Hace pocos días se cumplía el séptimo aniversario de la Revolución Tunecina, hito que marcó el comienzo de los diferentes movimientos populares a lo largo y ancho del mundo árabe que desde Occidente se acabaron bautizando como “Primavera Árabe”. Siete años de tortuosa transición democrática en los que la pequeña república norteafricana ha tenido que manejarse en un entorno internacional complejo, con el viejo continente en plena reconstrucción del proyecto y su economía maltrecha por años de crisis y con un contexto regional marcado por la inestabilidad y que, se mire por donde se mire, no invita sino al derrotismo.
Dignos de elogio son los logros conquistados –no sin sobreponerse a enormes dificultades– durante este periodo: organización de elecciones libres y transparentes, redacción de una constitución consensuada y progresista, transmisión pacífica de poderes, arraigo de la libertad de expresión, de una cultura de diálogo y de consenso, etc. Y, sin embargo, los más que notables avances democráticos en ciertos campos no deberían servir para obviar las sombras, carencias y errores de un proceso que, además de inconcluso, ha atravesado fases en las que ha estado a punto de encallar, como la enconada polarización de la sociedad tras los asesinatos de los dirigentes políticos Chokri Belaïd y Muhammad Brahmi, la crisis tanto económica como política tras los atentados terroristas del Bardo y Susa en 2015, entre otras.
La no materialización de escenarios menos halagüeños que el actual encuentra posiblemente explicación en el insólito gobierno de coalición entre los islamistas de Ennahdha y Nida Tunis formado tras las elecciones de finales de 2014. Sin embargo, la inusual coalición, temerosa –cada cual por su lado– de perder parte de su electorado, ha carecido de la ambición y la visión necesarias para acometer ciertas reformas en aquellos dosieres que requerían transformaciones profundas, coraje y visión de futuro. Ejemplos de ello son, entre otros, la educación, donde la oferta privada gana terreno en detrimento de un servicio público de calidad; la seguridad, personificada en un Ministerio del Interior extremadamente opaco y todavía con ciertas reminiscencias de tiempos pasados; y la hacienda pública, con sectores poderosos y grupos de presión cercanos al poder todavía liberados de cargas impositivas acordes a sus ingresos.
Cierto, la formación de gobierno tras las elecciones y la inclusión de Ennahdha en éste consiguió relajar la tensión y poner freno a la creciente polarización de la sociedad desde 2013. Desde entonces, ni las diferentes escisiones en el seno de Nida Tunis –que dejó de ser el partido mayoritario en el parlamento en detrimento de Ennahdha–, ni las reestructuraciones de gobierno, ni las diferentes crisis con las que ha lidiado el país han conseguido agrietar la estabilidad que con tan buenos ojos se ve desde Occidente. Sin embargo, el consenso cuasi granítico reinante entre las dos formaciones políticas –que, si bien comparten visión en lo económico, son antagónicos en otros muchos aspectos– puede acabar convirtiéndose en un contrapeso para los objetivos iniciales de la Revolución.
Constreñidos han quedado los clamores de justicia social y soberanía popular que sacaron a los tunecinos a la calle y pusieron fin a más de 50 años de dictadura. Exigua la oposición en el parlamento, personificada en una izquierda polifragmentada y anquilosada que ya ni siquiera representa la voluntad social en la calle. Inexistentes los proyectos de descentralización de la administración e invisibles los programas de desarrollo que deberían haber comenzado a reducir las diferencias entre las regiones más marginalizadas y el noreste del país. Menoscabado el peso específico del parlamento y la trascendencia del gobierno frente a la alargada sombra del presidente de la República. Blanqueo de imagen y reinserción de personas ligadas al antiguo régimen sin rendición de cuentas. Deriva autoritaria. Y así un largo etcétera.
En las últimas semanas, Fesh nastanneu? (#Fech_Nestannew?, “¿A qué esperamos?” en dialecto tunecino), un movimiento social de reciente cuño ha conseguido vertebrar mínimamente el malestar generalizado e inundar de manifestaciones la mayor parte de ciudades del país como respuesta al incremento de los precios, a la elevada tasa de desempleo y, principalmente, al paquete de medidas de austeridad –reformas auspiciadas por el FMI como contrapartida al desbloqueo de préstamos– recogido en la Ley de Presupuestos para este 2018. Las protestas organizadas han sido en su mayoría pacíficas, si bien ha habido episodios aislados de violencia entre manifestantes y fuerzas de seguridad en varias ciudades. Ahora bien, la desmesurada respuesta del gobierno, deteniendo a más de 1.000 personas en todo el país, demonizando los movimientos populares y acusando a la prensa extranjera de amplificar los hechos, a buen seguro ha vuelto a poner a prueba la resistencia de la coyuntural alianza. En cualquier caso, éste no ha sido en absoluto el primer movimiento popular que se organiza para hacer frente al gobierno: anteriormente otros como recientemente Manich Msamah (“Yo no perdono” en dialecto tunecino) también llevaron el hartazgo de ciertos sectores de la población a la calle y consiguieron alterar la agenda del gobierno. Y, si nos atenemos a situación económica del país –con una inflación de más del 6 %, una depreciación del dinar de un 25 % frente al euro en los dos últimos años, una tasa de paro de más del 30 % entre los jóvenes y las ya mencionadas medidas de austeridad aprobadas–, las protestas regresarán más pronto que tarde.
Por otro lado, cada vez son más las voces que desde ambos partidos se preguntan hasta cuándo durará el idilio y si realmente sirve para algo. Sin embargo, por el momento todo sigue cociéndose intramuros, desde la estrategia de cada partido a las decisiones que toman en representación de la ciudadanía. Por su parte, Ennahdha lleva tiempo trabajando en su imagen –abandono de la etiqueta “islamista” y alejamiento gradual de la ideología de los Hermanos Musulmanes– y parece haberse desembarazado del miedo reinante en el partido desde el golpe de estado de al-Sisi al gobierno de Mursi en Egipto. En principio, habida cuenta de su estructura y su impresionante despliegue por toda la geografía del país, el partido de Rached al-Ghannouchi podría obtener mejores resultados que Nida Tunis en las ya próximas elecciones municipales, previstas para mayo. Quizá dichas elecciones supongan el principio del fin del consenso. Hasta entonces más parches y cortoplacismo.