Dos años después de la ocupación de Saná por parte de las milicias hutíes, Yemen sigue sumido en la violencia y, mirando al futuro, son más las posibilidades de que se agudice aún más la caída en el abismo, sin descartar una nueva fragmentación del país, que de que el conflicto pueda resolverse pacíficamente.
En esa dirección apuntan las dinámicas internas, tanto políticas como militares. En el campo político la alianza de los hutíes con las fuerzas del Congreso General Popular (CGP), en el que el expresidente Ali Abdullah Saleh mantiene una notable influencia, sigue empeñada en forzar a su favor la balanza, aprovechando el vacío de poder provocado por la huida del presidente Abdo Rabu Mansur Hadi a la ciudad sureña de Adén y, desde el pasado octubre, de su propio gobierno a territorio saudí. Eso les ha permitido aprobar, el pasado 6 de agosto, la creación de un Consejo Político conjunto que pretende arrogarse todas las competencias gubernamentales. Es cierto que el rechazo de Hadi y sus leales, argumentando sin fundamento que la decisión fue tomada por una cámara en la que no había quorum, no ha frenado a sus promotores; pero también lo es que dicho Consejo no ha logrado en ningún momento actuar de manera mínimamente eficaz ni cuenta con respaldo internacional alguno.
En el terreno militar, es un hecho que la ofensiva que se iba perfilando a principios del verano sobre la capital, como colofón de lo que se presentaba como un avance imparable de la colación liderada por Riad, no ha logrado su objetivo. No solo Saná sigue siendo una ciudad bajo el control de los hutíes y sus aliados del CGP, sino que sus fuerzas disponen igualmente de capacidad para realizar incursiones puntuales incluso en territorio saudí (como en Najran). Los combates continúan asimismo en Marib, Taiz y Lahj, mientras los muertos por la violencia superan ya los 10.000, según la ONU, y la situación humanitaria sigue siendo crítica para al menos el 80% de la población yemení.
En términos estrictamente militares el plan saudí no ha servido más que para evitar la derrota definitiva de su aliado (Hadi). El balance cosechado hasta ahora muestra que ni la planificación ni la implementación sobre el terreno de la ofensiva saudí (con aportaciones emiratíes, egipcias, marroquíes, jordanas y sudanesas, así con un relevante apoyo estadounidense y británico y hasta con la ocasional colaboración del movimiento separatista sureño de Al Hirak al Yanubi, reconvertido ahora en Movimiento de Resistencia del Sur) ha estado a la altura de las expectativas que su propio impulsor, el ministro de defensa saudí Mohamed bin Salman, había alimentado. Por el contrario, el ejemplo saudí ha mostrado una vez más que la simple acumulación de armas (en su condición de uno de los principales compradores de material de defensa del planeta) no basta para conformar una fuerza armada operativa.
Todo ello sin olvidar las crecientes críticas sobre su desconsideración con el derecho internacional y las normas que tratan de regular los conflictos armados. Baste como ejemplo, recordar que, según un informe publicado recientemente por The Guardian, un tercio de las aproximadamente 9.000 salidas aéreas saudíes realizadas desde marzo de 2015 han tenido como objetivos instalaciones y población civiles (mercados, hospitales, escuelas, edificios públicos…). Un comportamiento sistemático que ha llevado, por ejemplo, a la organización Médicos Sin Fronteras a plantearse abandonar el país tras el ataque recibido el pasado 15 de agosto contra una de sus instalaciones sanitarias, aunque finalmente decidieron quedarse para seguir atendiendo a las víctimas de la violencia.
En estas circunstancias, y mientras el presidente Hadi ha aprovechado su discurso ante la Asamblea General de la ONU para acusar directamente a Irán de promover la violencia en su país, la atención está centrada ahora mismo en el regreso a Adén del primer ministro Ahmed Obeid bin Dagher y siete ministros de su gabinete, desde su forzado refugio en Arabia Saudí. Si a esto se une la decisión adoptada el pasado día 13 por Hadi de trasladar la sede del Banco Central a esa misma ciudad –se estima que las reservas nacionales han pasado de los 5.200 millones de dólares, en septiembre de 2014, a tan solo 700 en la actualidad–, cabe concluir que el presidente y sus leales asumen que no se dan las condiciones para asentarse a corto plazo en Saná y para lograr una victoria definitiva que les permita eliminar la amenaza que representa la coalición hutíes-CGP. Si a eso se añade la permanente apuesta yihadista que lideran tanto Daesh como al-Qaeda en la Península Arábiga y las notorias ansias independentistas del movimiento Al Hirak se impone desgraciadamente la idea de que Yemen seguirá perdido en su laberinto por tiempo indefinido.