Se cumplen 10 años desde que EEUU invadió Irak al frente de una coalición internacional. La intervención se llevó a cabo –según se declaró– para prevenir la proliferación de armas de destrucción masiva, acabar con el apoyo a los grupos terroristas y liberar al pueblo iraquí. Tras la intervención no se pudieron encontrar tales armas ni demostrar los vínculos terroristas, con lo cual quedaron desacreditadas las fuentes de inteligencia que los dieron por probados y, de paso, quedó tocada la credibilidad y solvencia del liderazgo estadounidense, en particular, y el occidental, en general. El desfase entre los motivos alegados para la intervención y los verdaderos fines de quienes intervinieron generó una desconfianza que fracturó la comunidad occidental en 2003 y que todavía la sigue dividiendo, como ha quedado recientemente en evidencia en Libia, Siria y Mali. Y se aprendió que la realidad puede deformarse o construirse para encajar en la lógica de los intereses.
La segunda lección aprendida en Irak es que cuesta menos derribar un régimen que reemplazarlo por otro sostenible. Fiándolo todo a la capacidad militar, la coalición militar se encontró sin planes para saber qué hacer al día siguiente de su victoria y sin la comprensión cultural necesaria para advertir la complejidad de la tarea. La liquidación del régimen creó un vacío de poder que los escasos medios militares de la coalición no lograron controlar y poco a poco el desorden y el pillaje dieron paso a la insurgencia y a una guerra civil que se prolongó en los años siguientes. En esas condiciones, la reconstrucción del país se retrasó pese a los esfuerzos e inversiones de la comunidad de donantes y, 10 años después, Irak no ha recuperado todavía el nivel esperado de gobernanza, servicios públicos o infraestructuras que prometía la intervención. Tras Irak y Afganistán, parecía que se habían aprendido los límites de las intervenciones militares para reconstruir Estados: que no sólo basta la buena voluntad sino que hace falta una cantidad de recursos, un tiempo y una perseverancia política de los que las sociedades occidentales no disponen. Sin embargo, algunos responsables políticos y militares han seguido recomendando la receta de la intervención en Libia y Siria, una respuesta simple que no sirve para solucionar problemas complejos como el de Siria, algo que conocen muy bien personalidades como Lajdar Brahimi, que vivió en primera persona el caos en Irak.
También se ha aprendido de la experiencia militar que el rival no siempre practica el tipo de guerra que se espera. Las milicias iraquíes pronto recurrieron a un tipo de insurgencia armada para que el que no estaban preparados los estrategas ni protegidos los soldados de la coalición. Las fuerzas de ocupación, primero, y la fuerza multinacional, después, se vieron obligadas a ponerse a la defensiva y, poco a poco, dejar de combatir hasta que pudieron abandonar el territorio. Para hacerlo, las fuerzas estadounidenses tuvieron que cambiar su estrategia y su actitud, incrementando el número de fuerzas (surge) y combatiendo al lado de las tropas iraquíes que les iban a reemplazar. También aprendieron que no se debe facilitar armas a quienes no se puede controlar, fueran las milicias suníes o las fuerzas regulares, porque la mezcla de fanatismo, radicalización y armas en manos de actores no estatales es –nunca mejor dicho– explosiva. Del envío de tropas y de las operaciones militares se está pasando al envío de drones y operaciones especiales o encubiertas que pueden ser igual de letales pero menos llamativo (light footprint), pero todavía hay quienes quieren poner en marcha operaciones de exclusión o embargo que, más pronto que tarde, favorecen la escalada militar.
Otra lección es que es más fácil redactar derechos y libertades fundamentales que llevarlos a la práctica. La presión occidental para la democratización comienza apostando por unas elites occidentalizadas que tienen escasa implantación local y a las que se empodera rápidamente. Como resultado, la comunidad internacional pierde la capacidad para imponer transformaciones estructurales y se conforma con fijar indicadores de progreso, como la redacción de una constitución o la convocatoria de elecciones que –entienden– les permite poner fin a su intervención. Sin embargo, 10 años después, los derechos y las libertades iraquíes siguen siendo más formales que materiales, continúa la preocupación de los activistas de derechos humanos locales e internacionales (véase el último Informe de Amnistía Internacional) y –lejos de desarrollarse los derechos y libertades– se ven sujetos a un proceso de involución bajo presiones sectarias.
Aprender lecciones como las anteriores ha costado mucho tiempo y esfuerzo pero siempre aparecen nuevos actores que deciden al margen de toda experiencia acumulada y fiados de la suficiencia de sus propios criterios. Hace 10 años, la caída del régimen iraquí permitió al expansionismo chií desestabilizar Oriente Medio. Quienes no aprendieron la lección quieren ahora volver a abrir la caja de Pandora y están dando alas al expansionismo suní. Tienen la ventaja de que sólo responden ante la historia o los electores propios, sin tener que convivir sobre el terreno con las consecuencias de sus intervenciones. Si la historia se repite, la década próxima promete ser “entretenida”.