Lo más importante del discurso de Vladimir Putin en la 70ª sesión de la Asamblea General de la ONU no es su contenido sino el contexto geopolítico en el que se inscribe. Sus palabras no han sorprendido a nadie: era previsible que el presidente ruso aprovechara la ocasión para resaltar la historia y el papel de la ONU como la gran organización internacional dedicada a mantener la paz en el mundo, para exponer su visión de las actuales relaciones internacionales (responsabilizando a EEUU del caos en Oriente Medio) y para ponderar el papel y la misión de Rusia en un mundo multipolar, toda vez que aspira a recuperar para ésta la condición de gran potencia. Su propuesta de crear una coalición internacional contra el autodenominado Estado Islámico (EI), a pesar de que ya existe una liderada por EEUU, también era de esperar, dada su necesidad de desviar la atención de la crisis de Ucrania y de jactarse de haber incrementado la presencia militar rusa en Siria.
Lo más significativo de la intervención de Vladimir Putin en la ONU ha sido su intento de cambiar la imagen de Rusia tras la crisis de Ucrania, y su logro más notable la reunión bilateral con el presidente norteamericano Barack Obama al margen de la cumbre de la ONU.
No olvidemos que Vladimir Putin es presidente de un país miembro del Consejo de Seguridad que ha violado varios artículos de la Carta de la ONU, al anexionarse Crimea (2014) y al apoyar económica y militarmente a los separatistas pro-rusos en la guerra de Ucrania. De ahí sus propuestas constructivas para la lucha contra el EI y para un plan de paz en Siria. La de una alianza contra el Estado Islámico, como la que en su día pactaron los soviéticos con los británicos y norteamericanos contra Hitler, tiene dos connotaciones. Una es la de unirse contra el mal mayor a pesar de profundas diferencias ideológicas, como lo hizo Stalin con Churchill y Roosevelt. La otra es menos perceptible: Putin, al igual que Stalin, cree que su poder político llegará hasta donde lleguen sus ejércitos.
“Mientras Obama intentaba convencer al mundo de que no había una solución militar para esta guerra civil, Putin demostraba que no habría una solución política sin fuerza militar”.
La entrevista con el presidente Obama, la primera después de que Rusia concediera asilo político a Edward Snowden (2013) y después de la crisis de Ucrania, supone una victoria para Putin. Primero, porque Obama había afirmado en varias ocasiones que Rusia es una potencia regional aislada y en declive económico y demográfico. La entrevista deja la imagen de que Rusia está en el centro de atención y que ha obligado a EEUU, por segunda vez, a colaborar con ella en la cuestión de Siria. La primera fue a raíz de que Putin impidiera la intervención norteamericana, tras llegar a un acuerdo con al-Asad sobre la destrucción de las armas químicas en 2013. De los 90 minutos de la reunión de los dos presidentes, sabemos sólo lo que suele decirse en estos casos: que ha sido constructiva, que hay diferencias pero que ambas partes están dispuestas a acercar posiciones. Y, puesto que todos están de acuerdo que la mayor dificultad para ello es la diferencia de criterios acerca de cómo luchar contra el EI –Obama sostiene que Bashar al-Asad no debe formar parte de la coalición internacional por ser responsable de los 250.000 muertos y más de 4 millones de desplazados por la guerra civil, mientras Putin afirma que solo el gobierno legítimo de al-Asad puede luchar eficazmente contra los yihadistas–, conviene analizar las finalidades estratégicas de ambos presidentes y los resultados que han dado hasta ahora.
La estrategia básica de Obama (con vistas a conservar la influencia de EEUU en Oriente Medio) fue la de apoyar una “oposición moderada” al régimen de al-Asad, después de que el dictador, con la represión militar, convirtiera las pacíficas protestas de la “primavera árabe” en Darra (marzo de 2011) en una guerra civil. El plan norteamericano de entrenar y ayudar económicamente a los opositores fracasó, según reconoce el Pentágono, ya porque la gran mayoría de ellos se pasó, con armas y bagajes proporcionadas por los norteamericanos, bien a las filas del Frente al-Nusra (una rama de al-Qaeda) o al EI. Después de la aparición de ISIS (abril 2013) a consecuencia del vacío del poder creado en Siria y de la división interna del yihadismo, EEUU lanzó una campaña contra el ISIS (septiembre de 2014) sin renunciar a su primer objetivo, es decir, el de derrocar el régimen de al-Asad. Ahora, presionados por la crisis de los refugiados en Europa, se ven obligados a colaborar “incluso con Irán y Rusia” para solucionar la crisis.
El Kremlin ha cumplido un papel de pirómano y bombero en el conflicto. Desde el principio de la guerra sostuvo al régimen dictatorial de al-Asad por ver en él una muralla contra el yihadismo, que representa la mayor amenaza a la seguridad nacional de Rusia, tanto a causa de su posible extensión al Cáucaso como por el hecho de que unos 2000 islamistas con pasaporte ruso luchan ya en sus filas. Rusia intenta crear una alianza contra ISIS, pero aprovechará también la ocasión para eliminar a los opositores al régimen de al-Asad y para aumentar su presencia militar en el Mediterráneo (como contrapeso al fortalecimiento del flanco oriental Mar Báltico-Mar Negro por la OTAN), y para convertirse en el árbitro de los conflictos de la zona. Con este propósito está construyendo una base aérea en Latakia, y sus aviones MIG-31 y Sukhoi 30 (equivalentes a los americanos F-15), junto a carros de combate e instructores militares, demuestran tanto el auge de su potencia militar como su decisión de ayudar a al-Asad.
Mientras Obama intentaba convencer al mundo de que no había una solución militar para esta guerra civil, Putin demostraba que no habría una solución política sin fuerza militar.
La guerra de Siria ha entrado en una nueva fase, donde dos procesos de paz rivales y contradictorios –ruso y norteamericano– compiten entre sí. Mientras los occidentales se centran en la cuestión “con Asad o sin Asad”, Putin ya va un paso por delante, porque, parafraseando a Lord Palmerston, no tiene amigos sino intereses. Y su principal interés es aumentar la influencia rusa en Oriente Medio, junto a su aliado Irán (y Hezbolá), aprovechando la oportunidad que le deparan la propia Siria como estado fallido, el desistimiento norteamericano en la región y el descontento de los países de mayoría suní por el acuerdo nuclear entre EEUU e Irán. Para los rusos, al-Asad es solo un instrumento, un peón en una partida de ajedrez de la que los occidentales están ausentes, ya que solo juegan a los dados.