Desde su entrada en la Alianza Atlántica, en 1952, no son pocas las ocasiones en las que Turquía ha sido calificado como un aliado incómodo. Pieza relevante en el intento de contener la expansión soviética durante la Guerra Fría, sus pésimas relaciones con Grecia pusieron en cuestión en varias ocasiones los fundamentos de la organización. Y aunque en una primera lectura su peso pareció menguar tras el final de la confrontación bipolar, muy pronto volvió a recuperarlo, tras el 11-S, como pieza básica para facilitar (aunque no sin reticencias) las aventuras militares de Washington en Oriente Medio. Hoy, mientras la OTAN acaba de celebrar su septuagésimo aniversario con innegables señales de crisis interna, Turquía vuelve a ser motivo de crítica e inquietud a partes iguales.
El listado de agravios recíprocos se hace cada más denso. Por parte turca, y atendiendo solo a los más recientes, se reprocha a Washington el apoyo que está prestando a las milicias kurdas sirias que Ankara identifica como una extensión más del PKK (terrorista según EEUU, Unión Europea y Turquía), sin olvidar su irritación por la falta de respuesta al requerimiento de extradición del predicador Fetullah Gülen, al que el régimen turco acusa de instigador del fallido golpe de Estado de 2016. En cuanto a Bruselas, le increpa su falta de voluntad para avanzar en las negociaciones de adhesión turca a la Unión, mientras va tomando conciencia de que esa aspiración está fuera de la agenda.
Por parte occidental, Bruselas emite claras señales de descontento con un régimen cada vez más alejado de los valores y principios que definen a la Unión Europea, escondiendo en todo caso que nunca ha habido verdadera voluntad de permitirle la entrada porque, en función de las reglas que gobiernan en club comunitario (con la demografía como variable fundamental), Turquía se convertiría muy pronto en el país con más peso político en todas las instancias de toma de decisión de los todavía hoy Veintiocho. Junto a eso, y en un terreno en el que confluyen variables políticas y comerciales con las explícitamente estratégicas, nada ha tensado tanto la cuerda para Washington y la OTAN como el paulatino acercamiento a Moscú, ejemplificado ahora en el empeño turco de adquirir los sistemas rusos de defensa antiaérea S-400.
Ya a mediados de 2017 el propio presidente Recep Tayyip Erdoğan confirmó el acuerdo con Moscú, adelantando un primer pago de un contrato que ronda los 2.500 millones de euros y que, con sus 400km de alcance, dotará a Turquía de medios para defender toda su plataforma continental mediterránea (en un momento en el que se incrementan las tensiones entre varios países por el control de los yacimientos de hidrocarburos localizados en el Mediterráneo Oriental), además de servirle (según los argumentos oficiales de Ankara) para hacer frente a la amenaza del terrorismo yihadista. Erdoğan insiste en que la entrega efectiva de todo el material se producirá a partir de julio de este mismo año, mientras se están ya realizando las obras de acondicionamiento para la recepción y militares turcos se están instruyendo en su manejo en suelo ruso. Más aún, en un claro gesto de desafío a EEUU, anuncia no solo que el contrato no tiene vuelta atrás, sino que Turquía también producirá conjuntamente con Rusia los nuevos sistemas S-500 y que, a pesar de las actuales amenazas estadounidenses de no transferir los cazas F-35 ya apalabrados, más temprano que tarde también acabará recibiendo los aproximadamente 100 aparatos de quinta generación fabricados por Lockheed Martin Co.
Esa es, la del sofisticado avión F-35, la última baza que Washington está empelando para disuadir a Ankara de hacerse con los sistemas antiaéreos rusos. Un avión en el que también participa Turquía (junto a otros siete países más) y del que ya cuenta, desde hace meses, con dos ejemplares. Estados Unidos ha paralizado la operación aduciendo que, si Turquía dispone de esos aparatos junto a los S-400, podría obtener información vital para neutralizar su supuesta alta capacidad de ataque, con la posibilidad de que termine transfiriendo dicha información a Rusia. Por su parte, Turquía recuerda que ya Grecia cuenta con los S-300, sin que nadie adujera en su momento que eso pudiera suponer una amenaza para la defensa aliada, y hasta dice haber llevado a cabo una valoración real que demuestra que su entrada en servicio no daña la defensa atlántica.
Mientras que los primeros esperan de ese modo obligar a Ankara a que vuelva al redil, los segundos parecen convencidos de que el suculento contrato de unos aparatos tan caros y sobre los que se acumulan las dudas sobre su viabilidad presupuestaria y su superioridad operativa acabara por inclinar la balanza en su favor. Todo ello sin descartar que, si no se logra reconducir la tensión actual, Turquía puede acabar provocando una crisis mayor en la OTAN y acercarse aún más a Moscú, comprando, por ejemplo, los cazas SU-57 que, a buen seguro, Vladimir Putin estaría encantado de poner en manos de Erdoğan, aunque solo fuera para seguir ensanchando las brechas internas de la Alianza. Veremos.