Cuando se toman en consideración los ingentes problemas que acumula Irak suena inevitablemente a hueca la parafernalia con la que el propio Haidar al-Abadi, rodeado de unos mandos militares que no se han distinguido precisamente por su alto nivel operativo, ha proclamado la victoria en Mosul. Pero aunque en realidad haya muy poco que celebrar, por mucho que todo traspiés de Daesh sea bienvenido, la atención mediática sobre Oriente Medio ha preferido centrarse estos días en la reconquista de la ciudad donde al-Bagdadi anunció la instauración del pseudocalifato hace ya tres años, dejando de lado la trágica situación que vive Yemen.
En realidad este país, que tiene la misma extensión que España y está poblado hoy por unos 26 millones de personas, ha sido siempre una pieza menor del ajedrez regional. Más allá de ser la única república de la península arábiga y un Estado bicontinental, su seña de identidad más destacada era, y es, ser identificado como el país más pobre del mundo árabe. Lo único que tanto antes como después de su unificación en 1990 ha merecido cierta consideración es su estabilidad. Su posición geopolítica, en la puerta de entrada y salida del mar Rojo (Bab el-Mandeb), lo convierten a lo largo de sus amplias costas en una importante vía de tránsito para el petróleo y el gas que desde el Golfo alimentan a Occidente. Y en la medida en que el dictador de turno, el “eterno” Ali Abdullah Saleh, estuviera en condiciones de garantizar el mantenimiento del statu quo –en una clásica mezcla de represión y compra de la paz social–, gestionando a su manera las tensiones entre las dos poderosas confederaciones tribales que dominan la vida nacional, todo lo demás quedaba a la espera de un futuro nunca definido. En consecuencia, el bienestar del conjunto de una población crecientemente joven y empobrecida, el respeto de los derechos humanos o la instauración del imperio de la ley eran siempre temas relegados al olvido.
Fue asimismo notable el desinterés con el que se siguió la movilización que finalmente puso fin al mandato de Saleh en 2011; un resultado achacable mucho más a las intrigas de palacio y la tradicional injerencia saudí que al protagonismo de una ciudadanía escasamente capacitada para influir en la agenda política nacional. Con interesada ceguera se quiso ver el acceso de Abdo Rabu Mansur Hadi a la presidencia como un paso democratizador, olvidando su condición de mano derecha de Saleh durante años y su escaso entusiasmo para promover un diálogo político inclusivo. En el contexto de un creciente descontrol y vacío de poder, la nueva movilización de la minoría liderada por los hutíes se quiso ver como un nuevo capítulo de las tradicionales luchas internas por el poder, sin considerar su capacidad desestabilizadora y el potencial que su nueva irrupción escena suponía para inflamar aún más las ansias del yihadismo (tanto de al-Qaeda en la Península Arábiga como de Daesh) y del secesionismo sureño liderado por el movimiento Al Hirak.
Con esa misma parsimonia se optó por aceptar con buenos ojos el aventurerismo saudí, cuando en marzo de 2015 el todopoderoso Mohamed bin Salman lanzó una operación militar que, en lugar de un paseo militar, se ha convertido en un fiasco para el que no se adivina final a corto plazo. Es bien cierto que eso no ha sido obstáculo para convertirse recientemente en príncipe heredero, pero no lo es menos que la aventura militar saudí no ha logrado consolidar el poder de su aliado, Hadi, ni volver a estabilizar a su vecino yemení.
Hoy la pasividad y el desinterés continúan siendo las notas dominantes no solo por parte de los medios de comunicación generalistas, sino, mucho más preocupante, por el conjunto de los actores políticos (sirva el comunicado final de la reciente reunión del G20 como muestra). Y eso a pesar de las permanentes violaciones de los derechos humanos y de las reglas de la guerra por parte de todos los actores combatientes en presencia, de los más de 15.000 muertos, de una crisis humanitaria que afecta a la mayoría de población (mientras los actores humanitarios denuncian impotentes la enorme dificultad para acceder a las víctimas y a los potenciales beneficiarios), del brote de cólera que ya ha costado la vida a más de 1.600 personas en estas últimas semanas…
Mientras tanto, son cada vez más los medios y los políticos que, por ejemplo, encuentran más atractivo entretenerse con los gestos, las caras, los apretones de manos que se intercambian Trump y Putin, jugando a determinar quién es el “macho alfa”, o sumarse a las celebraciones de una “victoria” que apenas esconde la penosa situación de los iraquíes.