Ucrania ha pasado en pocos meses de la ilusión al desastre: de ser cortejada por la UE y por Rusia para mejorar su futuro económico a bordear el enfrentamiento civil, la desmembración territorial y el conflicto armado. Para pasar de la euforia a la depresión en tan poco tiempo es necesario que muchos actores cometan muchos errores. Algunos errores han sido de cálculo, porque se han realizado acciones sin sopesar debidamente sus consecuencias, mientras que otras veces se han cometido errores deliberados buscando intereses particulares.
Los errores comenzaron a acumularse en todos los frentes. El Gobierno de Yanukovich sobreestimó su legitimidad democrática y subestimó el alcance de las revueltas, utilizando el diálogo para ganar tiempo sin realizar concesiones y esperando que la violencia y el cansancio se volvieran en contra de los manifestantes. Los activistas pacíficos se equivocaron al creer que se podían prolongar las movilizaciones sin atraer a ellas a radicales violentos que no tardaron en reemplazar las reivindicaciones políticas por otras antigubernamentales o nacionalistas.
Como resultado –o como causa– del conflicto interno pronto aparecieron en el exterior apoyos y complicidades a los bandos enfrentados. Tomar partido en estas condiciones es una decisión delicada porque afecta a la evolución del conflicto. A diferencia de EEUU y la Federación Rusa, que rápidamente tomaron partido por un bando, la UE mantuvo el diálogo con el Gobierno y con la oposición para buscar una solución negociada al conflicto. El famoso “que le den a la UE” de la subsecretaria estadounidense de Estado, Virginia Nuland, tiene su origen en esa equidistancia mediadora europea, más preocupada por prevenir un conflicto civil en Ucrania que por ganar una competición entre potencias a costa de él. Mientras unos cometían el error de creer que estas revueltas se pueden solucionar sólo con la mediación institucional, otros excitaban a la confrontación, evitando concesiones y buscando ganadores –los suyos– y perdedores –los otros–. Las revueltas mediáticas se deciden en directo desde los escenarios de plazas y calles, por lo que no hay nada como jalear a los partidarios más radicales para ocuparla. Por eso, incluso cuando la mediación europea arrancó concesiones al tambaleante Yanukovich, las movilizaciones arreciaron sin respetar acuerdos ni treguas.
No es menor error idealizar la empatía con las partes. Ya tenemos algunos ejemplos de pro-occidentales fallidos, como Mikhail Salikhasvili de la Revolución Rosa en Georgia y la propia Yulia Timoshenko de la Revolución Naranja de Ucrania, que acabaron mudando de bando o defraudando los valores occidentales. No es difícil fingir ni instrumentalizar lealtades cuando se depende del dinero o la asistencia de unos u otros.
Errores calculados
Otras actuaciones han sido erróneas, no por sus efectos contraproducentes sino porque han buscado deliberadamente esos efectos. Los radicales antigubernamentales y nacionalistas no dudaron en poner en peligro la vida de sus compatriotas porque sabían que subiendo el listón de la violencia pondrían en el disparadero al presidente Yanukovich. Envalentonados, pueden redirigir ahora su violencia contra “los otros”, alimentando depuraciones o limpiezas étnicas y flirteando con la guerra civil. Otros activistas, como los de Lviv, no dudaron en reivindicar la secesión de Ucrania cuando el Gobierno de Kiev no les era favorable. Ellos y los de otras ciudades apostaron por la insumisión civil, crearon unidades paramilitares de autodefensa y plantaron banderas europeas. Esos vientos sembraron las tempestades que ahora recorren Crimea y otras zonas pro rusas (quid pro quo).
La Federación Rusa cree que tiene derecho a preservar una zona de influencia libre de injerencias occidentales, incluso por la fuerza. No es una idea del presidente Vladimir Putin como simplifican las crónicas al uso, es un patrón de comportamiento arraigado en la política exterior y en la seguridad nacional de todos los gobiernos rusos. El presidente Putin puede ser más arrogante que otros y tratar de rentabilizar su agresividad, pero ningún presidente que le suceda se atrevería a contemporizar en la periferia rusa sabiendo que cualquier señal de debilidad en ella se contagiaría al interior. Pero puede cometer el error de ocupar militarmente más territorio del que ahora ocupa en Crimea –para negociar desde una posición de fuerza– y verse atrapado en un enfrentamiento civil.
También se cometen errores cuando se trazan líneas rojas que no pueden defenderse. El presidente Barack Obama debería haber aprendido la lección que el presidente Putin infligió a su antecesor, el mismísimo presidente George Bush, en 2008 cuando también amenazó a Rusia con graves consecuencias que nunca se materializaron. Ni EEUU, ni la OTAN ni la UE fueron más allá de la retórica de las condenas y Georgia quedó fuera de Occidente por mucho tiempo. También es un error utilizar la crisis de Ucrania para pasar factura a Rusia –o al presidente Putin– por agravios pasados o en curso (no faltan despechados en Occidente que se la tengan jurada desde la Guerra y la posGuerra Frías), para vengarse del desaire de Vilnius a la UE o para encontrar una nueva justificación para la OTAN.
La coexistencia con Rusia no es fácil, pero es un interlocutor necesario contra el que no se puede construir la seguridad europea ni mundial. En la lucha de los valores contra los intereses, pesa mucho esa interdependencia estratégica, energética o política de muchos países occidentales con Rusia. Y es un error disociar ambos a la hora de tomar las decisiones si no estamos dispuestos a pagar el precio de mantener los valores que proclamamos (contener militarmente su expansión, imponer sanciones económicas, renunciar a su energía, fomentar su aislamiento…).
La situación de Ucrania es complicada, y tardará bastante en solucionarse, incluso si hay contención y buena voluntad. Pero puede empeorar rápidamente si se cometen nuevos errores de cálculo o deliberados. Un riesgo que deberíamos sopesar con prudencia antes de adentrarnos, alegre o desaprensivamente, por la senda incierta de la ingeniería geoestratégica.