Los promotores de la reunión que acaban de mantener las delegaciones de Estados Unidos (EEUU) y Ucrania en Arabia Saudí han querido presentarla para la galería como un gesto de reconciliación, tras el bochornoso espectáculo que el tándem Trump-Vance ofreció públicamente con Volodímir Zelenski como víctima propiciatoria. Pero, en realidad, el encuentro no buscaba recuperar una sintonía que cabe dar por inexistente ni tampoco propiciar un debate sobre cómo alcanzar una paz justa y duradera. En términos más crudos, la cita sólo se puede calificar como la escenificación de la claudicación ucraniana a los dictados de Washington. Una impresión que se impone inevitablemente a pesar del anuncio de que el encuentro ha terminado con el acuerdo para establecer una tregua de 30 días, a la espera de que Rusia la acepte.
Trump busca un acuerdo que le permita reducir el nivel de implicación estadounidense en una guerra en la que no están en juego sus intereses vitales.
Para llegar a ese punto, Donald Trump sólo ha tenido que tomar un par de decisiones que dejaran bien claro al gobernante ucraniano hasta qué punto la suerte de Kyiv está en manos de Washington. Tras haber planteado una muy desequilibrada propuesta de acuerdo que obliga a Ucrania a renunciar a parte de su territorio y a ingresar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), sin que Rusia tenga que dar ningún paso atrás, Trump optó por suspender la ayuda militar y dejar de compartir con Kyiv la información de inteligencia. Dado que EEUU es el principal suministrador de material militar a Kyiv, esa medida supone un coste insoportable para unas Fuerzas Armadas que no pueden ser abastecidas a corto plazo en cantidad suficiente ni por su propia base industrial de defensa ni por el resto de sus aliados europeos. En cuanto a la falta de información de inteligencia, como de inmediato han podido comprobar las tropas ucranianas empeñadas en mantener sus precarias posiciones en la región rusa de Kursk, la consecuencia inmediata es que Kyiv no cuenta con datos para poder conocer en tiempo real los movimientos de su enemigo (una situación que aún puede empeorar si Elon Musk pasa de las palabras a los hechos, cortando el funcionamiento de la red Starlink en el territorio ucraniano).
Y por eso ahora, una vez que Zelenski ha visto que a Trump no le temblaba la mano y que se queda sin ningún margen de maniobra para poder defender a sus conciudadanos y a sus soldados, la Casa Blanca revierte sus decisiones de inmediato, en un gesto que hasta puede “vender” como de buena voluntad y de compromiso con Ucrania. Así, extorsionando a Zelenski, Trump cuenta con poder imponerle su dictado ya sin resistencia apreciable. Calcula que eso le permitirá, por un lado, doblegar el empeño de los ucranianos de proseguir la guerra existencial en la que están sumidos y, por otro, hacer negocios.
En el primer plano, Trump busca un acuerdo que le permita reducir el nivel de implicación estadounidense en una guerra en la que no están en juego sus intereses vitales. De ese modo, espera poder liberar medios para concentrar la atención en China, convertida de manera bien visible en la potencia rival por la hegemonía mundial, y hasta acercarse a Rusia con el sueño de debilitar el vínculo que Moscú y Pekín están creando. Un acuerdo que, si se concreta en los términos que de momento se han dado a conocer, más que a la paz apunta a un regalo a Putin, dejándole las manos libres para poder reemprender la vía belicista cuando lo considere conveniente. En el segundo, será muy difícil evitar la sensación de que Zelenski se va a ver obligado a ceder la explotación de al menos la mitad de las riquezas mineras nacionales a Washington, hipotecando el futuro de un país que quedará desmilitarizado al gusto de Rusia y sin garantías de seguridad suficientes para evitar que Putin pueda volver a las andadas.
Visto así, de poco sirve que Ucrania aún sea capaz de llevar a cabo ataques con cientos de drones en pleno territorio ruso, como el efectuado en la madrugada del día 11. No sólo le vale a los detractores de Zelenski (Trump incluido) para alimentar su argumento de que se trata de un “gobernante ilegítimo” que no quiere la paz, sino que hasta Rusia –la misma que golpea a diario a la población civil ucraniana y se afana en destruir sus infraestructuras críticas– se atreve a sostener sarcásticamente que hechos así ponen en peligro el proceso de paz. Dada su debilidad negociadora, tampoco cabe esperar que Kyiv obtenga de Washington las garantías de seguridad que considera vitales para, tras un hipotético acuerdo con Moscú, permitir el despliegue de un contingente conformado por varios países europeos a lo largo de la línea de demarcación que se pueda establecer. Y sin esa garantía habrá muchos países que no se atreverán a enviar a sus soldados a dicha línea y habrá más probabilidades de que Putin siga creyendo que el día que lo decida puede volver a violar sin grandes problemas el acuerdo que haya firmado y la soberanía nacional de un Estado que considera que no debe existir.