Por mucha que sea en ocasiones la voluntad de gobernantes y sociedades para pasar definitivamente página, tratando de liberarse de pesadas inercias históricas, el pasado no puede borrarse de golpe. Actualmente en pocos lugares es esto más visible que en Ucrania, donde se manifiesta una doble fractura que todavía provocará fuertes dolores de cabeza hasta que terminen por encajar dinámicas en buena medida contrapuestas. Parafraseando a José de Espronceda con su Canción del pirata, visto desde Kiev cabría decir aquello de “… Unión Europea a un lado, al otro Rusia y allá en su frente la lucha interna entre la razón y el deseo”.
Así de agobiado debe sentirse hoy el presidente Víktor Yanukóvich, presionado hasta el extremo por su propia opinión pública y por las apetencias de Bruselas y Moscú para lograr inclinar la balanza en su favor. Visto desde el interior, los ucranios distan mucho de compartir una idea común. En la balanza pesa mucho el pasado compartido con Moscú, como una de las fundadoras de la URSS (1922-1991). Aunque durante la Guerra Fría pudiera mantener cierto margen de maniobra internacional- conservando, por ejemplo, su voto en la ONU-, es obvio que formaba parte plena de los llamados entonces “países satélites”, alineada estrictamente bajo el dictado político del PCUS e integrada económicamente en el modelo centralizado de división del trabajo (COMECOM), sin olvidar su poder militar al servicio del Pacto de Varsovia (lo que, tras la disolución de la URSS, la convirtió por un tiempo en el segundo ejército más numeroso de Europa, tras la propia Rusia).
Ni con su independencia (24 de agosto de 1991) ni con su “revolución naranja” (noviembre de 2004/enero de 2005) ha podido modificar los parámetros resultantes de aquel modelo centralizado. Eso significa, por un lado, que se mantiene su dependencia energética de Moscú, por la sencilla razón de que la llave de los oleoductos y los gasoductos, así como el poder para determinar el precio de las materias primas que transitan por ellos, está en manos rusas. Lo mismo ocurre en buena medida en el terreno comercial, dado que Rusia sigue siendo el principal socio comercial de Kiev. Y tampoco es menor la importancia que tiene, en clave demográfica, la población rusa (en torno al 18% de sus 46 millones de habitantes) que tiene como referencia inamovible a Moscú, sentimiento al que se suma buena parte de la población afincada en las óblast (provincias) orientales.
Además de las dificultades objetivas para modificar ese panorama estructural, hay que contar con que los vaivenes políticos sufridos por el país en estos últimos años- baste mencionar la truculenta peripecia de la aún encarcelada exprimera ministra, Yulia Timoshenko– han dificultado aún más su puesta al día. El hecho es que, aunque sus problemas no pueden compararse con la brutal caída en el abismo de la Federación Rusa, nunca ha vuelto a responder en términos positivos a aquella imagen que la identificaba como el granero de Europa, gracias a sus grandes y fértiles llanuras.
Los manifestantes ucranianos siguen bloqueando con barricadas el centro de Kiev . TVE1, 9/12/2013
Al mismo tiempo, y ya desde sus primeros pasos como país independiente, Ucrania ha sabido que buena parte de su futuro se jugaba fuera de sus fronteras. Para Moscú, Ucrania es no solo una referencia simbólica de honda raigambre histórica para entender la identidad rusa. Es, desde la perspectiva geoestratégica, la pieza que le permite volver a soñar con ser reconocida como una potencia global y la garantía (junto con Bielorrusia) de la defensa de la Federación frente a cualquier potencial enemigo occidental. Sin Ucrania bajo su órbita, Rusia solo puede aspirar a un papel secundario en el concierto internacional (especialmente en su vertiente occidental). Además, su acercamiento a Bruselas sería visto en Moscú como una pérdida que acentuaría aún más la sensación de asedioque domina el discurso ruso desde la expansión de la OTAN (a su costa) en los noventa.Por su parte, para Bruselas (tanto por lo que respecta a la UE como a la OTAN), sin poder decirlo abiertamente, Ucrania sería la clave para debilitar a un vecino ruso que sigue sin inspirar confianza. De ahí sus ofertas para atraerlo, sin garantizar en ningún caso una entrada franca al que sigue siendo (a pesar de la actual crisis) el club más exclusivo del planeta en términos de bienestar y seguridad. Ucrania es, en definitiva, una pieza mayor en una cacería en la que compiten Moscú y Bruselas, estimulando a sus partidarios locales en un juego en el que están dispuestos a utilizar todas sus bazas (sea el chantaje energético, atractivos proyectos de inversión o la plena asociación). Como ocurre en las historias sentimentales cuando hay dos pretendientes en liza, Ucrania aspira a mantener a ambos encelados con la intención de lograr una mayor recompensa. Pero, dada su debilidad estructural, puede quemarse en el juego y frustrar a una población que aspira racionalmente a mejorar su nivel de bienestar y seguridad. Veremos.