Formalmente no habría nada que objetar al hecho de que Rusia realice maniobras militares o movimientos de tropas en su propio territorio; aunque sea cerca de la frontera con un vecino como Ucrania, con el que mantiene unas relaciones claramente hostiles. El problema, sin embargo, es que se trata del mismo país que, en 2014, se anexionó la península de Crimea y que, desde entonces, apoya militarmente a los separatistas del Donbás. Actualmente se estima que Moscú mantiene unos 40.000 efectivos militares en Crimea y otros tantos en la vecindad inmediata de los óblast de Donetsk y Lugansk.
Tras una primera etapa de enfrentamientos de cierta entidad, hasta la firma de los Acuerdos de Minsk II, en febrero de 2015, los choques militares han amainado significativamente. En todo caso, eso no significa que estemos ante un conflicto hibernado o congelado, sino más bien ante una Ucrania que sueña con recuperar la unidad territorial haciendo frente a una guerra hibrida que, de la mano de Rusia, combina acciones puntuales de sus unidades de operaciones especiales, suministro de material y asesoramiento a las unidades rebeldes de las autoproclamadas Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, ciberataques, propaganda y campañas de desinformación. Y eso incluye también, desde junio de 2019, la concesión de pasaportes rusos a los habitantes del Donbás. Se estima que ya ha emitido no menos de 640.000 (sobre una población total de 3,5 millones de personas). De ese modo Moscú se dota de un argumento adicional, que cobra mayor peso cuando se recuerdan sus actuaciones militares en Osetia del Sur, Absajia o Transnistria, y que bien puede desembocar en nuevas operaciones militares para “defender los derechos de los ciudadanos rusos en cualquier lugar del planeta”.
A estas alturas, cuando ya se contabilizan más de 14.000 víctimas mortales desde abril de 2014, es evidente que ni los Acuerdos de Minsk II han dado fruto ni se ha logrado tan siquiera cumplir con los más de 20 compromisos para el cese de las hostilidades –el último establecido el pasado 27 de julio. Por el contrario, la situación se ha deteriorado seriamente a partir de inicios de este año, cuando el presidente ucraniano, Volodimir Zelensky, decidió sancionar a un oligarca local, Viktor Medvedchuk, amigo personal de Vladimir Putin, y prohibir las emisiones de tres canales prorrusos de televisión. De hecho, a lo largo de los 427 km de la llamada línea de contacto se han registrado ya 27 bajas entre las fuerzas gubernamentales de Kiev en el primer trimestre (cuando en todo el año pasado apenas rondaron la cincuentena) y otras tantas se cuentan entre las denominadas Fuerzas Armadas Unidas de Novorossiya (Nueva Rusia). Entretanto, sigue sin producirse ningún avance en el terreno diplomático, por más que se suceden las protestas contra Moscú por parte de la Unión Europea, Estados Unidos y la OTAN, en relación con lo que todos consideran como una “agresiva concentración militar” rusa.
A partir de ahí cabe todo tipo de hipótesis para intentar explicar lo que está sucediendo sobre el terreno y para adivinar qué puede ocurrir a continuación. Desde luego, lo más improbable (lo cual no significa que sea descartable) es que se produzca una invasión rusa de Ucrania. Aunque el país no es miembro de la OTAN –Zelensky reclama cada vez con más fuerza que la Alianza acelere el proceso para sumarse como el 31º miembro– Putin es sobradamente consciente de que el precio a pagar seria muy alto. No se trata solamente de enfrentarse a sanciones mucho más duras de las que sufre actualmente, sino también al simple hecho de que nada le garantiza el éxito de una campaña (menos aún con la escasa entidad de las fuerzas actualmente desplegadas en la zona) que, en realidad, no necesita de momento para lograr sus objetivos. Cuenta con que mientras el conflicto se mantenga activo en el nivel actual la posibilidad de que Ucrania forme parte de la OTAN es nula. Y eso le basta para mantener el control efectivo sobre Crimea y para garantizar que su palabra es escuchada obligatoriamente en Kiev.
De ahí que quepa interpretar el actual aumento de fuerzas rusas en presencia como un modo de chequear a la nueva Administración estadounidense de Joe Biden. Washington ha anunciado que enviará de inmediato dos buques de guerra al mar Negro; pero nada parece indicar que esté dispuesto a ir más allá de la ya conocida rotación de unidades en la región, incluyendo desde los países bálticos hasta una Turquía que también cobra protagonismo tras la visita de Zelensky a Erdoğan el pasado 10 de abril, en demanda de apoyo. Un apoyo que muestra las dificultades que definen las relaciones de Ankara con Moscú y que hace más visible el apoyo turco a Kiev en el terreno militar (por ejemplo, con la venta de buques de guerra y drones armados Bayraktar).
Para Zelensky –crecientemente criticado internamente por su debilidad frente a la corrupción y al impacto de la pandemia, mientras la economía no mejora– la percepción de que Rusia puede estar reforzando sus posiciones para completar el aislamiento ucraniano tanto en su frontera común como en el mar Negro, plantea un panorama muy negativo. De ahí que tampoco haya que descartar que el propio presidente ucraniano esté interesado en sobredimensionar la amenaza rusa, buscando que los apoyos verbales que ha recibido hasta hoy se conviertan en acciones efectivas que refuercen su posición.