En el contexto de un bloqueo que ha hundido a Yemen en un abismo del que tardará mucho en recuperarse, la confirmación de la muerte del ex presidente Ali Abdullah Saleh, a manos de sus hasta ahora aliados huzíes, vuelve a colocar al país en el disparadero. Buena noticia para unos, pésima para otros y un abierto acto de venganza para los huzíes (recordando la muerte de su líder fundador, Sayyid Hussein al-Houthi, a manos de Saleh en 2004), la eliminación de Saleh obliga a revisar la agenda de un conflicto en el que ninguna de las partes enfrentadas parece en condiciones de imponer definitivamente su dictado.
Desde agosto de este mismo año ya había señales evidentes de que la interesada alianza entre Abdul Malik al-Houthi y el expresidente Saleh contra el presidente Mansur al-Hadi –reconocido como la autoridad legítima y apoyado militarmente por la coalición liderada por Arabia Saudí– hacia aguas de manera irreversible. No solo pesaba el lastre de las seis guerras que, desde 2004, ambos habían protagonizado, con victoria de las fuerzas leales a Saleh, sino también la percepción de que cada uno procuraba apurar sus opciones de poder en la capital, Saná, sin contar con el otro. Así, tanto los huzíes como, sobre todo, Saleh habían procurado ganarse el favor de Riad, mostrándose dispuestos a implicarse en un proceso que pudiera desembocar en un acuerdo político.
Por su parte Arabia Saudí, al tiempo que sigue militarmente activo (y empantanado) en el escenario bélico, parecía dispuesto a buscar algún arreglo diplomático con Saleh, sin contar ya con al-Hadi, al que mantiene retenido en Riad, impidiéndole regresar a Yemen. En esa búsqueda de posibles alternativas, Saleh trataba de recuperar los favores de Riad –a fin de cuentas había sido su protegido durante décadas–, contando con que podía ser visto como un mal menor ante la posibilidad de que los huzíes, demasiado próximos a Teherán, pudieran terminar inclinando la balanza a su favor. También contaba con que su atrevido gesto de alineamiento con Riad atrajera a los líderes de los principales grupos tribales yemeníes.
En esa tesitura todo indica que los huzíes, airados ante previsible el giro saudí, han optado por romper la baraja, aunque al hacerlo hayan perdido probablemente sus limitadas opciones no solo de ocupar el poder en Saná sino incluso de lograr algún reconocimiento nacional e internacional a sus reiteradas demandas para salir de la marginación en la que llevan décadas sumidos. Sin los apoyos militares que aportaba Saleh –especialmente la Guardia Republicana– no solo carecen de fuerzas suficientes para ello, sino que previsiblemente se encontrarán ahora con un mayor rechazo a sus planteamientos por parte del resto de actores yemeníes temerosos de sus ansias de protagonismo.
Pero su eliminación significa también que Mohamed bin Salman, cabeza visible de la implicación militar saudí en su vecino del sur, se queda repentinamente sin baza alguna para estabilizar el país a corto plazo y neutralizar la creciente influencia de Irán –apoyando a los huzíes– en un territorio que Riad siempre ha considerado su patio trasero. El reciente lanzamiento de dos misiles balísticos desde zonas controladas por los huzíes contra objetivos saudíes y emiratíes es una buena prueba de la incapacidad saudí para neutralizar a un enemigo que se atreve incluso a atacar localidades saudíes fronterizas y, al mismo tiempo, del fracaso de Riad en el terreno estrictamente militar (aunque haya logrado neutralizar ambos misiles).
Lo ocurrido ayer en Saná, donde se suceden desde hace una semana los choques violentos entre las huestes de al-Houthi y los leales a Saleh, es un ejemplo más de la insensibilidad de unos y otros –incluyendo a los saudíes que mantienen prácticamente cerrado el país a la ayuda humanitaria desde hace un mes– con las desgracias de la población civil. Más que un intento de democratizar un sistema tan cerrado como el yemení, solo cabe interpretar lo que ocurre en Yemen desde 2011 como una descarnada lucha por el poder, en la que el vicepresidente Ali Mohsen al-Ahmar puede ver crecer sus opciones. Lo único parcialmente novedoso en esta ocasión es que los huzíes, en un inteligente movimiento táctico, han sabido durante un tiempo instrumentalizar a su favor las desgracias de una minoría tan amplia como la de los zaydíes (un tercio de los 25 millones de yemeníes), haciéndose pasar por sus principales defensores.
Ahora –más de 15.000 muertos después, de 900.000 afectados por el cólera y en torno al 80% de la población dependiendo vitalmente de la ayuda humanitaria– queda claro que a ninguno de los contendientes, ni a los actores exteriores alineados con los diferentes actores locales, les interesa lo más mínimo democratizar el país y aliviar el sufrimiento de una población que a estas alturas parece condenada a no esperar nada de casi nadie.