No parecía fácil que los Veintiocho renegaran aún más de sus valores y principios fundacionales y de sus obligaciones internacionales, pero con el pacto alcanzado con Turquía el pasado día 7 parecen decididos a demostrar que no hay límites en la deconstrucción de un modelo que no solo es envidiado ahí fuera sino que sigue siendo vital para quienes tenemos el privilegio de formar parte del club más exclusivo del planeta, tanto en términos de desarrollo como de seguridad. Ni los efectos de una crisis económica sistémica, ni el agotamiento de modelos políticos reducidos a la mera gestión sirven para justificar un acuerdo que, ya se puede adelantar, no servirá para resolver el drama de los refugiados que se agolpan a las puertas de la Unión Europea.
Sin más rodeos, lo acordado en Bruselas (a la espera de que sea avalado finalmente por el Consejo Europeo del próximo día 18) trata simplemente de comprar los servicios de un tercero –que no se distingue precisamente por gozar de un pedigrí plenamente democrático, ni por tratar especialmente bien a sus minorías– ante la falta de voluntad política para poner en pie una verdadera política migratoria común. Un tercero que, como resulta comprensible, trata de aprovechar una coyuntura favorable a sus intereses para sacar la mayor tajada posible.
Por lo que corresponde a la UE (aunque en materia migratoria y de refugio esa palabra cobra escaso sentido), hay que volver a insistir en que está incumpliendo una obligación derivada de la firma por todos sus miembros de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, que impone la necesidad de asistir y proteger a toda persona que atraviesa una frontera internacional huyendo de un conflicto violento. A estas alturas –y sin olvidar la corresponsabilidad que le toca, como resultado de una estrategia que tan solo se ha preocupado desde hace décadas de mantener un statu quo favorable a costa de cualquier otra consideración– los Veintiocho dan muestras de una incapacidad alarmante.
Renunciando a contrarrestar las tendencias xenófobas y populistas que proliferan en varios países miembros, algunos gobiernos han optado por la autoexclusión (con Hungría a la cabeza), mientras todos han preferido apostar por medidas securitarias – con vallas y barreras tan altas como ineficaces, despliegue reforzado de fuerzas policiales, restablecimiento de controles fronterizos y hasta despliegue de buques de la OTAN en aguas del Egeo. ¿En verdad algún dirigente comunitario cree que ese tipo de medidas puede frenar a los desesperados que, sea por razones económicas o por el estallido de conflictos violentos, ya no tienen nada que perder y se aventuran en busca de una vida digna en un territorio que ilusoriamente ven como un paraíso?
En esa misma línea, y sobre la base del acuerdo ya logrado a finales del pasado año con Ankara y ante el temor de que la inminente primavera deje pequeñas las cifras del pasado año (cuando más de 1,7 millones de personas entraron en la UE), se acaba de impulsar un pacto que agota toda esperanza. En primer lugar, como ya se ha encargado de destacar ACNUR, Amnistía Internacional y otros, la modalidad de “devolución en caliente” que plantea es ilegal (no cabe expulsar automáticamente a toda persona que entre irregularmente en Grecia a un país que no se puede considerar seguro y sin permitirle completar su trámite de solicitud de asilo). Además, Turquía, en su particular interpretación de la citada Convención, solo acepta acoger a refugiados europeos y, parcialmente, a sirios, lo que equivale a dejar en la estacada a todos los demás (iraquíes, afganos…) que sean expulsados de la Unión desde suelo turco.
Por lo que respecta a Ankara, Recep Tayyip Erdoğan está dispuesto a rentabilizar el hecho de que la UE necesita imperiosamente su colaboración para seguir reforzando sus aspiraciones políticas. Así, ha calculado acertadamente que su nuevo abuso contra la libertad de expresión –con la intervención del periódico Zaman, que se une a lo realizado contra otros medios alineados con el movimiento Gülen, convertido hoy en su principal crítico– no iba a recibir castigo alguno por parte de Bruselas. Del mismo modo, se ha visto en condiciones de exigir contraprestaciones, como el añadido de otros 3.000 millones de euros (en 2018) a los que ya tiene en principio garantizados por el acuerdo de finales de 2015. Más relevante aún (al menos a efectos electorales) puede ser la eliminación de la exigencia de visado a los ciudadanos turcos que pretendan entrar en el espacio Schengen; aunque nada garantiza que esa medida se vaya a implementar a partir del verano, si se tiene en cuenta el bloqueo que mantiene Chipre a cualquier medida favorable a Turquía y el temor de otros gobiernos a enfrentarse con su propia oposición interna, que seguramente presentará la medida como una “invasión”.
Menos posibilidades de concretarse tiene la demanda turca de acelerar el proceso de adhesión a la Unión –de hecho, el pacto tan solo menciona que se abrirá la negociación de nuevos capítulos “tan pronto como sea posible”. Lo mismo cabe decir, por mucho que ahora unos y otros quieran aparentar confianza, de la implementación de la fórmula 1:1 (por cada persona que Ankara acepte readmitir tras haber entrado irregularmente en territorio comunitario, la Unión acogerá a un refugiado asentado en suelo turco), no solo por la enormidad de la tarea logística que supone, sino también por el rechazo de diferentes gobiernos a aceptar cuotas de nuevos refugiados (cuando se está muy lejos de poner en práctica el reparto acordado el pasado año de 160.000 personas ya asentadas en Italia y Grecia).
En definitiva, la Unión muestra sus vergüenzas y Turquía intenta sacar provecho de las circunstancias (incluyendo su pretensión de que la UE apoye la creación de una zona segura en las provincias sirias del norte). Mientras tanto, Alemania pide a Grecia que siga construyendo centros de acogida (mostrando así su desconfianza sobre el cumplimiento de lo acordado), los refugiados siguen desesperadamente buscando atención y los demócratas turcos siguen decepcionándose con una UE que, al apostar por el más puro pragmatismo, alivia la presión sobre un régimen que tiende inquietantemente hacia el autoritarismo más rancio.