Las causas de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca hace ahora un año aún son objeto de debate. Pero estas causas, múltiples y complejas, influyen en sus efectos, en su política, que ha tardado –de hecho, está tardando– en materializarse. Baste un ejemplo: es el primer presidente de EEUU que en su primer año de mandato no ha agasajado a ningún mandatario extranjero con un banquete de Estado en la Casa Blanca. America First, uno de los lemas de su campaña que está plasmando en decisiones políticas, se está traduciendo en un marcado retraimiento de EEUU y del orden liberal internacional que había impulsado Washington desde incluso antes de concluida la Segunda Guerra Mundial.
Cabe recordar que Trump ganó en noviembre de 2016 en votos electorales indirectos, pero no en votos directos de los ciudadanos. Hillary Clinton le sacó más de 2,8 millones de votos, pero perdió en varios Estados clave. La campaña de Trump supo aprovechar mejor la mercadotecnia basada en las nuevas tecnologías que impulsara ocho años antes el equipo de Barack Obama. Con un uso muy particular de los medios de comunicación (Fox, Breibart News, etc.) y de las redes sociales que aprovecha las burbujas ideológicas en que vive la gente, y que Trump ha sabido seguir fomentando y usando una vez en la Casa Blanca. La política de Trump está logrando socavar la credibilidad de los medios de comunicación importantes tradicionales, desde luego entre sus seguidores, pero también más allá.
Trump buscó el apoyo de los increíblemente olvidados por las elites, incluidas las de los demócratas centristas: los electores varones blancos de clase media baja y trabajadora cuyos ingresos se habían estancado durante décadas. Son también los olvidados de la globalización y de la revolución tecnológica, de la llamada cuarta revolución industrial. Solo Bernie Sanders se acercó a ellos, de forma poco creíble.
Carl Benedikt Frey, Thor Berger y Chinchih Chen, desde la Oxford Martin School, han hecho un análisis pormenorizado de la relación entre automatización industrial y estos resultados electorales. Han llegado a la conclusión de que el apoyo a Trump fue especialmente elevado en zonas metropolitanas con mucho varón con baja educación en empleos rutinarios, las primeras víctimas de la revolución de la digitalización y automatización. Según esta investigación, un aumento del 5% en la proporción de puestos de trabajo que los trabajadores han perdido con la automatización supuso 10 puntos porcentuales más de voto a Trump en los distritos concernidos. Y eso que Trump en su campaña, o incluso después, ha hablado muy poco de tecnología. En todo caso, fue un voto contrario al statu quo y en el que cala el proteccionismo, el cierre a la inmigración y el America First.
En este sentido, David Autor et al., han documento cómo, bastante antes que Trump, los distritos con fuerzas laborales más expuestas a las importaciones chinas expulsaron en las urnas a sus legisladores más moderados a favor de otros más radicalmente proteccionistas. Es decir, que la apertura comercial, la globalización, ha ahondado la polarización política en EEUU (y en otras sociedades).
Incluso cabe señalar que, aunque favorece mucho más a los más ricos y a las empresas y genera más desigualdad, la reforma fiscal de Trump también atañe a estos sectores sociales bajos –en un país donde no se mira mal a los ricos–, aunque si no logra tener un impacto real en los salarios el presidente tendrá que pasar por algo más que apuros en las elecciones al Congreso de noviembre próximo. El retraso que están experimentando los planes expansivos de obras públicas, u otras de sus iniciativas, como el muro con México, aunque Trump está decidido a levantarlo, no le favorece.
No todo es economía, sin embargo. También entre las causas, y efectos, de Trump, pesa el factor cultural, la reacción cultural de los desposeídos y muchos otros. Es una reacción de algunos sectores –también femeninos– a un nuevo papel de la mujer en detrimento del hombre, al nuevo papel de minorías como los afroamericanos, los hispanos, la comunidad LGBTI u otros, y a una defensa del factor identitario blanco y protestante, que nutre el rechazo a la inmigración del que Trump ha hecho bandera. Los sociólogos Ronald F. Inglehart y Pippa Norris han estudiado con datos esta dimensión cultural e identitaria en el caso del Brexit y en el de Trump (incluso antes del resultado electoral).
Esto nutre una cierta involución social, y también un populismo jacksoniano –por el primer presidente populista de EEUU, entre 1829 y 1837–, como lo llama el historiador Walter Russel Mead, que también supone un repliegue del país sobre sí mismo. Pues es un populismo que sólo se interesa de “forma intermitente” en la política exterior, y desde luego no por la promoción de la democracia y los derechos humanos fuera de sus fronteras, como se supone que pensaban los neoconservadores, o los wilsonianos. Este tipo de liderazgo no excluye la guerra ni el uso de la fuerza –ni desde luego el derecho a poseer armas, todo lo contrario– cuando lo juzga necesario. De hecho, Trump autorizó en abril de año pasado atacar con misiles una base en Siria por el uso de armas químicas por el régimen, sin que fuera parte de una visión más amplia de la situación.
La presidencia de Trump va retrasada, entre otras razones porque quizá, como mantiene Michael Wolff en su polémico libro Fire and Fury, no se esperaba la victoria y gobierna de forma caótica. Claro que Wolf no explica cómo y por qué Trump llegó a la Casa Blanca. En todo caso, con Trump entero o demediado, o incluso sin él, las causas de Trump –sólo hemos apuntado algunas– siguen ahí. El caso es que Trump aún parece conocer sus bases mejor que sus adversarios las suyas. Aunque estas bases, según algunos estudios como recoge The Atlantic, le podrían estar empezando a volver la espalda tras un año en la Casa Blanca.