Donald Trump acaba de firmar una orden ejecutiva que permitirá a las familias detenidas en la frontera con México por entrar de manera ilegal en el país permanecer unidas. De esta manera, el presidente de EEUU espera zanjar la crisis que comenzó con la decisión de someter a un proceso penal al 100% de aquellos que cruzaran ilegalmente la frontera en vez de deportarlos, lo que se conoce como política de “tolerancia cero”. A diferencia de la Administración anterior, Trump buscaba ese proceso penal, incluso para aquellos que piden asilo por miedo a regresar a su país de origen.
El repunte en los cruces fronterizos en los meses pasados fue el detonante de la polémica medida, aunque la idea había pululado entre miembros del gobierno desde principios de 2017. Amparándose en el acuerdo Flores de 1997, por el que se estableció que los menores detenidos en la frontera no podían estar más de 20 días detenidos, los oficiales de inmigración en el terreno se veían en la obligación de separar a las familias: los progenitores puestos bajo custodia penal, los niños bajo la custodia del Departamento de Salud y Servicios Humanos. Sin piedad a la hora de cumplir la ley.
A lo largo de este siglo, los distintos presidentes de EEUU de los dos principales partidos han lanzado propuestas cada vez más agresivas para frenar la llegada de migrantes, pero la idea de arrancar a los niños de los brazos de sus padres era una crueldad y políticamente demasiado arriesgado como para que se convirtiera en una práctica común.
La movilización de buena parte de la sociedad civil estadounidense y la indignación local e internacional ante las imágenes y los audios de niños llorando en los centros dónde permanecen custodiados, arrinconó políticamente a Donald Trump, que se vio obligado a acabar con este proceder.
La política de “tolerancia cero” está muy alejada de los sentimientos de los propios estadounidenses. Según una de las encuestas más recientes, un 76% de ellos apoya que se permita a los inmigrantes indocumentados que llegaron a EEUU siendo menores – conocidos como dreamers – que permanezcan en el país y, eventualmente, accedan a la nacionalidad. Entre ellos un 60% de republicanos, un 74% de independientes y un 71% de blancos sin estudios universitarios. Este sentimiento se extiende a los inmigrantes ilegales en general: el 60% de los estadounidenses está a favor de permitir su permanencia y que con el tiempo puedan obtener la nacionalidad, comparado con el 26% que cree que deberían abandonar el país.
Las encuestas muestran además un frágil apoyo a los principales pilares de la agenda política migratoria de Trump. Apenas un tercio apoya la propuesta de un muro en la frontera sur y solo el 17% cree que el nivel de inmigración legal debe decrecer. Una mayoría no está de acuerdo en la idea de que los inmigrantes quitan los trabajos a los estadounidenses y, sin embargo, sí creen que hacen los trabajos que ellos no quieren.
No solo la sociedad civil se ha mostrado contraria. Los republicanos del Congreso, sabedores de la impopularidad de la medida, tomaron distancias especialmente después del “mandato bíblico” al que se refirió el fiscal general Jeff Session para justificar la separación de las familias. Incluso los evangélicos, que han dado hasta ahora un incondicional y masivo apoyo a Trump, rechazaron esta alusión.
La indignación internacional también ha sido amplísima. “EEUU debe poner fin a esta práctica y dejar de criminalizar lo que a lo sumo debería ser un delito administrativo: el de la entrada y estancia irregular de EEUU”, afirmó la portavoz del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Ravina Shamdasani. Una afirmación rechazada por Nikki Haley, embajadora estadounidense ante la ONU, diciendo que la organización mostraba gran hipocresía llamando la atención a EEUU mientras ignoraba la violación de derechos humanos en países miembros del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Precisamente la salida de EEUU de dicho Consejo se anunció en medio de la actual crisis migratoria.
La revuelta llegó también a la Casa Blanca. La consejera Kellyanne Conway admitió que a nadie le gustaba esta política; el ex director de comunicación de la Casa Blanca, Anthony Scaramucci, afirmó que era inhumano y ofensivo para el “americano” medio; y la primera dama, Melania Trump, también expresó su preocupación por la situación en un inusual comunicado. A ella se le han sumando cuatro ex primeras damas que dijeron públicamente que la situación era intolerable. Y los gobernadores de Maryland y Virginia retiraron la Guardia Nacional de la frontera en protesta por esta inhumana forma de proceder. Nadie aceptó además la afirmación de Trump de que la separación de los niños de sus padres era un requisito legal. El senador republicano Linsdey Graham dijo que Trump podía pararla con una simple llamada de teléfono. Y más o menos así ha sido.
Pero ¿ha sido éste un gesto de humanidad de Trump? Ni mucho menos.
Las razones humanitarias no es lo que le han convencido. Todos recordamos sus comentarios crueles hacia adversarios, compañeros políticos y contra comunidades, y sus chistes siempre son a expensas de alguien. Según sus biógrafos es incapaz de empatizar, y no sabe qué es la caridad, la compasión o la generosidad. Es cierto que en ocasiones ha denunciado la violación de derechos humanos, pero casualmente solo en referencia a Venezuela e Irán, dos gobiernos rivales.
¿Qué es lo que ha llevado entonces a Trump a cambiar de opinión? La practicidad. La medida política no estaba sirviendo como medida disuasoria y mucho menos como solución a largo plazo del problema. Sin embargo, estaba generando mucha presión para los oficiales de fronteras, los juicios se empezaban a acumular con los consiguientes costes y la falta de jueces, y se acumulaban cada vez más adultos y menores que ponían en evidencia la falta de infraestructuras y de personal para atenderles. La política de “tolerancia cero” tenía visos de ser inviable e insostenible a medio plazo.
Por otro lado, en cinco meses se celebran las elecciones de medio término y los números dicen que hay posibilidad de que los demócratas arranquen la cámara baja a los republicanos. Muchos de los republicanos que se presentan creen, y las encuestas así lo sugieren, que su electorado les consideran responsables de la situación de muchos de los inmigrantes, así que han presionado también para no estrellarse electoralmente.
Pero la nueva orden ejecutiva no resuelve el caos generado. No da solución a los 2.300 niños que han llegado a ser separados de su familia y, o se modifica el acuerdo Flores, o la propia orden caerá en la ilegalidad en 20 días.
Y mientras, el Congreso ha vuelto a retrasar la votación sobre nuevas medidas migratorias, que incluye un estatus para los dreamers, fondos para el muro, y la reducción de la migración legal. Sigue sin haber votos y consenso para sacar nada adelante, lo que enerva al presidente que quiere seguir demostrando que cumple lo que promete. De hecho en la orden ejecutiva Trump acusa directamente al Congreso de ser el causante de todo el follón al ser incapaz de aprobar ninguna ley o medida al respecto. Ya sabíamos que la relación entre ambos no iba a ser buena.
Con lo que principalmente hay que quedarse es con la repuesta de la sociedad civil estadounidense que no se ha hecho esperar. Y no es la primera vez. Tras el decreto de enero de 2017, por el que Donald Trump imponía prohibiciones a la entrada de nacionales de siete países árabes, hubo una importante reacción del poder judicial y de gran parte de la ciudadanía, que frenó la medida.
El vigor de las instituciones y de la sociedad civil estadounidenses sigue siendo motivo de esperanza. Y es en estas reacciones donde reside la verdadera fuerza de este gran país.