Son numerosos los medios de comunicación que desgraciadamente asocian la canícula de agosto con la pérdida del interés de la ciudadanía por estar al tanto de lo que ocurre en el mundo. En realidad, no son pocos los que de hecho promueven explícitamente ese supuesto desinterés con páginas o programas que suelen calificar como “frescos”. Solo así se explica que se conviertan en noticias de portada un buen día de sol en una playa gallega, una cada vez más rocambolesca manera de honrar al patrón local de turno o, como ahora comprobamos en la vuelta a clase, los recurrentes dimes y diretes sobre un cambio de horario en la Unión Europea.
Lo preocupante no es que algo así absorba el tiempo del presidente de la Comisión Europea y de los ministros de exteriores de los Estados miembros, sino que parezca, en función de la trivialidad que domina el panorama mediático en estas fechas veraniegas, que los responsables comunitarios no tienen otras cosas a las que dedicar su tiempo. Porque para quienes no descansan en verano — sean populistas, xenófobos, ultranacionalistas y racistas de todos los colores antieuropeístas que pululan por el continente— algo así equivale a regalarles los oídos y facilitarles la tarea de echar abajo el, por otro lado, cada vez más débil edificio comunitario. Precisamente ahora, mientras estamos sumidos en una profunda crisis sistémica y expuestos a riesgos y amenazas que ningún Estado nacional puede neutralizar.
La Unión Europea —todavía inacabada, imperfecta y equivocada en no pocos casos— es hoy tanto o más necesaria que en 1957, cuando por fin se logró poner en marcha lo que ya Clodoveo, Carlomagno, Erasmo, Carlos I y tantos otros llegaron a vislumbrar en su momento.
Además de para consolidar el nivel de bienestar y seguridad de quienes somos sus privilegiados miembros y para contribuir seriamente a un mundo más justo, más seguro y más sostenible, la Unión es necesaria hoy para hacer frente al resurgimiento de movimientos sociales y políticos que cabe calificar en conjunto como extremistas radicales, con una fuerte carga antieuropea, que coinciden en identificar a Bruselas como responsable de todos los males. Chemnitz es solo la última sacudida de una oleada que, en contra de lo que ha tratado de remarcar Angela Merkel, sí tiene cabida en las calles alemanas y en las de muchos otros países europeos. Una oleada que se alimenta tanto de variables globales como locales, jugando a simplificar la compleja situación actual en términos de “blanco y negro”, “buenos y malos”, “conmigo o contra mí”. Por ese camino hemos vuelto a llegar a un punto en el que, como ya nos advertía Stefan Zweig en su biografía de Erasmo de Rotterdam, “para la masa siempre será más accesible que lo abstracto lo concreto y aprehensible; por ello, en lo político, siempre encontrará más fácilmente partidarios todo programa que, en lugar de un ideal, proclame una hostilidad, una oposición bien comprensible y manejable que se dirija contra otra clase social, otra raza, otra religión, pues con el odio puede encender fácilmente el fanatismo sus criminales llamas”.
Las próximas elecciones europeas están ya a la vuelta de la esquina (23/26 de mayo de 2019). Es impensable imaginar que los grupos que juegan abiertamente al antieuropeísmo puedan arrastrar consigo a los más numerosos euroescépticos hasta conseguir una victoria que arruinaría por completo un proceso de unión que hasta hace poco parecía irreversible. Pero por mucho que el último Eurobarómetro muestre un apoyo a la causa comunitaria del 67%, algo nunca visto desde 1983, bien pueden conseguir los suficientes escaños en el Parlamento Europeo como para disponer de una capacidad de bloqueo real de cualquier propuesta que pretenda culminar no solo la unión económica, sino sobre todo la política.
Y si algo así ocurre, lo que hasta ahora son ya muestras inquietantes —sirvan el ultranacionalismo y la vergonzosa respuesta a la crisis de refugiados como simples ejemplos— acabará cobrando una fuerza que puede llevarnos a vivir historias que nunca deberíamos querer que se repitan. Eso es lo que nos jugamos a corto plazo y por eso sorprende (por no decir que asusta) que no se perciba por parte de los gobernantes nacionales que todavía se identifican como europeístas y de las distintas instancias comunitarias un activismo a la altura del reto. ¿O siguen creyendo que la ciudadanía europea está vacunada hasta tal punto que siempre hará oídos sordos a quienes aprovechan las crisis para pescar en río revuelto? ¿O siguen creyendo que el cambio de hora es el asunto prioritario de la agenda?