es fascinante aproximarse a la Cuba de los últimos 49 años desde el punto de vista del síndrome del castillo de naipes: una obra hecha con tiempo, paciencia y equilibrio que se desmorona, irreversiblemente, por su desmedida apuesta a las razones pascalianas de un arquitecto.
¿Qué significa entonces el síndrome de 10 para las 10 en el caso de Cuba? Veamos. En primer lugar significa que las transiciones que se hicieron en la marcha, sin mucha información precedente, se convierten en cuerpos analíticos aprovechables por el gobierno precisamente para cerrar la ruta democrática. En segundo lugar, que los que intentan definir la transición en Cuba han utilizado efectivamente estos cuerpos analíticos para establecer una normativa del cambio ?en Cuba casi debía haberse verificado un tipo de cambio que llamo transición inteligente por la cantidad de información disponible empleada para propiciarlo?. En tercer lugar, ello ha saturado las fórmulas dentro de un esquema comparativo que dibuja, desde el saber, una hoja de ruta externa de transición fácilmente descifrable y utilizable por sus enemigos internos. En cuarto lugar, y esto es básico, desenfoca a los actores potenciales de la transición, que pierden de vista el concepto de diferencia específica, el más importante para imaginar una fórmula apropiada que permita que la transición cubana se haga desde sí misma. En política, la diferencia específica es el concepto fundamental que posibilita la adecuación efectiva y aclimatada de estrategias generales y, si se trata de momentos críticos como el de una transición, facilita su posibilidad. Ni España podía transitar con la fórmula portuguesa, ni Portugal con la española. Y ambas son paradigmáticas.
Por tanto, si el gobierno cubano ha tenido éxito en esquivar la transición ha sido también porque los actores del cambio han tenido mucha información general desaprovechable y poca información específica aprovechable en el caso de Cuba. Lo que abre el campo a otra paradoja: si el conocimiento precedente posibilita la economía del tiempo para procesos subsiguientes, acelerando sus desarrollos, en Cuba el saber hacer desde las otras experiencias se ha convertido en un obstáculo al mismo nivel que la falta de voluntad para el cambio, o que ciertas políticas externas. El retardo histórico en momentos globales de cambio se puede pagar caro precisamente por lo que se conoce en sus aristas y consecuencias principales y por las dificultades de procesamiento útil de tantas carpetas informativas.
La ignorancia de lo que constituye nuestra diferencia específica, el no uso o poco uso de la información de caso, la falta de imaginación interna, la fortaleza relativa del régimen y algunas estrategias externas se han combinado para lentificar la transición en Cuba. Pero no la han hecho imposible. En tal sentido, el síndrome de 10 para las 10 solo implica que la inadecuación entre saber disponible y realidad específica ha parapetado al régimen y descolocado, por su parte, a los actores del cambio, bloqueando la transición por mucho más tiempo que el razonable: tanto para una teoría de la transición como para las necesidades de la sociedad cubana. Y una tercera paradojase desprende de esto: el gobierno cubano ha aprendido de las otras transiciones para tratar de impedirla, pero no lo ha logrado; en cambio, los actores u observadores del cambio democrático en Cuba han utilizado todo el conocimiento de esas mismas transiciones, pero no han podido producirla. Esto significa, y refuerza, la inevitabilidad de una transición que, sin embargo, se viene dando casi al margen de sus amigos y enemigos. Ya no tanto, desde luego. La cuestión final en este punto es la de cómo utilizar el conocimiento en política, sea en momentos críticos o en momentos normales. La posibilidad de aprender de los otros en materia de transición está siempre abierta (los húngaros aprendieron de los españoles en este sentido), pero a condición de no perder el principio de realidad.
Asunto crucial. Con independencia de las tipologías de las transiciones ?las más extendidas son las de Samuel Huntington y Juan Linz, aunque hay una que me parece instructiva, la de Fredo Arias King?, podríamos distinguir entre las transiciones que se hacen a sí mismas y las transiciones volitivas o deseadas. En las primeras predominan la lógica de los acontecimientos y la dinámica de los procesos por encima de la ingeniería política de actores racionalizados. En este tipo de transiciones, los hechos y la información sobre ellos fluyen casi a la vez, en el mejor de los casos, acortando los tiempos para la toma de decisiones apropiadas que controlen acontecimientos indeseables. La imaginación, el liderazgo y la fortaleza de los actores son aquí esenciales para impedir que los acontecimientos desborden la metabolización social y política del cambio, frustrando de tal manera su éxito. La transición portuguesa responde a este tipo. Cuando Henry Kissinger acusa de ingenuo a Mario Soares, pretende que este no asuma el papel de Kerensky conscientemente, es decir, como actor racionalizado. La respuesta de Soares ?“yo no quiero ser un Kerensky”? está en sintonía con la falta parcial de control de los procesos y acontecimientos en Portugal de alguien que también tiene un control parcial sobre el destino de sus últimas intenciones. Felizmente, Portugal alcanzó la democracia y dio inicio a la tercera ola, pero muy bien podría haber fracasado, en un país donde los actores producían y acompañaban a los acontecimientos: todo casi al mismo tiempo.
En la segunda de las transiciones, esto es, en la de tipo volitivo o deseado, predomina la ingeniería política de actores racionalizados ?los que conscientemente diseñan desde su visión particular el esquema general del proceso? por encima de los acontecimientos y los procesos. La información previa sobre los hechos es en ella importante para producir los hechos subsiguientes, y la experiencia anterior sobre acontecimientos similares es empleada aunque solo sea para mostrar a los actores por donde no puede o debe encaminarse un proceso político. En este tipo de transiciones podría decirse que su éxito esta cantado si los actores principales están colocados en la clave de bóveda de la catedral política que van a construir. Cuando el Rey Juan Carlos de España pudo descartar a Arias Navarro en favor de Adolfo Suárez estamos posiblemente ante un tipo de transición volitiva o deseada en la que los actores producen los hechos. La española clasifica por tanto aquí, independientemente de que no todos supieran las intenciones del Rey de España. Ya a la húngara le fue mejor.
Claro, en ambos tipos, se conectan las fallas estructurales del régimen a sustituir con las demandas sociológicas de la sociedad y sus dispositivos culturales y tecnológicos para exigir un modo distinto de rearticulación social y política de la convivencia y creación de bienestar. Que este modo distinto sea nuevo, depende precisamente de la clase de actores políticos y sociales que controlen el proceso en niveles clave.
Por eso cabe distinguir un tercer tipo de transición a medio camino entre los acontecimientos-que-ocurren y los acontecimientos-que-son-producidos. Llamémosle a este tipo las transiciones fallidas. En ellas, tanto los acontecimientos como los actores pueden generar y desatar una cadena de hechos y procesos incontrolables o incontrolados, por una multiplicidad de razones que no cabe relacionar aquí. La transición rumana clasifica perfectamente en el tipo; pero la clásica es la transición en la ex Unión Soviética. Un actor racionalizado, Gorbachov, desató un proceso sin calibrar toda la información previa y fue desbordado por los hechos. Paradójicamente, Gorbachov repitió a Kerensky, tanto por razones culturales como de experiencia, pudiendo evitarlo si hubiera leído detenidamente la historia de su propio país. Por lo que la transición que desató produjo un modo distinto, pero no nuevo, de rearticulación social y política de la convivencia, ya para entonces, exclusivamente rusa.
De ahí la importancia del 10 minutos para las 10 en Cuba. ¿Cómo podemos los cubanos imbricar el conocimiento de procesos de transición anteriores con nuestras realidades específicas? ¿A dónde conduce una transición que se hace a sí misma, si los actores no toman conciencia del curso de los acontecimientos y de la dinámica de los procesos sociológicos, lo que teleológicamente llamamos el sentido de la historia, y actúan apropiadamente para montarse en el carro de la historia? ¿De qué vale repetir ciclos históricos que no tienen sentido porque no se conectan con las exigencias de la sociedad? ¿Qué papel podemos jugar los actores alternativos desde la política, desde el saber o desde la cultura para que la transición llegue a buen puerto? ¿Dónde estamos realmente en el 2008? Estas y otras son las preguntas que debemos hacernos los cubanos una vez que ha comenzado nuestra “Ola Solitaria” hacia algo que queremos sea la democracia.
Sí, podemos llamar, a la transición que se inicia, la “Ola Solitaria”. Ello significa que Cuba, desde nuevas perspectivas, demanda ya en sí misma y desde sí misma la necesidad del cambio: un cambio inevitablemente democrático porque es la única posibilidad de completamiento de la nación cubana. En este punto una distinción me parece importante: en el caso de Europa central, se trataba de unas naciones que volvían a ser. En el caso de Cuba, de la necesidad y posibilidad de ser una nación. La democracia tiene aquí, por tanto, al lado de sus efectos modernizadores, un valor culturalmente estratégico y de seguridad nacional como quizá no lo tuvo en otras naciones. En muchas de ellas adquirió un valor moral, al tiempo que histórico, como es el caso de la antigua Checoslovaquia. Y no intento decir que la instauración de la democracia en Cuba no se sostenga, como en cualquier lugar, en una necesidad moral; solo intento significar que en el juego de variables que se ponen en movimiento a favor de ella, la moral no es la más relevante: esa necesidad humanamente sentida, expresada y articulada en grandes movimientos de que una situación insoportable debe cambiar.
¿Por qué es Solitaria la Ola de democratización de Cuba?
Razón primera: en el mapa político mundial quedan muy pocos países por democratizar, en los términos definidos por las sucesivas olas democratizadoras globales: elegibilidad de los funcionarios públicos entre alternativas diversas que compiten pacíficamente por el poder político, vacío simbólico del centro político como exigencia previa a la competitividad por el poder (Lefort), división de poderes (Montesquieu), libertades fundamentales fundadas en el individuo para activar al ciudadano cultural de derechos y al ciudadano político de participación y deliberación al interior de la sociedad civil (Habermas), y redistribución del bienestar y la riqueza creados desde criterios de justicia social (Laclau y Mouffe). Corea del Norte, China, Myanmar, Singapur, Vietnam restan en Asia; Sudán en el norte de ?frica, más la mayoría de los países de Oriente Medio. No son pues, en su mayoría, naciones básicamente centrales y conectadas las que deben abrirse al juego democrático, aunque sea en forma embrionaria. De modo que el continuo que describe la democratización en términos geográficos ?de hecho una democratización solitaria es un verdadero parto histórico? se rompe en este caso doblemente para Cuba: geográfica y culturalmente.
Razón segunda: el contexto ideológico de la democratización está siendo discutido: se ha debilitado el impacto mundial del debate ?la democracia ya está incorporada en la mayoría de los países? alrededor de conceptos como el de elecciones libres, valores democráticos, libertades básicas, mercados abiertos y otros que arrinconaron a los enemigos de la democracia en zonas importantes del mundo, en el punto más elevado de la democratización global. El contexto latinoamericano, en el que se desenvuelve Cuba, es particularmente complicado para una ofensiva democrática pura porque las expectativas sociales del continente están contestando o minimizando el valor de muchos de aquellos conceptos. Muchos barómetros de medición sobre el apego de los latinoamericanos a los valores generales de la democracia comienzan su diagnóstico diciendo: todavía la democracia goza de prestigio en? Pero si la democracia en el continente no ha perdido seguidores, los valores sociales aumentan su espectro poblacional a una velocidad y escala mucho mayores, con la explosión al poder de los pueblos autóctonos que tiende a favorecer a los comunitarismos. Ello beneficia la percepción social que existe en América Latina respecto a Cuba y reduce la presión democrática de las sociedades civiles y gobiernos en los respectivos países.
Tercera razón: la rareza cubana en el hemisferio occidental, como único Estado no democrático, juega más en contra que a favor de la llegada de las libertades a la isla. Siendo la última, la falta de democracia aparece más como una cuestión moral en el continente que como un elemento fundamental para destrabar la falta de integración económica o las necesidades geopolíticas del bloque latinoamericano. Si Cuba estuviera en la zona andina, no podría sobrevivir, es una hipótesis, a la próxima ola del movimiento de capitales que virtualmente movilizaría un MERCOSUR sano y dinámico. Ello explica, en parte, por qué la movilización internacional para la democratización cubana tiene asiento europeo y no latinoamericano. Las cuestiones de marca exterior no juegan para Cuba como si jugaron para España, Grecia y Portugal al momento de la democratización. La Comunidad Económica Europea tuvo un valor entonces para la democracia en estos países como la más fortalecida Unión Europea (UE) lo tuvo para los países de Europa Central y del Este. La pluralidad de bloques integradores que existen en un mismo espacio geopolítico y geocultural como América Latina y el Caribe no tienen ni el mismo papel ni la misma importancia para Cuba.
Cuarta razón: a diferencia de las democratizaciones de Europa Central y del Este, que fueron transiciones mutuas y continuas entre países cercanos, Cuba tiene una defensa antidemocrática formidable para países que quieran deslegitimar todo esfuerzo democratizador: un enemigo externo que es el principal actor geopolítico en el escenario mundial. Se dice que el nacionalismo es la mejor coartada de los regímenes autoritarios para fundamentalizar su modelo es decir, vaciar de fundamento común a la diversidad de alternativas políticas dentro de un mismo espacio estadual. Y es cierto. Solo que el enemigo externo, en una época de pacificación de las relaciones internacionales entre países con límites geográficos bien definidos, es un elemento demasiado difuso como pretexto movilizador de movimientos antidemocráticos.
Es verdad que las democracias no tienden a guerrear entre sí, pero es también cierto que dos Estados contiguos claramente definidos en sus fronteras no tienen más tendencia a guerrear entre sí solo porque uno sea una dictadura y otro una democracia. De hecho, Palestina e Israel, formalmente dos democracias, están en guerra. No fue así entre Finlandia y la ex Unión Soviética, entendido como conflicto bilateral. La teoría del juego con los nacionalismos puede contribuir a terminar con dictaduras (Argentina).
El nacionalismo, por sí solo, no es pues la explicación suficiente de los usos nacionalistas del discurso antidemocrático del gobierno cubano. Tal y como lo veo, el hecho de que las prácticas políticas norteamericanas urbi et orbi se conjuguen con su protagonismo en la demanda de democracia para Cuba semiparaliza y envenena las diplomacias intra y extra continentales cuando se trata de activar políticas hacia Cuba en tal dirección. Es por eso que el gobierno utiliza los resortes morales de la diplomacia para intentar frenar a un actor como la UE que ha mostrado un interés, básicamente moral, en la democratización de Cuba. De modo que las fórmulas diplomáticas que se ensayaron en otras partes tienen pautas muy específicas para procesos más o menos comunes que han sido difíciles de activar hacia la isla. Ello nos singulariza porque dificulta una nueva imaginación diplomática. Este punto lo desarrollaré más adelante.
Quinta y última razón: la democratización de Cuba exige una desactivación cuidadosa de una identidad forzada: nación y revolución. El trasvase entre la una y la otra explica también la tardanza democrática de la isla. Ninguna de los actores antidemocráticos en las transiciones de la tercera ola pudo explotar una identidad semejante en términos positivos, no solo como recurso ante enemigos externos, supuestos o reales. El hecho de que la percepción básica de la mayoría de los cubanos nacionalice sus ganancias sociales y socialice su identidad nacional es un dato, no exclusivo quizá, pero sí especifico de la realidad cubana. Un dato redondo que está en la base de dos cosas aparentemente contradictorias: por un lado, lo que Raymond Aron llamó el complejo español para referirse al pánico de la elite política española del siglo XIX frente a la acelerada pérdida de las colonias: para ella, semejante pérdida era el equivalente a la pérdida de España misma, en su idea de un imperio que era percibido como una nación con sus provincias. En el caso de Cuba podría traducirse así: la posible pérdida de una conquista social significaría la pérdida de la nación. Por otro lado, y vinculado con esta visión dura de la nación cubana, una fortísima emigración, para los estándares migratorios de fines del siglo XX, que se “pierde” para la nación al no poder regresar a ella libremente y que, en buena parte, se desconecta de los valores nacionales, sea por la vía suave de su negación posmoderna, vista como un “sinsentido” en la era de la globalización, o por la vía dura de desprestigiar su simbología histórica.
La larga duración para vertebrar un proceso de democratización en Cuba levanta así una “Ola Solitaria” en un mar convulso por razones bien distintas a las demandas de participación libre, de alternativas diferentes, en los asuntos del Estado: las preocupaciones ecológicas, el terrorismo, los problemas financieros y los ajustes de recetas económicas cubren, con una capa densa y peligrosa, las demandas de democratización de Cuba.
De la media noche del 25 de abril de 1974 ?la Revolución de los Claveles en Portugal? a la medianoche del día 9 de noviembre de 1989 ?el derrumbe del Muro de Berlín? van 15 años. De 1989 a la media tarde del 31 de julio de 2006 ?abdicación de Fidel Castro a favor de su hermano Raúl? van 17. Durante esos primeros 15 años se produce lo que Samuel Huntington clasificó como la tercera ola de las democratizaciones, desde una dimensión histórica y global. Durante los otros 17 años no se verifica ningún proceso democratizador sustancioso en dictaduras o regimenes totalitarios remanentes, en las que las exigencias de democracia fueran sólidas. Más bien, dentro de este período, comienzan procesos de contrarreforma democrática allí donde las tensiones en esa dirección son realmente visibles: en Myanmar, China, Sudán, Nigeria la reacción antidemocrática de parte del régimen o de sectores de poder gana la partida, en lo que puede ser considerado como la tercera ola contrarreformista, si bien periférica en relación con el proceso anterior.
Y la tercera ola democratizadora comienza barriendo modelos autoritarios y termina liquidando modelos totalitarios. En el caso de la barrida antiautoritaria ?el primer segmento?, se inicia en la periferia de las naciones decisivas en términos económicos y políticos; en el caso de la barrida antitotalitaria ?el segundo segmento?, se empieza por el centro animador ?la ex Unión Soviética? para terminar en su periferia. Una condensación del cambio democrático que cultural e ideológicamente no dejó en pie ninguno de los pilares que legitimaban regimenes basados en valores políticos antidemocráticos. Esto puso a la defensiva a los que se negaban al cambio, que empezaron su intento relegitimador en la cultura, es decir, por su pasado. Lee Kwang Yew en Singapur es el mejor ejemplo.
¿Por qué Cuba se escapa de esta tercera ola? Situémosla. Durante el primer segmento, la isla, que comparte claves fundamentales con regímenes de tipo autoritario, está protegida por los “valores democráticos”» que dimanaban del circuito ideológico del socialismo real, por su pertenencia concreta a él ?lo que implica recursos estabilizadores?, por su condición de mito tercermundista y por su definición nacionalista frente a EEUU: un cuádruple blindaje con el que no contaban ni cuentan muchos países en el mundo. Durante el segundo segmento, Cuba, que reproduce la institucionalidad de los regímenes totalitarios superados, se protege, sin embargo, con los valores sociales que no crean los regimenes autoritarios, y de nuevo con su dimensión nacionalista frente al mismo enemigo: ya en este momento el blindaje pierde al menos una capa, pero es lo suficientemente fuerte como para resistir esa ola democratizadora. Unir en el mismo proceso una agenda social y una agenda nacionalista provee una poderosa relegitimación que por sí sola es capaz de crear modelos ex novo. En una comparación al límite pero instructiva, es como si el régimen nasserista hubiera renacido en Cuba en cualquier fecha entre 1986 y 1990, con una condición mítica casi intacta, aunque en lento descenso. Claro, esta relegitimación pone de relieve los trazos autoritarios que el régimen cubano compartía desde su debut con los regímenes barridos en el primer segmento de la tercera ola de Huntington. Y ello tendrá consecuencias para el tipo de transición hacia la democracia, que tiene su partida oficial de nacimiento a media tarde del 31 de julio de 2006.
¿Cuándo y cómo se verifica el traspaso de legitimidades en Cuba? En 1986 y, cuarta paradoja, con un discurso político contrarreformista, en términos del aggiornamento socialista que pretendía Gorbachov en la ex Unión Soviética, que coloca a Cuba, casi pretendiéndolo, como el iniciador inadvertido de la tercera ola de la contrarreforma democrática de los años 80 del siglo pasado.
Lo que China congeló mediante la represión en la Plaza Tiananmen en 1989 y los generales birmanos con el golpe militar un año antes, el gobierno cubano lo congeló, por anticipación, con un discurso desde su efectivo control social, llamado de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas, y dado por Fidel Castro en 1986 en el teatro Karl Marx de La Habana. Este discurso, en el que se pretendía la defensa del socialismo real frente al socialismo renovable, da inicio a un nuevo régimen de claros tintes autoritarios, pero fundamentado en lo social y en lo nacional.
Aquí comienza una nueva legitimidad para el gobierno cubano, que en lo sucesivo se deshace de cualquier relación orgánica con la cosmovisión comunista. A partir de entonces, la ideología del socialismo real adquiere una relación clara y estrictamente instrumental respecto al poder, que confunde a todos los observadores de la realidad cubana. Este fenómeno se ve con nitidez en el desplazamiento simbólico ?no digo abandono? de Karl Marx a José Martí, un padre fundador del nacionalismo cubano, y en la “defensa del socialismo” con la estructura semiótica de muchos nacionalismos. Donde antes se escuchaba solo el grito épico del nacionalista “patria o muerte”, escuchamos a partir de entonces otro clamor pero desde la misma estructura: “socialismo o muerte”. Es un contrasentido desde el punto de vista de cualquier ideología emancipadora.
El enmascaramiento, tras el palimpsesto del relato comunista, garantizó el recambio de las legitimidades del poder en un desplazamiento político tranquilo del totalitarismo al autoritarismo. Lejos de debilitarlo, ello fortaleció al régimen con una nueva legitimidad que se arraigaba en una ausencia: la convocatoria de las instituciones ideológicamente legitimantes ?el partido y la juventud comunistas? en un momento de redefinición global de las relaciones sociedad-Estado. Ello bloqueó las posibilidades de transición democrática en Cuba protegiendo, no al viejo Estado marxista, sino al nuevo Estado autoritario: un modo de escapársele a la democracia obviando, por ejemplo, la autogestión yugoeslava, ?teóricamente de lo más avanzado en el campo socialista? y tomando la vía de un Francisco Franco reforzado con las estructuras institucionales heredadas del régimen inmediatamente anterior, que continúa cohabitando en el perfecto barroco ideológico e institucional de la revolución cubana.
Así se escapa Cuba a la tercera ola: con un autoritarismo tardío. Y más que tardío, claro: porque solo resolvió en ese momento, y a favor del primero, la tensa relación caudillo-institución que existió en Cuba desde el mismo año 1959.
El papel, casi liderazgo, del gobierno cubano en la tercera ola de la contrarreforma democrática se fortalece en la medida en que se fortalece su modelo autoritario. El estrechamiento de sus vínculos internacionales con regímenes del mismo sesgo es un reflejo de esto hacia el exterior. Definir nuevas relaciones externas con Irán, Pakistán, Zimbabue y Sudán puede resultar escandaloso desde el punto de vista marxista o de las democracias pero no desde la arquitectura internacional de los autoritarismos en su necesidad de una entente global de autodefensa.
Desde el punto de vista interno, la contrarreforma democrática, bajo su nuevo modelo, facilitó lo que no podría ser visto como legítimo desde la ortodoxia del socialismo real, es decir, las condiciones para la liberalización primero y democratización después: inversión extranjera, dolarización de la economía, capitalismo social embrionario, apertura al turismo occidental, flexibilización de modelos culturales, una nueva estructura de desigualdades basada en la cercanía a las fuentes del dinero y no tan solo a los modelos de sacrificio épico, la meritocracia y del privilegio ?con lo que Cuba comienza su proceso de latinoamericanización?.
De otra parte, abre paso al pluralismo en el ámbito de las creencias religiosas, al debilitamiento progresivo de las organizaciones sociales de pertenencia ?Comités de Defensa de la Revolución (CDR), Federación de Mujeres Cubanas (FMC)? y un fortalecimiento de los efectos de demostración de las sociedades del primer mundo que traerá una consecuencia sociológica irreversible, incluso para sostener el mismo modelo autoritario que se permite esta apertura forzada: la mentalización de los cubanos como una sociedad de clase media. Lo que se nota en los símbolos culturales de identidad que los cubanos asumen siempre que pueden y, muchas veces, sin poder: el móvil, el DVD y los últimos artefactos de la tecnología moderna. Toda una reafirmación agónica y consumista de la condición occidental de la isla, y un tiro de gracia mortal a las bases ideológicas del partido comunista.
En efecto. Este no es convocado desde arriba y no puede tampoco discutir con los de abajo en la década decisiva: la de los 90 del siglo pasado cuando todo cambió, incluso, para la Cuba que se cerraba. Su último congreso, en el año 1991, fue el de la parálisis en la circulación de sus ideas y el último de la era comunista cubana. El debate del marxismo y sobre las ideas del marxismo-leninismo comienza a ser igual al de cualquier sociedad occidental: un debate de cámara, solo entendible y cada vez más por pequeños grupos de iniciados.
De aquí otra paradoja. Si el socialismo real implicó modernización extensiva de ámbitos sociales determinantes en una sociedad posmoderna ?educación y salud pública?, el nuevo autoritarismo de idénticos actores que se introduce en 1986 abrió la modernización en ámbitos económicos, culturales y religiosos ?con su influjo en la fragmentación de la sociedad cubana? como pocos observadores podrían sospechar: los nuevos racismos, la explosión de la homosexualidad, las diferencias tercermundistas entre el campo y las ciudades, la redistribución urbana de la desigualdad social y de orígenes étnicos y el fenómeno de la violencia son las consecuencias ¿posmodernas? de la modernización dura del autoritarismo. Como si Cuba solo pudiera estructurar la justicia social y la creación de bienestar desde esquemas duros de poder. Es esta una de las fallas culturales, de fuerte implicación en la estructura social, que los cubanos necesitamos resolver en la transición posible: el desacuerdo entre estructuras de dominación revestidas ideológicamente, pero heredadas de la colonia, y la eclosión de una sociedad posmoderna caotizada por la ausencia de canales supraestructurales y societarios que le den salida.
De este modo Cuba inicia su “Ola Solitaria” el 31 de julio de 2006. Sus conexiones ya dejan de ser, 17 años después, con los modelos del socialismo real, para establecerse con los modelos autoritarios. Está, a 32 años del inicio de la tercera ola, más cerca de España o Portugal que de Polonia o Hungría.
Era difícil percibir esa transición, del totalitarismo al autoritarismo, en los años 90. Entre otras cosas, porque percibir las tendencias de una transición que se vive, exige cierto desapego ?lo que conlleva las dificultades de una historia del presente a lo Timothy Garton Ash? y mucho debate desde las experiencias acumuladas; también, por la respuesta que el gobierno dio a la explosión de disidencias al régimen: el despliegue de la policía política y el encarcelamiento por cualquier intento de organización alternativa de las ideas. En otra dirección, porque la constitución garantiza la ideologización del Estado, reconociendo explícita y exclusivamente al partido comunista como única organización política de derecho público. A esto habría que agregar que, excepción hecha de reformas capitalistas muy embrionarias, el Estado mantuvo firme el control de la economía. Finalmente, por un apego demasiado literal a la retórica del poder.
Sin embargo, la transición ocurrió de una manera insospechada. En cada una de estas zonas es visible ese proceso: el recrudecimiento de la retórica anticastrista es el reflejo de que al discurso basado en las claves del anticomunismo se le escapaba una realidad política que jugaba con todas las variables posibles para garantizar la supervivencia de su lógica de poder. ¿Cómo atrapar a un régimen que dolariza la economía y se abre al capitalismo, en contradicción con su propia retórica socialista?
En lo que toca al mundo de la disidencia exactamente lo mismo: de la verdad social que intenta representar el régimen y que da sustento ideológico al castigo penal por “propaganda enemiga”, el gobierno se desplaza cada vez más a la utilización de las razones de Estado para justificar el encarcelamiento de sus opositores, y a la mera fuerza demostrativa de sus recursos coercitivos para disolver una reunión de tres personas. En términos del código penal estalinista era innecesaria la Ley de Protección de la Independencia Nacional y de la Economía de Cuba ?Ley 88 de febrero de 1999, conocida también como Ley Mordaza?, que intenta hacer desaparecer a la oposición apelando al expediente de la seguridad nacional.
Respecto a la constitución y su reconocimiento del partido comunista como la única fuerza política dirigente de la sociedad, cabe el análisis de hasta dónde el país real del autoritarismo respeta el país legal de las instituciones del Estado. La participación de sus instituciones ideológicas en la mutación sociológica de los años 90 en Cuba es equivalente a la densidad política de los Estados Generales en la Francia de Luis XIV: casi ninguna.
Cierto, el partido comunista en Cuba siempre ha tenido fuerza en las provincias del interior, pero ello responde a la liviandad política de la otra institución representativa del Estado: la Asamblea del Poder Popular. Esto prepara al partido comunista para su nuevo recambio político: un típico partido de tipo priista que defiende intereses concretos, pero algo más ideologizado,bien fuerte en el hinterland del país; lo que garantiza el control de la movilidad circular de una típica provincia cubana, al tiempo que es más débil en su capital, donde la posmodernidad se vive con toda la fuerza y el vértigo de sus múltiples fragmentaciones.
El control de la economía es todavía el ámbito más cercano a la institucionalidad totalitaria. Aquí hay que tener en cuenta, sin embargo, que las grandes empresas del Estado, tanto industriales como agrícolas, se desenvuelven más como zonas de sujeción y control político de los trabajadores que como espacios de productividad y creación de bienestar para la sociedad y los obreros en particular. El dicho de la época soviética de que “nosotros hacemos como que trabajamos, y ellos hacen como que nos pagan”, se está cumpliendo en Cuba con más fuerza mientras el Estado se iba desplazando con más claridad hacia formas autoritarias de poder. Esa irrelevancia económica prepara el camino de la desploretarización del trabajo en Cuba.
Como bien demuestran los estudios de Carmelo Mesa Lagos y otros economistas, Cuba empieza a depender cada vez más del turismo, el tabaco, el níquel y los servicios médicos que de sus industrias tradicionales. En aquellas, la inmaterialidad del trabajo y del producto, la gerencia moderna y la capacidad profesional cuentan más que el trabajo material (el níquel es la excepción), la ocupación plena y la ética guevarista del trabajo. Lo que permite entender por qué, en su fase autoritaria, el gobierno prefiera la implosión de las grandes industrias ?el desmantelamiento de la industria azucarera es el ejemplo por excelencia? a su redireccionamiento productivo. La tensión es entonces la de cómo no perder el control en la naciente industria de servicios que se gesta y que está obligando al Estado a una visión más racional de la economía. Esa tensión, desde luego, será una de las últimas en resolverse en la transición cubana.
Por otro lado, la explosión de la economía informal reintroduce del algún modo la economía de mercado de un modo selvático. Una economía de mercado típicamente mercantilista, según la lógica aprendida del Estado en su trato con el mercado, los inversionistas y el mundo financiero, que se fundamenta en el control monopólico de precios y no en la reducción del coste de producción. El Estado y los nuevos agentes de la economía de mercado informal necesitan dinero en el corto plazo, y no la productividad y los bajos costes que son el resultado de la inversión, la tecnología y los mercados competitivos, lo que produce desde luego dinero a largo plazo e implica liberalización del trabajo. El cambio más importante que esta entrada informal del mercado produce en la sociedad es la de conectar a la mayoría de los cubanos con la mentalidad de clase media, poniendo el curso del Estado y de la sociedad sobre dos líneas asintóticas que se despegan cada vez más.
Despegue que trata de sujetarse con la retórica. El valor del discurso, es decir de las palabras articuladas con un sentido político, adquieren una importancia capital en la nueva fase autoritaria. Siempre lo ha tenido en Cuba. La revolución cubana puede conceptuarse como un fenómeno de la palabra controlando la voluntad social. Pero hay una diferencia que es importante establecer entre el discurso revolucionario y el discurso autoritario. El primero moviliza desde la convicción para atrapar la voluntad dirigiéndola en dirección de un propósito que no está, y que hay que construir. Por eso el discurso revolucionario es lírico y romantiza la acción para mantener el entusiasmo de forma permanente, de modo de conseguir que al otro día los ciudadanos se levanten con la misma disposición para emprender las nuevas tareas. Este discurso se acaba cuando intenta justificar. Como diría Jürgen Habermas, es el momento de “agotamiento de las energías utópicas”[3] de una sociedad. Aquí empieza el discurso autoritario a desplegar, no su poder de persuasión, sino su capacidad de justificación y de infundir miedo. El discurso autoritario, amenazante, es un discurso a la defensiva que intenta explicar por qué el propósito ya no está. Así entendemos cómo el discurso autoritario sujeta, no porque convence, sino porque transfiere la culpa y castiga a los incrédulos.
¿Y qué hace este nuevo discurso autoritario? Aferrarse a las palabras tradicionales de control mental, social y político de la sociedad, que tienen que ver todas con los significantes socialistas y nacionalistas: así se funda el contralenguaje del autoritarismo que supone hacer lo contrario de lo que se afirma, pero que es imprescindible hacer para garantizar que el poder pueda recircularse en la misma elite.
Una adecuación del lenguaje a los hechos constituiría en el caso de Cuba un movimiento en falso que puede costar el poder. Y este contralenguaje confunde, desde luego. Es un contralenguaje donde no hay términos fijos, que es la única manera de suspender la seguridad psicosocial colectiva para quitar suelo a la acción ciudadana. De ese modo, transferido a otra fase, el contralenguaje del autoritarismo pasa intacto como contralenguaje de la transición y se convierte en la apropiación revolucionaria del discurso contrarrevolucionario para mantener una dicotomía nominalista que permita preservar el poder mientras se transforma a la sociedad y se intenta liquidar a los adversarios. Una esquizofrenia política que tiene su equivalente moral en el cinismo del que nos habla Peter Sloterdijk. Leszek Koulakowski había ironizado y descrito muy bien esto con su ley de Cornucopia Infinita según la cual “nunca escasean los argumentos para respaldar cualquier doctrina en la que se desee creer por las razones que sean”.[4]
De manera que, en 20 años, de 1986 al 2006, Cuba está en lo que llamo contexto en transición. A partir de 2006 entra en la zona de transición. Visto desde la realidad, el contexto en transición es un proceso global que atrapa a la mayoría de los sectores sociales y que les permite expresar, no siempre en forma explícita, sus intereses, aspiraciones y necesidades. Así, en la Cuba de hoy, la categoría “Pueblo” no tiene más contenido que el de indicar una pertenencia cultural e histórica a un modo específico de ser. En el presente, no hay otra forma de aproximación a la realidad sociológica que no sea a través de la especificidad de las categorías sociales.
En el campo socioeconómico están presentes estas categorías sociales, que pueden representar a determinados agentes conscientes o inconscientes de cambio:
- La neo-burguesía formada alrededor de sectores económicos vinculados primordialmente a capitales extranjeros. Forjada al interior de la nomenklatura política, esta categoría es visible en sectores como el turismo, la industria informática y de comunicaciones y determinadas empresas comercializadoras; es menos visible en industrias menores como la electrónica y la industria ligera. Estaría más interesada en continuar la modernización que en revertir un proceso altamente favorable.
- La burocracia ministerial de aquellos sectores también vinculados con las inversiones extranjeras. Aquí, el proceso de modernización burocrática y el nexo con el exterior ha creado mejores condiciones y permitido una racionalización, a partir del saber y la capacidad, que es no sólo beneficiosa sino atractiva para los implicados.
- La capa gerencial ?ya el mismo concepto significa un cambio en la mentalidad? muy asociada a formas de administración occidental y con intereses muy específicos en el bienestar y en su mundo privado. Para ella, la transición es un hecho práctico y verificable, no teórico.
- La pequeña empresa individual embrionaria, dentro de la que debemos contar al llamado Trabajo por Cuenta Propia y a los campesinos privados. Estos podrían ser catalogados como nuevos actores socioeconómicos. Los campesinos privados, porque contando sólo con menos del 15% de la tierra cultivable en el país, participan significativamente en el mercado agropecuario cubano. Los llamados trabajadores por cuenta propia porque, aún con las innumerables restricciones y los altos impuestos a los que están sometidos por el Estado, han venido creando una importante red que ofrece servicios cualitativamente superiores a la red de servicios estatales. En sí mismos, estos sectores demandan una profundización en las transformaciones que les permita participar con más eficacia, garantía y prosperidad en el proceso económico.
- Otros sectores vinculados a la agricultura. Se destacan principalmente aquellos relacionados con el tabaco, el café y el cacao. Su dinamismo actual tiene mucho que ver con los estímulos propios del mercado y con formas de organización y gestión más autónomas. Asocian su suerte, pues, a los intereses y a la modernización. Lo mismo sucede con las Unidades Básicas de Producción Cooperativa (UBPC) y las Cooperativas de Producción Agropecuaria (CPA) que, ahora estarían estimuladas para transformaciones necesarias en dirección a una mayor autogestión y a criterios más participativos.
- Las Fuerzas armadas, que se insertan en la vida civil y económica iniciando formas de gestión y de producción menos ortodoxas. Y esto es importante para la transición por dos razones: primero porque abre las posibilidades de reconversión civil de los militares, y segundo porque racionaliza y profesionaliza un sector sobredimensionado ajustándolo a las capacidades reales de la economía.
- Los trabajadores del sector estatal. Los más afectados por una modernización incompleta que los fragmenta según sus empresas participen o no de la inversión extranjera. Si bien un proceso acelerado de modernización podría llevar a un desempleo masivo, la modernización incompleta está segregando espacios agudos de desigualdad y diferenciación tecnológica que dañan la capacidad de muchos trabajadores para participar del bienestar, cualquiera que sea su magnitud real, y de la economía. El interés de los trabajadores en la profundización de las transformaciones económicas sería doble: por un lado reduciría la brecha entre los que participan y no participan de la modernización y, por otro lado, obtendrían directamente el fruto de su trabajo con el consiguiente bienestar para sus familias.
- Segmentos de la población asociados a la economía informal. Expresan las formas económicas primarias de una auténtica sociedad civil.
- El sector intelectual y profesional. Ambos participan del saber y la producción de conocimientos e ideas y en ambos la necesidad y las demandas de modernización están presentes. La crisis visible en estos dos sectores es patente y se manifiesta de dos maneras: una crisis de crecimiento que busca acceso a la pluralidad, multiplicidad y diversidad del saber y una crisis de identidad que conlleva al abandono de las profesiones que no reportan beneficios materiales o satisfacción intelectual. Aquellos que han encontrado un vínculo permanente con el exterior no logran, o logran con evidente dificultad, articular su vida en un espacio intelectualmente diverso o profesionalmente útil. Ello explica el creciente éxodo de las mentes hacia lugares más promisorios. Para estos sectores, la transición es una necesidad misma del conocimiento y sus posibilidades de expresión.
- La juventud. La que mejor expresa las demandas y necesidades de la modernización desde el punto de vista generacional. Su crisis genérica de valores debe ser interpretada también como una crisis de inadaptabilidad a ciertos valores sin contenido o cuyo contenido ha sido desvirtuado por los mayores. Independientemente de su ideología o de las ideologías, la juventud busca incorporarse al mundo; de ahí que alimente, en primer lugar, la cultura de la fuga y del consumo y la ruptura con los valores. No siempre para bien de la vida social.
Este contexto en transición, descrito esquemáticamente, entra ya en la zona de transición, a la que se llega en el momento en el que el poder pone de acuerdo sus políticas con las dinámicas sociológicas del país. Cuando la transición se completa entonces estamos frente a una plena correspondencia entre la naturaleza de las decisiones políticas y las dinámicas ideológicas de la misma sociedad.
Hay un momento político que precede a la abdicación de Fidel Castro, importante como punto de partida negativo para el arribo de la isla a esta zona de transición: el discurso que aquel da en la Universidad de La Habana en 2005 sobre la corrupción y sobre la posibilidad que esta tenía para liquidar lo que todavía concibe como proceso revolucionario. Es el reconocimiento en forma negativa de que la sociedad cubana vive fundamentalmente al margen de las instituciones y de la ley, y de que esta vida existencial no es solo un mero recurso de supervivencia, sino además un estilo cultural de vida. Dos cosas distintas.
Siguiendo, tras una enunciación negativa: es el reconocimiento de que los cubanos han venido creando una contrasociedad en el seno mismo de la “revolución” que amenaza con destruirla, en cumplimiento estricto del apotegma de Oakshott, el pensador político británico, quien dijo que “tratar de hacer algo intrínsicamente imposible es una empresa corruptora”.[5] Y la respuesta a este discurso cambia el signo de los tiempos para Cuba. Lo que se propone desde el poder ideológico global en el que esa “revolución” adquiere sentido es una transformación modernizadora que la “preserve” en el curso de su propia utopía. Qué esta propuesta haya venido desde el extranjero por un gurú de la izquierda radical, el alemán Hans Dietricht, radicado en México, es un dato menor que solo revela que la intelligensia al interior de la isla es, en frase que se le atribuye a Voltaire, capaz de arriesgarlo todo, la vida exclusive. Expresión de esa sociología del miedo consustancial a los totalitarismos vivos o inerciales.
Para la entrada de Cuba a la zona de transición, me parece importante esté diálogo indirecto al interior del ámbito ideológico de poder, dados los préstamos lingüísticos que la ideología marxista hizo a la estructuración del gobierno cubano. Esto permite eliminar, aquí vuelvo a citar a Oakshott, “el conflicto entre ideales morales (dentro de la sociedad) a fin de que el discurso político se vuelva demostrativo”.[6] Premisa imprescindible para la normalización de lo político como espacio plural.
Cuando el 31 de julio de 2006 Fidel Castro empieza a hacer dejación pública del poder, no hace otra cosa que dar paso a un proceso de transición, el contexto en transición descrito más arriba, que venía haciéndose de forma contradictoria y corrupta desde la sociedad misma. ?l mismo anticipa la entrada de Cuba en la zona de transición, y su hermano Raúl, que recibe el testigo para transmutar la elite revolucionaria en la nueva clase conservadora cubana ?es tentador comparar este fenómeno con el origen de muchas monarquías? refuerza formalmente la transición iniciada con su discurso de los “cambios estructurales” del 26 de julio de 2007: un discurso político fundamental en un momento altamente simbólico.
Todo traspaso de poder marca profundamente el modo en que una sociedad, que necesita cambiar, va a transitar en el futuro. Por la manera que sucedió aquí, podríamos empezar a calificar a la de Cuba como una transición evolutiva en la que la crisis histórica no se resuelve a través de una crisis política rupturista. Este estilo permite empezar a resolver, de forma natural, una falla cultural de la isla en la naturaleza del ejercicio del poder, que desde ya asegura la transición política, si bien no en sus primeras fases.
Con Raúl Castro, el poder empieza a criollizarse, mientras que con Fidel Castro, en 1959, la revolución cubana recupera para el gobierno los estilos básicos del poder colonial: algo normal teniendo en cuenta los orígenes y formación de parte de la elite cubana en los primeros 40 años del siglo XX. Todavía en 1919, el 30% de la población habanera es de origen español,[7] un índice interesante que fortalece el dato en el resto de la isla.
La estructura fundamental del poder colonial combina varios elementos: una visión de orden vertical, que naturaliza la política que desciende; el corporativismo social, que conecta a toda la sociedad en un sistema de órdenes alrededor del poder; el misticismo iluminado, que desracionaliza las decisiones políticas; el providencialismo del gobierno, que no permite se discutan esas decisiones que descienden; el fuerte rechazo, casi desprecio moral, a la economía y al comercio; y el narcisismo de clase antiguo, con sus conceptos de lucha, heroísmo militar y grandiosidad del dominio que miran con desdén lo cívico e intelectual, considerándolos parte de la feminización de las sociedades. En ese sentido, la revolución cubana truncó la nacionalización de la política, en su sentido cultural, que venía verificándose en los primeros años de inicio de nuestra vida republicana y que se frustró esencialmente por la corrupción y, estructural e históricamente, por la ausencia de una burguesía nacionalista. Se produce así otra paradoja que se hace invisible en la retórica social y nacionalista: la revolución cubana sobrevive porque se españoliza, en el sentido decimonónico de lo español: algo muy visible todavía en Cuba a través de los modos de otra elite, la Iglesia católica.
Con Raúl Castro se abre la posibilidad de retomar el curso criollo de la política cubana para entonces poder cerrar el círculo con su cubanización, es decir, en la incorporación de los otros desde la cultura que esos otros, fundamentalmente los negros, están en condiciones de aportar a la política por fin cubana: la tolerancia. Este es un tema excelente de antropología política que, junto al análisis histórico del concepto de revolución en Cuba, estamos desarrollando un grupo de intelectuales cubanos.
Para lo que en este análisis interesa, esta transición-en-la-política-de-la-cúpula es fundamental para la transición política en la sociedad y la refundación de la nación sobre la raíz plural de sus bases culturales. Esto no es un cambio menor para la democratización evolutiva de Cuba. De él está dependiendo todo lo demás.
Los pasos iniciales en la zona de transición tratan de ponerse más o menos a tono con la dinámica del contexto en transición anterior. Raúl Castro va, en tal sentido, bien por detrás de la sociedad cubana, pero tiene el mérito, mirado desde la mentalidad del poder, de interpretar las tendencias sociales y suspender el permanente diálogo de “la revolución” con la historia para empezarlo tímidamente con la sociedad.
Por eso, aunque parezca superficial desde el punto de vista de una estrategia seria, las medidas liberalizadoras de tipo consumista del gobierno tienen tres lecturas estimables: primero, no seguir prohibiendo lo que la sociedad tiene el modo de burlar, de tal manera se le quita suelo a la estructura de la corrupción en Cuba que se alimentaba también de una sociedad fundada en los privilegios; segundo, comienza a quebrar la relación medieval entre el Estado y la sociedad que “justificaba” prohibiciones premodernas ?como si la revolución cubana no hubiera leído el comentario de Schumpeter de que la superioridad de la sociedad capitalista sobre la medieval era que mientras en la segunda se hacían medias solo para las reinas, en las primeras se hacían, además, para las obreras?; y, tercero, garantiza algo de calma social porque satisface la mentalidad consumista ?en esto un cubano no difiere de un ciudadano del primer mundo?, aunque con ello reconozca de facto que la sociedad cubana no tiene mucho que ver con la ética revolucionaria del sacrificio, austeridad y capacidad para diferir la autogratificación material. En una paráfrasis de lo dicho por el analista Gottfried Benn, la cuestión en Cuba, para empezar, es hacerse el tonto y tener un par de artefactos, he ahí la felicidad.[8]
La transición comienza pues, no por un debate ideológico, sino tomando medidas concretas que miran a la sociedad. En términos estratégicos, este no es el punto de partida ideal de una transición porque no clarifica ni pone al descubierto los conceptos que regirán a la sociedad, pero para una sociedad saturada de ideología, es un arranque de cepa táctica que, expresando la incredulidad general con respecto al valor de las palabras, incluso de los que participan del poder, da un respiro psicológicamente liberalizador para los ciudadanos. Lo importante no es que como individuo tengo ya algo, sino que empiezo a valorarme por la posibilidad de tener. Politics, no policy. Liberación, más que estrategia.
La transición del poder hacia la sociedad, no de poder a la sociedad, comienza siendo ya política. Timothy Garton Ash, en su Historia del Presente, expresa un concepto interesante para la posibilidad de la política en sociedades en movimiento. En términos interrogativos es como mejor se capta su sentido: “¿cuándo hay apertura al futuro?”. Y se responde: “cuando es evidente la posibilidad de la sorpresa”.[9] ¿Y dónde radica la posibilidad de la sorpresa a partir del 2006 en Cuba? En la incógnita que abre el poder con el tratamiento a la dimensión económica del país.
Este no es un tema de mi competencia. Me gustaría decir, sin embargo, que desde el momento en el que comienza la ligera liberalización de la tierra, se abren las sorpresas, y empieza la transición política en Cuba. Aquí, una mínima liberalización económica es un paso político porque no se trata de políticas económicas del poder, sino de su economía política. Y ciertamente, el paso está en lo que se apunta como una tercera reforma agraria no declarada, 47 años después de la segunda y última, que lejos de favorecer al campesino, agigantó al Estado. Claro, la reestructuración económica que Cuba necesita es tan profunda que mi afirmación solo tiene el valor de indicar lo que esa reforma implica para la reestructuración de la política en el país, conectado con las posibilidades de transición realmente democrática.
Una redistribución de la tierra tiene un profundo impacto sobre la liquidación de la planta latifundista en Cuba y el agotamiento de la mentalidad agraria que provee de suelo a los poderes verticales. La vinculación de la tierra a la productividad ?con su poderoso efecto sobre los sentidos de pertenencia? es una conexión de la agricultura con la tecnología, los mercados, la economía de servicios, la pluralización de comunidades agrícolas, la suavización de su convivencia y el soft power (poder suave) en el ejercicio de la política. Facilitado todo por las poderosas tecnologías de la comunicación que enredarían fácilmente a una isla, archipiélago en realidad, como Cuba. La garantía de la democratización, su irreversibilidad como tendencia, está en este proceso que comienza a verificarse en la sociedad cubana. La base sociológica del totalitarismo está en el tipo de sujeto que crea en relación con el Estado, pero la base del autoritarismo no está en las ciudades sino en la estructura tradicional de la campiña, una vez que la ciudad logra darle la espalda al poder mediante el escape hedonista y el clandestinaje de lo prohibido.
Si, como creo, la prueba de la transición está en lo que suceda definitivamente con la liberalización agrícola, la pregunta que surge es: ¿cuál es la dimensión sociológica de la sociedad cubana y cómo está respondiendo el poder a sus desafíos?
En 2006, el gobierno cubano despierta de su viaje mítico por la revolución a una sociedad cambiada y cambiante. La Cuba oficial del discurso no es la Cuba real de la sociedad, en una falta de equivalencia tan simétrica como lo es el desencuentro entre el país legal y el país real.
El sujeto revolucionario se va extinguiendo a través de la mexicanización de sus relaciones con el poder: para él no se trata ya del credo ideológico, sino de cómo protege el trabajo y determinados accesos al bienestar que siguen la ruta de los antiguos privilegios otorgados. El ciudadano político solo aparece entonces cuando se le convoca en la plaza o para el ejercicio plebiscitario. El sujeto económico se bifurca entre la ilusión paternalista del Estado y el mercado negro de casi todos los bienes. El sujeto cultural se fragmenta entre diversos modelos y referencias, pero que poco tienen que ver con las referencias creadas por la producción cultural que viene del Estado. La cantidad de cultos, creencias, filosofías y modos de pensar de los cubanos es tan disímil que lleva a muchos a pensar en Cuba como una Babel cultural de gente que se comunica solo por la lengua común y por unas identidades profundas que tienen que ver con el gusto común por el béisbol, el dominó, el baile, el humor y la sociabilidad.
El sujeto moral se pierde en el “segundo nivel de reglas”[10] (doble moral) que anima una relación cínica sociedad-sociedad y Estado-sociedad, y que recupera, en los que nada tienen que perder porque nada tienen, el comportamiento quínico de la sátira, la burla y el choteo de vieja planta en la cultura cubana. Esto último puede indicar desmoralización, pero en realidad refleja el vigor de una sociedad que se burla de la rigidez ideologizante y conquista o reconquista el pragmatismo. Más exactamente, lo eleva como valor positivo.
La sociedad cubana es pues una sociedad pragmática que acaba de recibir un shock acrecentado de expectativas modernizadoras que presionan al Estado en dirección a la apertura.
¿Cómo responde el Estado a esta nueva sociedad? Entrando y saliendo al mismo tiempo de la zona de transición. El gobierno de Raúl Castro, y estamos hablando ya en una dimensión política, abre el campo de ofertas modernas y de determinados derechos individuales. Una dinámica de medidas restauradoras destruyen los privilegios proletarios, homogenizan a los cubanos y empiezan a equipararlo con el resto de los ciudadanos del mundo. Reflotar al cubano como sujeto de consumo hunde definitivamente al cubano como sujeto revolucionario y potencia sus necesidades de movilidad social, laboral y espacial. No olvidar que el dilema planteado por Albert O. Hirschmann de voz y salida, se ha resuelto en Cuba siempre a favor del último término. La movilidad espacial está, por tanto, profundamente incorporada en la cultura cubana como estrategia de supervivencia. Eso lo potencia el aumento de las expectativas.
Pero el gobierno de Raúl Castro sale de la zona de transición cuando se trata del campo estricto de la política. Si comparamos su estrategia política con la de Fidel Castro advertimos un avance importante en este ámbito. Hay un progreso del caudillismo a la institucionalidad que es beneficioso para la racionalidad de las decisiones políticas. Raúl juega el papel inevitable pero no le interesa la monarquía. Su apuesta es a la institucionalidad e intenta restablecerla. Pero lo hace, no a través de las instituciones representativas y electivas del Estado que lo vincularían más estrechamente con la sociedad, sino mediante las instituciones selectivas del poder que lo vinculan con una pretensión hegemónica sin correspondencia con la recomposición social de la sociedad. En una época en la que la expulsión del partido ya no significa la expulsión del pueblo, ¿cómo se puede legitimar la dominación de la minoría?, ¿qué sentido y posibilidad tiene colocar, por primera vez, a un partido comunista en el centro de la toma de decisiones, cuando carece de dispositivos ideológicos que contengan el desbordamiento de una sociedad cada vez más plural, cada vez más posmoderna, cada vez más pragmática y cada vez más descreída como la cubana? ¿A dónde va la restauración tardía del partido único?
Raúl Castro comienza por donde terminaron los países de la Europa Central, en la esperanza de darle cauce a la necesidad de institucionalización del poder revolucionario. Con ello parece intentar un doble proceso de reanimación que no encontrará respuesta en la sociedad: reanimar el papel de la utopía revolucionaria y reanimar los dispositivos de control disciplinario de un partido político desideologizado.
Semejante propósito crea una tensión política que, al final del proceso, entra en contradicción con la necesidad de reformas y que solo será resuelta con la “priización” del partido comunista: control del poder y de los intereses y más otorgamiento de beneficios corporativos a segmentos leales. Ese encuentro entre una sociología abierta y una institucionalidad cerrada “priiza” al partido comunista en el postautoritarismo. En este sentido, si Fidel Castro es equiparable más o menos a Franco, Raúl Castro, que no es ni Andropov, ni Gorbachov, es homologable a Miguel de la Madrid. ¿Quién será su Carlos Salinas de Gortari? Pregunta incontestable. El autoritarismo permitió el regreso de Cuba a sus bases occidentales y hace impensable una recuperación socialmente hegemónica del discurso comunista.
La tensión entre institucionalización a través del partido de la Constitución, la necesidad de reformas estructurales y una sociedad poscomunista pone en riesgo al proyecto de completamiento de la nación cubana. Sin embargo, responde a la necesidad de control político de la transición y no de reestructuración de la sociedad sobre bases marxistas.
Aquí reaparece una vez más el contralenguaje de la transición. En su época, W. Sombart contó más de 130 variantes de socialismo. Afirmar, como se hace constantemente, desde una zona de transición en la que se encuentra Cuba, que el socialismo es el telos de un proceso político necesariamente abierto al futuro, nos llevaría a la variante 250 de socialismos posibles.
No hay una vía cubana al socialismo. Vía cubana significa el reconocimiento de que las elites hacen su retorno mental a nuestra identidad occidental. Ahora bien, la vuelta a nuestra identidad hace reaparecer el pluralismo, un pluralismo vigorizado por el autoritarismo personalista. Y si el pluralismo reaparece, una de dos: o se reproduce un autoritarismo partidista o se incorpora la pluralidad en las instituciones electivas del Estado, por la imposibilidad de encontrar representación en sus instituciones selectivas. De modo que Raúl Castro terminaría reproduciendo las estructuras autoritarias de las que teóricamente intenta separarse con el permanente llamado a la institucionalidad, y reproduciendo los esquemas represivos que segregan a la sociedad.
Esto paralizaría las reformas, debilitaría el nuevo entramado social e implosionaría tanto al partido comunista como a la nueva convivencia que se estructura precariamente. Intentar llevar a cabo unas reformas en los cauces estrechos del imaginario de la idea de revolución y de las estructuras del partido comunista reproduciría el divorcio Estado-sociedad que nos apareció con claridad el 31 de julio de 2006. ¿Existe otro Raúl Castro en la línea monárquica? ¿Tiene este todo el tiempo para remontar las múltiples crisis de la sociedad cubana?
La necesidad de reformas profundas hace impensable la compatibilidad entre el tipo de pretensión institucionalizadora y el resultado presumible de unas reformas escaladas que complejizarían más a la sociedad cubana.
Mi hipótesis en este sentido es la de la institucionalización a través del partido comunista, pero como control de la transición. Sin reformas no se sostiene la hegemonía institucional del partido comunista; con reformas, tampoco. Una trampa 22 que solo tiene solución en la apertura al pluralismo, es decir a las otras expresiones de la tradición cubana que permitirían el completamiento de la nación: esto significa la democratización y el completamiento de la transición en su dimensión ideológica.
Sin embargo, sin control institucional no hay éxito en las reformas. Debilitado el carisma, agotado el discurso utópico, envejecido el liderazgo histórico, con múltiples disfuncionalidades estructurales, con una sociedad fragmentada, con una intelectualidad que empieza a circular y a discutir sus ideas, con una economía necesitada de reestructuración, con unas contradicciones que comienzan a aflorar en la elite, con una corrupción que no remite, con un aumento de la brecha social, con la presión de las expectativas acumuladas que se redimensionan con la liberalización reciente, sin una estrategia global de nación que mire hacia el pasado y se proyecte con una lógica inclusiva ?lo que potencia la presión sobre el gobierno por la cantidad de demandas que tendrá que contener? y en una época en la que el trasiego global de la comunicación disuelve muchas certezas, 25 minutos después de afirmadas, habría que estar atrapado por una enajenación política profunda para no emprender transformaciones (Huntington) o reformas (Linz) como mero recurso de autoconservación política. Pero, habría que poner demasiada distancia de Marx para no advertir que un proceso de reformas incontrolado equivale al suicidio de clase. La cuestión se define desde el biopoder para elegir entre las necesidades de conservación y la muerte autoprovocada. Y la opción se llama reformas controladas.
Para ello el gobierno tiene dos alternativas: militarización de la sociedad o partidización, no ideologización, del Estado ?la profundización de las reformas debilita el contralenguaje?. Y ha optado por la última porque una militarización de la sociedad tendría una naturaleza provisional solo justificable en caso de graves amenazas civiles o externas, que pongan en peligro la estabilidad del régimen. Sin peligro externo, la salida de los militares a la sociedad liquidaría definitivamente la legitimidad del gobierno, en un país donde el ejército tiene una imagen más o menos positiva, y frente a una comunidad internacional que podría presionar más en el sentido de las reformas políticas que se quieren o aplazar o impedir.
La partidización del Estado, después de clausurada la vía de su recaudillización ?ofrezco mis excusas por el neologismo? garantiza una imagen civil, un sentido más estratégico y de menos provisionalidad, una normalización internacional del gobierno, que está consiguiendo, al tiempo que la disciplina partidista en un momento crucial en el que las reformas no pueden ser eludidas pero tienen que ser controladas. Y la disciplina se garantiza, de un modo que no se puede conseguir por el discurso político, reagrupando a los líderes históricos, llamando al respeto de la vida orgánica de un partido leninista y militarizando su cúpula.
En todo caso, la partidización del Estado envía un mensaje de continuidad facilitada por el traspaso político tranquilo del poder, que permitiría, por primera vez en casi 50 años, que el partido comunista asuma el papel otorgado por la revolución y codificado en la carta magna del Estado. Esa idea de que nada cambia para que al menos algunas cosas cambien, es tentadora para el poder político y bienvenida por una sociedad mentalizada como clase media, que demanda transformaciones profundas sin acontecimientos traumáticos.
De modo que la movida conservadora en el Estado, con la senilización impensable del gobierno, no significa, a mi entender, una movida antireformista. Significa el control de las reformas, descendiendo a la sociedad con un paracaídas seguro. Y ese es el partido del Estado que muy bien podría llamarse, a partir de su próximo congreso anunciado para el 2009, Partido Comunista Institucional.
La partidización del Estado está garantizada también por la particular correlación de fuerzas en la elite. El país legado el 31 de julio de 2006 ha provocado un shock de sentido común en la nomenklatura. Por eso, hablar de reformistas y antirreformistas en el gobierno no tiene mucho sentido hoy en Cuba. Que en el gobierno haya contrarreformistas, no autoriza a hablar de un sector antirreforma enquistado en alguna locación del poder. Entre otras cosas porque la reforma tiene la legitimidad del segundo hombre de la revolución, el hombre que controla a los militares ?sector que representa el único espacio legítimo para el “capitalismo de secuaces” en Cuba?, en cuya familia parece que se cuece parte de la estrategia secreta del gobierno ?capitalizando monárquicamente una porción de la cifra política cubana? y quien ha cooptado en la cúpula del proceso decisorio a los que controlan al ejército y a las fuerzas de seguridad del país, junto a presuntos reformistas y antirreformistas.
En un sentido, eso hace peligrar la estabilidad del régimen, porque reconcentra la institucionalidad del país de nuevo alrededor de una sola persona ?debilitando la misma institucionalidad?, pero la difusión del poder en un momento crítico puede amenazar también el proceso de institucionalización, con hombres y mujeres predispuestos para la “nostalgia del caudillo” y que tienen que tomar decisiones. La institucionalización es en Cuba, no en un laboratorio de Cuba.
Por otro lado, los segundos en el escalón de mando del gobierno no tienen poder en sí mismos como para pugnar por el control o la influencia significativa en la política de Cuba. Están neutralizados entre sí y en relación con los poderes fácticos. En circunstancias como estas, la tendencia natural es a seguir las pautas de la teoría del juego, esto es, calcular los posicionamientos y controlar la emisión de la voz. De cualquier manera, después de que el caudillo agotó los liderazgos de los más visibles dentro del régimen, la construcción de una imagen política propia en torno a un sector faccional del poder requeriría una transición política más profunda. En esta dirección, la transición completa es necesaria tanto para la sociedad como para las ambiciones políticas de parte de la misma nomenclatura. En cualquier caso, ese sector tiende a ver la reforma como un beneficio.
Transformaciones, reformas, transición administrativa ?en el sentido de que la política de liberalizaciones no sigue a un discurso estratégico, sino que elimina determinadas restricciones legales y consuetudinarias?, los cambios en Cuba cuentan con el consenso de toda la sociedad. La transición no tiene enemigos visualizables. Si los rostros del poder no presagian el futuro, nos dicen que todos están montados en el barco de las reformas. Eso es positivo porque pone a todo el país en la misma dirección en el momento de su mayor crisis histórica. ?ndice de la criollización de la política cubana ?insisto en que las tensiones políticas en Cuba tienen un origen cultural que ha generado disfuncionalidades concretas pero también dramáticamente artificiales? que garantiza el predominio de la política práctica por encima de los artificios ideológicos. La ideología no dejará de funcionar, siempre que pase por la criba del pragmatismo.
Las preguntas son entonces: ¿qué transición?, ¿hasta dónde?, ¿cuáles son sus conceptos y cuál su ritmo?, ¿qué actores la posibilitan, desvían, retardan o frustran? Y otras.
Antes definía el contexto en transición que puede ser metaforizado ahora como una imagen-sociedad, en movimiento autopropulsado. Ese contexto entra en la zona de transición cuando el gobierno capta que tiene que seguir la misma dirección de esta fotografía sociológica movida. ¿Cuál es el contexto global de este proceso de más de 30 años?
El gobierno cubano está en medio de una tríada inesquivable. La geopolítica tradicional, la geopolítica de los valores y la geopolítica comunicacional. La primera es y ha sido estabilizadora. Las dos restantes no.
La geopolítica de los valores viene golpeando las costas de la isla al menos durante 30 años. Esta dice que la legitimidad de los Estados se fundamenta no solo en el derecho internacional, tal y como emergió después de la segunda guerra mundial, sino en cómo los Estados tratan a sus ciudadanos. Los derechos humanos, con toda la discusión que generan por el uso que han tenido como arma arrojadiza en los conflictos bilaterales, son una realidad que cada vez más impide al gobierno cubano utilizar la verdad geopolítica tradicional como pretexto para dar la espalda a la geopolítica de los valores. Y en este punto, la transición está garantizada porque el gobierno, al firmar los Pactos de Derechos Civiles y Políticos y Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, ha aceptado la lógica de Helsinki, cuando la ex Unión Soviética y los países del ex bloque se comprometieron con Occidente en el respeto a los derechos humanos. En términos psicológicos, creo que eso indica la admisión de que a la larga, y contrario a la consecuencia keynesiana, todos podemos estar vivos en una comunidad respetuosa de los derechos humanos.
El momento para que el cuerpo político del Estado incorpore efectivamente esta asimilación política de valores universales no es controlable. El efecto inmediato de todo esto, no obstante, es que la sociedad cubana puede agregar a sus expectativas consumistas unas expectativas de valores que complejizan más las relaciones sociales y políticas en Cuba. Si hasta entonces la relación Estado-sociedad estaba exclusivamente mediada por el concepto de masa corporativa ?sindicatos, agrupaciones intelectuales, CDR, FMC, etc.?, a partir de ahora comienza a tener como eje al individuo de derechos; quebrando, teóricamente, la exclusiva verticalidad y consiguiente impotencia del individuo respecto del Estado y de las organizaciones corporativas. Que eso se concrete depende de las políticas específicas del Estado, pero mucho más de los ciudadanos. Sea como fuere, la “Ola Solitaria” de la transición cubana tiene algo de legítima compañía internacional.
La geopolítica comunicacional es más difusa y enreda a Cuba más aceleradamente. Menos incontrolable por el gobierno, da más poder a los ciudadanos. En ese sentido, la geografía natural que durante cuatro siglos creó nuestra condición insular pierde sentido para definir nuestras fronteras y posibilidades políticas. Si durante cuatro siglos la política cubana estaba limitada por las posibilidades de la eco geografía, ahora estamos frente a la política sin límites de la geografía.com. Lo que vuelve obsoleta toda política pensada en impedir la movilidad estática. Gracias a la globalización de la comunicación, Cuba empieza a ser un país mediterráneo.
Este nuevo contexto global impulsa desde luego nuestra “Ola Solitaria”. Y de una manera tal que desplaza el análisis sobre si la transición cubana es posible, al análisis del contexto geopolítico tradicional, de la capacidad de los diversos actores implicados y del enfoque de estos respecto de un proceso de transición que nos atrapa a todos.
La transición cubana es inevitable entonces porque conjuga cuatro factores que desbordan los dispositivos de control del régimen y los canales a través de los cuales el gobierno pretende domesticarlos, tenga o no voluntad de cambio: la inevitable dispersión de una dinámica social pos ideológica, las expectativas de bienestar insatisfechas, las nuevas expectativas de valores y el veloz proceso comunicacional que da protagonismo al ciudadano.
La pregunta inevitable sobre la inevitabilidad de una transición es pues: ¿qué transición es posible? La que yo simplificaría, una vez asumido el riesgo del soldado en el chiste polaco, a una pregunta de naturaleza procedimental: ¿cómo es posible esa transición?
¿Transformación o reforma, reemplazo, traspaso o pacto?
Empiezo por descartar la fórmula tradicional de las políticas alternativas en o hacia Cuba: el reemplazo. Una fórmula que, por cierto, solo podía ser alimentada por la tradición revolucionaria de la cultura cubana, que imagina el cambio político a través de la violencia, pero que no se funda en una lectura atenta de las opciones políticas reales frente a los Estados totalitarios o postotalitarios. Como muestra bien Huntington en su libro, solo hay una prueba de excepción de transición por reemplazo en los países del ex bloque soviético.[11] En los análisis de Linz sobre reformas tampoco encontramos reemplazos claros, ni tampoco en los análisis de Arias King. De hecho, las transiciones de la tercera ola poco tienen que ver con el derramamiento de sangre, lo que está sustentado, por un lado, en el cambio de cultura política que marcaron los movimientos pacíficos de Gandhi y Luther King; por otro, en el horror a la sangre después de la segunda guerra mundial, Corea y Vietnam y, finalmente, por la explosión global de una clase media que quiere conservar la vida para el consumo. De cualquier manera, el cerrado monopolio en el control de la violencia que logran los Estados totalitarios, junto al alumbrado de costas y montañas, hacen impensable la posibilidad de conseguir los aliados militares imprescindibles para forzar un reemplazo.
Hay una forma de reemplazo que se produce por el efecto de las protestas masivas de ciudadanos descontentos con un determinado estado de cosas. De hecho, la vía teórica de la rebelión popular ha actuado en Cuba como sustituta de la vía armada para forzar el reemplazo. Pero esa está también descartada no solo por la naturaleza conservadora de la sociedad cubana ?existe un fuerte mito sobre las explosiones populares en Cuba que vengo tratando en otro texto? sino porque toda rebelión popular en Estados postotalitarios exige previamente una quiebra en la elite política. Los casos de Europa central y del Este vuelven a proporcionar la prueba.[12] Pero esta vía estaría descartada en Cuba porque es fácilmente instrumentable como una conspiración externa en el conflicto con EEUU.
¿Es posible entonces el traspaso? Tampoco.
Esto me lleva a retomar el análisis sobre la oposición interna. Lo desarrollo por puntos y de una manera que no involucre demasiado mis propias opciones políticas, para intentar hacerme comprender mejor en un tema sensible, evitando recetas que puedan ser mal interpretadas.
Al menos al interior de Cuba, la oposición atraviesa estos dilemas:
- Dificultad de inserción social. Hasta ahora representa valores, derechos y conceptos, no mayorías o minorías sociológicas. Como no nació representando sectores, su capacidad de representación no tiende a cuajar y su retroalimentación social se debilita frente a las medidas liberalizadoras. Si el gobierno toma dos o tres medidas estructurales respecto a la economía y a la inserción individual en el trabajo, y otras tantas de fuerte impacto social, puede propiciar una disolvencia modernizadora de la oposición, absorbiendo, por debajo de ella y con medidas concretas que esta no puede agenciar, el descontento y las expectativas de amplios sectores.
- Debilidad y exceso de política doctrinaria. Como está obligada a reinventar sus tradiciones políticas, no ha tenido o no ha empleado el tiempo suficiente para fundarlas. Ello debilita los espacios referenciales y priva al debate político de su propio sentido, de sus tonalidades y de ideas sustanciales. Al mismo tiempo, como está obligada a reafirmar sus identidades reinventadas, por necesidades de reconocimiento y autoreconocimiento, ha descuidado la política que se hace identificándose con los problemas de la gente y potenciado la que intenta identificar a los ciudadanos con valores abstractos. No se ha dado cuenta que más que el relato de la democracia, al cubano le interesa primero el relato de sus peripecias cotidianas. Lo que, por otra parte, ha impedido asumir un enfoque vital en política: ver la realidad como problema y no como obstáculo.
- Falta de conexión con intereses. Y este dilema se explica por sí mismo.
- Poca identificación con el debate político más perentorio al que se enfrenta Cuba: el debate sobre que tipo de nación nos vamos a dar. Aquí este dilema es compartido por el poder y por la política alternativa. Está claro que este no es un debate en la lógica de las mayorías, preocupadas por las necesidades y el bienestar inmediatos. Sin embargo, es necesario porque es el que da suelo y estabilidad a la consecución de la democracia y el bienestar posibles. Este debate, por supuesto, compromete a los intelectuales y pensadores, pero presenta dos obstáculos: para la elite intelectual ligada al poder, el único problema con la nación proviene de los EEUU; por otro lado, para el resto de la intelectualidad, la nación es un relato superado que no debe desenfocar la discusión básica sobre los derechos individuales. Debo admitir, no obstante, que se animan proyectos para llenar este vacío que sí tienen que ver con la democratización, como trataré de demostrar al final. Para la oposición, empero, este debate tampoco es actual.
- Poca interrelación con las dinámicas políticas externas. ¿Cuál es la realidad del mundo? Esta pregunta no es habitual en la política alternativa. No se calibra, por tanto, el impacto de la información en la formulación de estrategias de cambio y en la cultura de gobernabilidad que es necesario alcanzar para pensar y diseñar políticas de Estado.
- Ausencia o poca cultura de recambio en el poder. La sociedad cubana, cuya mayoría nació después de 1959, no está acostumbrada a los cambios de poder, ni pacífico ni violento. De hecho, su primera experiencia fue la asunción de Raúl Castro en sustitución de Fidel Castro: lo que es percibido como un cambio solo por el impacto que puede tener, y está teniendo, sobre las condiciones de vida concreta de los ciudadanos, no sobre la cultura, estructura y naturaleza del poder.
- Pérdida del ciudadano político. Solo recientemente se advierte una articulación de las demandas sociales en demandas de tipo político, pero, excepción ya superada del Proyecto Varela, estas demandas no se rearticulan con la sistematicidad y fluidez necesaria para refundar al ciudadano político de una democracia. Ello explica que la queja social sea la forma más visible de contestación política, y las dificultades para expresar esta queja en alternativas estructuradas social y políticamente.
- Inadecuación del lenguaje del cambio:El lenguaje de la política alternativa es predominantemente un lenguaje simétrico al lenguaje de la revolución cubana. Es paradójico, aunque culturalmente comprensible, cómo se ha intentado democratizar la nación cubana en los mismos términos comunicativos que solo recrean y reproducen sistemas violentos de articulación política.
- Desubicación permanente del debate político central. El conflicto entre la clase política estadounidense y el gobierno cubano ha hecho difícil ubicar el debate central entre el Estado y la sociedad. Eso alimenta la figura de la oposición-héroe y difumina la incorporación ciudadana en la discusión de sus necesidades e inquietudes.
La oposición presenta estos dilemas que le impiden presionar en la dirección de un posible traspaso, porque no representa alternativas políticas sociológicamente importantes ni utiliza un lenguaje de inserción social que la comunique con los sectores más dinámicos: esos que marcan las referencias a seguir. Sloterdijk parafrasearía esto, un poco elitistamente, viéndolo como “autonegación del lenguaje de alta cultura”.[13]
Esto está planteando la transición en Cuba como transformación o reforma. Con independencia de los deseos, la transición en Cuba empieza como reforma para terminar eventualmente como pacto. El cambio político en sociedades modernas reduce su espectro de posibilidades a derribar el poder o a pactar con él. Las dificultades de Cuba para un tipo de transición que articule la segunda de las posibilidades se relacionan con la excesiva moralización del conflicto político, con la escasa cultura de diálogo y negociación y con la precariedad de los espacios de tolerancia. Hay también una inercia de los discursos de intransigencia predominantes que resulta difícil, para quienes han contado con poder, representatividad y recursos, adecuar sus estrategias a una sociedad en movimiento. Es decir, si los sectores extremos pierden espacio, no han perdido la hegemonía como referencias políticas determinantes sobre el curso del proceso. Ello sigue alimentando una ilusión porque los actores que tienden al centro tienen muy poco tiempo en el ámbito de referencias políticas centrales, que facilitarían una mayor influencia sobre la democratización de la transición. Para empezar, y dada la porosidad de la sociedad cubana, la hegemonía de un soft speech seduciría a amplios sectores moderados dentro de la isla con un impacto fundamental en la presión de las nuevas expectativas sobre el gobierno cubano. Si no va a correr sangre, ¿por qué no cambias?
Pero la hegemonía del hard landing persiste en el juego de retroalimentación con el discurso extremista del régimen. Lo que provoca una paradoja más: el gobierno cubano instrumentaliza el discurso duro de sus adversarios como justificación de su inmovilidad política para enmascarar y garantizar, en cambio, su movilidad y reciclaje sociales. En esta situación actúa exactamente igual que con la política de EEUU. Si antes la usaba como pretexto para no cambiar, ahora la usa como pretexto para cambiar desde el mismo lugar. Vamos a llamarle a esto la transición cínica en la que la retórica del enemigo-que-viene se convierte en el contralenguaje para hacer lo mismo que el enemigo viene exigiendo.
Con semejantes garantías, con esa capacidad de instrumentalizar a sus adversarios y con la seguridad de que en el corto plazo no se vertebrará una presión social significativa, la transición en su fase de reformas puede caminar la suficiente distancia para cimentar y profundizar la reestructuración económica de la sociedad, reconvertir a su elite dentro de una especie de capitalismo social y modernizar la sociedad, normalizándola según determinados estándares internacionales: referencias de consumo, movilidad espacial, acceso diferenciado al bienestar y uso social y político de las ventajas comparativas de Cuba: ayer el azúcar, hoy una economía de servicios con la venta del sistema de salud como su tecnología de punta.
Para el sector que lidera las reformas ahí se queda la transición posible. Para ella es suficiente. Su modelo político intenta circunscribirse a las dimensiones de la isla, regresando de la visión de dominio extensivo que animaba Fidel Castro en su mejor momento utópico. Este modelo, comparable al que sostenía el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, convive bien con una oposición en los márgenes que no ofrece peligros inmediatos, con una clase intelectual capaz de criticar y obedecer, y con una pluralidad cultural contenta con que no se le perturbe, y sí se le estimule, su exhibición estética. No necesita para ello calentar la economía como sí hacen China y Vietnam, acelerando sus transformaciones y formando clases medias en forma rápida y con progresión industrial. Este sector puede tener éxito en el corto y mediano plazos con esta transición que se queda a mitad de camino porque todavía controla el inventario de disfuncionalidades y porque la falta de contestación dentro de la elite y desde la sociedad le permite controlar los ritmos de transformación. Si la transición empezó tranquila, el tiempo para que afloren las contradicciones, tanto las acumuladas como las propias del cambio, puede demorar.
Pero este ritmo lento de una transición controlada puede y necesita ser cambiado. El modelo político de esta fase de la transición, con su énfasis en la partidización del Estado, estrecha los límites y los conceptos por donde circula una sociedad que va poniendo sobre la mesa los problemas acumulados y los problemas de las reformas.
Los problemas acumulados tienen que ver con la inclusión de los que quedan fuera del nuevo Estado-partido, que son todos los ciudadanos que no quieran, no puedan o no se consideran comunistas, en una sociedad que, sin embargo, se abre a la modernización y a su propia diversidad cultural. A ello le podemos llamar la disfuncionalidad y tensión del Estado-partido con la nación. Los problemas de las reformas se relacionan con las tensiones que se producen necesariamente entre la reestructuración económica necesaria y la participación social en el bienestar, en una sociedad que empieza a reconocer el derecho sobre la base de los individuos y no de los revolucionarios. A ello vamos a llamarle la contradicción entre el Estado-partido con la modernización.
China y Vietnam han podido controlar estas tensiones porque no tienen problemas con el origen de sus identidades más o menos homogéneas, y sus modernizaciones se insertan bien en lo que ven como sus tradiciones de grandeza cultural. Como ellas nunca han puesto en contradicción el trípode nación-modelo político-fundamento cultural, no han presentado problemas hacia atrás, sino hacia delante: la democratización de la sociedad dentro de la nación.
El gobierno cubano no puede controlar por mucho tiempo estas tensiones porque artificialmente puso en tensión la nación, el modelo político y el fundamento cultural. Y eso, tratando de identificarlas. Por tal razón, la elite en el poder tiene problemas hacia atrás y hacia delante, una vez que liberaliza el pasado a través de la cultura y el futuro a través de la reforma; problemas que solo se pueden resolver democratizando la nación desde la sociedad. Ello exige la apertura a su pluralidad.
Para alcanzar esta posibilidad se necesita también un cambio de enfoque desde la oposición y desde la geopolítica tradicional. No hay capacidad para perturbar la tranquilidad de un proceso de reformas, pero sí la hay para completar ese proceso tenso y contradictorio en una transición pactada.
Eso depende de dos factores. El primero de ellos tiene que ver con la posibilidad de que las alternativas políticas tengan la suficiente visibilidad sociológica para presionar por los cambios. Desplegar esa visibilidad depende de la capacidad de inserción social y de comunicar estrategias a los ciudadanos de manera sistemática y consistente, para estabilizar las referencias políticas dentro de segmentos poblacionales amplios. Y ello está en relación con las ofertas y el lenguaje en una sociedad en cambio.
Las sociedades simples, estáticas y rígidas pueden asimilar ofertas simples y lenguajes duros. Como no encuentran salidas y les falta comunicación intrasocial, un llamado a la ruptura puede encontrar eco suficiente para agilizar una situación de cambio. Es dudoso que una ruptura sea democratizadora, pero algún tipo de salida es posible encontrar cuando se convoca a la ruptura en sociedades aquietadas.
La sociedad cubana no ha sido una sociedad inmóvil. Las interpretaciones que han tendido a fortalecer esta percepción han confundido la quietud política con la quietud social y cultural, y el inmovilismo del régimen con la parálisis de la sociedad. Pero está ha venido cambiando desde hace más de 20 años, a pesar del gobierno: en términos de instrucción, en términos de referencias culturales, en la circulación de ideas y en la autogestión individual del bienestar económico, los cubanos no están quietos. Lo que ha sucedido precisamente es que una sociedad en cambio no ha encontrado canales apropiados de expresión que hagan transparentes y den sentido coherente a esos cambios. Y la movilidad invita a la moderación, la racionalidad en la toma de decisiones, la conservación de la vida y el cálculo de beneficios. Por cierto, Cuba siempre ha sido así. Si el proceso de liberalización y reformas en marcha mantienen un curso coherente, la movilidad social en todos estos ámbitos será mayor y con más dinamismo, lo que favorece fundamentalmente a las apuestas y a las propuestas auto centradas y pacificadoras que oferten diálogos racionales. El desafío para las apuestas políticas es ponerse a la altura de las coordenadas de la sociedad y no seguir tras el espejismo de las guerrillas urbanas fundadas en el sujeto iletrado y resentido. Puede suceder muy bien que la sociedad se adelante a las ofertas de su oposición con propuestas más modernizadoras y viables.
Lo cual demanda una estrategia consistente hacia el poder. Transición pactada como continuación o segunda fase de las reformas liberalizadoras se traduce en política como pacificación comunicativa con los sectores de poder. El presupuesto político de esta pacificación es la reconciliación nacional. De hecho, sin reconciliación no hay cambio posible y ascenso de la oposición a una mayor visibilidad social. Tampoco posibilidad de direccionar socialmente las reformas hacia la democratización nacional. Hacia la “plaza mayor”[14] de Natan Sharansky. Nada es seguro, pero los accesos políticos de una oposición marginada pasan por una refundación del lenguaje, adaptándolo al compromiso y la negociación, y por una redefinición de la estrategia en dirección al pacto. Un pacto histórico respecto al pasado y un pacto político en relación con el futuro. Es decir, la conciliación posible entre el temor de George Santayana ?“quienes olvidan el pasado están condenados a repetirlo”?[15] y la demanda de Jorge Semprún de “amnesia colectiva y voluntaria”[16] para demoralizar los conflictos ciertos de una transición política.
En este sentido, la búsqueda de una transición pactada no es consistente con una demanda excesiva de elecciones libres como punto de partida para el cambio democrático. Una manera de frustrar la posibilidad de que las reformas desemboquen en transición política es exigir la apertura inicial del Estado a la competencia entre alternativas políticas. La “Ola Solitaria” de la democratización significa también que los cubanos estamos obligados a buscar grandes acuerdos sobre las premisas del cambio político antes que el recambio del liderazgo. Intentar la democratización de los actores clave, la conversión de los sujetos del conflicto de enemigos en adversarios, el consenso sobre puntos esenciales y el pacto sobre la nación son pasos aquí fundamentales para estabilizar la democratización de las instituciones en el largo plazo. Empezar por una apertura del juego democrático a la participación ciudadana para elegir entre alternativas políticamente crispadas ?no suficientemente vertebradas? y actores estatales que controlan el poder y la comunicación política a través de sus instituciones es garantizar el reciclaje “democrático” de sectores políticos enmascarados, sin garantizar al mismo tiempo las condiciones institucionales, culturales y sociológicas del cambio. El espacio público de construcción democrática es premisa indispensable para la competencia democrática por el poder público.
En todo caso, una presión anticipada sin capacidad sociológica que la garantice, frustraría las opciones posibles porque activa toda la capacidad del liderazgo para bloquear las demandas. Equivale al asalto de una fortaleza con rezos cristianos, lo que solo puede fortalecer el poder y retrasar el cambio posible.
Sudáfrica, haciendo la abstracción moral necesaria para todo ejercicio analítico, es el ejemplo de una democratización exitosa precisamente porque las condiciones para la democracia existían en las prácticas de la elite blanca racista. Si la circulación del poder en Cuba fuera mediante procedimientos democráticos, tendría sentido la presión política con fórmulas eleccionarias porque se trataría solo de abrir el juego a la participación de los excluidos, no de crearlo.
Palestina, por el contrario, pone de manifiesto los riesgos para la democracia de un juego eleccionario prematuro que no cuenta con actores democráticos clave.
Aquí entra a jugar el otro factor: la geopolítica tradicional.
¿Cómo ayudar a esta “Ola Solitaria” de democratización? Cambiar las premisas de la geopolítica tradicional hacia la isla, lo que implica desestabilizar el juego local de la guerra fría retardada que sostienen Cuba y EEUU es la única manera de impedir que la política exterior estadounidense siga siendo una variable estructural de la política interior de Cuba. Si Washington estornuda en Irak, la virtual democratización cubana se resfría. Pero si Washington estornuda en Florida, la probablemente virtual democratización de Cuba se congela. Un cambio de enfoque despejaría las opciones para recuperar el conflicto siempre pospuesto entre el Estado y la nación cubana.
La confusión entre conflicto de intereses y conflicto de valores atrapa a una generación que no participó en el origen del primer conflicto y debilita a la generación que puede participar en la solución del segundo. Ello solo produce confrontación y retirada involuntaria del espacio público de demandas, de unos ciudadanos que no les interesa imitar a ningún héroe. Con ello se contribuye a detener la liberalización en las meras reformas y se impide que desemboquen en la democratización. De esta manera EEUU ayuda a la estabilización de una nueva burguesía, similar a la que recuperaron en los años 60 del siglo pasado, pero no al establecimiento de las libertades en Cuba. Si la transición se queda en los límites de las reformas liberalizadoras, podría enquistarse en Cuba la disfuncionalidad latinoamericana de unas familias ricas que controlan los resortes básicos de la economía y de la riqueza nacional y que pueden, apelando a razones históricas de seguridad nacional, seguir bloqueando efectivamente la eclosión de problemas a resolver, como el racismo, y la participación de los ciudadanos desde su diversidad.
Cambiar la geopolítica no es solo revisar las pautas confrontacionales que la rigen, es cambiar también los conceptos y la agenda que subyacen en la confrontación. Estos conceptos fueron construidos durante la guerra fría imaginando que podían derribar a un adversario rápidamente y restituir la democracia con actores a la mano. Y fracasaron. Ahora se trata de construir tanto la democracia como los actores. Para eso, la agenda política más al uso no sirve porque no compatibiliza con las posibilidades y los desarrollos internos.
Estimular la democracia en Cuba solo se puede hacer reduciendo la presión geopolítica de un actor que solo es capaz de activar valores ademocráticos como el nacionalismo para impedir y retrasar la democratización que pretende. Y ese cambio de agenda es crucial para buscar coherencia en la agenda política con la agenda global de otros actores internacionales que pueden participar, consistentemente, como Europa; o que pueden verse estimulados a actuar, como América Latina. Esa agenda global solo merece un concepto: el diálogo y el apoyo al diseño definido por los propios cubanos.
Si la ola de la democratización en Cuba es inevitable, la cuestión radica en cuándo los cubanos podremos vivir por fin en democracia. La posibilidad de acortar la respuesta depende de la velocidad con que se ofrezcan las garantías de que la independencia de Cuba no está en discusión, pero, paradójicamente, la independencia de Cuba puede implosionarse cuanto más se retarde el proceso de democratización, que es el único contenido posible de la nación cubana en el siglo XXI.
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[1] Huntington (1994), p. 18.
[2] Zizek (1989), pp. 6-7.
[3] Habermas (1997), p. 145.
[4] Citado por Garton Ash (2000), p. 190.
[5] Oakeshott (2000), p. 135.
[6] Ibid., p, 208.
[7] Segre (2003), p. 77.
[8] Sloterdijk (2003), p. 75.
[9] Garton Ash (2000), p. 45.
[10] Sloterdijk (2003), p. 295.
[11] Huntington (1994), p. 149.
[12] Huntington (1994), capítulos 3-4, y Arias King (2005), Parte I Las Reformas.
[13] Sloterdijk (2003), p. 301.
[14] Sharansky (2004), p. 20.
[15] Garton Ash (2000), p. 52.
[16] Ibid.