Se han cumplido trescientos años desde la publicación de las Cartas persas de Montesquieu, en Ámsterdam y sin el nombre del autor. Es un libro inaugurador de un tipo de novela filosófica que hizo fortuna en el siglo XVIII en varios países europeos, entre ellos España con las Cartas marruecas de Cadalso. La obra es también un referente en los orígenes de la sociología, además de constituir un ejemplo de crítica social y política del final del reinado de Luis XIV, muy propia de una Ilustración que cuestionaba las bases del Antiguo Régimen. Todavía hoy este texto es uno de los recomendados, y no solo por su estilo literario, para los estudiantes franceses de bachillerato.
Hay quien considera El espíritu de las leyes como muy superior a las Cartas persas, pero esta conocida obra de Montesquieu, un libro de cabecera para un politólogo como Raymond Aron, tiene su precedente en las Cartas. Ambas obras son un recordatorio de que la geografía y la historia son indispensables para entender cualquier cultura y sociedad. Esto es algo olvidado con frecuencia por quienes toman decisiones políticas, pues valoran más una ideología y otras veces actúan por puro voluntarismo irreflexivo. Este olvido da lugar a estrategias equivocadas y trae funestas consecuencias. La fábula de los trogloditas, contenida en la carta XI, es un buen recordatorio de que no existen regímenes políticos perfectos, ni tampoco definitivos. Todo es perfeccionable y nada es permanente. De ahí la estructura cíclica de los regímenes políticos presentados en esta fábula: monarquía, anarquía y democracia patriarcal. Cabe interpretar esta Carta como una crítica a quienes creen que basta cambiar las leyes para cambiar a la sociedad, pero la historia nos enseña que cualquier adoctrinamiento, tan valorados por quienes pretenden ser ingenieros sociales, suele tener un corto recorrido. Creer lo contrario es una ingenuidad que podría calificarse de rousseauniana, con la que Montesquieu nunca podría haberse sentirse identificado. Algunos diseñadores políticos, de un signo y de otro, no tienen en cuenta las circunstancias, por decirlo a la manera orteguiana. Montesquieu diría que no valoran las costumbres, y estas pueden llegar a ser más duraderas e influyentes que cualquier despliegue de leyes de voluntad reformadora.
De esto no debe inferirse que Montesquieu se oponga a los cambios políticos y sociales, pues alabó los regímenes de Inglaterra, Holanda y Suiza, pero no cayó en esa “divinización” de la naturaleza humana, tan cultivada por los regímenes totalitarios. Al leer a Montesquieu podemos llegar a la conclusión de que los hombres virtuosos no nacen por decreto y que el mejor de los sistemas políticos ha de renovarse constantemente o está llamado a marchitarse. El recurso a ejercer la crítica por unos visitantes venidos de fuera, como el persa Usbek en las Cartas, no es, ni mucho menos, un llamamiento a hacer tabla rasa de todo lo existente. Antes bien, las reformas deberían tener en cuenta las características de las sociedades a las que van destinadas. Montesquieu apuesta por la prudencia, porque, tal y como asegura en la Carta LXXXIII, la justicia puede elevar su voz, pero esta apenas puede hacerse entender en el laberinto de las pasiones.
Una interpretación simplista sería considerar las Cartas persas como una crítica a una sociedad occidental, a sus complejidades, injusticias e hipocresías. Desde este punto de vista la obra sería un ejemplo más de fascinación por las sociedades exóticas, que incluían los llamados “buenos salvajes”, que difundieron algunos ilustrados en el siglo XVIII. Pero Montesquieu, enemigo del despotismo en Occidente, nunca pretendió justificarlo en Oriente. En la carta XXXVIII considera, por ejemplo, que no es una ley natural que las mujeres estén sometidas a los hombres, y que es preferible la situación de las mujeres en la Europa de su tiempo a la que viven bajo los despotismos existentes en Asia. La influencia política y diplomática de las mujeres en la Francia de la época es puesta de manifiesto en la carta CVII.
En las Cartas persas se refleja como Montesquieu es un gran conocedor de la Europa de su tiempo, aunque no está exento de prejuicios, al considerar el carácter de los españoles como una mezcla de gravedad, orgullo y pereza. Pesaba mucho en su juicio la rivalidad entre Francia y España, traducida en dos siglos de continuas guerras. Sin embargo, y en su interés por la geografía, hace una curiosa propuesta para abordar el problema de lo que hoy se conoce por la “España vaciada”. En la Carta CXXI asegura que España seguiría siendo una gran potencia europea si hubiera trasladado a la península a indios y mestizos procedentes de América. A Montesquieu siempre le preocupó el problema de la despoblación, un factor influyente en la ascensión o el declive de las naciones.
Otras interesantes consideraciones de Montesquieu en las Cartas persas se refieren al derecho público o derecho de gentes, lo que hoy conocemos como derecho internacional. Por lo general, a lo largo de la historia, las relaciones internacionales se han centrado en los sistemas de alianzas. Sobre este particular, Montesquieu asegura que las alianzas deben de ser justas y que “no es propio del honor y la dignidad de un príncipe aliarse con un tirano”. Este consejo no siempre se ha tenido en cuenta por aquellos dirigentes políticos que son demasiado “comprensivos” respecto a algunos regímenes, que apelan a condiciones históricos, sociales o culturales, y que miran para otro lado cuando reciben desplantes. Nuestro jurista francés podría proporcionales toda clase de ejemplos históricos sobre la fragilidad de esas alianzas. Desde la perspectiva de Montesquieu en la carta XCIV, el derecho público no es un derecho tiránico, arbitrario. No debería ser un derecho, como tantas veces ha sido, que permita a los príncipes violar la justicia sin que ello perjudique a sus intereses. Por el contrario, el derecho público tiene que basarse en la justicia y asemejarse a un derecho civil, no de un país particular, sino del mundo.
Las Cartas persas no son el Montesquieu definitivo, que no es otro que el autor de El espíritu de las leyes, donde no mantiene todas las opiniones de su obra anterior y matiza otras. Pero son un destacado ejemplo del pensamiento de un hombre de espíritu, pues así se consideraba Montesquieu. Afirmaba que los hombres de espíritu resultan siempre incómodos y son los hombres mediocres los que suelen triunfar en la sociedad. Los primeros, según señala en la carta CXLV, no tienen un gran número de amistades.