Cuando se cumplen ya dos años desde el inicio de la invasión rusa, Ucrania sigue luchando por recuperar su integridad territorial y soñando con una victoria que ahora mismo parece muy lejana. Rusia, por su parte, no ceja en su empeño belicista para evitar, como mínimo, la pérdida de la península de Crimea y que Ucrania salga de su zona de influencia directa.
En el trágico balance acumulado hay, desde luego, aspectos que cabe valorar positivamente. Así ocurre, por ejemplo, con el comportamiento de Volodímir Zelenski. La invasión convirtió a un mandatario que estaba lejos de cumplir sus promesas electorales de 2019, especialmente en relación con la lucha contra la corrupción y la seria crisis económica estructural, en un referente central de todo lo que ha venido después. Su “no necesito un taxi, necesito munición”, como respuesta a la oferta estadounidense de sacarlo del país cuando se materializó la invasión, mostró tanto su determinación para luchar contra el invasor como su capacidad de liderazgo de una sociedad tan brutalmente golpeada. En este tiempo ha multiplicado su actividad internacional, convirtiéndose en una voz que ha buscado (y logrado) la atención no sólo mediática sino también política, venciendo las resistencias iniciales de muchos gobiernos para implicarse en el apoyo a una causa que parecía perdida de antemano ante el poderío ruso.
Por el camino queda inevitablemente confirmado que, bajo la batuta de Washington, Ucrania ha entrado –o, más bien, la han metido– en un túnel que le está suponiendo un coste humano insostenible.
A eso se suma la contrastada capacidad de resistencia ciudadana, sobrellevando un castigo indiscriminado contra civiles indefensos, y el desempeño de unas Fuerzas Armadas que probablemente se han convertido hoy en las más operativas del continente, demostrando una capacidad sin parangón en el aprendizaje y asimilación de nuevas técnicas de combate y de manejo de material cada vez más sofisticado. Que consiguieran desbaratar la operación especial militar que buscaba derribar a Zelenski en una operación relámpago, que a pesar de la superioridad inicial del enemigo los rusos no hayan logrado nunca el dominio completo del espacio aéreo y que, sin contar con una flota de guerra, hayan conseguido hundir algunos buques rusos de la flota del mar Negro y hasta ampliar el radio de acción de sus ataques hasta el interior del territorio ruso, hablan por sí solo de la capacidad de planificación y ejecución de planes de combate de un ejército que inicialmente no parecía en condiciones de enfrentarse con mínimas garantías de éxito ante la maquinaria de una superpotencia como Rusia.
En todo caso, la contraportada de esa positiva imagen también incluye aspectos menos alentadores. Por una parte, y ése es el talón de Aquiles más notorio de Kyiv, Zelenski sabe que sigue dependiendo vitalmente de la voluntad de sus aliados externos, encabezados por Washington, sin los cuales no habría podido llegar hasta aquí. Tanto en el ámbito económico como en el militar, la ayuda de los más de 40 gobiernos que, paso a paso, han ido incrementando la entrega de armas cada vez más avanzadas tecnológicamente es lo que, en última instancia, explica tanto que la población ucraniana haya podido resistir el empuje ruso, como que sus Fuerzas Armadas –aun con todas las limitaciones provocadas por los retrasos en la entrega y el temor a la escalada rusa– hayan podido resistir primero el asalto ruso y, posteriormente, hayan lanzado incluso una contraofensiva que ha llevado a Moscú a tener que adoptar una actitud defensiva.
El gran problema es que esa voluntad aliada puede (como de hecho ocurre) cambiar al albur de variables que van desde el nuevo estallido de la violencia en Palestina hasta los cálculos electorales en Estados Unidos (EEUU) o las divergencias internas en el marco de la Unión Europea (UE). En definitiva, Ucrania depende de lo que otros decidan sobre su futuro. Un futuro que no se adivina esperanzador cuando se toma en consideración la férrea voluntad de Putin de reiterar los esfuerzos que sean necesarios hasta lograr su propósito de colocar a Ucrania bajo su órbita, junto al crecientemente visible cansancio occidental en la entrega de ayuda. Un cansancio que puede desembocar en una presión insoportable para Kyiv para que termine por aceptar la necesidad de renunciar a su propia integridad territorial; o, lo que es lo mismo, a la aceptación de la fragmentación definitiva del país. Por el camino queda inevitablemente confirmado que, bajo la batuta de Washington, Ucrania ha entrado –o, más bien, la han metido– en un túnel que le está suponiendo un coste humano insostenible. Son, en esencia, los ucranianos los que están poniendo los muertos para impedir que Putin pueda lograr sus objetivos y para que EEUU pueda desembarazarse por mucho tiempo de un potencial rival estratégico. De paso, queda invalidado por mucho tiempo cualquier intento de lograr un nuevo orden de seguridad europeo, que necesariamente debe incluir a Rusia, con la UE a la espera de que algún día pueda traducir en hechos su aspiración formal de ser estratégicamente autónoma.
Tribunas Elcano
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