Aunque pueda parecer en primera instancia un error o un título equivocado, así es cómo tenemos que asumir que Vladimir Putin quiere ver actualmente la situación. Interesado obviamente en hacer olvidar a propios y extraños lo que ocurrió en 2014 –anexión ilegal de Crimea– y la nueva violación del derecho internacional que supuso la invasión militar que ordenó el pasado 24 de febrero, lo que ahora pretende es poner el contador a cero para imponer otro relato. Uno que sitúa a Rusia como víctima de un ataque por parte de un país extranjero y, por extensión, de todo Occidente y que, por tanto, lo obliga a tener que tomar decisiones de fuerza para defender sus intereses vitales.
Así hay que entender su decisión de anexionar cuatro regiones ucranianas –Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk–, aunque la realidad sobre el terreno demuestra que no controla ninguna de ellas en su totalidad. Esa decisión le sirve, por un lado, para llevar a cabo una movilización que le permite emplear a conscriptos en primera línea del frente, saltándose la limitación legal de no poder desplegarlos fuera del territorio nacional en labores de combate. Dado que formalmente esas regiones son ya territorio ruso, ahora Putin puede emplear allí a soldados escasa o nulamente adiestrados, condenados directamente al matadero en un intento, cada vez más infructuoso, por dar la vuelta a una situación que evoluciona abiertamente en su contra.
Además, esa misma anexión –derivada de unas consultas supuestamente populares en las que nadie puede creer que se hayan cumplido los mínimos requisitos para darles validez– le permite dar un salto mayúsculo en sus pretensiones imperiales. Con el argumento de que cuando se disolvió la URSS no se les preguntó a los ucranianos a qué país querían pertenecer –olvidando que todas las regiones, incluyendo Crimea (54%), votaron masivamente a favor de la independencia (con porcentajes por encima del 80%)–, hoy se presenta como el encargado de restañar una injusticia histórica. Una argucia que, siguiendo su propio guion, le lleva a justificar la necesidad de emplear todos los medios a su alcance para salvaguardar la integridad de la Federación de Rusia y los intereses de los ciudadanos rusos. Y dado que las cuatro regiones mencionadas serían territorio ruso y allí habitan rusos, resultaría que Ucrania estaría atacando a Rusia. Visto así, en pura lógica lo normal sería que ahora Moscú pida una reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU, buscando la condena de Ucrania por atreverse a invadir su territorio.
A la espera de que un sinsentido así aún pueda darse, Rusia está mostrando una desesperación creciente que no augura nada bueno. En el campo de batalla parece claro que el avance ucraniano, tanto en el frente de Jersón como en el que afecta a Donetsk e incluso ya a Lugansk, sigue cobrando intensidad con unas tropas rusas a punto del colapso en varios puntos. No es una retirada, tampoco es una derrota total; pero sí es el inequívoco resultado combinado de la pésima planificación y ejecución, tanto en el nivel estratégico como en el táctico, de unas Fuerzas Armadas rusas que hace bien poco asustaban, junto a la magnífica planificación y ejecución de las operaciones militares por parte de Kyiv, con el innegable y decisivo apoyo occidental, con EEUU a la cabeza. Y la movilización solo añade carne de cañón allí donde las mejores tropas rusas desplegadas hasta ahora no han logrado en ningún caso imponer su dictado.
En esas condiciones, lo previsible es que la guerra se prolongue por tiempo indefinido, con Volodímir Zelenski tratando de cumplir su imposible sueño –la expulsión total de las tropas rusas de suelo ucraniano– y con Putin calibrando qué bazas le quedan para evitar un revés que podría resultar insoportable para él y para el régimen que lidera. Las opciones de Zelenski dependen, hoy como ayer, del grado de implicación que quieran seguir asumiendo quienes lo apoyan económica y militarmente. Por muy alta que sea la moral de su población y la de sus soldados, y por muy bien que estos hayan asimilado el aprendizaje recibido para manejar un material cada vez más sofisticado, sin el respaldo occidental se terminaría por imponer la superioridad bruta de Rusia.
Las opciones de Putin son más amplias y más temibles. Puede optar por apurar hasta el extremo su condición de suministrador de hidrocarburos, contando con que hay países europeos sin apenas alternativas a corto plazo y calculando que un corte completo pueda finalmente quebrar la unidad de quienes se alinean con Kyiv. Puede también volcar más esfuerzo militar en el escenario ucraniano, moviendo tropas que ahora cuidan las fronteras con otros países (a riesgo de desguarnecerlas) y empleando medios todavía en reserva (como los carros de combate T-14 Armata o los avanzados aviones Su-57; aunque crecen las dudas sobre su verdadera capacidad operativa). Y puede, por supuesto, acabar traspasando el umbral nuclear para llevarnos a un escenario totalmente desconocido para la humanidad, confiando en que un primer golpe quede sin respuesta occidental para no provocar una escalada suicida y, en consecuencia, lleve a Zelenski a rendirse.
En todo caso, parece claro que ninguna de ellas le garantiza un resultado favorable. Por eso no hay que descartar que también dedique buena parte de su tiempo, con el apoyo del patriarca Kirill, a pedir a los dioses de las lluvias y las tormentas que descarguen sus poderes sobre el escenario ucraniano con el objetivo de dificultar el avance de sus enemigos durante los próximos meses, ganando tiempo antes de tener que enfrentarse a su fracaso.
Imagen: Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, durante su discurso ante la Asamblea Nacional de la República de Corea (11/4/2022). Foto: President.gov.ua (Wikimedia Commons / CC BY 4.0).