Ni ha sido la primera vez ni será, desgraciadamente, la última en la que Estambul sufra el embate del terrorismo. Turquía, a pesar de estar en pleno estado de emergencia desde el pasado julio, ha acumulado más de 300 víctimas mortales en el año que acaba de terminar. Y por muchas demostraciones de fuerza que Recep Tayyip Erdoğan realiza ante cada nuevo golpe, nada indica que el país este saliendo de una espiral violenta alimentada al menos por tres motores, a cada cual más inquietante.
El primero de ellos, aunque solo sea porque todo apunta a que la matanza producida el pasado día 1 de enero en la exclusiva sala de fiestas Reina va en esa dirección, nos lleva a Daesh. Desde el estallido del conflicto sirio, y mucho más aún desde la proclamación del pseudocalifato instaurado por Abu Bakr al Baghdadi en junio de 2014, Turquía ha tomado un camino equivocado. Empeñado en contribuir desde la primera línea al derribo del régimen de Bashar al-Assad, olvidando su condición de antiguo aliado, Erdoğan optó por mirar para otro lado mientras su territorio se convertía en vía de tránsito para toda clase de individuos interesados en engrosar las filas este grupo yihadista (pero también de Jabat al Nusra y otros).
Creyendo que esto le dejaba al margen de la violencia de su vecino, Erdoğan no supo ver que el efecto expansivo de esa misma violencia pronto se volvería en su contra. Si en principio solo se registraron episodios violentos en las zonas fronterizas, ya desde hace al menos dos años el territorio turco se ha convertido también en un campo de batalla para el yihadismo global, sobre todo desde que Ankara se vio obligada a cerrar las vías de paso hacia Siria e Irak (tal como le reclamaban con insistencia Washington y Bruselas). Para entonces, Daesh ya había conseguido articular una buena base logística y operativa, capaz de golpear por doquier.
El segundo frente abierto se resume en la existencia del Movimiento Revolucionario de los Pueblos Unidos, en el que confluyen no solo el PKK sino también los Halcones por la Libertad del Kurdistán y grupúsculos radicales de raíz marxista y leninista. Desde que Erdoğan decidió, en julio de 2015, cerrar abruptamente la vía de la negociación con el PKK se ha regresado a una dinámica belicista que ya contabiliza más de 1.700 muertos y más de 300.000 desplazados. A eso se une una abierta persecución política contra los kurdos (no menos de 16 millones de los 78 millones de turcos), como lo demuestra la expulsión (sin juicio previo alguno) de más de 30 alcaldes y unos 11.000 profesores y el cierre de una veintena de medios de comunicación en kurdo. El más reciente episodio ha sido la detención de los dos líderes del Partido Democrático del Pueblo (HDP), Selahattin Demirtas y Figen Yuksekdag, junto a otros 9 diputados de esa misma formación, acusados de no obedecer un requerimiento judicial para testificar en un proceso por delitos de terrorismo.
Por último, es inmediato entender que el mismo Erdoğan se ha convertido en una amenaza para su propio país. En su deriva autoritaria ha arruinado la imagen que cosechó en sus primeros años como primer ministro, tras la victoria del Partido Justicia y Desarrollo (AKP), en noviembre de 2002. En sus primeros años Erdoğan logró labrarse una imagen de gestor eficiente, sacando a Turquía de una de sus más graves crisis económicas y aumentando el nivel de bienestar de la población hasta niveles nunca vistos. Igualmente, y con el incentivo de llegar a formar parte de la Unión Europea, sacó adelante un paquete de reformas que no tiene parangón en la historia de la Turquía moderna. Para completar el cuadro, también es obligado citar la aureola de líder modélico que se labró no solo en el mundo árabo-musulmán, como un ejemplo a imitar, sino también en Occidente, como un político capaz de conjugar el islamismo político con la democracia parlamentaria y el Estado de derecho.
Desairado reiteradamente por Bruselas y desgastado por el ejercicio de un poder cada vez más iluminado por sueños imperiales, Erdoğan apostó abiertamente por jugar todas sus bazas para lograr una nueva mayoría absoluta en las elecciones del 1 de noviembre de 2015. Para ello no tuvo reparos en envolverse en la bandera turca, como representante máximo de un ultranacionalismo extremo, en forzar la disolución del parlamento resultante de las elecciones de junio de ese mismo año, en romper las negociaciones con el PKK, en demonizar a los representantes más señalados de la identidad kurda (con el HDP en cabeza) y en polarizar sin medida a su propia sociedad. La guinda de ese amargo pastel ya claramente represivo es la purga desenfrenada que está liderando desde el fallido golpe de Estado del pasado julio, con clara intención de deshacerse de cualquier tipo de oposición y de desmantelar al poderoso movimiento gülenista Hizmet, señalado hoy como un movimiento terrorista (FETO).
Todo, en definitiva, ha quedado subordinado a su afán por lograr una reforma constitucional que le garantice su permanencia en el poder como presidente ejecutivo. Aprovechando el rechazo ciudadano a los delirios golpistas de algunos militares y la impopularidad cosechada por el elitista movimiento gülenista procura así consolidar un modelo personalista de poder sin ataduras. Y nadie parece en condiciones de frenarlo.