Acabo de visitar Corea del Norte (Pyongyang para ser más preciso) y me atrevo a decir que tú no porque son escasos los visitantes que recibe ese país. No es que no puedas visitarlo como turista –visado y tasas mediante-, porque se les ve subiendo y bajando a sus autobuses y entrando y saliendo de los hoteles. No como “Pedros por sus casas”, porque siempre van en grupo y se les acompaña gentilmente en sus desplazamientos, aunque tampoco van rodeados de escoltas armados ni coches con sirenas. Deben ser pocos los visitantes, porque la gente se extraña y gira para ver sus caras y ropas diferentes. También sus móviles, de los que no se desprenden aunque sólo sirvan para hacer selfies y fotos pero no para guasapear ni presumir con sus contactos –“¿a qué no sabes dónde estoy?”- porque la cobertura está reservada a algunos privilegiados del régimen. Tendrías el aliciente de visitar en vivo y en directo uno de los parques temáticos del comunismo todavía en activo. Y hay que darse prisa porque van desapareciendo.
También estuve en Alemania del Este (supongo que tú tampoco) antes de que el muro de Berlín se cayera. Mereció la pena hacerlo porque pudimos ver cómo era la vida cotidiana antes de que todo cambiara. Ninguno de los visitantes de entonces compartiría el lugar común de que no se pueden poner puertas al campo (¡Vaya que sí se puede! ¡Y alambradas, minas, torres…!). Tampoco que los regímenes carecen de apoyo social porque hay muchas personas que se identifican con lo único que conocen (los más), les va bien (los menos) o se aferran a la vida diaria para no caer en la depresión (la mayoría). Aún recuerdo sus rostros hundidos en las vallas de control de la autopista interalemana viendo salir de Berlín occidental los Mercedes, Audi, BMW o Volkswagen mientras esperaban la autorización de entrada de sus renqueantes Travis. O el afán con el que la guardia de tráfico norcoreana uniformada realizaba marcialmente giros de cabeza de 45 grados al tiempo que agitaba su banderín y saludaba a los coches del régimen, a pesar del escaso tráfico y de que se ya se han instalado semáforos.
Si ha ido a Cuba antes de la reconciliación con Estados Unidos, habrá visto cómo también hay cubanos que se identifican con un régimen y una forma de vida que está a punto de colapsar. No es que no se den cuenta de que sus cartillas de racionamiento cada vez dan para menos ni de que sus servicios sociales están en caída libre, es que si lo reconocen perderá sentido la vida y las creencias que han atesorado bajo la revolución. Las nuevas generaciones no aprecian lo que la revolución pudiera haber hecho por sus mayores y demandan lo que no tienen y ven que otros sí tienen al otro lado del paraíso. Fueron las películas, las imágenes y los medios de comunicación los que acabaron con los regímenes socialistas del este de Europa, por eso los parques temáticos residuales se aferran a la censura audiovisual y de Internet.
Mientras se restringe la entrada de ideas se fomenta la de turistas. En estos parques temáticos, lo importante no es lo que perciben los turistas sino que la población local perciba su existencia. Los turistas llegan a ellos con una composición de lugar peor de la que luego encuentran, por lo que pasan en poco tiempo del recelo a la entrega total, en una versión turística del síndrome de Estocolmo. Lo contrario ocurre con los que llegan a la búsqueda de las revoluciones en las que militaron mientras eran jóvenes por ideales o de mayores por dinero. Sindicalistas, libertarios y comunistas desencantados con su realidad suben y bajan de los autobuses en busca de la revolución perdida. La población local observa el flujo de unos y otros y comienza a tomar consciencia de la alteridad. Sus dirigentes también y creen que podrán conseguir que todos siga igual tras abrir la puerta, ignorando que el turismo, como la quimioterapia, se lleva por delante lo mejor y lo peor de lo que encuentra.
Todo pasará y los parques temáticos se irán arrumbando uno tras otro. Sus estatuas, arcos, placas y monolitos se amontonarán en las afueras de alguna ciudad, como se ve en el este de Europa. Me pregunto si acabará allí también la guarda de tráfico norcoreana junto a otros recuerdos, pero siempre podré decir que yo estuve allí… y tú no.