A lo grande, así es cómo Recep Tayyip Erdoğan ha recibido a sus 56 ilustres invitados como anfitrión de la XIII cumbre de la Organización de Cooperación Islámica (OCI, OIC por sus siglas en inglés) celebrada la pasada semana en Estambul. Aun así, siempre ha habido clases y por eso la recepción al monarca saudí, Salman bin Abdelaziz al Saud, ha sido aún más rimbombante. De hecho, el monarca saudí, procedente de Egipto, se hizo anunciar con el envío por adelantado de unos quinientos Mercedes Benz y más de 300 efectivos de seguridad personal. A esa parafernalia se añadió el gesto de Erdoğan, recibiéndolo personalmente en el aeropuerto, aunque eso supusiera romper el protocolo turco que impone que esa ceremonia se realice en el suntuoso palacio presidencial. Todo parece poco para agasajar y tratar de contentar a un socio tan poderoso, aunque eso no signifique que las relaciones Ankara-Riad estén exentas de tensión.
Como ha ocurrido desde su creación en 1969 –como efecto directo de la Guerra de los Seis Días (1967)–, una cumbre de la OCI (reconvertida en 2011 de Organización de la Conferencia Islámica a Organización de Cooperación Islámica) es un foro de escaso contenido real. Sea cual sea el lema de la convocatoria –unidad y solidaridad para la justicia y la paz, en esta ocasión– y los asuntos que figuran en el orden de día –sin que falte nunca Palestina, es posible encontrar cualquier otro, desde los derechos humanos a la promoción de las mujeres o el medioambiente–, son muy contadas las decisiones o los puntos de los sucesivos comunicados finales que se hayan traducido en medidas operativas. Y eso mismo cabía augurar de una reunión en la que Riad ya había mostrado su intención de someter a debate resoluciones que Teherán consideraba inaceptables.
A falta, por tanto, de enjundia en la reunión formal lo más destacable de la cumbre ha sido el protagonismo del monarca saudí en su recorrido por Egipto y Turquía. En el primer caso, hemos asistido a un capítulo más del proceso que está convirtiendo a Riad en el principal apoyo económico del gobierno golpista de Abdelfatah al Sisi. La gravedad de la situación económica que afecta a los más de 84 millones de egipcios plantea un enorme reto para un gobernante que ya empieza a sentir la crítica de sus ciudadanos ante la falta de mejoras. Y Al Sisi sabe hoy que no puede salir del atolladero sin una ayuda exterior que le obliga a rendirse sin remedio.
Es así como cabe entender la decisión adoptada por El Cairo de ceder a su patrono saudí –tras seis años de negociación– las estratégicas islas de Tiran y Sanafir, ubicadas en la embocadura del golfo de Aqaba. Aunque el régimen egipcio ha intentado que la atención mediática se concentrara en el plan para construir un puente que una físicamente a Egipto y Arabia Saudí, no se han hecho esperar (incluso en el seno del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas) las reacciones a lo que se interpreta como una sumisión inaceptable. El proyecto para construir dicho puente –de unos 100km de longitud y hasta 100 de vano para permitir el tráfico civil y militar hacia el puerto jordano de Aqaba y el israelí de Eliat, con un coste estimado en no menos de 4.000 millones de dólares– es lo que seguramente el maestro Hitchcock llamaría un macguffin, que ya Mubarak y hasta Morsi usaron en su día con poco éxito. En su nueva versión tampoco se han aportado detalles sobre un posible calendario, su efecto medioambiental o su financiación. En consecuencia, es bastante probable que vuelva a quedar nuevamente en el olvido, dado que su rentabilidad económica tampoco queda justificada en la actualidad ante los limitados intercambios comerciales bilaterales.
Por el contrario, si finalmente se confirma la transferencia de las dos islas a manos saudíes, es obvio que Riad habrá logrado incrementar el control de las aguas circundantes y dejar clara su influencia sobre Egipto (sin que Israel haya planteado objeción alguna).
En cuanto a la visita real a Turquía, más allá de las formalidades, cabe entenderla como parte del proceso en el que está inmerso el régimen saudí para frenar por todos los medios la reintegración de Irán en la escena regional como pretendido líder. Esa pretensión también provoca preocupación en Ankara –basta para comprobarlo con mirar a Siria, donde turcos y saudíes apoyan a grupos rebeldes como Jaish al Fatah, en el que también hay elementos del Frente al Nusra y de los salafistas de Ahrar al Sham– y de ahí que se vaya abriendo un creciente espacio de colaboración entre quienes, en todo caso, mantienen discrepancias como, por ejemplo, en relación con los Hermanos Musulmanes. Pero también en este punto se percibe un progresivo cambio de enfoque en el régimen saudí, dado que el acceso de Salman al trono ha supuesto un giro en su política exterior que incluye la necesidad y conveniencia de retomar el contacto con una organización a la que Turquía da apoyo y acogida en su territorio, lo que le permite convertirse en facilitador de futuros contactos.
Si a eso se le suma el visible descontento que tanto Ankara como Riad muestran con respecto a lo que consideran un pusilánime liderazgo estadounidense en la región y la necesidad turca de contar con financiación exterior para concretar algunos de los llamativos planes de Erdoğan, se entiende aún mejor el recibimiento prestado.