Resumen

En pleno proceso para la elaboración de un nuevo Concepto Estratégico para la Alianza en 2010, el autor reivindica la conveniencia de elaborar una Estrategia en lugar de un Concepto, porque técnicamente los conceptos tratan del empleo de un potencial en concreto, mientras que el entorno estratégico precisa el empleo de otros instrumentos además del militar.

Para argumentar la conveniencia de elaborar una estrategia integral, que explique cómo va a usar la Alianza sus distintos instrumentos, este Documento de Trabajo analiza qué han sido las estrategias, alianzas y los conceptos estratégicos para la Alianza Atlántica durante la Guerra Fría. Luego estudia su relación con el instrumento militar de la Alianza hasta el fin de la Guerra Fría (el 9/11 de 1989), momento a partir del cual cambió la Alianza la naturaleza de los Conceptos Estratégicos para adaptarse a un entorno favorable que alejaba de las sociedades aliadas la percepción de amenaza. En estas circunstancias, la Alianza tenía que buscar acomodo a la OTAN y el instrumento militar sin que existiera peligro para la integridad de la región del Atlántico Norte. Posteriormente, los ataques sobre territorio estadounidense del 11 de septiembre de 2001 y la invocación del artículo V del Tratado de Washington, por primera vez en la historia de la Alianza, marcaron una nueva época que acabó con la Posguerra Fría.

A partir de esa fatídica fecha, la Alianza Atlántica ha tratado, sin éxito, de actualizar su concepción estratégica y, en esa espera, se han ido acumulando los desencuentros entre los aliados, han surgido nuevos actores estratégicos y han cambiado las condiciones en las que se emplea la fuerza. Entre las dificultades se analiza la coincidencia espacial de la UE y de la zona europea de la región atlántica, una superposición que genera conflictos y oportunidades de cooperación que necesitan solución. La emisión de una sólida estrategia será decisiva para superar esos desencuentros y encajar la Alianza Atlántica, su organización y su estructura de fuerzas, en la realidad estratégica de su tiempo. Para ello es necesario que habilite un Concepto Estratégico –aunque en opinión del autor sería mejor elaborar una Estrategia aunque se denominara como Concepto– que permita a la Alianza Atlántica preservar la credibilidad acumulada durante la Guerra Fría y puesta en entredicho durante la Posguerra Fría.

A diferencia del ambiente relativamente estable en que nació la Alianza Atlántica, el entorno globalizado del presente muestra un alto ritmo de cambio, la emergencia de nuevas potencias y una vuelta a la dictadura de la geopolítica. La emisión de un nuevo Concepto Estratégico plantea numerosos interrogantes sobre los que se pretende reflexionar en este Documento de Trabajo, partiendo del análisis de las experiencias aliadas desde el fin de la Guerra Fría para intentar contestar a preguntas básicas como: ¿son útiles los fundamentos de la Alianza en un entorno estratégico global?, ¿Estrategia o Concepto Estratégico? y ¿cuál serían las bases de una futura Estrategia de la Alianza?

Introducción

“No hemos hecho nada extraordinario, nada contrario a la naturaleza humana al aceptar un imperio cuando se nos ofreció y después negarnos a renunciar a él. Tres poderosos motivos nos impiden hacer eso: seguridad, honor y el interés propio. No somos los primeros en actuar de esta manera. Lejos de ello. Siempre ha sido la regla que el débil debe someterse al fuerte y, además, consideramos que somos merecedores de nuestro poder” (Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso).

La Alianza Atlántica está inmersa en las tareas de elaboración de un nuevo Concepto Estratégico (CE 2010) que espera sea emitido en el año 2010. El último fue aprobado en el año 1999 y era una continuación del CE de 1991. Su elaboración representa todo un reto y está despertando, en el ámbito de la seguridad y defensa, un gran interés en la comunidad política y mediática aliada. Pero una vez que el nuevo Concepto Estratégico vea la luz, lo más probable es que el interés político se agote tras su promulgación y luego, una vez que los titulares periodísticos hayan agotado su efímera vigencia, sólo algunos círculos especializados seguirán interesados en conocer la utilidad de los esfuerzos vertidos en su confección y sus resultados prácticos.

Antes de entrar en otras consideraciones, es importante tener presente que la Alianza Atlántica se creó mediante el Tratado de Washington de 1949 para hacer frente a una amenaza militar. El Tratado que regula esa Alianza, y que sigue inalterado 60 años después, fue la consecuencia de la percepción compartida del peligro que representaba una grave amenaza por parte de los Estados signatarios. El lenguaje diplomático evitó que el Tratado recogiese explícitamente la amenaza en el texto del instrumento jurídico con nombre y apellidos pero preveía, en el futuro, el cambio natural del ambiente estratégico al que debería adaptarse la Alianza; por ello, en su artículo XII, prevé la revisión del Tratado cuando cambiasen las condiciones que sirvieron de motivación a su redacción. Esa amenaza era entonces el expansionismo totalitario de la Unión Soviética que amenazaba a las naciones de Europa Occidental y estaba materializada por las divisiones del Ejército Soviético desplegadas en Europa Oriental respaldadas por su capacidad nuclear. La amenaza ya era sentida por los países europeos occidentales, que en 1948 crearon la Unión Europea Occidental (UEO) y una organización militar propia, pero tras el fracaso de la Comunidad Europea de la Defensa, los aliados crearon la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para materializar las previsiones del Tratado, por lo que la relación entre la Alianza y la OTAN es instrumental.

Es importante poner de manifiesto también que, en el momento de la firma del Tratado de Washington, apenas habían transcurrido unos pocos años desde el establecimiento de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945 que, como sucesora de la Sociedad de Naciones, debía encargarse de la seguridad colectiva global. Sin embargo, la Organización dio desde el principio muestra de sus limitaciones para ejercer la función para la que fue creada, un hecho que se iba a reafirmar a lo largo de su existencia en multitud de circunstancias. Sólo un año más tarde, en 1950, no pudo evitar la Guerra de Corea y respaldó la intervención norteamericana en la península coreana (a lo que coadyuvó la ausencia del embajador soviético, Jacob Malik, en el Consejo de Seguridad para boicotear la presencia en el mismo de la China nacionalista). El Tratado no ignora las competencias de Naciones Unidas y su texto está lleno de referencias a la Carta, pero la Alianza se dotó de una Organización y de una estructura de fuerzas para garantizar la autodefensa de los aliados. Lo percepción de una amenaza tan clara y poderosa fue lo que llevó a los signatarios a redactar el contenido del artículo V del Tratado de Washington. Un artículo que, asociado al artículo VI, estaba concebido para defender la Alianza contrarrestando el expansionismo territorial soviético mediante la protección de los territorios de los aliados. Había dado comienzo la Guerra Fría.

Estrategia, alianzas y conceptos estratégicos de la Alianza Atlántica

Antes de entrar en el análisis, y con vocación de recordatorio, parece conveniente apuntar algunas pinceladas sobre la praxis estratégica basada en el empirismo histórico. El entorno estratégico está conformado por las relaciones de poder. Poder en estrategia es poder político: es la capacidad de ejercer influencia mediante la aplicación de los potenciales o instrumentos de poder. Se consideran actores estratégicos aquellas entidades políticas, ya sean Estados, entidades no-estatales o alianzas, que ejercen poder en ese ámbito. Por lo tanto, el ejercicio del poder, sea cual sea la naturaleza de éste, es un acto político y la estrategia su instrumento. La forma de ejercer el poder por parte de la entidad política viene determinada por la forma en la que se perciben los intereses. La identificación de los intereses propios y la voluntad de alcanzarlos aplicando los instrumentos de influencia disponibles otorga ventaja a los actores estratégicos sobre los que carecen de motivación, firmeza y método.

Las percepciones sobre lo que constituyen las premisas fundamentales de la sociedad e, incluso, de la finalidad de la vida humana, son factores determinantes para la conformación del interés para una determinada sociedad. Los alemanes acuñaron el término Weltanschauung (Dilthey, 1883) para referirse a la trilogía compuesta por religión, ideología y cultura, que es el elemento fundamental para el desarrollo y comprensión de cualquier estrategia. Por consiguiente, no tendría sentido una estrategia que no hubiese considerado el papel que juegan los sistemas de valores de los antagonistas. En el caso que nos ocupa, los intereses y valores a defender por la Alianza Atlántica están recogidos en el Preámbulo del Tratado de Washington[1].

La estrategia ampliamente definida es un proceso que relaciona fines y medios.[2] Cuando se aplica este proceso a un determinado grupo de fines y medios, el producto, esto es, la estrategia, es la forma específica de emplear determinados medios para conseguir determinados fines: estrategia es acción. Los actores estratégicos habilitan estrategias y las ponen en práctica, mientras que la inacción es propia de actores no estratégicos. Se reconoce la existencia de un problema estratégico cuando los intereses de un actor, o varios, están en juego. Si resulta que esos intereses son vitales para su supervivencia, para alcanzarlos o protegerlos, el actor aplicará entonces todos los medios de poder disponibles, incluyendo el instrumento militar. Por esta razón, para emplear el poder militar de sus miembros en defensa de sus intereses vitales, fue por lo que la Alianza Atlántica creó la Organización del Tratado del Atlántico Norte.

La acción diplomática es el medio habitual que emplea un actor para gestionar el entorno estratégico en un razonable ambiente de estabilidad, lo que se conoce vulgarmente como situación de paz. Se influye diplomáticamente mediante el prestigio y la capacidad de negociar, incluida la intención de aplicar medios coactivos. Cuando el entorno estratégico deja de ser estable, por alterarse el equilibrio de influencias, se producen situaciones que afectan a los intereses y, para gestionarlas, requieren el empleo de otros instrumentos del potencial nacional, además de la diplomacia. Para hacer frente a esas graves circunstancias y, debido a su complejidad e incertidumbre, no es posible actuar en vacio, es necesario contar con un marco de referencia: una estrategia que contenga, los intereses, los objetivos a alcanzar y los medios para alcanzarlos.

Los intereses de los actores estratégicos se concretan en efectos a conseguir o mantener y, normalmente, se materializan en objetivos que sirven de referencia para la aplicación de los instrumentos de poder sobre ellos. Para esa aplicación es para lo que se necesita un concepto estratégico (CE) donde se plasma la forma en la que se actuará para alcanzar los objetivos. Por ello, en la confección de un CE hay que evaluar la situación, definir los objetivos políticos y militares a alcanzar, articular las capacidades disponibles y diseñar la forma de emplearlas y sus prioridades. Dentro del concepto hay que decidir cómo se colma el déficit entre la influencia necesaria para resolver el problema y la que se puede conseguir mediante las capacidades propias, tanto diplomáticas, militares, económicas e informativas. Los actores estratégicos colman, normalmente, este déficit para asuntos de defensa mediante alianzas con otros actores que comparten los mismos intereses.

Las alianzas son creaciones políticas y, como tales, frágiles. Se valoran dependiendo del grado de cohesión de sus miembros, en cada momento, en relación con el compromiso que se adquiere. Normalmente, una alianza se materializa mediante la adhesión a un Tratado en el que se fijan los términos y condiciones del compromiso. Como puede inferirse de lo hasta ahora expuesto, sin interés compartido no existe causa para la constitución y vigencia de un compromiso tan demandante como es una alianza. El acuerdo entre aliados es de naturaleza política y, como tal, sujeto a la evolución de las relaciones de poder. Por lo tanto, la vigencia de la Alianza Atlántica depende más de la coincidencia de intereses que de la existencia formal de un Tratado y de un Concepto Estratégico.

La constitución de alianzas es tan vieja como la sociedad política.[3] Se aglutinan, normalmente, en torno a una gran potencia, mientras su vigencia está ligada a la pervivencia de la percepción de la amenaza compartida. Las alianzas se degradan por la pérdida de cohesión (solidaridad) entre sus miembros, que puede tener su origen en el decaimiento del interés de alguno de los socios, principalmente por parte del aliado más poderoso, por la desafección de otros o por el cambio de finalidad de la alianza. Normalmente, los aliados más débiles son los más interesados en mantener el vínculo aliado, pues en él encuentran la protección a su debilidad: su déficit de influencia. No obstante, como siempre, serán los poderosos los que determinan tanto la estrategia a aplicar como el destino de la alianza.

Durante la Guerra Fría, los Conceptos Estratégicos de la Alianza contenían la solución a problemas relacionados con la gestión militar de la respuesta a la amenaza militar mencionada –puro artículo V– y, naturalmente, eran clasificados. Se trataba de planificar cómo se haría frente a la amenaza militar directa del Pacto de Varsovia. En este sentido, por ejemplo, el CE de 1950 preconizaba el concepto de “represalia masiva”, que fue sustituido en el CE de1967 por el de “respuesta flexible”. El final de la Guerra Fría y la desaparición de la antigua Unión Soviética dejaron a las naciones que constituían la Alianza Atlántica sin la motivación que impulsó a sus fundadores a crearla.

Habría que preguntarse por qué a partir de 1991 se siguieron titulando como conceptos estratégicos unos documentos como los emitidos por el Consejo del Atlántico Norte en los años 1991 y 1999, que en realidad eran amplias declaraciones políticas con pretensiones de definiciones estratégicas. Los Conceptos Estratégicos de la Alianza dejaron de ser documentos clasificados y esa circunstancia, en apariencia banal, aparejaba la intención de habilitar nuevos cometidos para la Alianza Atlántica y trasladar a las opiniones públicas las nuevas funciones. De esta manera se trataba de encontrar acomodo a la OTAN en una nueva situación mundial en la que tendría que asumir nuevas funciones para justificar su existencia. Los documentos no contenían, en puridad, estrategias o “grandes” estrategias que relacionasen fines y medios, sino que, como ya se ha indicado, eran algo más cercano a una declaración de intenciones para gestionar un entorno estratégico de sustancia y contornos difusos con una organización que, originalmente, no fue concebida para ello. Si con anterioridad el Concepto Estratégico servía para orientar al órgano sobre cómo realizar su función, los conceptos de 1991 y 1999 buscaban funciones para el órgano existente: la OTAN. Desde un punto de vista técnico, los conceptos estratégicos de 1991 y 1999 no deben ser considerados como tales porque un concepto expresa cómo se va a aplicar un determinado potencial: el militar en el caso de la OTAN. Sin embargo, ese poder militar era poco aplicable en un contexto estratégico de Posguerra Fría donde no existían amenazas tangibles y la sociedad occidental creía que estaba en el umbral de la “paz perpetua” a la que supuestamente se encaminaba el mundo y que entre los “dividendos de la paz” podría encontrase el desmantelamiento de la propia Organización del Tratado del Atlántico Norte.

El mantenimiento de la denominación de “concepto estratégico” para este tipo de declaraciones sentó un precedente de difícil arreglo porque se confundían estrategia, que es un proceso racional, y acción estratégica, que es su aplicación. Los objetivos de la estrategia de la Alianza se siguieron formando en el reino de la política, dominado por el interés y las pasiones de sus Estados miembros, pero los nuevos conceptos estratégicos pusieron las declaraciones políticas –las intenciones– al mismo nivel que la actuación racional aunque no tienen la misma naturaleza ni metodología.

El contexto estratégico de la Alianza desde el 9/11 de 1989

Para deducir el contexto estratégico presente, es conveniente analizar los acontecimientos en la zona euroatlántica entre el 9 de noviembre de 1989 hasta el presente. Durante la Guerra Fría, la “postura” militar aliada era defensiva, tenía vocación de “permanencia” y apoyaba directamente la motivación constituyente del Tratado de Washington. Esa amenaza era estereotipada, mensurable, en dirección y entidad, y además era “fronteriza” y su implementación se hacía sobre una continuidad espacial. La dirección provenía del Este y apuntaba, en su esfuerzo principal, al territorio de la República Federal de Alemania, directamente al Canal de la Mancha. La entidad estaba constituida por un gran número de divisiones soviéticas acorazadas y mecanizadas, submarinos que actuarían en el Atlántico, flotas aéreas y armas nucleares.

La Alianza contrarrestaba esta amenaza desplegando las fuerzas de la OTAN en una posición defensiva profunda, con la línea principal de resistencia en suelo alemán, con los flancos cubiertos por Turquía y Noruega y una sólida capacidad antisubmarina proporcionada por las flotas aliadas, en la que Islandia hacía el papel de tapón a los submarinos soviéticos procedentes del Ártico. Armas nucleares tácticas completaban el cuadro. Resistencia en el continente y libertad de acción en el Atlántico. Todo ello con la cobertura de la disuasión estratégica nuclear. En resumen, una “postura” que materializaba el vínculo transatlántico y que estaba regulada por los conceptos estratégicos anteriores al de 1991.

Durante décadas, las fuerzas de la OTAN se diseñaron para oponerse a la amenaza militar del Pacto de Varsovia, adaptando su organización y modos de empleo, y desarrollando un pensamiento militar que modeló dos generaciones de mandos castrenses. La desaparición de la amenaza soviética acabó con el modelo estratégico de la bipolaridad y dejó sin utilidad inmediata el instrumento militar de la OTAN, tanto en su aspecto material como en su motivación estratégica y operacional. Sin embargo, y para evitar su desaparición, la OTAN habilitó nuevos términos en los Conceptos Estratégicos de 1991 y en el de 1999 para referirse a nociones indeterminadas que actuarían como fundamento de una nueva “estrategia” y centrándose en la zona europea como ámbito de actuación. Así, se hacía referencia a retos, riesgos, funciones de seguridad, gestión de crisis y prevención de conflictos, mantenimiento de la paz (peacekeeping), asociación (partnership), diálogo y ampliación, entre otros. La OTAN se anunciaba como un instrumento para dar respuesta a casi todo, con lo que corría el riesgo de provocar una mutación de los fines de la misma a través de los conceptos, sin tener en cuenta el Tratado de Washington, con lo que comenzó a trastocar la finalidad y naturaleza de la Alianza.

No deja de ser curioso que la OTAN aplicara la capacidad militar que no empleó durante la Guerra Fría una vez que concluyó esta y que lo hiciera fuera de la zona donde tenía previsto aplicarla. La operación Provide Comfort en 1991 fue una operación de apoyo a la población kurda desplazada por Sadam Husein que, bajo la protección del poder aéreo estadounidense y británico y en un ambiente de muy baja intensidad bélica, trataba de resolver un difícil problema logístico que sólo la capacidad militar aliada podía afrontar. Posteriormente, la OTAN intervino en Bosnia-Herzegovina tras el fracaso político de la UE y de la actuación “pacificadora” de Naciones Unidas. El problema militar, con la autorización del Consejo de Seguridad, era parecido al de una ocupación en la que las fuerzas aliadas tenían una clara superioridad para interponerse entre los beligerantes. Y cuando tras muchas vacilaciones se decidió emplear la fuerza para resolver el conflicto, los ataques aéreos y el despliegue terrestre no encontraron oposición.

Caso diferente fue el de Kosovo en 1999. Esta guerra opcional (war of choice, Freedman, 1997) puso a prueba la OTAN de la Posguerra Fría. La voluntad de intervenir cuanto antes para no repetir la pasividad del precedente bosnio era difícil de encajar en las disposiciones del Tratado de Washington y su justificación humanitaria no contó con la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidos. La Alianza conminó a Serbia a retirar sus fuerzas de su provincia de Kosovo en 1999 y en enero de ese año el Consejo del Atlántico Norte envió una fuerza de interposición entre el Ejército Yugoslavo y el denominado Ejército Popular de Kosovo (UCK). Debido a las lógicas reticencias de los aliados para emplear fuerzas terrestres en territorio kosovar, ya que sus intereses vitales no estaban en juego, el General Wesley Clark, comandante supremo de la OTAN en Europa, diseñó una campaña al más puro estilo RMA (Revolución en Asuntos Militares) donde confió al poder aéreo la decisión militar. El Plan de Campaña incluía operaciones para obtener la superioridad aérea tras suprimir la defensa aérea serbia y, luego, atacar los órganos vitales del Estado. Después de 78 días de bombardeos sobre Serbia y Montenegro, del 24 de marzo al 10 de junio, el presidente Milosevic cedió y permitió la ocupación por las fuerzas de la OTAN de la provincia serbia, a condición de mantener la integridad territorial del Estado serbio tal y como le garantizaron entonces los aliados.

La intervención militar produjo daños colaterales en la OTAN. Por un lado, los bombardeos estratégicos que se habían previsto para dos semanas no alcanzaron los “efectos” [4] deseados y se tuvieron que complementar con misiones aerotácticas en suelo kosovar, debilitando la voluntad política aliada. Las reticencias al empleo de fuerzas terrestres por gran parte de los aliados reforzaron la voluntad de resistencia serbia y la prolongación de las acciones aéreas fue desgastando mediática y políticamente a la Alianza. Por otro, las actuaciones militares se adoptaron mediante criterios políticos (decisiones por comités) y la microgestión acabó sembrando la desconfianza en la utilidad de la organización. Finalmente, el resultado estratégico a medio plazo, en contra de los acuerdos de alto el fuego, fue la desmembración de un Estado soberano tras el uso de la fuerza en el que los aliados principales de la OTAN permitieron que el institution building kosovar derivara hacia el nation building secesionista.

La Alianza Atlántica tras el 9/11 de 2001

Las operaciones mencionadas hicieron patente la necesidad de adaptar la Alianza y las capacidades militares de su organización al nuevo contexto estratégico. El desfase de sus dos conceptos estratégicos con la realidad mantuvo a Alianza en un “limbo estratégico” imaginado donde muchos aliados aún moran. Este limbo fue, por un lado, consecuencia del ejercicio de la incontestada hegemonía de EEUU y, por otro, fue reflejo de laxitud la generalizada que provocaba insensibilidad y renuencia en algunos aliados para percibir amenazas concretas. Pese a que los conceptos estratégicos identificaban riesgos nuevos como el terrorismo internacional y que las lecciones aprendidas mostraban las limitaciones de la OTAN para afrontar operaciones de mantenimiento de la paz, los aliados prefirieron que las contradicciones se acumularan en la esperanza de que el contexto estratégico de Posguerra Fría estaba bajo control. Sin embargo, el fin de la Guerra Fría no supuso el fin de la historia ni de la estrategia[5] y los atentados contra el territorio estadounidense del 11 de septiembre de 2001 certificaron el final de la euforia desatada por la creencia de que otro mundo era posible, a pesar de la multitud de indicios contrarios a esa ilusión (Fojón, 2009). Había comenzado, para EEUU la guerra contra el terrorismo.

La Alianza invocó el artículo V del Tratado de Washington por primera vez con motivo de los atentados del 11-S. Los ataques contra Nueva York y Washington constituyeron el hito que constataba la existencia de un nuevo entorno estratégico de ámbito mundial que necesitaba ser definido y para el que no eran útiles los paradigmas habilitados para gestionar la Posguerra Fría. La resistencia conceptual a admitir la actuación de los actores no-estatales en el ámbito estratégico impedía asumir la amenaza que representaban, aunque el Consejo Atlántico tuvo que admitir al poner en práctica las provisiones del artículo V que eran capaces de efectuar “ataques armados”. Se constataba que el entorno estratégico era global y que las acciones terroristas eran un modo de acción bélico.

El gesto de poner en práctica el artículo V, resultó ser meramente testimonial, porque mientras EEUU consideró los ataques como un casus belli y adaptó su estrategia para implicarse en una “guerra contra el terrorismo”, muchos de los gobiernos europeos no compartían esa lógica aunque hubiesen respaldado la aplicación del artículo V. A su vez, Washington adoptó una postura altiva y menospreció, inicialmente, el posible apoyo aliado. Las operaciones en Afganistán para destruir el “santuario” de al-Qaeda contaron con el apoyo de algunos aliados, aunque su aportación material a las operaciones fue limitada. Sólo dos años después de que los talibán fueron expulsados del gobierno afgano, en 2003, se articuló la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), dirigida por la OTAN, a requerimiento de Naciones Unidos para realizar labores de estabilización y reconstrucción, una estrategia de nation building (Cullather, 2002).

Para revitalizar las capacidades de la Alianza, se aprobó en noviembre de 2002 el denominado “Compromiso de Capacidades de Praga” mediante el que la Alianza reconoció su inadecuación militar e instó a los aliados a tomar medidas. La precaria situación económica de los nuevos miembros y la oposición de las opiniones públicas a cualquier aumento de los gastos de defensa bloqueó cualquier posibilidad real de construir las capacidades queridas. La nueva organización militar rompió con el esquema de la Guerra Fría de un comandante supremo para cada uno de los teatros de operaciones, uno terrestre en Europa y otro en el Atlántico, este último personalizando el “vínculo trasatlántico”. En su lugar puso un comandante supremo responsable de la conducción estratégica de las operaciones militares y otro de Transformación encargado del planeamiento de fuerzas, diseño de capacidades y doctrina. El comandante supremo aliado en Europa (SACEUR) tendría a su cargo todo tipo de operaciones, incluidas las de “fuera de área” para las que se concibió la Fuerza de Respuesta de la OTAN (NRF) para actuar allí donde la seguridad lo requiriera. Con el diseño de la NRF, la Alianza asumía oficialmente una “postura” militar expedicionaria, lo contrario de la “defensiva” de la Guerra Fría.[6]

Las tensiones creadas se agravaron en 2003 durante los meses anteriores a la invasión de Irak por una coalición liderada por EEUU que llevo al derrocamiento del régimen de Sadam Husein. En ese momento afloraron algunas fisuras entre los aliados y el apoyo inicial a EEUU surgido del shock emocional fue degradándose, primero en el plano mediático y, después, en el político. La división entre los aliados llevó a Francia a amenazar con usar su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas; a Francia junto a Alemania, Bélgica y Luxemburgo a proponer la creación de un cuartel general europeo al margen de la OTAN y al enfrentamiento entre la “nueva” y la “vieja” OTAN.[7]

En el teatro de operaciones iraquí, EEUU contó con el apoyo del Reino Unido y de algunos aliados del este de Europa, que enviaron tropas. Turquía negó el uso de su territorio a las fuerzas norteamericanas y Alemania, Bélgica y Francia se opusieron a asistir militarmente a Turquía si era atacada.[8] Nada se decidió en el Consejo Atlántico y aunque los aliados de la OTAN seguían siéndolo nominalmente, su cohesión iba disminuyendo progresivamente. La larga guerra de Irak enmascaró lo que ocurría en Afganistán. Los requerimientos estadounidenses para una mayor implicación de los aliados en las operaciones militares en suelo afgano y en el aumento del número de tropas no encontraron eco. La decisión de algunos aliados europeos de enviar tropas a Afganistán fue tomada en su día como una medida “tibia” de apoyo a EEUU bajo la conmoción emocional de los atentados. La asignación de la misión de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad de Afganistán (ISAF) a la OTAN representó un lenitivo para los aliados porque bajo la protección de Naciones Unidas, Canadá y algunos aliados europeos enviaron tropas al país afgano para labores de estabilización y reconstrucción mientras que fuerzas norteamericanas, británicas, australianas y holandesas combatían a los talibán, a miembros de al-Qaeda y otros grupos en la zona sur y oriental. En Afganistán coexistían, y aún consisten, dos operaciones diferentes: la operación Enduring Freedom norteamericana y la de ISAF de la OTAN, con objetivos diferentes y distintas cadenas de mando (Hop, 2008). Las restricciones (caveats) al empleo de sus fuerzas por parte de varios países aliados, evidencian puntos de vista diferentes, no sólo en cuanto a su cometido en la zona de operaciones, sino sobre la finalidad estratégica de las actuaciones en el país afgano, reflejo palmario de la falta de cohesión en el seno de la Alianza en cuanto al diseño de una estrategia a pesar de una nominal “unidad de mando”.

Otro acontecimiento de la mayor importancia para la Alianza fue la invasión rusa de Georgia a principios de agosto de 2008, en respuesta a la provocación georgiana, y que acabó con la secesión de Abjasia y Osetia del Sur. Moscú puso freno de este modo a la continuada expansión de la OTAN hacia su entorno inmediato, que incluía altas zonas de sensibilidad estratégica como Ucrania y el Cáucaso. El conflicto provocó la división entre los aliados temerosos del revisionismo ruso y otros partidarios de contemporizar con las reivindicaciones de Moscú. La OTAN no tuvo un papel relevante en el conflicto y a pesar de los gestos institucionales hacia Georgia, acabó congelando la política de puertas abiertas mantenida hasta entonces.

El cambio de Administración en EEUU a principios de 2009 facilitó el acercamiento entre los aliados pero el agravamiento de la situación en Afganistán complicó la relación. La situación afgana resultó peor de lo esperado y a los aliados europeos de la OTAN no les quedó otra opción que la adhesión o no al cambio de estrategia estadounidense.[9] Tras el anuncio del Plan de Campaña de contrainsurgencia del general McChrystal y las dudas del presidente Barack Obama se llegó al discurso de la Academia Militar de West Point del 1 de Diciembre de 2009 ordenando el refuerzo de las fuerzas americanas en el país afgano. La solidaridad aliada quedó de nuevo abierta a las contribuciones a la carta en una operación donde algunos socios no miembros contribuían más a la lucha contra la insurgencia que otros de pleno derecho.

Un hecho importante, a la vez que esperanzador, para el futuro de la Alianza ha sido el “regreso” de Francia a la conocida como estructura militar integrada que había abandonado en época del General De Gaulle. Este acto visualiza el vínculo entre la OTAN y la defensa europea, y Francia pasa a ser uno de sus principales valedores aunque sea a cambio de contraprestaciones muy significativas, como el nombramiento de uno de sus generales como comandante supremo del Mando de Transformación en Norfolk –el primer comandante supremo de la OTAN no norteamericano desde su fundación, exceptuando una interinidad británica–.

Lo anterior revela que a partir del 11/9 de 2001 quedó patente la inadecuación de la OTAN para gestionar el entorno estratégico, constatada por el fracaso en la aplicación de las previsiones de sus conceptos estratégicos de 1991 y 1999, así como la imposibilidad política de confeccionar un nuevo Concepto, lo que provocó la emisión, en la Cumbre de Riga de 2006, de unas orientaciones genéricas (Comprehensive Political Guidelines) para facilitar el planeamiento estratégico de la organización y de la estructura de fuerzas pero que tampoco resolvió las contradicciones aliadas. De ahí la necesidad –y la valentía– de afrontar la elaboración de un nuevo Concepto Estratégico –estrategia en opinión del autor– durante la Cumbre Estrasburgo-Kehl de abril de 2009.

La superposición del espacio europeo de la Alianza con la UE

Otro de los asuntos de los que tendrá que ocuparse el nuevo Concepto Estratégico es el de las relaciones entre la OTAN y la UE. Sus relaciones tienen que superar, por un lado, la falta de coincidencia entre las membrecías de la OTAN y de la UE y, por otro, la limitada cooperación entre sus organizaciones militares. Ambos problemas siguen creando tensiones entre los Estados miembros y entre las organizaciones porque no consiguen complementar sus capacidades y porque conducen a la duplicación de esfuerzos y a la competencia por el protagonismo en Darfur o en el Golfo de Aden. Además, existe el problema de las lealtades compartidas porque para algunos Estados europeos la OTAN está antes que la UE y otros piensan lo contrario. Esta situación es reciente porque conviene recordar que la construcción de Europa, desde la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) hasta la actual UE, ha sido posible porque el espacio geográfico donde se asentaba era “seguro” en el amplio sentido del término. La cobertura de la OTAN ofrecía protección militar al espacio europeo que se estaba integrando con la garantía del poder político y militar de EEUU. Pero esta realidad histórica comenzó a quebrarse tras la Guerra Fría cuando la Alianza Atlántica y la UE desarrollan procesos cuasi autónomos de ampliación que sólo coinciden en su orientación hacia el Este.

La ampliación de la OTAN, a pesar de las constantes protestas rusas, ha respondido a un genuino impulso norteamericano. Tras el ingreso de Polonia, la República Checa y Hungría en 1999 se produjo la invitación a Estonia, Letonia, Lituania, Eslovaquia, Eslovenia, Rumanía y Bulgaria en la Cumbre de Praga de 2002 para ser miembros de la Alianza, lo que hicieron en 2004. Ese mismo año ingresaron en la UE los anteriores, salvo rumanos y búlgaros, que lo hicieron en 2007. Suecia, Austria y Finlandia ingresaron en la UE en 1995 con lo que surgió un grupo de “neutrales”: el primero por tradición y los dos segundos neutralizados tras la Segunda Guerra Mundial. Con la ampliación, se acentuó el desfase entre las culturas estratégicas de ambas organizaciones, con la incorporación a la UE de sociedades que gozan de índices de desarrollo humano muy altos y que han sedimentado una visión altruista y ecuménica de valores contraria al uso de la fuerza. Si al mapa de la UE le superponemos en el mapa al de la OTAN en Europa, nos encontramos con que Austria está rodeada de aliados por todos los lados excepto una pequeña frontera con Suiza, lo que la convierte en un receptor neto de seguridad y defensa OTAN. Suecia y Finlandia quedan “rodeadas” por Noruega y los países bálticos; allende el Báltico, Alemania y Dinamarca se convierten en retaguardia. Malta y Chipre en caso de conflicto quedarían de hecho bajo la tutela de la Alianza para proteger la navegación por el Mediterráneo. La superposición de coberturas entre la OTAN y la UE no tiene mucha lógica estratégica pero sí política porque priman los intereses particulares.

A medida que Europa fue adquiriendo un aparente peso político, se empezaron a diseñar mecanismos de colaboración de la UE con la OTAN. En 1996 los ministros de Asuntos Exteriores diseñaron la Identidad Europea de Seguridad y Defensa que se recogió en el Concepto Estratégico de 1999, haciendo referencia a la todavía existente Unión Europea Occidental (UEO). En ese año se creó la Política Europea de Seguridad y Defensa y la UE progresó hacia una capacidad militar autónoma. El Tratado de Lisboa es ambicioso porque pretende crear una política “común” de seguridad y defensa, aunque no explica cómo se podrá materializar ni cuándo sus miembros lo desearán por unanimidad. También cuenta con una cláusula de defensa colectiva[10] que es compatible con los compromisos de autodefensa en la OTAN y se permite una cooperación militar más profunda a los Estados miembros que lo deseen dentro de la Cooperación Estructurada Permanente cuyas condiciones de participación no se conocen. Sería lógico pensar que una futura unión política como es la UE, que incluso posee vínculos tan fuertes como la moneda común, debería tener un instinto de defensa más robusto pero todavía carece de la visión y organización necesarias para ser un actor estratégico. Tendrá que pensar en serlo porque el entorno global está cambiando (Gelb, 2009) hacia un contexto donde EEUU conserve su papel hegemónico, donde China, la India, Brasil y otras potencias emergentes harán sentir su influencia, donde Rusia retorna a sus principios geopolíticos y donde el protagonismo de actores no-estatales definirán nuevas relaciones de poder. Mientras las potencias emergentes aportan la frescura de la juventud, Europa, acostumbrada a depender para su defensa de EEUU y con una actitud estratégica senil, necesita definir su grado de protagonismo. Una solución aparentemente lógica sería hacer coincidir el espacio de la UE con el europeo de la OTAN, pero el Tratado de Lisboa no permite hacerse ilusiones sobre este aspecto.

Parece que será difícil la coexistencia de dos entidades políticas diferentes en el mismo ámbito espacial cuando se trate de afrontar asuntos de mayor calado estratégico, como los de seguridad y defensa. La UE ha progresado en estos aspectos durante los últimos 10 años pero todavía está muy lejos de poder contar con un vínculo de defensa equivalente, o superior, en intensidad al expresado por el Tratado de Washington, circunstancia que queda descartada por el tenor literal de las disposiciones del Tratado de Lisboa. La puesta en práctica de estas disposiciones, más allá de su letra, se irá conformando progresivamente mediante la praxis política. El vínculo trasatlántico será materializado por potencias europeas, no por la UE. El Reino Unido y Francia se presentan ahora como sus valedores más visibles ya que esas potencias tienen sus propias concepciones estratégicas.

La configuración estratégica de la Alianza Atlántica en vísperas de un nuevo Concepto Estratégico

Durante el período de limbo estratégico, entre el 9/11 y el 11/9, y hasta nuestros días, tuvieron lugar unos acontecimientos muy relevantes en la parte europea de la Alianza Atlántica a los que no se prestó la debida atención en cuanto a sus consecuencias geopolíticas y que hoy conforman una situación cualitativamente distinta. Hechos como la unificación de Alemania, la “balcanización” de la antigua Yugoslavia, la consolidación de un nuevo régimen en Rusia, las tensiones en el Cáucaso, la nueva orientación de Turquía y el cambio de la sociedad europea debido, principalmente al envejecimiento de la población autóctona y a las migraciones masivas.[11] Pasando por encima de estas realidades, la Alianza se expandió hacia el Este, enarbolando el paradigma de la difusión y consolidación de la democracia, bajo el empuje del liderazgo norteamericano y con la aquiescencia del resto de los aliados europeos. Sin analizar las consecuencias últimas de esos procesos y no haciendo caso a las constantes advertencia del Kremlin, la Alianza caminó a velocidad de crucero y con rumbo de colisión hacia las realidades geopolíticas rusas.

La Alemania reunificada, con más de 82 millones de habitantes y un gran potencial económico, reúne la mayoría de los atributos de una gran potencia y, como tal, tendrá que actuar en el futuro. La carta otorgada que constituyó la Ley Fundamental de Bonn de 1949, creadora de la República Federal, amparó a los territorios que habían constituido la República Democrática. A día de hoy Alemania parece “cómoda” con un texto constitucional otorgado por las potencias ocupantes al terminar la Segunda Guerra Mundial. Las cláusulas de la Ley Fundamental que, de iure, la desactivaban como gran potencia siguen en vigor, algo que Alemania tendrá que replantearse en un futuro cercano porque esa Ley en sus actuales términos es un corsé para su condición de gran potencia. Su voluntad de actuar entre las grandes potencias (Grupo de Contacto, negociaciones con Irán, aspiración a asiento permanente en el Consejo de Seguridad…), su natural inclinación hacia el Este, impulso de lebesraum y su dependencia estratégica de ese espacio en materias como el comercio y la energía van a condicionar su protagonismo tanto en la Alianza como en la UE.

Rusia es un actor estratégico cuya entidad política, avalada por la geopolítica, es de naturaleza imperial, ya que posee más de la octava parte de la superficie terrestre del planeta y abarca varios pueblos.[12] Los últimos gobiernos parecen que han asentado su régimen político después de las convulsiones que siguieron a la desaparición de la realidad política conocida como Unión Soviética. Su política exterior tiene como prioridad mantener a Rusia entre las grandes potencias y evitar injerencias externas en su zona de influencia.[13] En estas condiciones, la ampliación de la OTAN hacia Georgia y el Cáucaso aporta más riesgos que oportunidades, incluido el de perder el apoyo ruso a las operaciones en Afganistán. Moscú ha constatado que puede ejercer influencia sobre ciertos países de Europa empleando la energía como arma y, en menor manera, transacciones financieras. Sin restarle importancia a este hecho, Rusia conoce que no puede apoyarse sólo en sus reservas energéticas para ejercer de gran potencia, pues además de Europa tiene que atender al Caspio, Asia Central y China.

Para ser gran potencia la sociedad rusa debe de afrontar un profundo proceso de modernización que ha estado aplazando durante largo tiempo, ya que no lo llevó a cabo durante la etapa socialista ni en la Posguerra Fría. Este esfuerzo, que debe ser ingente en educación, tecnología y finanzas va a condicionar, junto con el problema demográfico, el futuro de Rusia. La tendencia demográfica apunta a una pérdida de población de más del 15% para la mitad de siglo, con un alto envejecimiento, y, además, habrá que tener en cuenta que, desde 1989, la población musulmana dentro de sus fronteras lleva una tendencia contraria, aumentado en un 40%, lo que unido a las emigraciones procedentes de China y del Sur provocarán una alteración importante en la base demográfica rusa. Rusia no representa, en la actualidad, una amenaza militar para los aliados, pero sí hay que tener en cuenta que tiene intereses que se materializan en su relación con países europeos y que, además, personaliza una entidad geopolítica que no debe ser “agredida” mediante movimientos expansivos hacia zonas fronterizas que aporten pretextos para la adopción de actitudes de confrontación.

Los países del antiguo Pacto de Varsovia y algunos de los surgidos tras la descomposición de la URSS solicitaron su ingreso, como miembros o como socios, en la Alianza con la finalidad no declarada de evitar otra larga ocupación por parte del gran vecino del Este como la soportada durante la Guerra Fría o de hacer ver a Moscú que existían alternativas a su tutela. Para ello consideraban que su ingreso en la órbita de la Alianza era esencial para “asegurarse” la protección del poder militar norteamericano frente un hipotético resurgir de la amenaza oriental, consolidando su seguridad económica mediante la solidaridad de los países de la UE. La respuesta de la OTAN en Georgia muestra que sus expectativas eran exageradas y que las garantías ofrecidas sólo son fiables cuando coinciden los intereses vitales, una constatación que explica el deseo de Polonia y la República Checa de establecer una relación especial con EEUU desplegando en su suelo el sistema de misiles estadounidense.

Turquía es otro actor a tener en cuenta. Este país fue una pieza importante para cubrir el flanco Sur de la Alianza durante la Guerra Fría, como tapón a cualquier acción soviética desde el Cáucaso, en el Mar Negro o desde los Balcanes. Turquía sigue siendo un actor estratégico importante, con su ámbito “natural” de actuación, interesado tanto en preservar tanto las relaciones comerciales con Rusia como la estabilidad en el Cáucaso. La zona por donde atravesarán los oleoductos desde el Caspio coincide con intereses e influencia turcos y la realización del proyecto de oleoducto Nabucco puede ser una baza de Turquía en Europa. Mientras, debe resolver la normalización de relaciones con Armenia para estabilizar la zona, controlar el problema kurdo, mejorar las relaciones con Siria y con todos los países de Mesopotamia cuyos suministros de agua dependen de Ankara. Turquía siempre ha sido un leal miembro de la Alianza aunque sus intereses nacionales, con raigambre histórica, le han llevado a mantener un enfrentamiento permanente con Grecia, lo que ha constituido una vulnerabilidad de la OTAN. También es cierto que ha experimentado la falta de solidaridad aliada al negarse muchos aliados a acudir en su defensa durante las dos guerras de Irak. De la misma forma, Turquía mantiene una estrecha relación con la UE y ha recibido promesas de ingreso pero su entrada ha provocado tensiones, que aún perduran, con países europeos que son, a su vez, aliados en la OTAN. El “retraso” deja sin fecha de entrada en la UE y, en contrapartida, Turquía viene bloqueando la colaboración entre la OTAN y la UE.

Los factores que determinarán la asociación estratégica turca con la OTAN y con la UE se encuentran en la propia sociedad turca “con un pie en el mundo globalizado y otro en el tradicional, donde los obstáculos al cambio son significativos” (McGregor, 2003). El legado de Atatürk lo garantizan unas Fuerzas Armadas comprometidas con la laicidad del Estado pero en la década que lleva en el poder el Partido de la Justicia y Desarrollo (AKP) de tendencia islamista, la orientación de la política turca y su sociedad se ha ido desmarcando de su orientación occidental y laica anterior. Las relaciones amistosas con Siria, incluso con acuerdos militares, los guiños al Irán de los ayatolás, lo que ha llevado a no apoyar sanciones contra el régimen de Teherán por la proliferación nuclear, el enfriamiento de las relaciones con Israel, condenándola en sus enfrentamiento con Hamás e impidiéndole a participar en ejercicios OTAN, y otras actuaciones internas contra la libertad de prensa y el laicismo, marcan una evolución de la política interior turca que, muy probablemente, tendrá su influencia en la orientación de su política exterior. Turquía e Irán se perfilan como poderes emergentes en Oriente Medio y es previsible que promuevan sus intereses sin tener en cuenta consideraciones externas a la región. Un hipotético liderazgo político turco en la zona tendría que basarse en un fondo espiritual que fuese compartido por los actores regionales: el islam, independientemente de los tradicionales problemas internos de esta confesión, como el sunismo y el chiísmo o el panarabismo. La cuestión a formular es si en el futuro serán compatibles las aspiraciones hegemónicas regionales turcas con su pertenencia a la OTAN.

A pesar de los prolongados y coordinados esfuerzos de la OTAN y de la UE en los Balcanes siguen existiendo motivos de preocupación. La creación de siete Estados en el solar de la antigua Yugoslavia fue consecuencia de una conjunción de astros sobre la descomposición interna del régimen autogestionario, a saber: el final del equilibrio estratégico de la Guerra Fría, el marcado desequilibrio territorial del Estado yugoslavo, la profunda atracción que ejercía la entonces Comunidad Económica Europea y la consiguiente percepción de algunas de las repúblicas yugoslavas de que sería más fácil entrar en la tierra prometida de Europa cada una por libre que todas juntas. El apoyo alemán a los eslovenos y croatas, por encima de los compromisos europeos de actuación conjunta, sirvió como catalizador para una reacción en cadena de declaraciones de independencias, con el consiguiente despertar de odios ancestrales y el consiguiente derramamiento de sangre. El reparto territorial balcánico, consecuencia de la desmembración de la República Federal Socialista de Yugoslavia, está fundamentado en la limpieza étnica, llevada a cabo mediante la guerra y propulsada a través de un nacionalismo exacerbado. La reconciliación y la convivencia étnica no han fructificado y Estados como el de Bosnia-Herzegovina, resultado extravagante de la ingeniería política de los acuerdos de Dayton de 1995, sigue lejos de ser estable 14 años después[14] y el Kosovo independiente es el vivo exponente de la incertidumbre. La preocupación por la viabilidad de ambos complica su participación en las organizaciones europeas y aliadas.

La demografía es un factor determinante en una sociedad y un elemento estratégico de primer orden. Ejerce como el gran tirano de la estrategia pues es fuente primigenia para la determinación de los intereses y determina la pujanza de una sociedad. Durante gran parte de la Guerra Fría, la sociedad Occidental contó con poblaciones de un alto grado de homogeneidad cultural, fundamentada en una historia compartida, marcada por conflictos durante siglos, pero con un tronco cultural común y con flujos migratorios que conformaron la comunidad de valores y visiones sobre los que se sustenta el vínculo transatlántico. Esta comunidad se ha ido erosionando con el relevo generacional y con los cambios en la procedencia y composición de los flujos.[15] El cambio cultural, la globalización, la urbanización, la extensión y consolidación del Estado del bienestar, la caída de la natalidad y el envejecimiento de la población, entre muchos otros factores, están contribuyendo a poner en crisis la vigencia de la base común y fragmentando la identidad nacional y colectiva de los aliados, lo que tiene y tendrá una influencia cultural y política determinante sobre la viabilidad y credibilidad de la Alianza. Sería también un error minimizar la desaparición de una generación de líderes políticos, diplomáticos y militares que evitaron la repetición de los horrores de la guerra. También están desapareciendo las generaciones que se beneficiaron del apoyo a la Alianza. Unas poblaciones endurecidas, agotadas y arruinadas que valoraban su libertad y bienestar, que sabían lo que costaba conseguirlos y mantenerlos. Esa comunidad socializada en la defensa del vínculo transatlántico va desapareciendo lentamente de la escenografía transatlántica.

A relevarlas han llegado nuevas generaciones de responsables que se han socializado en las “guerras de opción”, con las que las poblaciones no se comprometen existencialmente, y que no comprenden para qué es necesario usar la fuerza o disponer de esta para disuadir a terceros. La dificultad para actualizar el Concepto Estratégico es también fruto de este relevo generacional donde el sentimiento predominante respecto a los temas de seguridad es diferente al de sus ascendientes. El nivel de seguridad y bienestar alcanzado adormece el instinto de autodefensa y no por un pacifismo basado en el miedo a las desgracias de la guerra, sino como resultado de una educación políticamente correcta que, en no poca medida, ve más riesgo en el uso de la fuerza que en el de su abandono. Para muchos ciudadanos europeos la seguridad es un “servicio público” más del Estado del bienestar, del que disfrutan de una manera natural, lo han adquirido por “añadidura” y no debe de suponerles ningún sacrificio en forma de prestación personal.

Los nuevos miembros de la Alianza desde 1999 trajeron con ellos nuevas “sensibilidades” estratégicas. Está por ver si esta diversidad conforma una dinámica integradora o no. El número de miembros de una alianza guarda relación directa con la aptitud para la cohesión de la misma y cada nueva incorporación debe de aportar un plus al conjunto. En este sentido habrá que sopesar cuidadosamente, desde una perspectiva predominantemente estratégica, cualquier futura expansión, evitando importar problemas que pueda afectar negativamente la cohesión aliada. En la actualidad, el alto número de aliados dificulta alcanzar decisiones, facilita las disensiones y complica la solidaridad. EEUU ha ejercido, ejerce y es previsible que lo haga en el futuro, como actor estratégico hegemónico. El Reino Unido y Francia también tienen vocación y atributos de potencias y actuarán como actores estratégicos y globales, dentro y fuera de la Alianza y de la UE.[16] Por el contrario, en el resto de aliados, en distinta medida, reducen sus visiones estratégicas a ámbitos regionales, lo que afecta a la proyección de la Alianza como un actor global. Todo ello determina una situación muy diferente a la de la Posguerra Fría y del acertado análisis de esa situación en el nuevo Concepto Estratégico, dependerá, en gran medida, la supervivencia de la Alianza.

Bases para una futura Estrategia de la Alianza

Durante el período tratado, el panorama estratégico mundial ha sufrido cambios importantes. Factores tales como el auge de nuevas potencias, entre las que destacan China, la India y Brasil, la existencia de actores no-estatales de ámbito global, los desconocidos efectos de la crisis económica mundial, la distribución demográfica, la actuación del islam político, la proliferación nuclear, el aumento del número de Estados “frágiles” y “fallidos”, la pugna por los recursos naturales y un largo etcétera, han conformado una nueva distribución del poder en el mundo, en el que la UE y muchas otras potencias medias del pasado se desplazan hacia una posición excéntrica, no tanto por sus instrumentos de influencia, que los tienen en mayor o menor medida, sino por su inadecuación para actuar como actor estratégico, por su dificultad de definir sus intereses y actuar en consecuencia.

La historia demuestra que las decisiones estratégicas sólidas se basan en un adecuado diagnóstico del entorno estratégico y en una correcta puesta en relación con los valores que conforman el compromiso de la defensa de los intereses. La Alianza Atlántica actualmente, y en un futuro previsible, tendrá que hacer frente a un entorno global de una complejidad elevada y con un alto ritmo de cambio, ambiente muy diferente al que dio lugar a su creación y al que podría adaptarse aprovechando las posibilidades del artículo XII del Tratado de Washington. En las actuales circunstancias, la emisión de un Concepto Estratégico similar a los de 1991 y1999, sería una opción demasiado estrecha y dejaría el ámbito de la defensa “embutido” en el evanescente mundo de la oportunidad política, sin la holgura estratégica necesaria para la aplicación adecuada del potencial militar. Por ello, para hacer frente a la configuración del entorno, se requiere una estrategia que incluiría provisiones para los artículos II y III del Tratado y de ella se deduciría el Concepto Estratégico para el empleo del potencial militar.

Pero la cuestión a realizar –y a responder– es si siguen siendo válidos los fundamentos sobre los que se fundó y, todavía nominalmente, sigue fundándose la Alianza. No asumir una respuesta a esa cuestión convertiría la vigencia del Tratado en mero formulismo. Las bases de una futura Estrategia de la Alianza, sea cual sea la denominación del documento que la promulgue, deberían diseñarse partiendo de la constatación de que la “sociedad atlántica” comparte los mismos valores que sirvieron de fundamento para la firma del Tratado de Washington, hace ya más de 60 años y, a partir de ahí, deducir la finalidad de la estrategia a aplicar y sus modos de acción. Hay que tener presente que las alianzas son construcciones políticas para fines concretos, pero ese fundamento político, frágil por naturaleza, tiene que corresponderse con las necesidades sentidas por sus sociedades, que son las que van a proporcionar la coherencia necesaria.

Una posible ampliación de la Alianza debe plantearse sobre realidades estratégicas. En una época de restricciones económicas y de nuevas amenazas habrá que sopesar el valor añadido que aporte un candidato a la integración. Podría ingresar como miembro si puede contribuir a la defensa colectiva por su cohesión como Estado, su influencia internacional, su potencial económico y militar o su posición geográfica. Si su ingreso no añade valor a la defensa sino a la seguridad, podría ser socio y colaborar con la Alianza sin garantías de autodefensa mediante el “partenariado”, cuyo número de socios ya supera al de miembros. El contenido del artículo X es de difícil modificación sin alterar gravemente la esencia de la Alianza. La eficacia de una organización de defensa, su tamaño geoestratégico, marca los límites de la cohesión y de la eficacia. Dejarlo “abierto” es garantía de caducidad.

Partiendo de las consideraciones expuestas, una Estrategia para la Alianza debería incluir como primera de sus bases la constatación de que su finalidad, intereses y cometidos generales siguen siendo los que fueron establecidos en el Tratado de Washington y que están expresados en su preámbulo, que incluye:

  • Finalidad: salvaguardar la libertad, la herencia común y la civilización de sus pueblos, fundadas en los principios de democracia, libertades individuales e imperio de la ley.
  • Intereses: el bienestar y la estabilidad en la región del Atlántico Norte.
  • Cometidos generales: unir sus esfuerzos para su defensa colectiva y la conservación de la paz y la seguridad.

Del tenor literal del Preámbulo se deduce que el bien que en 1949 pretendían preservar los signatarios del Tratado de Washington era la defensa de la civilización Occidental, dado que la pertenencia a ella era el vínculo común, “la herencia común”, de los contratantes. La defensa de Occidente, debe mantenerse como el foco que alumbre la finalidad de la Estrategia aliada, pues de otra forma dejaría de existir el objeto para el que la Alianza fue creada.

Del Preámbulo también se deduce que la defensa colectiva es el elemento básico de cualquier estrategia aliada, aspecto que habrá que poner en relación con la fórmula “conservación de la paz y la seguridad”. Esta circunstancia abre un ámbito con atributos que permiten cierta flexibilidad en la aplicación de los preceptos del Tratado para adaptarse al cambio de naturaleza de la amenaza. Este aspecto, la amenaza, constituye el “crucial” del problema, el punto de ser o no ser de la Alianza: la constatación compartida de un peligro a un interés vital, a un modo de vida. En este aspecto, juega un papel esencial la actitud social, que determinará las percepciones de ese peligro.

En el entorno estratégico actual, y el previsible en un futuro inmediato, la forma y los medios de ejercer la violencia en los conflictos difiere, en gran medida, de los modos que se habían venido empleando hasta ahora. Este hecho adquiere una enorme relevancia, pues constituye la mayor novedad desde el fin de la Guerra Fría. El largo período de tiempo durante el que prevaleció una amenaza definida en magnitud, dirección y continuidad espacial, que daría lugar a un conflicto entre bloques interestatales, llevó a emitir los Conceptos Estratégicos de 1950 y 1967, que conformaron mentalidades, organización, equipo y armamento, de tal forma que, en su conjunto, los protagonistas de esa época quedaron invalidados para el cambio de paradigma. Se asumía que la voluntad de un adversario puede ser doblegada únicamente mediante una ventaja basada en armamento, poder económico y tecnología.

El problema que debe resolver la Estrategia tiene que deducirse del estudio de las relaciones de poder en el entorno global y “proliferado” y de la identificación de las amenazas al modo de vida de los pueblos que forman parte de la Alianza. Es necesario identificar el componente esencial de la(s) amenaza(s), su motor, que es la “fuerza espiritual” o motivación, sustentada en una determinada sicología social y sentido ético. Sin deducir este componente de la amenaza, la Estrategia dejaría también de tener sentido. La formulación tanto del problema como de la estrategia para resolverlo y de la aportación de capacidades para esta solución, constituyen el contenido del instrumento del que se dota la Alianza para cumplir sus fines.

Como ya se ha venido indicando, otro factor determinante en la formulación de la estrategia es la existencia de un orden global, resultado del presente nivel de globalización y del entorno donde actúan actores estatales y no-estatales. En este orden, habrá que identificar las amenazas. Si consideramos la amenaza como la materialización de un peligro cierto y al riesgo como circunstancias que pueden convertirse en amenaza, en el presente entorno estratégico constituiría un hecho anómalo mezclar, en la Estrategia, amenazas y riesgos, pues son categorías diferentes. La amenaza es identificada pero el riesgo es intuido. La amenaza fomenta la solidaridad y agiliza las decisiones. El riesgo pertenece al ámbito especulativo y tomarlo como fundamento de la acción acentúa las divergencias. Dicho esto, no deben de confundirse los riesgos con las amenazas latentes.

La existencia de actores no-estatales configura una situación que, en condiciones normales, se consideraría un riesgo pero, en realidad, constituye una amenaza letal. Como la razón de ser de estos actores está ligada a la acción, la mera existencia de un actor de esta naturaleza de alcance global con capacidad de actuar violentamente en cualquier momento, constituye una amenaza activa por su mera existencia, sin necesidad de que actúe y, como tal, es necesario conseguir su eliminación o anulación. Entidades políticas que emplean las acciones terroristas como medio de actuación, tales como al-Qaeda, Hamás, Hezbolá o sus “representaciones” regionales, son los nuevos actores que pretenden imponerse a sus adversarios mediante el desgaste en lugar de mediante su destrucción física, para lo que cuentan con el tiempo como aliado estratégico.

Admitiendo que la naturaleza de la guerra, al igual que la condición humana, permanece inalterable, hay que tener presente que el actual orden mundial globalizado permite que cualquier actor de naturaleza política pueda efectuar acciones de guerra, independientemente de las capacidades “militares” de que disponga, pues combinará diversos medios, letales o no, en un ambiente altamente complejo y cambiante, para obtener sus objetivos. Por ello, la calificación de conflicto armado no puede circunscribirse a aquellos en los que se empleen medios letales en un determinado territorio o zona, porque existen otros medios de ataque como puede ser el cibernético o a plataformas espaciales que pueden dejar inerte a una sociedad. El control de la población ha vuelto a tener prioridad sobre la ocupación del territorio y tendrá ventaja el adversario capaz de adaptar sus capacidades morales, cognitivas y materiales al contexto político y estratégico en el que operan.

Para la formulación de una Estrategia habrá que tener presente que el nuevo paradigma en uso en el entorno globalizado, pone el primitivo dogma de la voluntad de vencer en el primer plano de la acción en el conflicto. Parece una contradicción que en pleno auge tecnológico sean las fuerzas espirituales e intelectuales las que determinen el resultado del conflicto, pero las operaciones en curso confirman la paradoja. Adversarios con inferior capacidad material tratarán de obtener ventaja mediante cualquier medio y procedimiento a su alcance, para degradar la voluntad del contrario. Esto lo podrán conseguir mediante la continua experimentación de nuevas alternativas, la adaptación de tácticas y procedimientos a las circunstancias, la utilización de la información para erosionar los fundamentos éticos y ordenamiento jurídico del adversario, y el empleo, cada vez mayor, de las oportunidades que presenten las normas de ámbito internacional y los tribunales de este orden, la denominada lawfare.[17] Otra arma decisiva será la utilización de la información para influir diversas audiencias con finalidades cognitivas tales como la manipulación, la erosión y la disuasión, entre otras.

Entre los modos de acción estratégica de la Alianza habrá que seguir destacando el empleo del potencial militar. Su utilización debe estar ligada directamente a la existencia de la amenaza, pues del resultado de su aplicación dependerá, en gran medida, la percepción de victoria o derrota. Si se tomasen los riesgos como base de decisión y actuación estratégica, la única acción posible sería la ofensiva preventiva. La utilización de esta modalidad de intervención tiene un alto coste político, por lo que debe emplearse sólo para contrarrestar una amenaza que lo sea por la mera existencia del “potencial” sujeto amenazante, de otro modo el empleo de la fuerza correría un alto riesgo de quedar deslegitimado. En cualquier caso, la condición esencial para el empleo del instrumento militar reside en un sólido respaldo político, teniendo en cuenta que este apoyo, a menudo tan evanescente, debe perdurar durante el conflicto y que es condición determinante para conseguir la victoria.

Es conocido que el empleo del potencial militar, como no podía ser de otra manera, requiere una consideración muy selectiva y que no debe utilizarse para dirimir conflictos ajenos ni para imponer a terceros determinados criterios sin mediar amenazas concretas para la Alianza. En este sentido, la experiencia de Kosovo debe servir de ejemplo. En el entorno global actual, la actuación basada únicamente en criterios como el de la “injerencia humanitaria” u otros carentes de propósito estratégico, puede desencadenar consecuencias de mayor gravedad de las que se intentan evitar, aunque estas no se perciban al tiempo de la intervención. El empeño de fuerzas militares en costosas y prolongadas actuaciones en ambientes no permisivos, como pueden ser las de nation building, propician el debilitamiento de la cohesión de la Alianza. Por eso, el Concepto Estratégico debe orientar sobre el papel que debe jugar la OTAN en conflictos que requieran acciones de estabilización y reconstrucción. La contribución de la OTAN a estos conflictos sería la de encargarse de la dimensión militar dentro de lo que se ha venido a denominar un enfoque integral (comprehensive approach) liderado por coaliciones u organizaciones que pudieran gestionar las dimensiones no militares de ese enfoque. En este tipo de conflictos habrá que tener presente que las labores de reconstrucción sólo son posibles a partir de un determinado nivel de seguridad, que se identificaría con la victoria militar. Es a partir de ese momento cuando la actuación civil tiene su tiempo y cuando debe concluir el papel de la OTAN, aunque no el de la Alianza.

Hay que volver a reiterar que el Tratado de Washington es de naturaleza defensiva y que el artículo V es su esencia, lo que no es óbice para reconocer que, en el entorno globalizado, será necesario defenderse mediante acciones ofensivas sobre aquellos focos de donde surja la amenaza, estén donde estén y ya sean tanto tangibles como intangibles. Acciones como las acciones terroristas, los ciberataques, las acciones físicas contra equipos espaciales, la proliferación de armas de destrucción masiva, la piratería, las migraciones incontroladas, actividades delictivas organizadas, y un largo etcétera, demandarán el empleo de la capacidad militar en cualquier lugar del planeta. Esto supone un cambio de paradigma que afecta, incluso, a nuestras percepciones más elementales del conflicto. Como se ha expuesto anteriormente, las acciones ofensivas no hacen que la estrategia a la que sirven deje de ser defensiva.

La Alianza debe emplear la disuasión como modo de acción estratégica. En este aspecto hay que tener en cuenta que la disuasión, al igual que la acción, actúa sobre la percepción del adversario y que solamente será eficaz en el caso de que esté convencido que el acto disuasorio está acompañado de una sólida voluntad política. A los tradicionales medios de acción para disuadir, incluido el nuclear en un mundo “proliferado” habrá que añadir aquellas otras conductas, medidas de diversa naturaleza y actitudes que, aún pareciendo extremas, sean necesarias para impedir que actores cuya conducta no responda a ningún tipo de convención o acuerdo puedan infligir males de suma gravedad. Al actuar la amenaza en espacios geográficos separados, distribuidos globalmente y en ámbitos terrestres, marítimos, aéreos, espaciales o cibernéticos, la actuación fuera de zona será necesaria y la más probable para neutralizar focos de amenaza activa. Por consiguiente, estas acciones deberían incluirse en los conceptos estratégicos derivados de la Estrategia elegida, para que se pudieran planificar futuras actuaciones.

La “postura” militar de la OTAN debe trascender la visión tradicional de despliegue defensivo en su territorio y posibilitar  la defensa de su territorio y de su población, con otros criterios. Para ello será necesario proteger, en un ámbito global, las líneas de comunicación marítima, los “nodos” y soportes de Internet, en resumen los denominados key terrain o aquellas características geográficas, rutas de comercio, puertos y aeropuertos permanecerán características importantes del terreno serán decisivos para la seguridad, así como los slots orbitales espaciales y lugares de lanzamiento. Este nuevo enfoque de actuación, en una época de restricciones presupuestarias, también debe de traducirse en un adelgazamiento del despliegue de su estructura de mando militar en la parte europea de la región del Atlántico Norte, en beneficio de sus capacidades expedicionarias.

Los criterios para la ampliación de la Alianza también deberán tenerse en cuenta en la Estrategia. El artículo X del Tratado habilita las nuevas adhesiones con dos condiciones: una geográfica, porque la ampliación se circunscribe a Estados europeos, y otra de contribución, meciante la cual el candidato debe estar “en condiciones de favorecer el desarrollo de los principios del presente Tratado y de contribuir a la seguridad de la región del Atlántico Norte”. La primera condición es, aparentemente, más concreta al acotar territorio pero, después de 60 años habrá que preguntarse: ¿donde fijará la política los confines de Europa sin desvirtuar su identidad de realidad histórica basada en una cultura común? La segunda condición es más relativa y la laxitud en su aplicación puede llevar a debilitar la Alianza más que a reforzarla. No parece lógico que la solución a cualquier problema de la periferia de la región del Atlántico Norte se resuelva mediante su absorción ni que se integren como aliados Estados frágiles.

El nuevo Concepto Estratégico: ¿Estrategia o declaración política?

Es sabido que el futuro no puede conocerse, pero hay tendencias que señalan su dirección y el seguimiento de esas tendencias es un camino para prepararlo o para reparar el presente. En este sentido, es muy posible que el futuro de la OTAN sea, en gran parte, determinado por el próximo documento de estrategia, si es que ve la luz. Habrá que admitir que los Conceptos Estratégicos de 1991 y 1999 se hicieron públicos porque eran documentos de naturaleza política y esa circunstancia hacía que su contenido tenía que ser publicado. De esta forma quedaban sometidos a la crítica y a la consiguiente influencia de la opinión pública. Pretendían encontrar un nuevo cometido para la Alianza y no la resolución de un problema estratégico ya que, entre otras circunstancias, no se disponía de una percepción válida del entorno y por ello no constituían técnicamente una estrategia o un concepto estratégico. Ese modelo ha demostrado su agotamiento.

En la confusión resultante de mezclar simples declaraciones políticas con decisiones políticas que requieran la articulación de una estrategia, se corre el riesgo de que las decisiones e incluso la necesidad misma de tomarlas se adopten en función de criterios de oportunidad, como un estado de opinión pública, se tomen como tendencias de futuro las circunstancias presentes, “presentismos”, o se admitan como dogmas visiones parciales de la realidad, ”reduccionismos”, tales como aquellas determinadas por la corrección política.

Habrá que tener presente que EEUU es la clave de bóveda de la Alianza y que su cultura estratégica siempre ha diferido de las de sus aliados europeos y que, además, ha ido evolucionando desde que finalizó la Guerra Fría. La “colaboración” de esas “culturas” durante la Guerra Fría no debe asumirse como modelo permanente en ausencia de una motivación esencial. Europa, en el ámbito de la seguridad y la defensa, no es ya la primera prioridad para Washington, ni constituye, como entidad política supranacional, un polo estratégico global de primer orden. La visión norteamericana, sin desdeñar el vínculo trasatlántico, apunta en otra dirección. Asia y, en un próximo futuro, África, atraerán su atención. EEUU compartirá objetivos y actuación con potencias extranjeras dependiendo del grado de compromiso de éstas. De otra forma, en un mundo multipolar, no es descartable un retorno norteamericano a posturas aislacionistas, lo que le permitiría una mayor discrecionalidad en el empleo de los elementos de poder.

Si ve la luz el Concepto Estratégico de la Alianza 2010, será producto de un grado de consenso que mostrará el compromiso y, por lo tanto, de la cohesión de los aliados. La naturaleza del contenido del documento será un indicador de todo ello. Si el resultado es un contenido más político que estratégico, lo que implicaría una OTAN que valdría para todo, sería clara muestra de que el nivel de acuerdo alcanzado durante su confección fue bajo, lo que sería augurio de fracaso, mientras que un documento de claro perfil estratégico, claro y sencillo, confirmaría que existe base para la cohesión aliada.

Es necesario que los aliados retomen la sensibilidad y diseñen una estrategia que dé cohesión a la Alianza a la vez que confianza a EEUU. Para ello debe reconocerse que el entorno estratégico es global, que la amenaza es plural, que emana de actores estatales y no-estatales, que los objetivos de esas amenazas son esencialmente poblacionales y no territoriales, excepto en zonas ricas en recursos naturales, por las que se competirá, que la situación económica mundial se verá sometida a constantes tensiones, que los modos de acción incluirán elementos letales y no letales, que la manipulación de las opiniones públicas tanto a nivel doméstico como global será un modo de acción prioritario, que en el enfrentamiento prevalecerá la superioridad espiritual sobre la material, que el conflicto será sin restricciones (no limitado por los instrumentos convencionales) y que, en este ambiente, los conceptos de victoria y derrota se difuminan.

Es fácil de admitir que, en la actualidad se dan, objetivamente, las condiciones del artículo XXII del Tratado de Washington que permite modificar alguna de sus disposiciones, “teniendo en cuenta los factores que afecten en aquel momento (en la actualidad) a la paz y a la seguridad del Atlántico Norte”. La revisión del Tratado debería estar diseñada en la Estrategia, a la vez de expresar la determinación de mantener sus elementos dogmáticos como son su finalidad y los valores que lo sustentan, así como su carácter defensivo: el artículo V; y su zona de aplicación: la Región Atlántica. Ir más allá constituiría una novación del Tratado que traería consigo la creación de un nuevo actor estratégico con la consiguiente incertidumbre respecto a su viabilidad y el consiguiente desequilibrio del entorno.

Una formulación de meras declaraciones de contenido político en la forma de un nuevo Concepto Estratégico es muy probable que signifique el final de la Alianza, aunque la OTAN, como burocracia, pueda alargar algo más su existencia. Para que continúe la vigencia del contenido del Tratado de Washington sería necesaria una demostración de su vitalidad mediante la emisión de una Estrategia integral donde se afiance el compromiso aliado mediante la identificación de las amenazas que afrontan las sociedades de la región del Atlántico Norte y se plasme la manera en que se va a hacerles frente en el actual entorno estratégico. Todo ello con el objeto de preservar lo que es la razón de ser de la Alianza Atlántica: la defensa de la Civilización Occidental.

Enrique Fojón
Infante de Marina y miembro del Grupo de Trabajo sobre el Concepto Estratégico de la OTAN del Real Instituto Elcano

Bibliografía

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[1] “Decididos a salvaguardar la libertad, la herencia común y la civilización de sus pueblos, fundadas en los principios de democracia, libertades individuales e imperio de la ley”, Preámbulo Tratado de Washington, abril de 1949.

[2] Para Murray (1994, p. 1) “… estrategia es un proceso, una constante adaptación a las cambiantes circunstancias y condiciones en un mundo donde domina la casualidad, la incertidumbre y la ambigüedad”.

[3] Entre otras, Tucídides (460 a.C.) narra en detalle el funcionamiento de las alianzas en su Historia de la Guerra del Peloponeso.

[4] Fue el ensayo del denominado Enfoque de las Operaciones Basadas en Efectos (EBAO), que preconizaba que los efectos de la aplicación del poder militar podían controlarse mediante la superioridad tecnológica e integrarse armónicamente con los producidos por los de otros potenciales como el económico o el diplomático. Esa “filosofía”, la creencia de que la superioridad militar coincidía con la tecnológica, se convirtió en un dogma e informó el proceso de transformación militar de la Alianza hasta que los hechos en Afganistán e Irak pusieron en entredicho esa filosofía.

[5] Como indican Murray y otros (1994): “Al igual que la política, la estrategia es el arte de lo posible; pero son pocos los que pueden discernir lo que es posible. Y ni la historia ni la estrategia ha acabado con el final de la Guerra Fía. Grandes tormentas no traen la calma sino mas bien nuevos conflictos entre dirigentes, estados, alianzas, pueblos y culturas”. En el mismo sentido, Kagan (2008): “Con los sueños de la Posguerra Fría diluidos, el mundo democrático tendrá que decidir cómo responde”.

[6] Conviene dejar patente que la “postura” se refiere a la naturaleza de la fuerza y no a la naturaleza de la estrategia, por lo que una “postura” expedicionaria puede emplearse con una estrategia de contención de naturaleza defensiva.

[7] Sloan (2008) describe la sucesión de desencuentros en ese período en su obra “How and Why Did NATO Survive the Bush Doctrine” y Daniel Kehoane (2009, p. 130) se refiere a los años 2003-2007 como los años turbulentos.

[8] Para obtener una detallada descripción de los detalles de la decisión americana y de la formación de la coalición véase Gordon y Trainor (2006).

[9] Según el informe Transatlantic Trends de 2009 del German Marshall Fund, y a pesar de la confianza expresada en la gestión del presidente Obama para estabilizar la situación en Afganistán, el 77% de la población europea se opone al envío de más tropas (19% aprueba algo o mucho el envío) y el 40% se opone a incrementar la capacidad civil (55% apoya algo o mucho el incremento).

[10] “Si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance, de conformidad con el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Ello se entiende sin perjuicio del carácter específico de la política de seguridad y defensa determinados por los Estados miembros. Los compromisos y la cooperación en este ámbito seguirán ajustándose a los compromisos adquiridos en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que seguirá siendo, para los Estados miembros que forman parte de la misma, el fundamento de su defensa colectiva y el organismo de ejecución de ésta”. Artículo 42.7 de la UE aprobado en Lisboa.

[11] Para una descripción de estos cambios estratégicos, véase el estudio Multiple Futures de la OTAN, de 2009.

[12] La Federación Rusa cuenta en el norte de la región con siete repúblicas autónomas y en el sur se asientan tres nuevos Estados: Georgia, Armenia y Azerbaiyán. Turquía e Irán cierran la región por el sur. El espacio caucásico tiene entidad estratégica propia debido a su condición de paso obligado hacia Europa de los importantes recursos energéticos del Mar Caspio y a la confluencia de culturas estratégicas diferentes: rusa, turca y persa. Los nuevos actores estatales han venido a personalizar viejos agravios de naturaleza cultural perpetuados por la sangre y que sirven de marco a las relaciones entre ellos y con Turquía

[13] Este “sentimiento” fue expresado claramente por Ryszard Kapuscinski (1994, prólogo): “Rusia, un inmenso país habitado por un pueblo al que desde hace siglos mantiene unido una idea vivificante: la ambición imperial” y se reivindica en la nueva estrategia militar y en las propuestas para una nueva arquitectura de seguridad.

[14] V�ase el �ltimo informe del International Crisis Group sobre Bosnia-Herzegovina en http://www.crisisgroup.org/library/documents/europe/balkans/b57_bosnias_dual_crisis.pdf.

[15] Entre otros, Javier Solana (2008, p. 2) señala que sólo una sexta parte de la población mundial es Occidental, que para el 2025 la población mundial habrá aumentado 1.500 millones y que la Occidental apenas 10 millones: “somos una minoría en un mundo inmenso”.

[16] Cameron y Williams (2008, p. 3) rebaten la dialéctica keaganiana EEUU-UEseñalando que hay muchos europeos que desean una OTAN global.

[17] Este término fue acuñado por Michael Newton y consiste en la obtención de finalidades estratégicas mediante maniobras legales agresivas, empleando sobre todo declaraciones de derechos y tribunales internacionales. Se observa el juego de palabras en inglés entre warfare y lawfare.