Ya estamos acostumbrados a que las buenas noticias tengan menos reflejo mediático que las catástrofes o las guerras. Y seguramente por eso hoy los medios están más atentos al fiasco de la Conferencia Ginebra II –que desgraciadamente no va a deparar el fin de la tragedia siria–, a las noticias del recrudecimiento de la violencia en Irak –con casi mil muertos en este primer mes de 2014–, o a las tensiones crecientes en lugares como Ucrania o Tailandia. En ese contexto, la aprobación de la nueva Constitución tunecina el pasado día 26 apenas ha merecido alguna mención, cuando estamos ante un hecho de gran relevancia, que va más allá de la escena política del país que inició lo que trivialmente se dio en llamar “la primavera árabe”.
En clave interna, y aunque se haya incumplido el calendario inicialmente previsto, es muy destacable que el nuevo texto haya sido validado por 210 de los 216 diputados presentes en la Asamblea Nacional Constituyente. Eso significa que tanto los partidos de perfil religioso como los laicos han logrado superar sus tentaciones maximalistas, encontrando un espacio común de entendimiento que ha dado vida a una ley fundamental alejada de cualquier extremismo. Así, se ha asentado un nítido principio de igualdad de derechos para hombres y mujeres– como, por otro lado, corresponde al quien ya desde el inicio de su andadura como país independiente (1956) contaba con un estatuto personal que reconocía a las tunecinas derechos que estaban totalmente vedados en el resto del mundo árabe. De igual modo, se ha logrado diluir el papel de la religión en el ámbito público y estatal, impidiendo que la sharia sea identificada como una fuente principal de derecho y, por el contrario, garantizando la libertad de conciencia y el carácter secular del Estado.
Este logro implica también un alto grado de madurez de las fuerzas políticas- tanto las tradicionales como las de última hornada-, sindicales- dado el importante papel de facilitador ejercido por la poderosa central UGTT desde la caída del dictador Ben Ali- y de la sociedad civil, que no han cejado en su empeño de diálogo. Y todo ello contando con que la violencia ha puesto a prueba el frágil experimento político –ahí están las muertes de Chokri Belaïd , en febrero de 2013, y de Muhammad Brahmi, en julio del mismo año–, mientras los salafistas han tensionado hasta donde sus fuerzas alcanzan el escenario nacional –tratando de forzar a Ennahdha a imponer una agenda netamente islamista, acusándolo de no ajustarse a los principios del islam en su actuación como principal partido gubernamental– y los yihadistas han golpeado reiteradamente (y siguen haciéndolo), sobre todo en las zonas fronterizas con Argelia y Libia, en su ciego afán por instaurar algún día un emirato intransigente en estas tierras.
Pero más allá de la lectura nacional de lo ocurrido, lo que demuestra el ejemplo tunecino es que el islam político tiene espacio en un marco que aspira a la democracia. Frente al discurso propugnado desde hace más de una década por los impulsores de la nefasta “guerra contra el terror” y a ejemplos equivocados como la deriva golpista y erradicadora egipcia, Túnez nos vuelve a recordar que no hay posibilidad de encontrar la salida al túnel en el que se encuentran metidos estos países sin contar con el islamismo político. Se trata de un actor que cuenta con un significativo apoyo entre unas poblaciones que nada esperan a estas alturas de unos regímenes que han fracasado rotundamente en todos los terrenos. Quizás no sean tampoco la solución a los graves problemas estructurales que aquejan a la inmensa mayoría de los 350 millones de personas que malviven en los 22 países árabes; pero son, inevitablemente, parte de la solución y, por tanto, interesa incorporarlos al debate y al juego político.
Obviamente queda aún mucho por hacer y el presidente Moncef Marzouki y el provisional primer ministro Mehdi Yuma –al frente de un gabinete de tecnócratas más reducido (con 21 ministros y 7 secretarios de Estado), en los que hay tres mujeres– van a tener que demostrar mucho temple para evitar el descarrilamiento de un proceso que no está ni mucho menos asentado. La primera tarea a realizar es la elaboración de una ley electoral que muy pronto será puesta a prueba en las elecciones que previsiblemente se celebrarán este mismo año. A todos nos interesa que Túnez siga avanzando en la buena dirección.