Los problemas de la UE no vienen sólo de dentro, sino también de fuera. Lo que hacen los gobiernos de otros países, no miembros, influye en la diversidad de constelaciones en la que se está descomponiendo la Unión, unas divisiones ya más complejas que las Norte-Sur, Oeste-Este o prestamistas-prestatarios. No es la causa, pero sí un potenciador de estas diferencias, con un efecto centrifugador.
El factor que más está desuniendo a la Unión es la actitud ante la inmigración económica y la llegada de refugiados, porque un número cada vez mayor de europeos consideran que afecta a su identidad nacional. El actual debate en Europa tiene mucho que ver con la identidad y lo contamina todo, como se está viendo en el camino al Consejo Europeo que ha de debatir el futuro al que aspire la UE. Estos flujos humanos se deben a conflictos armados, a menudo mal enfocados desde Europa, como la guerra civil de Siria –la colaboración de Turquía para reducir el flujo de refugiados hacia la UE está resultando esencial– o el colapso de Libia. Se deben, además, al mayor desnivel de ingresos del mundo: el que se da entre las dos orillas del Mediterráneo. Lo que ocurre fuera de la UE afecta así claramente a lo que ocurre dentro, y la forma de reaccionar de la UE –y hay varias, como se ha visto en la mini precumbre del domingo en Bruselas– determinará su ser. Aunque las migraciones intracomunitarias, como la de polacos al Reino Unido, también favorecieran el voto identitario a favor del Brexit en las zonas rurales.
El Reino Unido no es parte de la Unión Monetaria, pero sí influía en la UE con una actitud más abierta en lo comercial y más cerrada en lo presupuestario y en las políticas de solidaridad. Muchos Estados miembros se refugiaban detrás de Londres en esta actitud. El Brexit les ha dejado huérfanos, sin un liderazgo que, a este respecto, han asumido los Países Bajos, al frente de un grupo de 12 países, incluidos los nórdicos y los bálticos, que se oponen a más gastos, más fondos para políticas de convergencia económica y social, o un presupuesto propio para la Eurozona, como al que apuntan Macron y Merkel en su declaración de Meseberg, o más inmigración.
De Gaulle calificó en su día a EEUU de “federador externo” de Europa occidental. ¿Se ha convertido la superpotencia en un disgregador externo? Desde EEUU, Donald Trump critica constantemente a la UE, y muy especialmente a Alemania, que ve casi más como una competidora que como una aliada. Adula a los gobiernos euroescépticos y el Brexit. Representa el euroescepticismo desde fuera. Una de sus últimas diatribas –destinada a defender sus medidas anti-inmigración– consistió en calificar de “gran equivocación en toda Europa permitir [entrar] a millones de gente que han cambiado su cultura de forma tan fuerte y violenta”. Según Trump, con la política de puertas abiertas a los refugiados de Angela Merkel, Alemania se estaba volviendo más insegura: “la criminalidad en Alemania está aumentando”, afirmó en uno de sus tuits. Una falsedad. A lo que hay que añadir, dentro de un clima de guerra comercial, las posibles divisiones que puede generar en Europa la decisión de Trump de romper el acuerdo nuclear con Irán y reimponer sanciones ante las que tendrán que tomar posición países de la UE, pues puede afectar profundamente a algunos.
Desde el gobierno polaco, y Viktor Orbán desde Hungría, se afirma admiración por Trump. Hungría pertenece al club de los llamados países de Visegrado (con Polonia, la República Checa y Eslovaquia) que, junto a otros países de Europa Central y Oriental, corteja Pekín, que también actúa como un imán separador. Con ellos celebra cumbres regulares 16+1 (11 de dichos países son miembros de la UE, y aún se puede sumar Grecia). La próxima tendrá lugar en julio en Sofia, capital de una Bulgaria que actualmente ejerce la presidencia del Consejo Europeo. Algunos en Bruselas lo ven como “un caballo de Troya” que puede condicionar la posterior cumbre UE-China. China (que alberga en Pekín la secretaría de estas cumbres) ofrece financiación de proyectos, pero estos países reciben mucho más de la UE. A China no le importan las involuciones democráticas y del Estado de Derecho que se están produciendo, por ejemplo, en Polonia y Hungría, lo que socava la credibilidad de los valores europeos. Estos países, soberanistas aunque se han beneficiado mucho de los fondos comunitarios, son los más reticentes a una política común solidaria de inmigración y asilo. De hecho, los de Visegrado decidieron no acudir a la minicumbre del domingo para buscar una solución común a la cuestión de la inmigración y el asilo. Para China este cortejo a esa parte de Europa se integra en su Iniciativa Una Franja, Una Ruta (Belt and Road Initiative) para estructurar Euroasia, en la que también participan los europeos occidentales.
Y hay un pulso en curso en Europa entre los países más abiertos a las adquisiciones de empresas tecnológicas por parte de capital chino –entre ellos, los de la llamada Liga Hanseática (norte, nórdicos y bálticos)– y los que han empezado a resistirse, como Francia y Alemania.
Finalmente, está Rusia. Usa sus necesarios suministros energéticos para influir y separar a aquellos que son totalmente dependientes de ellos (como Hungría). Y presiona política y militarmente sobre los más temerosos, como los Bálticos, que confían más en la OTAN que en la UE para su seguridad. Esto, además de los intentos, esencialmente, digitales, de influir en elecciones en Europa. Pero hay distintas actitudes ante la Rusia de Putin, que se verán en los próximos tiempos.
Ante estas constelaciones cobra una importancia renovada, necesaria pero ya no suficiente, el eje franco-alemán, al que se suma España, al no poder contar con una Italia que ha dejado de participar como motor de la construcción europea. El amplio acuerdo, aunque falto de importantes concreciones, entre Merkel y Macron apunta en la dirección adecuada. La reacción de las diversas constelaciones en el próximo Consejo Europeo está por ver.