Cuando Xi Jinping sucedió a Hu Jintao al frente del Partido Comunista Chino (PCC) en noviembre de 2012, se le veía como un líder eminentemente continuista. Sus actuaciones en su primer año de gobierno han desmontado esas previsiones. Xi se ha mostrado como un líder resuelto y enérgico, dispuesto a acumular poder para acelerar el ritmo de reforma de un modelo de desarrollo que considera difícilmente sostenible. En este sentido está demostrando ser un hombre de Estado que quiere pasar a la historia china y que no se conforma con seguir la corriente marcada por sus predecesores.
Xi, hijo de un ex alto cargo del régimen, fue un candidato de consenso, que llegó al poder por ser aceptable para las dos principales facciones que dominan el partido. Su llegada a la secretaría general se había cimentado sobre su capacidad para mantener, a la vez, buenas relaciones con los dos secretarios generales anteriores: Jiang Zemin y Hu Jintao. Esta tarea, harto complicada, exige una capacidad innata para nadar entre dos aguas y evitar riesgos innecesarios.
Además, aunque estaban apareciendo signos de agotamiento, el parsimonioso ritmo de reformas seguido durante la década anterior por la dupla Hu Jintao / Wen Jiabao, había llevado a China a convertirse en la segunda economía del mundo, y en el primer exportador y tenedor de divisas. Todo ello combinado con un mayor nivel de protección social y un descenso de la dependencia del mercado exterior. Es decir, Xi no sólo parecía tener el perfil personal, sino también la excusa necesaria para seguir una política continuista. Es más, incluso quienes aventuraban que podría sorprendernos con un cambio de actitud una vez aupado a la cúspide del partido, aclaraban que no le sería posible lograr grandes cambios, ni siquiera en la esfera económica. Esta incapacidad vendría propiciada por los mecanismos institucionales instaurados en las últimas décadas para reducir el poder del máximo mandatario chino, especialmente durante sus primeros años al frente del país.
El caso es que en su primer año de mandato Xi ha acumulado más poder que ninguno de sus predecesores desde la época de Deng Xaoping. El actual presidente chino se ha hecho rápidamente con las riendas del ejército, asumiendo inmediatamente la presidencia de la Comisión Militar Central y colocando a protegidos suyos en puestos clave, y con el control de las políticas económicas y de seguridad mediante la creación de sendas comisiones bajo su presidencia.
Xi también está afianzando su poder a través de una política anticorrupción que tiene como objetivo eliminar tanto “las moscas” (funcionarios de rango medio o bajo) como “los tigres” (altos cargos) del PCC que se están aprovechando del erario público. Esta política de lucha contra la corrupción en el primer año de mandato es bastante común en los presidentes chinos para eliminar rivales y ganarse la simpatía de la población, pero el calado de las medidas de Xi es llamativo. No sólo ha caído fuertemente la venta de productos de lujo y la asistencia a los restaurantes más caros de Pekín, Shanghái y las capitales provinciales (la austeridad también ha llegado a China). Mucho más significativo es que en los últimos 12 meses han sido imputados ya 11 altos cargos y actualmente está bajo investigación un antiguo miembro del Comité Permanente del Buró Político. Si se le condenase, sería la primera vez desde la fundación de la República Popular China que un líder de tan alto rango fuese encontrado culpable de corrupción. Esto está inquietando a una parte importante de la cúpula del partido, que se pregunta ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Xi?
Esta política de concentración del poder es vista por muchos como un proceso necesario para poder liberalizar la economía frente a la resistencia de poderosos sectores del régimen que tienen enormes incentivos para mantener los privilegios que les concede el sistema actual. La estrategia descrita tiene su lógica. Históricamente, en China las reformas estructurales en profundidad han venido de la mano de un líder fuerte, capaz de enfrentarse a los altos cargos en el gobierno central y los barones regionales. Deng Xiaoping, que abrió en los años 80 la economía china al mundo, y Zhu Rongji, que a principios del siglo XXI metió a China en la Organización Mundial de Comercio, han sido los últimos ejemplos destacables.
Paradójicamente, para lograr más mercado, Xi parece estar obligado a reforzar la centralización política. Sin embargo, ese mayor aglutinamiento de poder y su creciente popularidad –precisamente por su aura de hombre fuerte dispuesto a limpiar el partido– están levantando una serie de temores entre las clases medias chinas. ¿Degenerarán estas medidas en un régimen autocrático dónde un líder carismático hace y deshace a su antojo?
Probablemente no, pero la incertidumbre es el sentimiento más palpable en la China actual. Casi todo el mundo está de acuerdo en que Xi es un reformista, pero nadie sabe hasta qué punto, ni cuáles son sus verdaderas intenciones. Por ejemplo, ¿hasta cuándo y hasta dónde va a llegar su política anticorrupción? Lo cierto es que si realmente quiere eliminar la corrupción del partido se va a tener que enfrentar a una enorme resistencia. Hay muchos tigres y moscas que disfrutan del statu quo. Estos están dispuestos a aceptar un período de austeridad, pero si esta política restrictiva continúa es posible que empiecen a cuestionar la autoridad de Xi.
Esto nos lleva a una preocupación diferente, también perceptible entre las clases medias chinas. Muchos temen que Xi haga unas reformas demasiado ligeras que no resuelvan los graves problemas que tiene la economía, como son la sobrecapacidad, la contaminación, el endeudamiento de las empresas y los gobiernos provinciales, la burbuja inmobiliaria y la creciente desigualdad. Gran parte de los ciudadanos chinos que anhelan un sistema más liberal aplauden los “pequeños” pasos que Xi Jinping y Li Keqiang (el primer ministro) han dado hacia un mayor papel del mercado y un reequilibrio de la estructura económica hacia un mayor consumo doméstico para poder evitar la “trampa de la renta media”. Pero temen que si la economía se estanca y la presión dentro del partido en contra de las reformas se hace más fuerte, Xi se amedrente y suavice o incluso paralice el ritmo de las reformas.
Otros son incluso más escépticos y opinan que Xi nunca ha creído en las virtudes del mercado. Su campaña anticorrupción es una manera de ganarse a la gente y eliminar a sus rivales para afirmarse en el poder, y su retórica reformista se va a quedar en un mero maquillaje de las estructuras económicas del país. El objetivo en este caso sería limar las deficiencias del sistema actual, no cambiarlo por otro donde el mercado tenga un papel determinante.
Por ahora es difícil saber hasta qué punto va a llegar Xi Jinping con sus reformas. En su primer año ha introducido cambios importantes en lo político, social y financiero que han levantado esperanzas y temores. No cabe duda de que está jugando fuerte y que muchas de sus propuestas siguen el camino correcto. Ahora falta ver si conseguirá implementarlas y a qué precio.