No es la primera vez, sino la tercera, que Ankara lanza una operación militar a gran escala en territorio sirio desde que allí comenzó la guerra en 2011. Y por mucho que Recep Tayyip Erdoğan se empeñe, la actual no está aportando ningún “manantial de paz” (así ha sido denominada la ofensiva por Ankara) a las provincias del noreste sirio, pobladas mayoritariamente por kurdos. Por el contrario, en menos de una semana de combates –con mucho mayor protagonismo de los ataques aéreos y artilleros que de combatientes a pie– ya se contabilizan centenares los muertos (sin distinguir entre civiles y actores combatientes) y decenas de miles de desplazados forzosos. Tampoco, volviendo a Erdoğan, esas unidades no son “el ejército de Mahoma” (en un ejemplo más de la manipulación de credenciales religiosas al servicio de otros fines), sino más bien una milicia autodenominada Ejército Nacional Sirio –conformada por combatientes con un muy escaso pedigrí en términos de ajuste a las leyes de la guerra, de preocupación por los daños a civiles y de respeto de los derechos humanos– apoyada por las fuerzas armadas turcas.
Tampoco es, por supuesto, la primera vez que queda de manifiesto la falta de voluntad política de quienes han contribuido directamente a llegar hasta aquí o han optado por mirar para otro lado; sea en el marco del Consejo de Seguridad de la ONU (donde tanto Washington como Moscú han dejado claro que no iban a apoyar una Resolución condenando la intervención turca), en el de la OTAN (una alianza en la que Turquía se siente cada vez más incómoda y que se ha limitado a pedir “contención”) o en el de la Unión Europea (asustada por la posibilidad de que Erdoğan cumpla su obscena amenaza de abrir nuevamente las puertas de salida hacia Europa a los 3,6 millones de refugiados sirios que malviven en su territorio).
Y, desde luego, en esa lista no puede faltar Donald Trump, que, por un lado, da luz verde a la intervención y ordena el repliegue de sus tropas (aunque simultáneamente se atreve a negar que haya soldados estadounidenses en suelo sirio, cuando se estima que superan el millar) y, por otro, amenaza con sanciones a Ankara si se pasa de la raya (¿?). O, lo que es lo mismo, sostiene al tiempo que EEUU debe salir de “guerras ridículas sin fin” y que la intervención turca es una “mala idea”, mientras airea su intención de volver a castigar duramente a la economía turca con nuevas sanciones.
En cualquier caso, lo que resulta más claro es que lo que menos cuenta es la suerte de la población local y de las milicias kurdo sirias –las Unidades de Protección Popular (UPP) encuadradas en las Fuerzas Democráticas Sirias– que, desde 2014, se habían convertido en el principal aliado local de Washington en el intento de eliminar toda huella de Daesh y otros grupos yihadistas del país.
En cuanto a las seis millones de personas que habitan la región, lejos de percibir la operación militar como un esfuerzo para crear una zona segura, como afirma Ankara, lo que ven es una operación de limpieza étnica que busca no solo eliminar a una milicia que identifica como parte del PKK con el que lleva combatiendo desde los años ochenta del pasado siglo, sino también asegurarse una zona tapón de unos 30km de anchura, debilitar un poco más al régimen de su otrora socio y hoy enemigo Bashar al-Assad (contribuyendo a fragmentar más a Siria), ampliar su zona de influencia con una visión expansionista neo-otomana y liberarse, al menos en parte, de la carga que suponen esos 3,6 millones de refugiados sirios. De paso, si logra sus objetivos, acabará por provocar un desequilibrio demográfico en las provincias en las que ahora está desplegando sus fuerzas, con el resultado de que los kurdos pasen a ser minoría frente a una población árabe (con el añadido de los más de un millón de refugiados que Ankara quiere reubicar allí) que Erdoğan cree que podrá manejar mejor.
Por lo que respecta a los ya mencionados milicianos de las UPP, la cuestión no se limita a constatar que ahora quedan abandonados, sino que a eso se añade un considerable efecto negativo para unos Estados Unidos que terminan por arruinar su imagen de socio fiable. Sin necesidad de remontarse muy atrás, todavía está fresco el recuerdo de la invasión estadounidense de Irak, en 2003, cuando otros combatientes kurdos quedaron también en la estacada en el momento en el que Washington consideró que ya no los necesitaba. Ahora, tras haber desempeñado un importante papel en el desmantelamiento del pseudocalifato declarado por Daesh en junio de 2014 y haberse creído la promesa de protección estadounidense frente a sus enemigos turcos y aliados, están probando en sus propias carnes el error de desmontar sus posiciones y destruir buena parte de sus túneles y estructuras defensivas a lo largo de la frontera con Turquía. Y todo ello para encontrarse ahora desamparados ante el empuje de quienes saben que no van a darles cuartel hasta el final.
No serán las (más formales que reales) amenazas de sanción emitidas por Washington y Bruselas las que van a detener a Erdoğan. Y mientras tanto, Siria sigue ardiendo, los kurdos siguen castigados y olvidados y los miles de yihadistas de Daesh y sus familiares, custodiados hasta hoy por las UPP, vuelven a la calle, dado que los milicianos kurdos ya han dicho que, con sus limitados medios, no pueden atender simultáneamente a su custodia y a la defensa de su territorio contra los turcos.
Y luego algunos se extrañarán de que Moscú y Damasco también saquen tajada de esta carnicería.