Ahora –cuando se cumplen precisamente diez años de la revolución egipcia, con un régimen golpista férreamente decidido a mantenerse en el poder a base de represión indiscriminada contra cualquier clase de crítica o disidencia– Túnez vuelve a llamar la atención en el mundo árabe como el síntoma más visible de los problemas que ha sufrido el proceso que algunos se empeñaron en llamar “primavera árabe”, al margen de lo que la realidad ya mostraba desde su arranque, el 17 de diciembre de 2010, con la inmolación de Mohamed Bouazizi. Y lo que revelaba, como ahora vuelve a quedar de manifiesto con la nueva expresión de protesta ciudadana en las calles tunecinas, es que:
- No es lo mismo derribar a un dictador que construir un nuevo modelo de convivencia que atienda a anhelos tan básicos como la dignidad, libertad y trabajo que demandaban (y siguen demandando) unas sociedades abrumadoramente jóvenes. Desconocidos para el conjunto de la población y sin experiencia alguna de gestión de los asuntos públicos, fueron muchos los nuevos líderes de esos movimientos ciudadanos que se han quedado por el camino, sin haber logrado tocar poder para lograr implementar sus ideas.
- No cabía esperar que, quienes hasta ese momento habían disfrutado de privilegios sin límite renunciaran pasivamente a su poder, y dejaran el paso libre a nuevos responsables políticos, fueran estos laicos o representantes de un islam político que ya se había convertido, para entonces, en el referente más atractivo a los ojos de quienes ya no esperaban nada de los fracasados, corruptos e ineficientes miembros de las elites tradicionales. De ahí su esfuerzo, exitoso en buena medida, para disfrazarse con nuevos ropajes (Nida Tunis ha sido un buen ejemplo de ello y ahora el Partido Desturiano Libre asoma como posible relevo de los nostálgicos del viejo régimen), y para organizar una contrarrevolución, de la que regímenes como el saudí o el emiratí son la punta de lanza a escala regional, empeñados en evitar un proceso ciudadano de transformación que pueda dar más cancha al islam político (la defenestración, incluso violenta, de los Hermanos Musulmanes en Egipto es la mejor muestra de ello).
- No hay nada nuevo en el hecho de que el vacío de poder en un territorio determinado acabe activando a vecinos y otras potencias en su intención de llenarlo a su favor. Así, con Yemen y Libia como escenarios más significativos, hemos asistido a diversas operaciones militares de intervención por la fuerza, con Riad liderando el intento (fracasado) de reconducir la crisis yemení; o con la nefasta iniciativa de la OTAN en Libia, situando incluso a países europeos (Francia e Italia) en bandos opuestos, al tiempo que Turquía y Rusia juegan también allí sus bazas por interposición. Todo ello sin olvidar el fiasco sirio, en un proceso que ha llevado a las potencias occidentales a aceptar al régimen genocida de Bashar al-Assad como un mal menor. Una vez más, aferrados a una visión cortoplacista que apuesta por la estabilidad a toda costa, se ha caído en el error de mirar para otro lado cuando se ha violado el derecho internacional, y de apostar por impresentables que, tan solo en la ensoñación de sus promotores, son vistos como una solución al problema.
Lo que ahora se vuelve a vivir en Túnez, con un proceso de movilizaciones que se ha intensificado abiertamente desde el pasado día 14 (en el marco de la conmemoración de la caída de Ben Alí hace una década), va más allá de una recurrente expresión de hartazgo y frustración ante el alto nivel de corrupción e ineficiencia de los responsables políticos– sea para atender a una pandemia que ya ha provocado más de 6.000 muertos, o para crear suficientes empleos en una economía que sigue con un encefalograma plano tanto por el desastre de una industria turística que no remonta, como por la falta de reformas estructurales que permitan una vida digna al conjunto de los once millones y medio de tunecinos.
Aunque el primer ministro tunecino, Hichem Mechichi, ha querido ganarse las simpatías de los manifestantes mostrando su comprensión con las movilizaciones, y ha llevado a cabo retoques en el gabinete ministerial, parece claro que no está en condiciones de mejorar la situación a corto plazo. Su debilidad existencial –como un producto prefabricado de la mano del presidente Kais Said, que cuenta con el apoyo de cinco fuerzas políticas, encabezadas por Ennahda (52 diputados) y el populista Qalb Tunis (27)– ya le auguraba una corta vida política cuando se conformó el pasado septiembre. Y desde entonces, en un contexto de crisis permanente, la duración de los gobiernos se ha ido acortando aún más, hasta llegar a contabilizar una decena desde el arranque del cambio político.
A estas alturas parece claro que, en el lado positivo, Túnez ha logrado dar pasos muy significativos en el campo político, con libertades y transformaciones que no encuentran paralelismo en países vecinos. Sin embargo, no puede decirse lo mismo en el terreno económico, como lo pone de manifiesto el hecho de que la deuda externa ya supera el 80% del PIB; el crecimiento económico apenas llegue al 2%; el déficit por cuenta corriente se mantenga alrededor del 10% del PIB; y la corrupción y la generalizada evasión fiscal sigan detrayendo recursos y capacidades imprescindibles para salir del túnel en el que lleva tanto tiempo metido. Y en estas circunstancias vuelve a surgir con fuerza la misma pregunta que hace una década: ¿dónde está la Unión Europea?