La paciencia de Turquía en relación con lo que ocurre en su vecindad siria parece haber llegado a su fin. Primero apostó sin éxito por la caída de Bashar al-Assad, frustrado por el desprecio del dictador sirio a los consejos de Recep Tayyip Erdoğan sobre la necesidad de llevar a cabo reformas que aliviaran la presión de una ciudadanía harta de un régimen represivo que tampoco atendía sus necesidades básicas y sus ansias de libertad. Posteriormente aceptó, como tantos otros, que al-Assad es un mal menor y se amoldó sin remedio a la agenda que marcaba Moscú, con el añadido de Irán, mostrando de paso su descontento con unos Estados Unidos empeñados en preferir a las milicias kurdas como punta de lanza contra Daesh y creyendo, además, que eso le otorgaba ciertas garantías de control de las zonas sirias más próximas a su frontera sur.
Pero nada de eso le ha permitido neutralizar el peligro que para su seguridad supone la consolidación de la presencia armada kurda tanto en el cantón de Afrin como en el que se extiende prácticamente desde Manbij hasta Hasaka. Para evitar que llegaran a unirse ambas zonas, controladas principalmente por milicias integradas en las Unidades de Protección Popular –conocidas por las siglas YPG y columna vertebral de las Fuerzas Democráticas Sirias, apoyadas por Washington– , lo que aumentaba exponencialmente la posibilidad de que los kurdos sirios llegaran a constituir una entidad autónoma que abarcaría toda la zona septentrional de Siria en las inmediaciones de Turquía, Ankara puso en marcha la operación “Escudo del Éufrates” en 2016. Como resultado más notable logró, al menos ya desde marzo del pasado año, crear una cuña desde Azaz hasta Jarablus que impide la continuidad geográfica tan soñada por los kurdos como temida por los turcos.
Sin embargo, una vez desmantelado el pseudocalifato de Daesh y mientras las fuerzas leales al régimen de Damasco concentran su atención en eliminar los reductos rebeldes en Idlib, la evolución de los acontecimientos en estas últimas semanas ha vuelto a inquietar sobremanera a Ankara. La gota que ha agotado su aguante es la iniciativa estadounidense de crear una Fuerza de Seguridad Fronteriza, con una entidad prevista de 30.000 efectivos. Aunque Washington se resiste a confirmar ese extremo, todo indica que la conformación de la fuerza ya está en marcha, con un núcleo duro constituido una vez más con las YPG, vistas como un estrecho aliado de las milicias del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán), calificada de organización terrorista por Turquía. De poco sirve el argumento de que también se están reclutando milicianos árabes y de otros perfiles no kurdos para calmar el nerviosismo turco, cuando Washington ha aprobado la entrega de material letal a unos grupos que mañana pueden operar en Turquía o traspasar dicho material a los combatientes del PKK.
Eso es lo que explica la decisión turca de iniciar una nueva campaña militar en Afrin y otros enclaves para tratar de eliminar a los que percibe como enemigos directos. De hecho, ya se registran desde hace días ataques artilleros muy intensos, mientras se concretan los movimientos de grupos rebeldes locales apoyados por Ankara (no solo del Ejército Libre de Siria sino también algunos grupos yihadistas que ahora optan por colaborar con Turquía) y también de las propias unidades militares turcas desplegadas en la zona.
Más allá de que actuar en Afrin y alrededores significa incumplir el acuerdo que impulsó Moscú (y al que Teherán y Ankara se sumaron en el marco del proceso de Astana) para crear una zona de desescalada, la campaña turca presenta numerosas dificultades. Por un lado, necesita el consentimiento del gobierno sirio para operar en su territorio y, al menos de momento, no solo no lo ha recibido sino que Damasco ha amenazado con derribar cualquier avión turco que entre en su espacio aéreo. Por otro, corre el riesgo de acabar chocando con grupos que son apoyados por Washington e incluso con los efectivos estadounidenses de operaciones especiales allí activos para asesorar a dichos grupos. Del mismo modo, necesita la aprobación de Rusia para evitar tanto problemas en el espacio aéreo como posibles choques con los centenares de efectivos rusos que están desplegados en esos cantones en apoyo a grupos locales alineados con Moscú. En definitiva, son demasiadas las variables que escapan al control de Ankara y de cualquiera de ellas pueden derivarse consecuencias muy costosas para sus intereses.
Sea como sea, lo que está ocurriendo también supone un considerable desencuentro entre dos países miembros de la OTAN. Y dado que en este caso llueve ya sobre mojado, aumentan significativamente las posibilidades de que termine produciéndose un divorcio que, al menos racionalmente, no interesa que llegue a materializarse.