No ha sido como en Egipto. Allí los militares golpistas trataron de justificar su asonada amparándose en una supuesta “legalidad revolucionaria”, derivada de una creciente contestación ciudadana a los designios de Mohamed Morsi, que consideraban suficiente para anular la legalidad de las urnas. Y tanto el mundo árabe como Washington y los Veintiocho aceptaron aquel desatino en un nuevo ejercicio de rancio realismo que no ha servido, antes bien al contrario, para solucionar uno solo de los problemas que sufre el país del Nilo.
Aquí, en Turquía, aunque es innegable la polarización del país y la inquietud por el creciente autoritarismo de Recep Tayyip Erdoğan, no había masas sociales demandando en las calles un golpe de timón para poner fin al experimento iniciado en 2002 por el Partido Justicia y Desarrollo (AKP, en sus siglas en turco). Además, frente a un Morsi que apenas había podido asentarse en su sillón presidencial, Erdoğan lleva casi catorce años liderando su país. Eso le ha permitido plantar cara a los militares ya en 2007 (cuando pretendieron bloquear el nombramiento de Abdullah Gül como presidente), desactivar en buena medida su poder para tutelar la gestión de los asuntos públicos y colocar a sus fieles al frente de las principales instancias de poder, tanto político y económico como judicial, policial y mediático,
Tomado como lo que ha sido, un golpe de estado fracasado, solo cabe alegrarse de que el grupo de iluminados uniformados no haya logrado esta vez su propósito (habría la quinta desde 1960). Más allá de lo que recogía su argumentario golpista –defensa del orden constitucional, laico y democrático–, es más probable que su verdadera preocupación haya sido evitar que el próximo 1 de agosto se vieran forzados a la situación de retirados por decisión del Consejo de Seguridad Nacional, que tradicionalmente en esa fecha toma decisiones sobre ascensos y retiros. También hay que alegrarse de la reacción social y de la respuesta de los tres principales partidos de oposición que, a pesar de estar sufriendo las embestidas del propio Erdoğan, han manifestado con nitidez su rechazo a los golpistas.
Parece mentira –tras las purgas realizadas por el gobierno en los casos Ergenekon y Sledgehammer, que dejaron en la cuneta a mandos policiales y militares, así como a periodistas, jueces y críticos en general con el autoritarismo y la corrupción reinante– que los asonados permitieran a Erdoğan que pudiera llegar a Estambul y dirigirse a la población a través de la televisión. Por lo que se ve, siguieron un manual golpista del siglo pasado, mal ejecutado, y no supieron entender tampoco el enorme papel de las redes sociales, movilizando a la población en su contra. Si a eso se une la escasez de sus apoyos internos entre los uniformados (con el Estado Mayor y la policía fieles al gobierno en su práctica totalidad) se termina por entender que el resultado no podía ser otro.
Pero, por el contrario, si lo ocurrido en la noche del pasado día 15 se toma, tal como lo entiende Erdoğan, como un regalo de Alá, la inquietud aumenta exponencialmente de grado. La primera señal de ello es la detención de 2.839 militares de diferente graduación y de 2.745 miembros de la judicatura. Llueve sobre mojado, dado que las purgas de críticos y compañeros de viaje molestos se han iniciado hace tiempo. En una primera etapa el esfuerzo se concentró en neutralizar el peligro que representaba un estamento militar autoimbuido en su condición de garante del kemalismo laico y republicano. A eso siguió la domesticación del estamento judicial y periodístico, incluyendo la aprobación de normas que eliminan la inmunidad a muchos parlamentarios (especialmente los pro-kurdos) y conceden más poderes aún a un presidente empeñado en erigirse como líder absoluto.
En el camino no ha tenido reparos en apoyarse en aliados coyunturales –como el movimiento Hizmet, liderado por el ahora señalado como terrorista y promotor del golpe, Fethullah Gülen–, que le han facilitado el práctico control de las palancas de poder en todas las esferas de la vida nacional (incluyendo la entrada en escena de empresarios simpatizantes con el islamismo político). En definitiva, del mismo modo que recientemente se desembarazó de su primer ministro pretende ahora rematar la tarea, eliminando todo rescoldo gülenista que pueda quedar activo. Visto así, el golpe se convierte efectivamente en un regalo que permitirá a Erdoğan seguir soñando con su presidencialismo ilimitado.
No solo cuenta para ello con el impulso que ahora recibe para deshacerse de quienes, presa de otra ensoñación igualmente delirante, creían tener algún tipo de derecho divino para liderar a Turquía hacia el pasado. También cuenta con la permisividad de una Unión Europea que difícilmente se arriesgará a molestar a quien puede volver a inundar de refugiados el Egeo. Queda por ver si incluso Washington acepta detener y extraditar al propio Gülen, tal como solicita (aunque todavía no oficialmente) Ankara.
Erdoğan puede salir fortalecido de esta desventura, pero será a costa de debilitar aún más a Turquía. Paradojas de la vida.