En general procuramos presentarnos ante los demás con nuestra mejor cara, tratando de aparentar que todo va bien. Pero hay momentos en los que es imposible disimular los achaques y el efecto de los reveses que nos depara la vida, sujeta a innumerables factores que escapan a nuestro control. Algo así le ocurre a Volodímir Zelenski en su desesperado intento de mantener la moral de resistencia de los suyos y de convencer a sus aliados de que la victoria contra Rusia está al alcance de la mano.
En esa línea, Zelenski puede argumentar que desde el inicio de la invasión rusa sus Fuerzas Armadas ya han provocado (según los datos que maneja el Departamento de Defensa estadounidense) la muerte o heridas de consideración a unos 600.000 enemigos, destruyendo unos 3.500 carros de combate, más de 6.500 blindados, 270 aeronaves tripuladas, 145 helicópteros y 28 buques de guerra. Son cifras relevantes, a las que cabe añadir un creciente castigo a instalaciones petrolíferas y diversas infraestructuras en pleno territorio ruso gracias al uso de drones de fabricación propia. Kyiv también puede sumar a ese balance aparentemente positivo la incursión terrestre en la región rusa de Kurks iniciada el pasado verano. E incluso, en el terreno político, puede declarar que su país ya es candidato a la Unión Europea (UE) y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Aunque Rusia no tiene la victoria en sus manos, el paso del tiempo le permite calcular que no queda mucho hasta que Ucrania acepte la realidad y termine por mostrarse dispuesta a entablar una negociación que suponga la pérdida de parte de su territorio.
Pero, a pesar de todo ello, la situación actual y lo que parece deparar el inmediato futuro no logran evitar la sensación de que Ucrania ha llegado al límite de sus posibilidades. Hoy la iniciativa estratégica sigue estando en manos de Moscú, obligando a las fuerzas ucranianas a adoptar una actitud defensiva a lo largo de los más de 1.100km del frente de batalla desde hace ya un año. Rusia no sólo sigue controlando en torno al 18% del territorio ucraniano, sino que en estos últimos meses sigue avanzando; de hecho, en el pasado mes de agosto, las fuerzas invasoras lograron tomar el control de unos 350km2, un avance que no se daba desde enero de 2023. Su esfuerzo principal está volcado en la parte central del frente, entre Kupiansk y Vuhledar y sus reiterados ataques están obligando a las fuerzas ucranianas a ceder terreno, mientras que localidades como Pokrovsk, Toretsk y Chasiv Yar se dan prácticamente por perdidas a muy corto plazo. Y tampoco Kursk sirve ya de consuelo para mantener alta la moral, cuando de los 1.300km2 en manos ucranianas hace dos meses se ha pasado a los 650km2 de la actualidad.
Mirando hacia adelante, nada indica que la balanza se vaya a inclinar a favor de Kyiv. Por un lado, mientras se estima que unos 100.000 soldados ucranianos han desertado desde el inicio de la invasión rusa –lo que equivale al 10% de todo el potencial humano en armas para defender al país– y la nueva ley de movilización no rinde los frutos previstos, Rusia cuenta con una superioridad demográfica y una situación socioeconómica que le permite reclutar más y más soldados (Vladímir Putin acaba de firmar el decreto para añadir 150.000 efectivos a unas Fuerzas Armadas que ya tienen 1,3 millones). Y por si eso no fuera suficiente acabamos de conocer que Corea del Norte ha enviado ya más de 12.000 efectivos a sumarse a los invasores.
Tampoco en el ámbito industrial, por muy meritoria que sea la capacidad para construir drones y hasta de un misil balístico propio, cabe suponer que la estructura productiva será capaz de fabricar el equipo, material y armamento necesario para vencer a un enemigo que también en ese terreno es netamente superior. Menos aun cuando Rusia se está encargando de destruir las infraestructuras físicas que permiten funcionar al país, especialmente las de generación eléctrica, y cuando está llegando el invierno con tan sólo el 26% de las reservas de gas necesarias.
Lo mismo cabe decir en el terreno económico, con una Rusia que sigue encontrando vías alternativas para aliviar el coste que le suponen las sanciones internacionales de estos últimos dos años, mientras que Ucrania depende vitalmente del apoyo que le presten sus aliados occidentales. Un apoyo que no parece garantizado en absoluto, sujeto tanto a lo que pueda ocurrir en las elecciones estadounidenses del próximo 5 de noviembre, como a las dudas que siguen manifestando otros aliados como Alemania, en un tono general que apunta a una reducción sustancial de la ayuda. Y sin esas ayudas, por mucho que Ucrania haya logrado exportar más cereales que antes de la invasión, Kyiv sabe que no podrá sostener la embestida rusa por mucho tiempo. Además, por lo visto en estas últimas semanas, Zelenski no ha conseguido convencer a sus interlocutores, ni en Washington ni en varias capitales europeas, de su “plan de victoria” y hoy la entrada en la UE y en la OTAN sigue siendo un horizonte lejano.
Todo buen jugador de ajedrez sabe, sin tener que llegar al jaque mate, cuando una posición es insostenible. En este caso, aunque Rusia no tiene la victoria en sus manos, el paso del tiempo le permite calcular que no queda mucho hasta que Ucrania acepte la realidad y termine por mostrarse dispuesta a entablar una negociación que suponga la pérdida de parte de su territorio. Quienes piensan así consideran incluso que la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses podría resultar beneficiosa, al entender que el previsible recorte de apoyo a Kyiv aceleraría el desenlace, librando a los Veintisiete de una carga que ya no saben cómo manejar.