Como reconociendo que la insistencia en el tono del discurso tiene la capacidad de sobreponerse a los hechos, las reflexiones sobre el estado del español en el mundo se conjugan con verbos celebratorios. El español crece, el español avanza, el español aumenta, el español mejora, el español suma, multiplica y enriquece, se extiende, se habla, se lee y se escribe con —frecuentemente— superlativos. Es motivo de celebración, quizá no de un exceso de orgullo. El estado del español en el mundo no parece resultado del cultivo planificado de las políticas públicas, sino un fenómeno silvestre vinculado sencillamente a la multitud de variables —demográficas, económicas, políticas y geopolíticas— que le afectan. Y en los últimos años muchas de esas variables han sido bien favorables. El momentum demográfico de los países de habla hispana ha intervenido muy positivamente en la emergencia de un enorme mercado lingüístico del español en el mundo, del que se han beneficiado algunas de las industrias culturales de nuestro país —en particular la editorial y educativa—. Si se suma la población de los 20 países de habla hispana, en 1960 suponían 170 millones de personas, y hoy son 453; las proyecciones de población de Naciones Unidas prevén que para el año 2050 la población de esos veinte países alcanzará nada menos que 568 millones de habitantes. Pero para entonces, el mundo ya no será el que vivimos hoy, sino otro no solo más poblado, sino con nuevos centros y nuevas periferias. Mientras hoy los países de habla hispana suponen el 6,16% de la población mundial, para 2050 esa cifra descenderá al 5,85%, es decir, el mismo peso que en el inicio de la década de los setenta.
Cierto que en esas cifras falta la tópica esperanza de los Estados Unidos. Pero no está claro en qué dirección caminará el español en la superpotencia, y no tanto por la regresión en materia de multiculturalidad que parecen anunciar los primeros meses de la administración Trump, sino por las propias transformaciones de la comunidad hispana, que viene creciendo desde hace algunos años más por natalidad interna que por migración —es bien sabido que las segundas y terceras generaciones de hablantes de herencia pierden progresivamente el español—, y porque se está produciendo una progresiva separación entre la identidad cultural hispana y el uso del español. Como muestra un reciente estudio de Pew Research, el 71% de los hispanos cree que para serlo no es necesario hablar español, y entre los hispanos nacidos en Estados Unidos ese porcentaje llega al 87%. Hablar, por tanto, de los hispanos estadounidenses como tierra de promisión del español es muy poco ajustado a la realidad. Y, sin embargo, los 42,5 millones y medio de hablantes nativos de español en ese país contribuyen a redondear la cifra de hablantes mundiales de nuestra lengua —472 millones de hablantes nativos, 567 millones en total, según el Cervantes— y reforzar la idea de su buena salud global. El español está, indudablemente, en la cima de su clímax demográfico, pero comenzando un descenso progresivo que le hará compartir protagonismo con el emergente gigante económico y poblacional de la geopolítica lingüística de las próximas décadas: África.
Allí, dos idiomas globales también esperan con ansiedad la llegada del relevo. Por un lado, el francés, en el que la antigua metrópoli no parece tener complejos a la hora de ejercer el liderazgo cultural de esa comunidad de países y proyectar su experiencia en política de rayonnement en consolidar el espacio francófono como área principal de crecimiento de su presencia mundial, impulsando la Organisation International de la Francophonie (OIF) como instrumento vertebrador. Por otro lado, el portugués, cuya diversificación continental es tan fuerte como la del francés y cuya demografía lo sitúa hoy —en la contabilidad del reciente Novo Atlas da Língua Portuguesa (2017)— como sexto idioma mundial, por debajo del hindi y por encima del bengalí. Como en el caso del francés, una red internacional de cooperación multilateral, la Comunidade dos Países de Língua Portuguesa (CPLP) coordina los intereses mutuos de los países lusófonos para potenciar su papel internacional. Las recientes palabras del primer ministro portugués, António Costa, ante la Asamblea de Naciones Unidas pidiendo mayor presencia del portugués en las instituciones internacionales muestran la importancia que la lusofonía da a su idioma como instrumento de influencia y cooperación internacional.
¿Por qué no ocurre lo mismo con el español? Entre otras razones, no podemos perder de vista que en torno al español no existe un instrumento de cooperación internacional ni lejanamente equiparable a la Francophonie o a la Lusofonía. El Instituto Cervantes forma parte de la acción exterior española, y así es identificado por el resto de los países hispanohablantes. Sus infraestructuras en todo el mundo son imprescindibles para la actividad cultural de muchos países hispanos, pero a nadie es ajeno que el Cervantes es una institución española y obedece a los objetivos y directrices de una política exterior nacional. La perspectiva panhispánica que García de la Concha impulsó primero en la Real Academia Española y después en el propio Instituto Cervantes no es aún más que el primer cimbrón de un proceso que debe ser mucho más intenso y extenderse del ámbito filológico —lexicográfico, ortográfico, sintáctico— al conjunto del campo cultural. Las incipientes relaciones con el Instituto Caro y Cuervo de Colombia, con la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, la UNAM (México) y la UBA (Argentina) como parte de la evaluación del español en línea (SIELE) son buenos ejemplos, pero minúsculos al lado de la empresa que queda por delante, para la que es necesaria una plataforma institucional de cooperación multilateral. Y es difícil pensar que ese papel pueda desempeñarlo la comunidad iberoamericana, que ha sido hasta ahora un espacio prioritario de cooperación cultural para España, pero puede tener importantes dificultades para promover el español teniendo a Brasil y Portugal como miembros relevantes. De hecho, la Medida Provisoria 746, firmada por el presidente Temer hace unos meses y refrendada después por el parlamento para modificar el artículo 35.a.4 de la Ley de Bases de la Educación Nacional, deja al inglés como único idioma obligatorio de la enseñanza media brasileña, reconociendo al español la condición de lengua optativa aunque preferente. Más allá de la controversia que la decisión ha generado en el convulso paisaje político brasileño (y que puede verse en los debates parlamentarios), no parece que por ahora un gesto de esta importancia haya recibido la debida atención por parte de los países hispanohablantes.
Es posible que el actual contexto postcolonial —en el que la herencia española se revisa desde un enfoque intensamente crítico— no favorezca especialmente el surgimiento de un clima de cooperación internacional para la promoción del español. Muchos países tratan hoy de recuperar, felizmente, las lenguas y las culturas de las naciones indígenas latinoamericanas de décadas de olvido. Pero mientras el francés y el portugués avanzan coordinando multilateralmente sus políticas de promoción lingüística internacional y encuadrándolas en sus aparatos de diplomacia cultural, los países de habla hispana deben fijar objetivos compartidos para la promoción del español en el mundo. Los acuerdos de las academias para reconocer al español como un patrimonio cultural común tienen que ser la raíz del proceso. Pero el panhispanismo no puede quedarse ahí. A no ser que no nos importe que el futuro de nuestro principal riqueza cultural quede al azar, como una planta silvestre, de factores (conocidos, previsibles) sobre los que hayamos preferido no intervenir.