Se veía venir desde hace tiempo. El rumbo que Turquía ha tomado, de la mano de un presidente cada vez menos preocupado por mantener las formas democráticas y cada vez más inspirado por un neootomanismo desaforado, está metiendo al país en un callejón de muy difícil salida. En un claro contraste con la fórmula de “cero problemas con los vecinos”, que propugnaba hace una década el entonces ministro de exteriores, Ahmet Davutoğlu, hoy el cambio de rumbo propiciado por Recep Tayyip Erdoğan ha derivado en un cúmulo de tensiones ya no solo con sus adversarios regionales, sino incluso con sus aliados tradicionales.
Buena muestra de esto último ha sido la reunión virtual de los ministros de exteriores de la OTAN celebrada el pasado día 1. En principio, el tema estrella del encuentro era la presentación del documento que debe servir de guía a la OTAN para encarar la próxima década, pero en la práctica el foco principal del debate se centró en el intercambio de acusaciones, con Turquía como blanco predilecto. Así, el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, abroncó abiertamente a su colega turco, Mevlüt Çavuşoğlu, por elevar la tensión con otros aliados en el Mediterráneo oriental, y por la compra de los sistemas antiaéreos rusos S-400, amenazando abiertamente con sanciones si llegan a ser activados. Y aunque la respuesta turca –criticando a Washington por animar al resto de los aliados a sumarse al castigo a Ankara, por rechazar la venta de sistemas Patriot y por apoyar a grupos terroristas en Siria– trató de volcar la responsabilidad sobre quien lo señalaba con el dedo acusador, el hecho más claro es que Ankara no encontró un solo apoyo entre sus 29 aliados en la Alianza. No sorprende, en ese contexto, que la petición turca de que la OTAN se implique en la resolución del conflicto libio no haya sido atendida en modo alguno.
Para tensar aún más la cuerda, el Senado estadounidense aprobó el pasado día 3 el presupuesto de defensa para el próximo año fiscal (por un total de 750.500 millones de dólares), dejando activada una carga de profundidad de imprevisibles consecuencias. El texto considera que la compra turca de los S-400 rusos, recibidos en julio de 2019, constituye una decisión que cae bajo la sección 231 de la CAATSA (Ley para Contrarrestar a los Adversarios de EEUU a través de Sanciones, en vigor desde agosto de 2017, diseñada inicialmente para sancionar a Rusia, Irán y Corea del Norte por sus ventas de armas a terceros). Aunque esa misma norma podría usarse para castigar a Egipto por comprar material militar ruso, es obvio que Washington puede usarla a discreción contra quien desee, y hasta ahora Donald Trump no ha tenido reparos en manifestarse en contra de su aplicación cuando ha podido afectar a algunos de sus interlocutores preferidos. Queda por ver qué hará Joe Biden a partir del próximo 20 de enero.
Algo similar ocurre en el marco de la Unión Europea (UE). Ya no solo se trata de la ralentización, hasta su hibernación, de la negociación para la adhesión de Turquía al club comunitario, sino que se hace cada vez más probable la aplicación de sanciones a Ankara. En esa dirección apunta el resultado de la reunión de ministros de asuntos exteriores de la UE del pasado día 7, a la espera de una decisión final en el Consejo Europeo previsto para el próximo día 10. El deterioro de las relaciones con Ankara, con la controversia sobre la explotación de posibles yacimientos submarinos de hidrocarburos en zonas disputadas del Mediterráneo oriental, parece haber convencido incluso a Alemania –mediador informal desde hace tiempo entre Atenas, Nicosia y Ankara– de la necesidad de aplicar sanciones, tal y como ya demandaron formalmente el pasado 26 de noviembre Francia y el Parlamento Europeo.
Es obvio que Turquía no puede ser excluida del Mediterráneo oriental- donde cuenta con más kilómetros de costa que cualquier otro país ribereño. Pero también parece claro que la huida hacia adelante en la que se ha metido Erdoğan –con una grave crisis económica interna y un aventurerismo exterior que excede sus propias capacidades, desde Siria a Irak y Libia, pasando por el Alto Karabaj– no parece estar rindiéndole muchos beneficios.