Por supuesto, nunca ha dejado de estar ahí. La guerra en Ucrania es una realidad diaria desde hace años y, aunque la atención mediática y política haya disminuido en estos últimos tiempos, los combates y el sufrimiento humano siguen siendo desgraciadamente bien reales. En todo caso, la aprobación por parte del Congreso estadounidense (refrendado de inmediato por el Senado y la Casa Blanca) de un nuevo paquete de ayuda a Kyiv –junto a otros dedicados a Israel y a Taiwán– vuelve a situar a Ucrania en el centro del escenario de seguridad continental, sin que eso signifique automáticamente que el final de la guerra esté más cerca.
Antes de mirar hacia adelante, tratando de vislumbrar el impacto que pueda tener esta nueva ayuda sobre el terreno, conviene volver a situarnos en el presente en términos realistas. Por un lado, ha vuelto a quedar claro que sin la ayuda externa Ucrania no tiene la más mínima posibilidad de salir airoso de la apuesta belicista de Vladímir Putin. Sus propias limitaciones demográficas, industriales y económicas, junto a las dudas generadas por los retrasos en el cumplimiento de compromisos adquiridos por distintos aliados occidentales y los retrasos en la entrega de material y armamento, han llevado a Kyiv a pasar de una actitud ofensiva a otra defensiva y a racionar su munición en el frente de batalla, sin posibilidad de reemplazar los equipos destruidos en combate. Sin embargo, también hay que constatar de inmediato que, a pesar de ello, las tropas invasoras no han sido capaces de romper el frente, sus avances han sido mínimos, siguen sin contar con el dominio del espacio aéreo ucraniano y en el mar Negro no hacen más que sufrir reveses, hasta el punto de que el asalto anfibio a Odesa resulta actualmente impensable.
La guerra en Ucrania es una realidad diaria desde hace años y, aunque la atención mediática y política haya disminuido en estos últimos tiempos, los combates y el sufrimiento humano siguen siendo desgraciadamente bien reales.
Por otro lado, ha quedado claro igualmente que en el enrarecido escenario político estadounidense el apoyo a Ucrania es un tema que ya no suscita una posición unánime. Mientras los partidarios de Donald Trump apenas han disimulado durante meses sus tendencias aislacionistas y sus simpatías rusófilas, poniendo todos los obstáculos procedimentales posibles para retrasar la decisión, ni siquiera entre los demócratas existe una posición común, con un sector que parece decidido a contribuir decididamente a la victoria ucraniana –sin temor a una escalada que podría desembocar en una respuesta rusa muy desestabilizadora–, mientras que otro parece optar por un respaldo limitado, centrado únicamente en evitar que Moscú pueda imponerse a corto plazo. El simple hecho de que la lectura que se ha impuesto de inmediato haya sido que Trump pierde y que Biden gana, ya da a entender que el tema ucraniano es secundario en un ambiente preelectoral tan cargado.
En cuanto al paquete de ayuda aprobado –60.840 millones de dólares–, no queda claro si el factor decisivo para haber logrado el voto afirmativo de 311 congresistas (112 votaron en contra y uno en blanco) ha sido el convencimiento sobre la necesidad de no dejar abandonada a Ucrania o, más bien, el hecho de que es la propia economía estadounidense la principal beneficiaria de lo acordado. De hecho, 23.200 millones se destinarán a reponer el equipo, material y armamento de los arsenales propios que se ha entregado a Kyiv hasta ahora, mientras que otros 13.800 serán para la adquisición de nuevos equipos (a fabricar en suelo estadounidense) y 11.300 para atender las operaciones militares que Washington ya está desarrollando en Ucrania y en el resto de la vecindad con Rusia.
Nada de eso, en cualquier caso, resta importancia a una decisión que va a permitir a Ucrania hacer frente a Rusia en muchas mejores condiciones que las actuales. El efecto positivo no sólo deriva del gesto político de la Administración Biden, sino que también cabe esperar que los países de la Unión Europea (UE) aceleren e incrementen sus esfuerzos, sabiendo que no basta con lo realizado hasta hoy para convencer a Putin de que no logrará sus objetivos. En esa línea, resulta positivo que Dinamarca haya reconfirmado que en este mismo verano habrá cedido toda su flota de F-16 a Ucrania; pero todavía queda por confirmar si Alemania se atreverá a superar sus propias reticencias para entregar misiles de mayor alcance y precisión, como los Taurus, en paralelo a nuevas entregas estadounidenses de ATACMS.
En todo caso, si me mira más allá de lo ocurrido en este inicio de semana, los problemas y las incertidumbres siguen estando ahí. Queda por ver cómo el gobierno ucraniano es capaz de poner en marcha la polémica ley de movilización –que rebaja la edad de llamada a filas de los 27 a los 25 años–, sin provocar un rechazo popular que termine por fragmentar nuevamente a la opinión pública. También se desconoce hasta dónde puede llegar la resistencia al castigo de una población sometida a un notable deterioro de su nivel de vida, sin una clara perspectiva de mejora a corto plazo. De igual modo, tampoco es posible determinar hasta dónde va a llegar Putin, aunque el hecho de que considere a Ucrania como un interés vital para Rusia hace pensar que no va a cejar en su empeño una vez que ha logrado sortear las sanciones internacionales (el Fondo Monetario Internacional –FMI– acaba de pronosticar un crecimiento económico para este año del 3,2%). Por último, sigue sin despejarse la incógnita sobre la verdadera intención occidental, empezando por Estados Unidos (EEUU), con señales que apuntan a la voluntad de contribuir decididamente a la victoria definitiva frente a Rusia y otras, más visibles, que parecen contentarse simplemente con evitar el colapso ucraniano.