Una vez que la jornada electoral del pasado día 14 no ha deparado resultados concluyentes, todos los actores implicados se afanan no tanto por explicar las razones de lo sucedido como por prepararse para el siguiente asalto, previsto para el próximo día 28. Así, mientras los simpatizantes del líder de la opositora Alianza Nacional, Kemal Kiliçdaroğlu, tratan de enfatizar que es la primera vez que han forzado una segunda vuelta en las presidenciales, los del presidente Recep Tayyip Erdoğan parecen contentarse con haber podido evitar la derrota que pronosticaban la mayoría de las encuestas. En realidad, ninguno de los dos contendientes ha logrado sus verdaderos objetivos, pero ahora las perspectivas parecen favorecer ligeramente a Erdoğan, aunque sólo sea porque ha conseguido 2,5 millones de votos más que su rival y porque previsiblemente contará con una clara mayoría parlamentaria gracias a la división de la izquierda kurda y a los malos resultados del partido del propio Kiliçdaroğlu (el Partido Republicano del Pueblo, CHP).
En todo caso, lo que puede ser bueno para el actual presidente no tiene por qué serlo para Turquía. No se trata solamente de que no ha sido capaz de sacar al país de una profunda crisis económica, con una constante pérdida de competitividad, una inflación que supera el 43% y una sustancial caída de la lira turca, sino de que tampoco está respondiendo de manera eficaz al desastre provocado por el terremoto del pasado febrero. Su deriva autoritaria, capitaneando un sistema presidencialista que ha concentrado excesivos poderes en sus manos, no ha resuelto ninguno de los problemas estructurales que aquejan Turquía y ha tensado peligrosamente las relaciones con la inmensa mayoría de sus vecinos, con Washington y con Bruselas, sin que su acercamiento a Rusia compense los sinsabores sufridos.
Dicho eso, también es preciso reconocer que los votantes no han castigado mayoritariamente al presidente ni a su partido por ninguna de estas causas; lo que significa que Erdoğan y el Partido Justicia y Desarrollo (AKP) han sabido jugar bien sus bazas desde posiciones de poder, con el control de buena parte de los medios de comunicación (incluso atreviéndose a acusar a su principal rival de connivencia con los terroristas), estableciendo unas alianzas funcionales para mantener el voto conservador y aprobando medidas electoralistas tan clásicas como aumentar un 45% el salario de todos los funcionarios públicos apenas una semana antes de la llamada a las urnas.
Pero más allá de las razones que explican cómo se ha llegado a esta situación, lo más relevante es tratar de vislumbrar el horizonte próximo. Si Erdoğan logra finalmente la victoria, con el añadido de la mayoría parlamentaria de la Alianza Popular que conforman el AKP y el ultraderechista Partido de Acción Nacionalista (MHP), no solamente verá cumplido su sueño de colocarse como mínimo al nivel del padre fundador de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Atatürk, comandando el país justo un siglo después de su creación. Eso le otorgaría otros cinco años más completar su proyecto personalista, una vez que ha eliminado a compañeros de viaje como los gulenistas y ha asentado en posiciones de poder, tanto en el ámbito público como privado, a una nueva élite islamista interesada en cerrar el camino a los reformistas que pretenden volver a un sistema parlamentario, secular y más cercano a posiciones atlantistas y europeístas.
Para ello, una de las claves más obvias a corto plazo es atraer a su campo al tercer candidato presidencial, Sinan Oğan, ultranacionalista que ha logrado el 5,1% de los votos y que todavía no ha optado públicamente por ninguno de los dos candidatos que competirán por el favor de los votantes el próximo día 28. Mas allá de los reproches durante la campaña y las acusaciones directas incluso durante el proceloso recuento de votos, Erdoğan parte con ventaja, sin que nada indique que los opositores kurdos, los islamistas descontentos por su pragmatismo o los seculares nacionalistas del Partido IYI (Partido Bueno) vayan a ser capaces de impedirle rematar su plan.
Entretanto, la democracia iliberal, con una fachada ajustada formalmente al cumplimiento de las reglas de juego básicas de las convocatorias electorales regulares tras la que se vislumbra un autoritarismo cada vez menos acomplejado, sigue ampliando su campo de acción. Sea en Hungría, en la India o en los renovados sueños presidencialistas de Donald Trump.