Si se atiende a lo que acaban de afirmar tanto Emmanuel Macron como Angela Merkel parecería que la creación de unas fuerzas armadas de la Unión Europea (UE) está a la vuelta de la esquina. Ambos son hoy los principales actores políticos del club comunitario y, a fin de cuentas, lo que han señalado está plenamente alineado con el objetivo de la autonomía estratégica que, desde 2016, se recoge en la Estrategia Global de la UE. Asimismo, conecta con un pensamiento europeísta que ya en 1954 intentó crear una Comunidad Europea de Defensa, aunque las disensiones internas de la clase política francesa lo impidieron. Y más recientemente, en marzo de 2015, el propio Jean-Claude Juncker volvió a plantear abiertamente ese mismo desiderátum.
Desde la puesta en marcha de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC, Maastricht, 1993) hasta hoy se han ido dando pasos de diferente calado en el proceso de integración transnacional en el ámbito de la seguridad y la defensa. Fruto de ello contamos ya desde hace tiempo con algunos órganos de planificación y dirección —como el Estado Mayor, el Comité Militar y el Comité Político y de Seguridad—, junto a la Agencia Europea de Defensa, así como con algunas capacidades militares propiamente comunitarias —como los Grupos de Combate, creados en 2007— y ya se cuentan por decenas las operaciones civiles y militares desarrolladas bajo bandera UE.
A pesar del prurito nacionalista de algunos Estados miembro, contrarios a ceder competencias en materia militar, el proceso se ha intensificado desde la aprobación de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD, Lisboa, 2009) y aún de manera más acelerada en estos últimos dos años. Así hemos llegado, en 2017, a la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO) y al Fondo Europeo de Defensa. Llegados a ese punto parecería que el proceso ya tiene el impulso suficiente para llegar irreversiblemente a su objetivo final: contar con unas fuerzas armadas propias. Pero cualquier mínimo análisis que vaya más allá de las palabras revela que dicho objetivo todavía tiene que cubrir muchas etapas y superar muchos obstáculos antes de hacerse realidad.
Por un lado, cuando sigue sin percibirse la necesaria voluntad política para completar el proceso de unión política y económica que los padres fundadores imaginaron y que los tiempos actuales demandan, no deja de resultar extraño que, en mitad de renovados resabios nacionalistas, sea precisamente el último reducto de la soberanía nacional el que parezca avanzar más rápidamente. La extrañeza lleva a pensar, por un lado, que los acicates para hacerlo no provienen tanto de un convencimiento interior como de la confluencia de factores externos; sea el creciente desprecio de Washington (que llevó a Merkel a afirmar públicamente que Estados Unidos ha dejado de ser un socio fiable), la creciente insolencia y maquinaciones de Moscú, la pérdida que supondrá inevitablemente la salida británica del club (aunque también se puede presentar como una oportunidad) o las exigencias de una crisis económica que obliga a recortar gastos y a apostar por una obligada colaboración. Pero, por otro, también es inevitable pensar que en ocasiones el proceso parece responder más a intereses empresariales que a consideraciones estratégicas.
Por otra parte, tomando como referencia lo que ocurre a escala nacional, parece lógico entender que la creación de unas fuerzas armadas europeas debe ser el último piso de un edificio que debe contar primero con unos cimientos políticos sólidos; es decir, con un gobierno verdaderamente común al que se subordine dicho ejército. Y es evidente que ni el Consejo Europeo, ni la Comisión, tal como hoy los vemos, pueden cubrir plenamente esa tarea.
Visto así, parecería que se ha optado por ir avanzando en lo que se pueda, aprovechando coyunturas que permitan vencer las históricas resistencias nacionalistas, aunque no exista una idea clara del conjunto (¿fuerzas armadas para qué?). Pero aunque eso suponga ir añadiendo ladrillos en el edificio comunitario que se pretende construir, es imposible olvidar que no solo el malhadado David Cameron considera que la seguridad nacional es una competencia nacional. Una competencia que es vista de modo muy desigual por los denominados europeístas —con Francia a la cabeza—, por los atlantistas —ya sin Gran Bretaña al frente, pero con notorios defensores en la vecindad de Rusia— y por los todavía anacrónicos neutrales.
A eso se añade la enorme dificultad para determinar dónde se tendrían que emplear dichas fuerzas, teniendo en cuenta la divergencia existente en cultura de seguridad y defensa de los distintos Estados miembro, como quedó de manifiesto cuando fue imposible activar por primera vez un Grupo de Combate en 2013, en apoyo a las operaciones que las fuerzas francesas desarrollaban en República Centroafricana. Todo ello sin olvidar que la mera existencia de la OTAN (22 de sus 29 de sus miembros lo son también de la UE) sigue siendo el principal elemento de disuasión contra los europeístas, argumentando que ni se puede (por la crisis) ni se debe (por coherencia estratégica) duplicar esfuerzos. Por último, antes de dar un paso de esa exigencia, también habría que considerar la necesidad de superar el techo que desde 1992 quedó establecido con las llamadas Misiones Petersberg, insuficiente si realmente se aspira a una autonomía estratégica.
En resumen, mientras aún resuenan las palabras de Macron —apuntando a la imperiosa necesidad de contar con unas fuerzas armadas propias para hacer frente a Rusia, a China y hasta a Estados Unidos— y el nuevo exabrupto de Trump —calificando la idea de “insultante”— Francia va explorando las posibilidades de remiendos parciales, como la Iniciativa de Intervención Europea (ya con diez socios, tras la reciente incorporación de Finlandia). Como bien saben los ministros de Exteriores y Defensa que hoy y mañana se reúnen conjuntamente en Bruselas, aún queda mucho para que la Unión Europea “salga del paraguas de Estados Unidos”, tal como Jürgen Habermas acaba de plantear.