El simple paso del tiempo no resuelve la desigualdad estructural entre hombres y mujeres en el seno de nuestras sociedades, en ningún lugar del mundo. Los países más avanzados (en su mayoría europeos) vienen incorporando, desde hace varias décadas, políticas públicas y medidas específicas para promover la igualdad, actuar sobre las brechas preexistentes (brecha salarial, segregación laboral, brecha en la carga de cuidados) y producir cambios sociales que eliminen los estereotipos y los roles de género que la sociedad aún atribuye a las mujeres y que impiden la equidad. Esto aplica también a la Unión Europea: sin medidas que atiendan las diferencias y combatan las desigualdades, éstas simplemente se perpetúan.
Según la reciente edición del Índice de Igualdad de Género del Instituto Europeo para la Igualdad de Género (EIGE, por sus siglas en inglés), la UE avanza muy lentamente, de manera que, al ritmo de progreso actual, tardaría 60 años en conseguir la igualdad entre hombres y mujeres en la totalidad de los estados miembros. A las desigualdades aún no resueltas hay que añadir, señala el informe, los nuevos desafíos que la UE enfrenta en esta materia, incluidos los relativos a la digitalización, y “una creciente reacción contra los derechos de las mujeres que mina el discurso en materia de igualdad de género y/o impulsa medidas para prevenir el progreso en dichos derechos”.
Los datos sobre los que se basa esta sexta edición del Índice (fundamentalmente procedentes de Eurostat, y de Eurofound –Encuesta sobre las condiciones de trabajo europeas–) son, en su mayor parte, de 2018, de manera que el índice no está capturando aún los efectos del COVID-19 en la igualdad de género. Sin embargo, el Índice sí muestra algunas tendencias, como el escaso progreso de países como República Checa, Hungría y Polonia desde 2010 (menos de 1 punto), o la posición en los últimos puestos del ranking de Grecia (con una puntuación de 52,2 siendo 100 la igualdad plena), Rumanía (54,4), Eslovaquia (55,5), o los mencionados Hungría (53), Polonia (55,8) o República Checa (56,2).
Esta edición de 2020 sitúa la media de la UE en una puntuación de 67,9, con una mejora de apenas medio punto cada año. Italia, Luxemburgo y Malta son los que más mejoran, creciendo 10 puntos desde 2010. Suecia, el primero en el ranking, tiene una puntuación de 83,8, aún a más de 16 puntos de la igualdad efectiva en todos los ámbitos entre hombres y mujeres. En la edición de 2017, la media de la UE se situaba en 66,2 puntos.
España, por su parte, obtiene una puntuación de 72, manteniendo el octavo lugar, por delante de Alemania o Bélgica, y por detrás de Finlandia, Países Bajos, Dinamarca o Francia, entre otros.
Muy lejos de la paridad en el ámbito del poder
La dimensión del poder (que mide la toma de decisiones en las áreas política, económica, de investigación, medios de comunicación y deportes) es la más alejada de la paridad, con una puntuación de 53,5; no obstante, es la que más progresa, con un incremento de casi 12 puntos desde 2010. La UE en su conjunto está, pues, muy lejos aún de lograr la igualdad de género en puestos de poder en la política, la economía y las instituciones sociales. Aunque varios estados miembros han experimentado crecimientos muy relevantes en este ámbito, Polonia, Hungría y República Checa muestran caídas desde 2010: República Checa y Hungría tienen la mayor caída en el poder económico (bajando 11 y 14 puntos, respectivamente) mientras Polonia baja 11 puntos en la toma de decisiones en las instituciones sociales.
Las mejoras en esta dimensión han sido mayores en el sector privado, en buena medida gracias al establecimiento de objetivos en los órganos de dirección de las compañías: Alemania, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Italia, Países Bajos y Suecia cuentan, al menos, con un tercio de mujeres en los consejos de administración de las empresas. Francia es el único país que tiene más del 40% de mujeres en dichos órganos. El establecimiento de cuotas, tanto en el poder político como económico arroja, subraya el informe, muy buenos resultados. Hasta la fecha, seis estados miembros han adoptado cuotas para las grandes compañías: Bélgica, Francia, e Italia en 2011, seguidas de Alemania en 2015 y, más recientemente, Austria y Portugal en 2017. El impacto ha sido claro: en 2020, las mujeres representan el 37% de los miembros de consejos de administración de las grandes empresas en los estados miembros que establecieron la obligatoriedad de las cuotas, comparado con el 25% que representan en países que solo han establecido recomendaciones, o no han tomado ninguna medida.
La dimensión del poder es, así, la gran palanca de cambio en casi todos los estados miembros, contribuyendo en un 65% al incremento total en el Índice desde 2010. Los avances en el trabajo y el conocimiento, por ejemplo, contribuyen solo con un 8 y un 6% respectivamente en la mejora total.
Retrocesos en la igualdad en el uso del tiempo
Aunque no se dispone de datos actualizados respecto a la edición anterior del Índice (la de 2019, con datos de 2017), la dimensión del tiempo es la única que baja desde 2010, con hasta 10 estados miembros que han visto caídas en esta dimensión, siendo Alemania, Finlandia y Bélgica las que muestran las caídas más pronunciadas. Con una puntuación media de 61,6 sobre 100, esta dimensión señala la persistencia de desigualdades no solo en relación a las tareas de cuidado de menores y dependientes, sino también en términos de acceso al tiempo libre y las actividades sociales. Combinado con las normas de género y las limitaciones presupuestarias, el acceso limitado al tiempo de ocio tiene, además, consecuencias sobre el bienestar y la salud de muchas mujeres. Como señala el informe, la falta de disponibilidad y de acceso a servicios de cuidados formales intensifica las desigualdades en la familia y el empleo. Así, los cuidados mantienen a un total de 7,7 millones de mujeres fuera del mercado de trabajo, comparado con 450.000 hombres. Las mujeres trabajan en mucha mayor medida a tiempo parcial (8,9 millones frente a 560.000 hombres), asumiendo la mayor carga de las tareas de cuidados, lo que se ha agravado con la pandemia. El confinamiento ha hecho visible que, “a pesar de ser invisible, estar devaluado y no contabilizar en la medición del PIB, el trabajo de cuidado diario no remunerado descansa de manera desproporcionada en las mujeres, resultando además esencial para el funcionamiento de la sociedad”. Esta dimensión es, junto con la del poder, la más heterogénea en el conjunto de la UE: en Bulgaria puntúa con un 42,7, frente al 90,1 de Suecia.
Digitalización y brechas de género
A las variables que mide habitualmente el Índice desde 2005 (poder, dinero, tiempo, conocimiento, salud, y empleo) a través de 31 indicadores, este informe 2020 pone un foco particular en la digitalización y las brechas de género digitales. Las mujeres enfrentan un riesgo mayor de que sus trabajos sean automatizados, y están infrarrepresentadas en el desarrollo de la inteligencia artificial, las start-ups, y los productos de alta tecnología, dominados por los hombres en toda la UE. Adicionalmente, los trabajos de plataforma digital reproducen las desigualdades preexistentes, como la brecha salarial y la segregación (los hombres trabajan en el desarrollo de software o comida a domicilio, mientras las mujeres lo hacen más en servicios de traducción on line y servicios domésticos).
Como señala el informe, la tecnología puede ser percibida como generizada (y generizante) en muchos aspectos. Así, la relación entre género y tecnología se refuerza mutuamente: el cambio tecnológico está siendo diseñado y estructurado de acuerdo a normas y relaciones sociales, las cuales a su vez están influidas por las transformaciones tecnológicas. Por un lado, esto significa que el tipo de tecnologías utilizadas en diferentes contextos históricos, políticos y culturales, su diseño y su significado se generan en el marco de relaciones de género y, por tanto, reflejan desigualdades de género preexistentes. Por otro, ofreciendo a hombres y mujeres diferentes instrumentos y metodologías para el trabajo, el entretenimiento y el cuidado, las propias tecnologías moldean también las relaciones de género.
El Índice captura una de las principales barreras para avanzar, como es la segregación laboral y en el ámbito de la educación. A pesar de los esfuerzos para abordar esta concentración de mujeres u hombres en ciertos sectores o trabajos, la segregación ha crecido desde 2010. Solo dos de cada diez empleos STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas, por sus siglas en inglés) son ocupados por mujeres. En el sector de los cuidados, los hombres solo ocupan el 15% de los trabajos en enfermería, obstetricia y atención a las personas en el ámbito sanitario.
Los sesgos de género en la Inteligencia Artificial (IA) también son un riesgo para la igualdad de género. La falta de diversidad de género en la ciencia y la tecnología se ha vinculado con el agravamiento (explícito e implícito) de los sesgos de género en los servicios y productos digitales. Así, el uso de la IA tiene así consecuencias generizadas y generizantes en una amplia variedad de algoritmos, como por ejemplo los usados para la traducción y la edición autocompletada en muchas tecnologías de uso habitual. A modo de ejemplo, un estudio para testar la habilidad de un sistema para completar analogías tuvo como resultado que “el hombre es a la ciencia computacional lo que la mujer es al ama de casa”. Otro estudio demostró que el uso de esta herramienta puede producir sesgo de género en relación con las ocupaciones laborales que deberían considerarse neutras al género, con un resultado de atribución por parte del sistema del pronombre masculino “él” al médico, y el pronombre femenino “ella” a la enfermera.
La IA también puede promover la igualdad de género en el empleo mediante las herramientas de contratación, al mitigar los sesgos y ofrecer mayor igualdad de oportunidades, por su habilidad de valorar las candidaturas de manera objetiva, sin sesgos humanos. Para ello, el algoritmo debe estar construido sin tener en cuenta aprendizajes de datos basados en decisiones de contratación previas con sesgos de género, que simplemente reproducirían los sesgos proveyendo, además, apariencia de objetividad. Otro ejemplo relevante es el de la sanidad, pues la investigación médica ha carecido históricamente de enfoque de género, de modo que la ausencia de la representación de las mujeres en la investigación clínica se ha traducido en servicios sanitarios sesgados y ciegos al género. La ausencia de enfoque de género en el diseño, implementación y evaluación de la aplicación de la IA a las políticas sanitarias puede no solo ignorar las desigualdades preexistentes, sino crear nuevas desigualdades.
En términos generales, los debates sobre los impactos positivos de las tecnologías digitales han venido careciendo de valoraciones sobre sus implicaciones sociales, económicas y políticas, especialmente desde un enfoque de género. La economía verde y digital serán claves en la recuperación post COVID-19. Sin embargo, las políticas europeas relativas al mercado único digital no han incorporado el enfoque de género, una carencia que es imprescindible corregir. La digitalización con perspectiva de género es esencial para no profundizar las desigualdades, y podría marcar una senda para abordar algunas de las principales brechas económicas entre hombres y mujeres, convirtiéndose en aceleradora de la igualdad de género. La Unión Europea no puede esperar a 2080, tiene que imprimir mayor velocidad.