Las encuestas arrojan un panorama muy poco esperanzador para Donald Trump de cara a una posible reelección. Los datos más recientes a 24 de julio muestran que Joe Biden le aventaja en intención de voto en los doce estados bisagra. Dicha ventaja es superior a los siete puntos en todos ello, salvo en Arizona y Carolina del Norte. En este contexto, no solo se empieza a dar por probable un cambio en la Casa Blanca, sino una victoria demócrata por avalancha. A poco más de tres meses para la cita con las urnas, a Trump se le va agotando el tiempo para voltear esta situación, y China ha entrado de lleno en su estrategia electoral. ¿Qué implicaciones tiene esto para España y Europa?
Ningún presidente estadounidense ha perdido la reelección en tiempos de guerra. A favor de Trump hay que decir que no se ha embarcado en un conflicto bélico contra Irán, a pesar de tener una coyuntura propicia para ello, y que ha intentado que su guerra fuera contra el coronavirus en vez de contra otro país. Sin embargo, la declaración de guerra de Trump contra el coronavirus de mediados de marzo, tras haberse burlado de esta amenaza durante semanas, no se ha reflejado en la intención de voto como la Casa Blanca esperaba. Los estadounidenses valoran cada vez más negativamente la gestión que ha hecho Trump de la COVID-19 y consideran a Biden más capaz de manejar esta crisis sanitaria que al actual presidente. De ahí que Trump haya tenido que buscar otra guerra para catapultar sus opciones de reelección, y ahora lo intente planteando una especie de nueva guerra fría con China. Este es el marco en que el deben interpretarse los discursos pronunciados entre el 24 de junio y el 23 de julio de 2020 por cuatro altos cargos de su gobierno: el secretario de estado Mike Pompeo, el fiscal general William Barr, el director del FBI Christopher Wray y el consejero de Seguridad Nacional Robert C. O’Brien,
La visión que se presenta en estos discursos sobre el papel de China dentro de la comunidad internacional y su impacto sobre los intereses de Estados Unidos no es nueva. Ya estaba, por ejemplo, claramente recogida en la Estrategia de Seguridad Nacional de diciembre de 2017. Lo que se hace ahora es endurecer el tono, exacerbar el sentimiento de amenaza y apelar más directamente a la sociedad estadounidense y a los aliados de Estados Unidos para que sean más exigentes en sus relaciones con China. Esto queda sintetizado en la frase de Pompeo de mantener relaciones con Pekín sobre la base de la desconfianza y la verificación.
Como alerta Stephen Walt, el mayor problema de la visión estratégica que promueve la administración Trump sobre China es su carácter maniqueo que, al identificar la propia naturaleza del oponente como la fuente de la amenaza, llevado a su extremo impide la cooperación incluso en asuntos de interés mutuo. Esto puede traducirse no solo en un orden económico internacional más cerrado, con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo para miles de millones de personas, sino también en incapacidad por parte de la comunidad internacional de articular respuestas eficaces a amenazas globales como el cambio climático o las pandemias. Este escenario, como ha quedado demostrado por la COVID-19, deterioraría sin duda el bienestar y la seguridad de los europeos. Todo esto, dando por hecho que la creciente tensión entre ambos países no acabe desembocando en un conflicto armado, cuya escalada podría tener consecuencias catastróficas para el conjunto de la humanidad.
Además, es muy dudoso que este énfasis en la promoción desde el exterior de procesos de cambio político en China facilite una mayor apertura y liberalización política de este país. Más bien al contrario, los dobles raseros en la promoción de los derechos humanos por parte de la política exterior estadounidense, en función de sus intereses nacionales, son tan evidentes para la población china que facilitan la consolidación del régimen. De ahí que esta instrumentalización de los derechos humanos y la disidencia china por parte de la administración Trump probablemente facilitará la labor del Partido Comunista de China de presentarse como el campeón de la nación china frente a injerencias externas, y desprestigiar la democracia liberal como una forma de gobierno adecuada para China.
Estados Unidos y sus aliados europeos deben abordar cuestiones normativas en sus relaciones con China, pero no meramente desde una óptica moralista, sino vinculándolas también explícitamente con nuestros intereses económicos y de seguridad en asuntos concretos como la defensa de la privacidad y los derechos de propiedad intelectual. Esta parte de la estrategia china de la administración Trump, sintetizada en la exigencia de reciprocidad, transparencia y rendición de cuentas en las relaciones con China, sí encaja muy bien con la posición europea. Por consiguiente, sería muy deseable que este punto fuera uno de los pilares del diálogo sobre China que Estados y la Unión Europea acordaron establecer el pasado 25 de junio, y que pudieran sumarse a estas demandas otros actores dispuestos a defender un orden internacional liberal basado en normas. Esto debería ser posible independientemente de quién sea el próximo presidente de los Estados Unidos, pero no parece que ambos candidatos estén igualmente capacitados para lograrlo.
Como ha argumentado recientemente John Ikenberry, estamos ante una realidad que exige al orden internacional liberal más internacionalismo y multilateralismo en vez de aislacionismo y unilateralismo. La forma en la que el presidente Trump se ha relacionado con sus aliados, los organismos multilaterales y el Derecho Internacional durante su mandato, apunta a que una victoria de Biden favorecería una respuesta más eficaz ante los desafíos que plantea China a ambos lados del Atlántico. Evidentemente, Trump espera que sus conciudadanos no compartan este análisis. De lo contrario, no habría apuntado hacía Pekín para su guerra.