Al menos a priori, Ucrania aparece como uno de los países más damnificados ante el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Una Ucrania a la que se le están agotando tanto la voluntad de resistir el empuje ruso (una reciente encuesta señala que el 52% de los ucranianos estaría a favor de la firma de un acuerdo y de la cesión de territorio), como los medios económicos y militares para resistir el creciente avance de las tropas invasoras.
El conflicto ha entrado en una dinámica en la que ambos contendientes tratan de subir la apuesta. Moscú no sólo recrudece su estrategia de bombardeos sistemáticos contra la población civil y las infraestructuras energéticas y de generación eléctrica, sino que también avanza en la parte central del frente, especialmente en el Donbás, mientras, con ayuda norcoreana, está arrinconando a las unidades ucranianas que realizaron una incursión en la región de Kursk en agosto pasado. Por su parte, Kyiv insiste en mantenerse en Kursk (aunque militarmente suponga un empleo de medios muy necesarios en otras partes del frente) y, una vez que Washington, Londres y París le han dado vía libre al uso de los misiles balísticos MGM 140 ATACMS y de crucero SCALP/Storm Shadow hasta su máximo alcance –300km y 250km, respectivamente–, se ha lanzado a golpear directamente en regiones rusas que hasta ahora quedaban fuera de su alcance.
‘’Si Trump cumple con lo que ha anunciado hasta ahora cabe esperar que, ya desde su reentrada en la Casa Blanca, se dedique con ahínco a utilizar los medios a su alcance para poner fin a la guerra’’.
Nada de eso lleva a suponer que la victoria o la derrota esté a la vuelta de la esquina para ninguno de ellos, pero parece claro que el simple paso del tiempo va inclinando la balanza a favor de Moscú, superior a su enemigo tanto en capacidad demográfica como económica, industrial y militar. Pero si se le añade el factor Trump, pronto podemos estar ante un escenario sustancialmente diferente.
Si Trump cumple con lo que ha anunciado hasta ahora cabe esperar que, ya desde su reentrada en la Casa Blanca, se dedique con ahínco a utilizar los medios a su alcance para poner fin a la guerra. Y entre ellos el más obvio es la ayuda económica y militar. Ucrania no habría llegado hasta aquí si no hubiera sido por el respaldo que más de 40 países occidentales le vienen prestando desde el inicio de la invasión rusa. Y aunque la ayuda haya sido siempre más lenta y de menor volumen de lo que Volodímir Zelenski y los suyos vienen reclamando insistentemente, es un hecho que se ha ido incrementando tanto en disposición de fondos para permitir el funcionamiento de su aparato estatal como en suministro de material militar (en una secuencia que va desde los misiles contracarro hasta los carros de combate, los lanzadores HIMARS, los aviones F-16 y, por supuesto, la munición de artillería). Y en ambos casos, Estados Unidos (EEUU) figura a la cabeza, de tal modo que si Donald Trump decide recortar (o incluso suprimir) esa línea de apoyo, Ucrania se encontraría en una situación insostenible a corto plazo.
Si a eso se le añade la afinidad personal del próximo presidente estadounidense con Vladímir Putin (y tantos otros gobernantes autoritarios), bien puede esperarse que finalmente decida traducir en hechos sus palabras. De ese modo buscaría tanto reforzar su imagen como líder no belicista, como salirse de un conflicto en el que entiende que, a diferencia de China, no está en juego ningún interés vital de EEUU. En ese caso, evidentemente, los ucranianos serían los primeros perjudicados; seguidos de los miembros de la Unión Europea (UE).
Los primeros porque no tienen a mano una alternativa realista para sustituir a Washington en ese doble papel y, en consecuencia, pueden verse obligados a aceptar un acuerdo en los términos que Rusia decida; es decir, cediendo parte de su territorio (actualmente en torno al 18% está ya en manos rusas) y renunciando a formar parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) –la UE no es una línea roja para Moscú–. Más aun, pueden temer que Putin intensifique todavía más la ofensiva con la idea de obtener todo el territorio que le sea posible antes de que se llegue a firmar dicho acuerdo.
Los segundos porque entienden que llegar a ese punto supondría encontrarse con un vecino crecido en su afán por volver a contar con un área de influencia propia, lo que se traduciría automáticamente en una amenaza de seguridad para los que se encuentran geográficamente más próximos a la Federación de Rusia y, en definitiva, para los Veintisiete. De ahí que, junto a una bien visible inquietud por su propia seguridad, los miembros de la UE, temerosos igualmente de que el vínculo trasatlántico se debilite significativamente, empiecen a movilizarse. Así cabe entender que, más allá de discutir sobre nuevos fondos de ayuda para evitar el colapso económico, comience a cobrar forma la discusión sobre el posible envío de tropas a territorio ucraniano; una medida impensable hasta ahora, por entender que supondría convertirse en parte beligerante y, por tanto, arriesgarse a una respuesta directa rusa para la que actualmente la Unión no se encuentra en condiciones de neutralizar por sí misma.