Los yemeníes han vivido más veces esta misma situación. Por un lado, malviven en medio de una violencia que constituye la principal característica de la vida nacional, con meros cambios de caras y nombres de los que compiten por el poder, siempre al margen de las necesidades de quienes habitan el país más pobre del mundo árabe. Por otro, y como ocurre cada vez que llegan al convencimiento de que ninguno de los actores enfrentados puede imponerse definitivamente a sus oponentes, terminan por abrir espacios de negociación que pretenden acomodar por un tiempo los intereses en disputa. Y así, como condenados a un eterno retorno, van reviviendo etapas que tan solo dejan claro que todo se reduce a una descarnada lucha por el poder (con intervención externa en la mayoría de las ocasiones), en la que se entierran sin remedio tanto los derechos humanos como las tímidas aspiraciones democráticas.
El día 15 de diciembre, la ONU pone en marcha un nuevo proceso negociador en Ginebra, que debe coincidir con la entrada en vigor de un cese de las hostilidades en todos los frentes por un periodo inicial de siete días. A este punto se ha llegado cuando se acumulan ya nueve meses de choque abierto entre, por una parte, las fuerzas de una coalición local liderada por Arabia Saudí (sin olvidar que Washington también está involucrado, aunque de manera menos visible) en apoyo al presidente Abdo Rabu Mansur Hadi –al que solo apoyan parte de las fuerzas armadas– y, por otra, los efectivos desplegados por la minoría Houthi, coaligada a su vez con las huestes del defenestrado presidente Ali Abdullah Saleh, variadas milicias locales y el resto de las fuerzas armadas yemeníes.
El desarrollo de las operaciones militares –que han ocasionado alrededor de unas 6.000 víctimas mortales– ha desembocado en un escenario en el que los aliados de Hadi han logrado recuperar Adén (a donde hace un mes que ha regresado Hadi) y buena parte de la zona costera sureña; pero sin posibilidad real de reconquistar la capital, Saná, y mucho menos de derrotar a las milicias Houthi en sus feudos montañosos. A pesar de la inicial superioridad aérea saudí y de las aportaciones de tropas terrestres de algunos vecinos del Golfo (mientras Riad nunca ha logrado vencer las reticencias políticas de regímenes como el sudanés o el paquistaní para implicarse en mayor medida), los rebeldes han podido mantener la capacidad para atacar con frecuencia objetivos en las provincias saudíes fronterizas (obligando a Riad a diversificar sus esfuerzos) y para resistir cualquier intento de volver a ser dominados. Visto desde el bando contrario, también es cierto, sin embargo, que los Houthi ya no están hoy en condiciones de controlar la totalidad del país, aunque cuando parecieron estarlo (a principios de año) dieron la impresión de que no deseaban realmente el poder nacional sino, más bien, el estrictamente necesario para defender sus intereses en una reforma territorial de corte federal que no volviera a dejarlos marginados.
En las condiciones actuales se hace muy difícil imaginar que las negociaciones ginebrinas pueda arrancar con buen pie, porque para ello necesitan como elemento de partida que todos los actores armados acallen sus armas. Si las divergencias internas entre los integrantes principales de los dos bandos ya han arruinado intentos anteriores, mucho más previsible es que tanto al-Qaeda en la Península Arábiga como Daesh –con presencia sólida en diferentes provincias yemeníes y marginados obviamente del encuentro en Ginebra– procuren reventar el proceso, tanto por lo que puedan hacer directamente como por su recurrente (y, a menudo, exitoso) esfuerzo por modificar el alineamiento de los líderes de las milicias locales (tanto suníes como chiíes) a cambio de promesas de algún suculento botín.
Pero es que, además, en el terreno político las posiciones están hoy por hoy muy alejadas. En cuanto a los actores directamente enfrentados, ni los Houthi (ni Saleh) están dispuestos a retirarse de entrada de Saná, ni esta ciudad puede ser tomada al asalto por las tropas gubernamentales. Tampoco Hadi parece dispuesto a aceptar un reparto territorial que satisfaga las demandas de la minoría Houthi y de Saleh (de quien fue su mano derecha como vicepresidente hasta 2011). Y, para complicar aún más la resolución del problema, tampoco parece realista que los actores externos –con Arabia Saudí demasiada acostumbrada a inmiscuirse en los asuntos internos de su vecino, con Irán deseoso de contar con más bazas de retorsión frente a Riad en su afán por verse reconocido como líder regional y hasta con Rusia cortejando ahora a Saleh– acepten hibernar sus planes para dejar a los yemeníes que gobiernen sus propios asuntos. Y así les va.