Ucrania ha sido la última víctima de un perverso mecanismo de desestabilización que se ha ido desarrollado a lo largo de los últimos años. Nacido con las revoluciones de colores en Ucrania (naranja) y Georgia (rosa), el mecanismo ha evolucionado rápidamente con las revueltas en los países árabes para retornar de nuevo a Ucrania una vez mutada su naturaleza. Diseñado inicialmente para mostrar la oposición social y política frente a los gobiernos establecidos, y dotada de un mecanismo mediático global –la ocupación física de plazas públicas– el mecanismo ha desarrollado una dinámica de desestabilización viral que escapa al control de quienes lo desencadenan. El mecanismo se pone en marcha cuando unos sectores políticos o sociales se manifiestan frente al poder exigiendo unas determinadas reivindicaciones. En esa fase, se produce una dinámica de demandas y ofertas, de manifestaciones y contramanifestaciones, de movilizaciones y de represión cuyo objetivo es demostrar la capacidad de movilización entre los activistas y la capacidad del Gobierno para controlarlos. La ocupación de lugares simbólicos es crítica en el mecanismo de confrontación porque la ocupación equipara la legitimación del Gobierno con la de los ocupantes y atribuye a estos la representación del resto de la población frente al Gobierno. Lo que ocurre en el resto del país y de la sociedad apenas cuenta y es en las ocupaciones donde se miden las fuerzas de partidarios y detractores. Los Gobiernos pueden optar por evitar males mayores, cediendo a las reivindicaciones (hemos visto ejemplos de concesiones preventivas en Marruecos y Argelia) o negarse a ellas incrementando la violencia de la represión (Siria y Egipto). Por su parte, los activistas pueden aceptar las concesiones o apostar por la escalada de las mismas, pidiendo a los Gobiernos lo que no pueden aceptar sin poner en peligro su continuidad, con lo que se entra en una espiral de acción y represión que inevitablemente aumenta la violencia. Finalmente, y para acelerar la dinámica del mecanismo, pueden recurrir a la violencia quienes no confían en una salida pacífica o quienes desean que el enfrentamiento armado acelere una intervención externa, con lo que el recurso a las armas cambia la naturaleza del conflicto e inicia la transición hacia una guerra civil.
En Ucrania, la ocupación sostenida del Maidan midió el poder de la oposición al presidente Yanukóvich y la capacidad de resistencia del Gobierno. Mientras la confrontación fue pacífica, el Gobierno pudo resistir el desgaste interno, aunque se vio obligado a entrar en un diálogo con la oposición que no deseaba, y el desgaste externo, sometido a las presiones rusas y occidentales que no podía compatibilizar. De haberse mantenido en esa fase, el conflicto podría haber terminado en otra revuelta de color más, con cambios desde el Gobierno o el propio cambio de Gobierno según y cómo se hubiera decantado el pulso. Sin embargo, la revuelta cambió su dinámica cuando los grupos radicales desplazaron a los activistas pacíficos del control de la plaza. La paramilitarización de la confrontación obligó al Gobierno ucraniano a aumentar progresivamente la contundencia de la actuación de sus fuerzas de seguridad. Ante el desbordamiento de éstas, el Gobierno anterior se vio ante el dilema de aumentar el nivel de violencia, recurriendo a sus fuerzas armadas, un recurso al que se le animó desde Rusia y contra el que se le previno desde Occidente.
Atrapado entre la violencia y la debilidad, el Gobierno acepto negociar contra reloj un acuerdo con la oposición en la que cedía ante las pretensiones. Las cesiones podrían haber bastado para contener la desestabilización y abrir un proceso de reforma desde dentro de la legalidad, sin embargo –y esto es algo peculiar en las nuevas revueltas virales– el uso indiscriminado de la fuerza por unos francotiradores desestabilizó definitivamente al Gobierno. Los disparos contra la multitud y su atribución mediática e inmediata al Gobierno de Yanukóvich –sin que todavía se sepa quién estuvo detrás de su aparición– condujeron a su derrocamiento fulminante.
Unas semanas después, y tras la secesión de Crimea, el mecanismo aparece en algunas regiones y ciudades del este de Ucrania. De nuevo, unos grupos minoritarios y armados han reemplazado a los que se manifestaban pacíficamente en defensa de mayor autonomía, cooficialidad de la lengua o abiertamente a favor de estrechar su relación con Rusia, ocupando edificios públicos, estableciendo controles de carretera, o desvalijando el armamento de las comisarías. Sus acciones desestabilizan al actual Gobierno de Kiev que se ve ahora en el mismo dilema del Gobierno anterior: subir o no la apuesta de la violencia y desalojar por la fuerza a los grupos violentos. Han cambiado las tornas y es ahora Rusia quien previene a ese Gobierno que no recurra a las fuerzas armadas, mientras que los apoyos occidentales le instan a recuperar el control de la situación si no desea verse en riesgo de desestabilización.
El nuevo Gobierno, al igual que el anterior, demora cuanto puede la ejecución de sus ultimátum para evitar un enfrentamiento armado mientras trata de encontrar argumentos antiterroristas y estados de emergencia que legitimen su intervención. Todos los Gobiernos, el ucraniano y quienes le apoyan o cuestionan se ven atrapados ahora por un mecanismo perverso al que han contribuido y que pone en manos de unos pocos violentos el control de la desestabilización. A ninguno de ellos, ni a la mayoría de la población ucraniana les interesa un enfrentamiento armado, pero en las revueltas virales el uso selectivo de la fuerza no sólo corresponde a los agentes estatales. Radicales de uno y otro bando saben que un enfrentamiento armado facilitaría u obligaría al presidente Putin –quisiera o no– a intervenir en defensa de quienes se manifiestan como ciudadanos rusos, y que ello provocaría a su vez una respuesta occidental con lo que se aseguran una escalada del conflicto. Por lo tanto, y salvo que en los próximos días los responsables gubernamentales se den prisa para desactivar el mecanismo perverso al que se enfrentan negando su apoyo a cualquier grupo violento, no van a faltar quienes busquen nuevas víctimas con las que justificar un enfrentamiento armado. La perversión está servida.